Deseo divino

Deseo divino

Ann.

21/09/2022

Una noche cualquiera, cenando con amigas, entre risas y algún trago doy una mirada a mí celular. Ahí encuentro un mensaje, de esos reenviados, pero de alguien que particularmente no acostumbro a recibir mensajes de ese tipo, más bien casi nada.

-Hola! Que lindo! Todo bien?

-Hola! Bien, acá sin poder dormir. Vos?

-Ohh qué feo el insomnio, que será lo que no te deja dormir? Yo en lo de una amiga pasando el rato.

-La verdad no sé, estoy como inquieto por algo. Que lindo juntarse con amigos!

-Siii, una vez por semana si o si. Igual ya nos estamos yendo. Querés que vaya? Charlamos un rato, y capaz te aburro y te da sueño jajaja.

-Jajaja no creo que me aburras. Vení, te dejo abierta la puerta chiquita de la reja.

-Genial, en un ratito voy.

Después de saludarnos, subo al auto de mí amiga. Cuando salimos a la avenida le dije que no me dejara en casa, que iba a otro lugar.

-Ahhhh bueno! A dónde va la señorita?

-Te lo digo pero por favor, no le digas a nadie. A nadie!

-jajajaj quien será?

-El cura.

-Queeeeeee? Estás loca jajajajaja cómo que el cura? No me digas que te coges al cura del pueblo!!!???

-jajajajja nooooo.

-O sea que esta va a ser la primera vez! Pero te lo estás comiendo de antes? Ay no!!! Necesito todos los detalles!

-Noo!! Es el cura!!! Somos amigos, o algo así, nos llevamos bien. Pero está noche se siente no sé… Distinta. Me escribió de la nada y hay algo que me da curiosidad, después de todo es un hombre, un ser humano como todos.

-Amo estás historias! Pero estás segura? No rompe algún mandamiento esto? Jajaja

-Si, estoy segura . Igualmente yo le dije que venía a charlar, y no, esto no rompe ningún mandamiento.

– Jajajaja si, charlar. Acá te dejo?

– Sí, gracias! Y a nadie eh? Después hablamos.

Baje del auto, y como él había dicho, la puerta de la reja estaba abierta. Sin embargo golpeé muy suave, y como si hubiese estado justo detrás, esperando, la abrió. No sé porqué nos volvimos entre tímidos y torpes. Será porque era la primera vez que nos encontrábamos en esa situación tan extraña. – De noche, a escondidas, con una intención velada por una amistad incipiente. Aunque debo confesar que desde el minuto uno en qué lo conocí quedé fascinada, es un ser físicamente exquisito.-

Nos tropezabamos con las palabras, las frases sonaban una encima de otra sin encontrar un ritmo. – Cómo estás? -Que calor hace esta noche no? -Bien! -Si, me gusta el calor. -Te molesta si pongo llave? -Que linda es la casa, nunca había entrado.

Hasta que preguntó si quería tomar algo. Me ofreció agua, gaseosa o vino. Acepté el vino. Me quedé mirando lo que había colgado en las paredes, fotos de la ciudad, de algunos religiosos, un Cristo Misericordioso que me miraba muy fijamente y a mi parecer me juzgaba. Él se fue a la cocina y volvió con dos vasos, disculpándose por no tener copas. Me reí pensando en las veces que había tomado de la botella o del envase de cartón. Las ventanas de la calle estaban completamente cerradas, pero las que dan al patio no, entraba la brisa de verano y era un alivio a mis mejillas acaloradas de pensar que estar ahí era un error, ay! si me viera mi abuela! Me ofreció sentarnos y se acomodó en la punta del sillón, uno de tres cuerpos de cuero gris. Yo me senté en la otra punta, me saque las sandalias y subí los pies debajo de los muslos.

