Notó un leve pero brusco movimiento a sus espaldas que lo despertó sin misericordia. Entreabrió los ojos sin ganas. En sus sueños se encontraba infinitamente mejor que en la realidad. Adormecido todavía, trato de erguir la cabeza y mirar a lo que, le parecía, debía de ser algo así como arriba. Eran vanas las coordenadas espaciales en aquel momento, en aquel lugar.

Una luz artificial intensa le apuñaló unos ojos que remoloneaban a la hora de abrirse. Los cerró de nuevo. No merecía la pena arriesgarse a que aquella intensa lumbrera lo cegara. Si se trataba del sol, no recordaba haberse quedado dormido a la intemperie, ni había sentido el calor abrasador del astro rey en su cénit. Puede que fuera la luna. No. No hacía frío. A menos que estuviera en un país tropical, ese con el que tantas veces había soñado, y que las temperaturas fueran más benignas con él, pobre desgraciado, dormido de cualquier manera sobre las finas arenas de una playa virgen después de una borrachera antológica.

Respiraba con dificultad. Debía de haber sido una noche salvaje, sin duda. Trató de incorporarse. No hubo suerte. Una especie de fuerza sobrehumana lo mantenía de espaldas al suelo como a una suerte de Gulliver mucho menos poético. A saber si no se habría vomitado encima también. Intentó entonces recostarse sobre uno de sus lados. Quizás así podría ver alguna luz, alguna silueta, alguna marca o señal reconocible que lo ayudara a orientarse. Si es que el alcohol no lo había trastornado del todo. Imposible. Estaba inmóvil. Se sentía pesado. Como anclado al suelo.

Respiraba con dificultad. En su mente dibujó unas palabras que sonaron como algo a medio camino entre la exhalación de un anciano y el gruñido de un tío-abuelo cascarrabias. En realidad no tenía ganas de hablar, pero suponía que tenía que intentarlo para comprobar el grado de daño de su cerebro y calentar la garganta en caso de tener que pedir auxilio, si lo que veía al despertar del todo no le gustaba. Dobló el cuello. Giró la cabeza. Dobló el cuello nuevamente. Se sentía mucho mejor ahora. La luz seguía cegándolo.

Oyó algo a sus espaldas. Le parecieron voces lejanas, como cuando uno oye una conversación que la brisa marina arrastra cientos de metros. No entendió lo que decían. Puede que estuvieran hablando en otro idioma. Un idioma nativo. Agudizó el oído. Nada. Silencio. Tal vez, si lograba liberarse del efecto aturdidor de la resaca, si lograba zafarse de su propia ropa, que parecía mantenerlo clavado a aquella superficie sólida que él suponía una hamaca, podría pedir ayuda. Aquellos generosos paseantes, como buenos samaritanos, lo ayudarían a incorporarse, a entrar poco a poco en calor, a orientarse.

Silencio absoluto. Qué clase de playa era aquella en la que no volaban gaviotas, se preguntaba. Poco a poco fue abriendo más los ojos. La luz, intensa todavía, no le hería los ojos. A medida que se acostumbraba, entreveía con mayor nitidez lo que le rodeaba. No obstante, se creyó soñando todavía cuando la luz le devolvió el reflejo de lo que parecía una sala de un hospital. ¿Acaso lo irían a operar? ¿Tan mal había acabado la noche? Oyó risas. Alguien hablaba en la lejanía. Las voces llegaban a él como el sonido de trompas con sordina. Quedas, apagadas, pero voces humanas. Más risas. Unos pasos y, finalmente, el rechinar de una puerta abriéndose y cerrándose. Luego más silencio, apenas roto por sus murmullos desesperados. Le costaba articular palabra alguna. Todo eran gemidos y gruñidos.

De repente sintió que algo lo agarraba por detrás sin tocarlo. Era como si le quitaran el suelo, como si lo hubieran alzado sin previo aviso, sin un forcejeo previo, sin darle posibilidad de defenderse. El miedo lo impelía a cerrar los ojos, pero justo una milésima de segundo antes, como el fulgor de un relámpago en una tormenta llegada desde el mar, le pareció ver un rostro. No estaba seguro de si aquella visión era real o producto de la resaca o el miedo que empezaba a expandirse, cual veneno paralizante, por todo su cuerpo. Se movía. Lo estaban arrastrando. No. No lo arrastraban: lo empujaban. No sabía qué, pero tenía fuerza de sobra para llevarlo hacia delante. Era una extraña sensación, sobre todo porque estaba seguro casi al cien por cien de que seguía tumbado.

