Solíamos hurgar muchas veces el álbum familiar, desordenando una y otra vez todas esas fotos con sus pedazos de historia de esta forma recuperados para nosotros y que resolvían algunos de los enigmas que cuchicheábamos en nuestra infancia: el remoto escritorio de papá en su trabajo a donde iba cuando no estaba en casa, los bocaditos de esa fiesta de cumpleaños olvidada de tan pequeños que éramos, mamá en su traje de maternidad sosteniendo noble el fruto de sus entrañas recién alumbrado y que dependiendo de las disputas de ese momento podía ser yo mismo o una de mis dos hermanas. Y así fatigábamos sin cansancio ese compendio de instantes de la familia, que documentaba en blanco y negro las más de las veces todo aquello que nos había precedido en nuestra breve existencia por este mundo de inocencias hasta que la mirada cómica o de simple contemplación se mudaba a un gesto incomprensible o quizá solo de auténtico vacío: habíamos dado de nuevo con la foto triste.

En ese álbum al que echábamos nuestro montoncito de preguntas nos topábamos con la mirada dolorosa de papá y enseguida con ese pequeño rectángulo que él sostenía entre sus manos apenas separadas. A su lado mamá parecía acariciar una de las esquinas de aquello que papá cargaba sin esfuerzo mientras un hombre corpulento y de bigote que era mi tío Willy colocaba su mano extendida de manera que debajo de ella el hombro de papá recibía un débil consuelo. Tengo el recuerdo vago de ver a papá acercándome el obsequio de un juego de fulbito con unos hombrecitos diminutos que se afanaban tras una inquieta pelotita dentro de los límites de un tablero de plástico y que para dármelo aquella vez, él tenía ambas manos en los extremos de ese breve juguete. Por extraña simetría ahora aquella fotografía a la que arrancaron los colores y herida de grietas en uno de sus bordes detenía el momento en el cual papá distanciaba sus manos de la misma fantástica manera con la que me hizo muy feliz, salvo que entonces no había nadie a quien entregar esa cajita blanca y pequeñita que llevaba consigo y él miraba muy triste.

El abuelo Benito irreconociblemente joven reprime su pesar detrás de unos claveles en un extremo de esa foto envejecida y mi tío José, ceremoniosamente vestido, hace lo propio con otros claveles que prosperan debajo de su semblante parco. Mi abuela Irene, más menudita de cuantos aparecen allí medita en el suelo el lúgubre mensaje de una corona fúnebre que le cubre medio cuerpo mientras que la esposa del tío Willy, la tía Hebé, libre de todo artilugio de pesar se le extravía la mirada en algún punto lejano de ese cementerio. Alguna de las tantas veces en que ese álbum nos devolvía en imágenes las interrogantes que nuestra infancia fue haciéndose año tras año, poco a poco debimos de haber ido comprendiendo en la ausencia de uno de los nuestros por qué papá nos miraba tan triste en esa fotografía, por qué el tío Willy consolaba el hombro que no podía ser consolado, por qué mamá vestía toda de negro y cuando por fin nos descifraron que era porque estaba de luto vuelta de qué se trataba eso de luto, y luego en qué extraño jardín irían a sembrar esos claveles y después la preguntita rodando entre panes untados de mantequilla con mermelada de fresa: “Mami, ¿tú querías mucho a Carlitos?”

La otra mano de mamá que no toca la cajita blanca y pequeñita sostiene el antebrazo izquierdo de papá en un dudoso movimiento de quién realmente es el que recibe el apoyo pero de cualquier forma fue así, indescriptiblemente juntos, cómo dejaron atrás la ancha y prieta puerta del Baquíjano que logra verse en el fondo de la fotografía y entre lápidas de otros que fueron llorados por otros claveles completarían el trance tortuoso de llevar a su hijo hacia su última morada donde iba a yacer en un silencio áspero y oscuro. La corbata de papá luce incompleta detrás de la cajita blanca y pequeñita, breve como los días de mi hermanito, amputada como fue su propia vida sin poder extenderse todo el largo hasta acabar en la punta que huye de su punto de partida. Seguramente cuando él se la anudó en el cuello esa mañana atroz el espejo le devolvió otra mirada triste solo que esa vez no hubo nadie que pudiera atraparla para que nosotros pudiéramos verla a través de los años dilatados y la echó al olvido, excepto que en esa fotografía papá continúa triste.

La caricia de mamá enternece la cajita blanca y pequeñita. Papá la sostiene entre sus manos apenas separadas pero más que cargarla parece como si detuviera unas alas trémulas a punto de volar. No la lleva consigo recta sino algo mecida hacia el lado opuesto al corazón, acaso porfiando un arrullo que empezó días atrás cuando el recién nacido se afectaba de aquello que finalmente alojó la muerte en su cuna frágil, y ya irremediablemente inmóvil fue acurrucado tardío contra un pecho y luego otro pecho sobresaltados de culpas. Con las manos impedidas de sentir el cuerpo de su hijito no obstante teniéndolo así de cerca papá debió pensar que el absurdo es más largo que ancho como ese breve rectángulo. O tal vez llegó a comprender también que la resignación era más larga que ancha.

Arriba orbita el cielo del Callao con todos los inauditos por qué sin respuesta que imprecaron hasta lo más alto. Debajo se aplaza la pausa de los dolientes contra el suelo que detuvieron su marcha para ser retratados por el tiempo. Alrededor la muerte es un reposo perpetuo en los mármoles sombríos y en las lápidas memoriosas. Dentro de la cajita blanca y pequeñita yace el mundo de todo aquello que pudo ser y nunca fue. Y entre claveles desdichados la mano del tío Willy se abate inútil en los hombros de papá.

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