La silla vacía del señor Raúl

La silla vacía del señor Raúl

¿Puede un niño ser amigo de un señor mayor? Si me lo pregunto ahora que los niños que conozco me tratan con ese ajeno usted y solo puedo fijarme en el barro estropeando sus ropas donde ellos ven diversión, diría obviamente que no. Pero eso solo significaría ser ingrato al recuerdo de mi propia historia con el señor Raúl.

Una reja pequeña encajada en un muro casi igual de breve era todo lo que me separaba de la casa del señor Raúl del parque de mi infancia que daba justo al frente. Desde afuera era fácil que uno mismo liberara el seguro de esa reja pero esta hospitalidad suya para con los extraños resultaba engañosa pues emitía un chillido audible desde cualquier lado del parque y con ello en mis oídos de niño pequeño se hacía pública la traición de abandonar el lugar donde todos queríamos estar. De ahí es que desde la reja hasta la cornisa adyacente a la puerta de la casa lo hiciera tan rápido como pudiera para no ser señalado por el índice acusador de alguno de mis amigos y entonces con mi pequeña humanidad culposamente oculta aguardaba a que alguien del interior de la casa me liberara de ese trance inaudito: dejar atrás la alfombra verde del parque donde el cuerpo se derrumbaba hasta la fatiga y procurar cambiarla discretamente por ese silencio acumulado tras aquellas paredes que presenciaban impávidas nuestros juegos infantiles.

El señor Raúl tenía su propio drama para acudir a la amistosa cita de su pequeño amigo. Su silla de ruedas debía completar un breve circuito que consistía en doblegar el reposo de esas otras sillas que no eran para él en la mesa donde yo lo esperaba y que alguien con idéntica coreografía a la de otros tantos días iba retirando hasta que por fin su propia silla de ruedas estuviera alineada frente a la mía. Y así, cada quien con su pequeño triunfo a cuestas, yo escabullándome de las correrías de la infancia y él rescatándose de la quietud de su silla, nuestras edades tan dispares se reconciliaban delante de un tablero de ajedrez.

¿Aquello fue una amistad? Yo ahora mismo soy incapaz de decir algo relevante de él que no sea la predilección suya por alguna apertura, su forma de arrastrar las piezas con el revés de la palma en lugar de asirlas impedido como estaba de esta elemental maniobra así como de llevarse un vaso de agua a la boca, el modo cómo se entregaba a una profunda meditación debajo de esa gorra que siempre llevaba puesta, el ángulo abierto de uno de sus brazos detrás de uno de los brazos de la silla antes de incomodarme con alguno de sus alfiles o recordar esa manta que otro doblaba para él y que cubría sus piernas perpetuamente inmóviles. Pero lo cierto es que si alguien me retara a decir algo relevante de cualquiera de los amigos de entonces de mi edad tampoco podría enumerar más allá que un puñado de anécdotas y por tanto la pregunta de si aquello fue una amistad queda elocuentemente contestada. Sencillamente iba a su casa, llamaba a su puerta y sin ninguna justificación de por medio me sentaba a la mesa y lo veía venir de a pocos abriéndose paso entre sillas que nunca eran para él.

Desde luego que aquello fue amistad y si no lo fue por qué ahora me reprocho el día de hace muchos años en que ese chillido de la reja que hacía pública esta pretendida traición a la alfombra verde que era el parque, de pronto se hizo más fuerte en mis oídos y decidí dejar de ir a su casa y nunca volví a verlo. Por qué si no ahora me crece la culpa de saber que en algún momento el tablero y todas sus piezas fueron a dar a una caja y allí en esa caja se quedaron ocultos nuestros pensamientos que animaron ese ejército blanco y ese ejército negro licenciados y que una espera envejeció en vano para devolverlos de su olvido. Si no fue amistad la que tuve en mi niñez con el señor Raúl, amistad entrañable y evocadora, por qué tendría que lamentar como lo hago ahora que ya no hay manta que cubra sus piernas perpetuamente inmóviles, que él ha dejado de ponerse la gorra de siempre, y que en algún lugar recóndito su silla de ruedas yace ahora vacía.

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El señor Raúl Castillo vivió en la última casa de la calle Cuathemoc frente al Parque de los Bancarios en San Miguel.

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