Bailando con sus amigas, celebrando el ascenso de una de ellas, tomó la decisión que la llevó a estar caminando por el bosque de Villa La Angostura. Iba acompañada de aquel loco pelirrojo que conoció en Pucón, quien se le unió a la aventura de conocer la Cordillera de los Andes.
El viento movía las hojas de los altos y viejos pinos mientras el atardecer los saludaba. La noche llegó más rápido de lo esperado y el cielo se pintó de estrellas que los hizo soñar. Sin motivo alguno, frente a la puerta de la cabaña, él la tomó entre sus brazos y se quedaron abrazados en silencio por varios minutos. La magia y el amor entre ellos crecían con esos pequeños pero significativos detalles.
Entraron a la cabaña y esta se encontraba alumbrada por velas que volvían el lugar mucho más acogedor. Una vez dentro se amaron como otras tantas veces lo habían hecho. Se amaron varias veces esa noche. A la mitad de aquella noche, después de haberlo contemplado dormir un rato, salió al pórtico y mirando el cielo decorado de estrellas comprendió que valió la pena romper el equilibrio en su vida para ser feliz. Valió la pena arriesgarse a vivir.
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