Puede que fuera la resaca, que a veces provoca en el ebrio la sensación de que todo a su alrededor da vueltas. Pero él no sentía su entorno cercano como un tiovivo. No se desplazaba arrastrado por un torbellino. Se movía, lo movían, siempre en la misma dirección. Entonces golpeó contra algo. No abrió los ojos por miedo. Se limitaba a rezar. Lo que fuera con lo que hubiera chocado, había cedido sin más con un chirrido parecido al que oyó minutos atrás. Tal vez horas. No era muy consciente del tiempo.

Quizás aquella criatura lo había encontrado tirado en la playa, inerte, y lo arrastraba irremediablemente al océano, donde serviría de alimento a su insaciable prole. Puede que el golpe hubiera sido contra alguna otra criatura marina, una tortuga de las que tantas veces veía su padre por televisión cuando él era un crío con mocos colgando de una nariz chata. Si aquella tortuga gigante había cedido al empuje de la criatura, probablemente no tendría opción alguna contra sus fauces. Trató inútilmente de soltarse, pero la ropa húmeda era tan pesada que no podía mover los brazos. Estaba atrapado en su propia ropa como en la tela de una araña. Estaba vendido. Estaba muerto.

En un esfuerzo sobrehumano tomó un último aliento y cerró la boca para no tragar agua. Abrió ligeramente los ojos para ver si hasta esas profundidades llegaba algo de luz. Todo estaba bastante oscuro, pero desde arriba llegaban, a medida que era empujado, destellos como de focos. Sin duda alguna ilusión óptica. O puede que fueran aquellos peces que brillaban en la oscuridad. Abismales, creía recordar. No. Abisales. La palabra era “abisales”.

Golpeó de nuevo contra un objeto similar al anterior. Esta vez hizo falta más fuerza para que cediera. Seguramente, a medida que se adentraba en las profundidades de lo desconocido, los seres vivos se volvían más monstruosos. Fue entonces cuando se percató de que el leviatán lo arrastraba con la hamaca, por lo que tal vez, si desenganchaba sus prendas del amasijo en el que a estas alturas se habría convertido la tumbona, tendría posibilidades de escapar. Lo intentó por todos los medios: tiró, se retorció, trató de dislocarse un hombro… Nada. Estaba bien enganchado. Era una presa sentenciada.

Cuanto más se sumergía, más reducía la luz su intensidad. Abrió por completo los ojos y lo que vio, lo llenó de sorpresa: la bestia se movía por entre los restos de un barco hundido. A ambos lados se podía ver puertas con ojos de buey. El brillo metálico mate de las paredes reflejaba una luz tenue proveniente del techo que vomitaban una serie de lámparas todavía encendidas. Se sorprendió de que, tras sólo Dios sabe cuántos años, aquellas luces brillaran incansables bajo el agua.

Volvió la mirada hacia los ojos de buey de las puertas que jalonaban el pasillo. ¡Gente! Había gente. Unos hablaban, otros saltaban, muchos lloraban y otros tantos reían; e incluso en algunas había tipos con bata blanca, como la que solía vestir su padre, haciendo algo a otra gente. Si gritaba, aunque fuera bajo el agua, es muy posible que alguien lo oyera y acudiera en su auxilio. Eso, claro, si el monstruo que lo empujaba a él no los liquidaba de un coletazo o los destripaba de una dentellada. Hizo un esfuerzo por gritar, pero sólo consiguió un patético gemido. Jamás vendrían en su ayuda. Trató de calmarse y pensar fríamente.

Dando vueltas a la cabeza cayó en la cuenta de lo que veía: eran sus recuerdos. Era su vida lo que veía a través de los pequeños ventanucos. ¡Cómo no había podido caer antes! Era imposible, al fin y al cabo, que hubiera personas viviendo dentro de un barco hundido. Eso sólo pasaba en las películas de fantasía.