Hablamos de lo que habíamos cenado, de que el calor de noche es lindo, de día no. De que de día no hay bichos, de noche si. Me dijo que había tenido un día pesado entre los casi 40 grados y unas visitas a enfermos desahuciados, que eso le agota el cuerpo, la mente y el corazón. Deseando disminuir su agobio, le ofrecí masajearle los hombros y el cuello. Dejé mí vaso en la mesa y de rodillas me inqué en el almohadón del medio, entreabrí un poco las piernas, la falda del vestido se levantó apenas, pero no le di importancia; no se veía nada porque solo entraba la luz de la luna y el dislumbre de las luces de la calle. Él se acomodó de espaldas entre mis piernas. Le pedí que respire hondo hasta inflar del todo el pecho, que retenga un ratito y despacito suelte el aire. Eso hizo tres veces mientras yo remolineaba su cabello entre mis dedos. Cuando soltó el aire por tercera vez empecé a masajear sus hombros, hablábamos tranquilos de cómo puede el cuerpo absorber y transformar los sentimientos en contracturas, del dolor del alma que se hace físico y nos dejó pensando a los dos. Pensando en la piel que quema, en el cuerpo que late, que pide, que suplica. Y en ese silencio pensante mis piernas sintieron sus manos. Manos cálidas, suaves, tímidas, santas, que consagran, manos inexpertas en lo carnal, pero llenas de instinto. Acerqué mí boca a su cuello, sentí su perfume, la sal que le había dejado el día en la piel, sentí como la humedad de mí aliento erizaba los casi transparentes vellos de su nuca. Sentí como mí cuerpo pedía más que nunca ser tocado, lamido, apretado, besado. Su respiración entrecortada y la tela liviana de su pantalón me dieron las señales para pasar del sillón a sus piernas. Se echó hacia atrás y los ojos celeste cielo se volvieron del azul mar más profundo; un gemido ronco al sentir mí peso sobre su pelvis fue todo lo que necesite para tomar su rostro entre mis manos y besarlo. Si el paraíso tuviera sabor, sería el de su boca, la mezcla del vino dulce con algo de menta, su calor y la saliva. Lo besé, yo lo besé. Despacio, tratando de encontrar en esa boca un poco de paz, lo lamí, mí lengua recorrió sus labios, salió a pasear por su cuello y sentí sus manos ahora por debajo de la falda del vestido. Siempre tímidas , siempre calientes. Tomé una y la puse en uno de mis pechos, la tela del vestido no fue barrera suficiente para que el pezón erecto pase desapercibido. Lo miré y ahora era él quien besaba, lamía y apretaba. Ahora las manos subían y bajaban, tironeaban, empujaban. Toqué su sexo, y otro gemido más ronco que el primero hizo que mí cuerpo, por un instante, se paralize por completo. Ese hombre sereno, sonriente, siempre dispuesto y amable, era ahora pura lujuria, vicio, deseo, puro placer. Que deleite para todos los sentidos ese hombre siendo puro instinto. Mí mano entró en sus interiores y desenvaino un miembro tan duro y brillante que no demoré en hacer a un lado los míos y acomodarme para que la punta de su pene quede rozando mí vagina. Los ojos ahora eran negros pero suplicantes. Entendí que era yo quien debía hacer el movimiento para que años de celibato terminasen en un segundo. Me fui acercando y el placer hizo de su rostro una obra de arte, las mejillas coloradas, la cabeza inclinada hacia atrás, la boca entreabierta dejando escapar el delicioso aliento, los ojos cerrados y las pestañas rubias aglutinados por el sudor. Cuando estuvo todo adentro, el vaivén de caderas se sincronizó de inmediato, cómo si hubiesen sido hechas para encajar así perfectamente. Era imposible dejar de mirarlo, su belleza y el placer me tenían extasiada. Sus manos aferradas a mí cintura, los dedos clavados en mí carne y yo tomada con un brazo de su cuello y con otro del sillón disfrutaba cada milímetro de esa imagen. Dios esto no es pecado, es un milagro. El de dos cuerpos que se encuentran y se funden. Los movimientos ajustados hicieron que él explote en mí y en el apretón y la excitación le seguí yo. Empapados en sudor y fluidos nos quedamos en silencio. Todavía dentro de mí, buscó mí boca y me beso delicadamente, apoyo su frente en la mía y me dijo – solo a Dios le corresponde juzgar, el nos quiere felices y para mí hoy no hay mayor felicidad que ésta. La culpa y el castigo vendrán después, ahora tu cuerpo en el mío es todo lo que necesito.

Así nos quedamos hasta que las piernas empezaron a hormiguear.

– Ahora si te acepto agua. -le dije.

Me miró y su boca se torció en esa media sonrisa encantadora. Se acomodó la ropa y fue a la cocina. Lo miraba hacer, de nuevo tranquilo y amable. De movimientos suaves y certeros. No podía creer que fuese la misma persona que me había hecho sentir uno de los orgasmos más placenteros de mí vida y él ni siquiera lo imaginaba. Me paré y fui en su búsqueda, lo abracé de atrás por la cintura y bese su espalda. Sus manos se apoyaron vencidas en la mesada de mármol y supe que la culpa ya estaba ahí.

– Lo que pasó, fue un regalo. Yo lo voy a atesorar por siempre. Jamás te voy a pedir nada que no puedas darme. Yo se que tu vida está entregada a otro tipo de amor, al infinito e incondicional de Dios. No sientas que fallaste, ni a Él, ni a vos. Tanta dicha no lo puede enojar.

Se dio vuelta y los ojos eran agua, la dejé correr. Lo lleve a su cama y le conté algunas historias de mí infancia, de mí adolescencia. Su cabeza apoyada en mis piernas era cada vez más pesada, se estaba durmiendo. Cuando me moví para irme, abrió los ojos;

-Si yo pudiera, me casaría con vos. No te vayas de mí vida.

– No podría.- Le di un beso y me fui. Al cerrar la puerta de rejas tras de mí, me pegó la brisa fresca de la madrugada que me espabilo, estaba claro que iba a trabajar sin dormir. Camine como flotando mientras pensaba en lo que acababa de pasar. El fuego que sentí, que si me lleva al infierno no me importa, porque ya estuve en el Eden. Definitivamente la vida después de él, no volvería a ser la misma.

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