Irguió la cabeza un poco más y vio a su padre con aquella bata de médico acercarse a un chico. No se reconocía, tal vez porque los recuerdos siempre están distorsionados, pero era él. Su padre lo examinaba con atención. Eso hacía muchas veces cuando era niño. A través del siguiente pudo verse llorando. Todo pasaba muy deprisa, pero sabía bien que aquel llanto era por el juguete que su hermano le había roto una tarde de verano. Más allá podía verse a sí mismo riendo a mandíbula batiente porque el viejo tío Ed acababa de contar un chiste en la reunión familiar de Navidad. ¡Qué gracioso era el tío Ed! Un bonachón sonriente enamorado de la vida. ¡Qué tiempos tan felices!

Un momento. Por un instante todo se detuvo. Los buenos y los malos recuerdos dieron paso al pánico. Una vez leyó en una revista científica que nuestra vida entera pasa frente a nuestros ojos justo antes de morir. Iba a morir. Estaba muriendo. Quiso gritar de nuevo, pero no pudo. La garganta no le respondía ya. Se agitó. Seguía enganchado. Qué terrible sensación la de ser consciente de que vives tus últimos minutos. Se desesperó. No quería morir. Era joven. Así terminaba todo. Y lo estaba viendo terminar. Era el fin. Por Dios, que alguien lo ayudara. No quería morir. No quería morir. Por favor. Por favor. Ojalá no hubiera sido consciente. ¿Qué vendría después? No quería morir. No. No. Por favor. Todavía no. No. No.

Al fondo vio a alguien vestido de blanco. Supuso que habría llegado el final. Debía de ser una especie de ángel. Un querubín, tal vez. Estaba abriendo lo que parecía una puerta. Las puertas del cielo. Eso era. Ya estaba muerto. Lo había devorado aquella criatura marina o se había ahogado, pero era muy consciente de haber dejado atrás el mundo de los vivos. Y se sorprendió de que, más allá del miedo, no dolía.

Entró en aquel cúmulo de nubes. Todo era blanco y algodonado. La luz intensa lo llenaba todo. De golpe se sentía pleno, lleno de una paz como jamás en su vida había sentido. Paz. Hasta allí no llegaba ningún sonido, ningún olor, ningún color. Sólo el blanco. La luz más pura que había visto en el mundo. Y aquello no era, sin embargo, el mundo. Era el cielo. Ahora llegaría, pensó, San Pedro. Hablaría con él y podría aclarar las miles de dudas que lo asaltaban. A fin de cuentas, no sabía exactamente lo que había pasado, ni dónde estaba, ni cuándo, ni por qué, ni siquiera sabía muy bien quién era.

A sus espaldas oyó voces. Dos ángeles vestidos de blanco hablaban entre ellos. Prestó atención. “¿Y este?”, preguntaba uno. “Uno nuevo. Llegó ayer. El muy hijo de puta mató a su padre, a su madre y a sus dos hermanos. Al parecer, cuando fueron a detenerle, se llevó por delante a cuatro agentes; a uno de ellos lo golpeó tan fuerte que le arrancó la cabeza de cuajo con un bate”, respondió el segundo ángel. “¡Joder!”, exclamó el primero. No estaba seguro de que en el Cielo se pudieran decir palabrotas, pero él no sabía mucho de las cosas de Dios. “Eso mismo pensé yo. El juez ha determinado que se quede aquí. Es peligroso. Según dicen cumplirá aquí su purgatorio, así que lo tendremos encerrado un buen tiempo”. No le extrañaba que encerraran a aquella alma retorcida. Seguro que el Juez lo enviaría derecho al Infierno.

Pero él seguía teniendo dudas. Oyó una puerta cerrarse tras él. Todo quedaba insonorizado. Estaba sólo con el blancor inmaculado de las acolchadas nubes. De pronto se apagó la luz y todo se cubrió de una oscuridad como la de las plagas de Egipto. No sabía dónde estaba, qué día era, qué hacía allí, quién era, por qué estaba en ese lugar, pero empezaba a pensar que permanecería allí durante mucho tiempo. Hasta el final de la eternidad…

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