Sonaban los fusiles en medio de la noche, se lograban ver en medio de las calles adoquinadas los destellos de las ametralladoras, los gritos de soldados y civiles que estaban en el lugar, a veces se veía el fulgor de una explosión. Se escuchaba el caer de escombros. Un escenario de lo más terrible.

En un pueblo que no debía estar en guerra, un lugar que siempre había sido apacible, bello con personas buenas pero que se vio envuelto en las guerras de otros, en la lucha de poderes oscuros que siempre quieren más a pesar de lo mucho que puedan tener ya.

El gran pecado del pueblo era ser la única localidad habitada en muchos kilómetros a la redonda, por lo que se había vuelto un punto estratégico para la guerra entre naciones, buscando el control de toda la zona. Era, como quien dice, una perla en medio de la arena que debía ser poseída para controlar todos los alrededores.

Así es como lugares hermosos se han visto arrastrados por situaciones terribles, como personas que no le han hecho daño a nadie nunca, se ven afectadas por los intereses de gobiernos que nunca los voltearon a ver para ayudarles, pero en estos tiempos de dificultad solo piensan en ellos como piezas de un ajedrez diabólico, como una ventaja ante otros gobiernos iguales de egocéntricos y malignos como ellos.

Empezamos esta historia desde mucho antes, esta era una ciudad, no importa cuál en realidad, pero este país estaba en guerra; tampoco importa que guerra. El mundo ha estado en guerra casi siempre.

Solo en el pasado siglo 20 ocurrieron más de 130 conflictos bélicos, tanto internacionales como locales entre todas las naciones del mundo. Más guerras que años en un siglo, eso debería ponernos a pensar un poco.

Pues era la localidad de “Dondesea”, pueblito rodeado por montañas pintorescas y un hermoso valle. En las laderas de esas montañas se encontraba este poblado y en él un grupo de buenas personas, casi ajenas al mundo.

Estaba don Remigio el panadero, muy querido y conocido por todos en el poblado, él tenía una hermosa hija, Marta Arán* era su nombre.

Venían tiempos difíciles a la localidad por problemas totalmente externos y que en realidad a nadie le interesaban en el pueblo.

Don Remigio se esforzaba por dar a sus coterráneos un poco de esperanza, con optimismo ante los rumores de ese entonces, frases positivas y tener siempre una sonrisa; como con su producto lleno de calidad, que evocase siempre tiempos mejores y memorias de eventos felices, es increíble lo que un buen trozo de pan puede hacer que recordemos, meriendas de la niñez, una refacción de colegio cuando éramos niños, etc.

Marta era una niña muy feliz en esos días, no sabía nada en realidad de lo pasaba fuera del pueblo, su vida giraba entre recibir los sacos de harina, ayudar a su padre a encender los hornos y entregar en ocasiones el pan a los vecinos, siempre con una sonrisa en los labios, como era la indicación de su padre, pero también porque era lo que le nacía del alma a Marta Arán.

Don Remigio siempre le decía cuando estaban metiendo y sacando el pan del horno que ellos no solo daban alimento para el cuerpo a todos, sino que también podían dar aliento al alma. Por eso era muy importante mantener una cara alegre y una actitud positiva, aunque ellos también pudieran estar temerosos del futuro, era casi un deber ser motivador de cosas buenas entre los pobladores, porque es demasiado fácil rendirse ante lo que ocurre, pero se necesita valor para sonreír, aunque no se tenga motivos palpables y se le tenga miedo al futuro.

Era increíble que, siendo una localidad tan alejada de todo, el pequeño poblado era conocido en muchas ciudades por sus productos de excelente calidad, era famoso el queso de la región como uno de los mejores y más puros, por ejemplo, así mismo por el clima y la altitud se daba un trigo muy especial que hacían ese pan tan delicioso. Y por ello llegaban turistas todos los años.

Nadie podía pensar que esto era lo que en realidad llevaría la ruina al pueblo en el futuro con los aires de egoísmo y guerra que se fraguaban en otros sitios lejanos.

Marta Arán aprendía cada día más de la Panadería, ya horneaba a solas algunos bollos y cada vez se animaba más a hacer pastelillos. En el pueblo todos se veían entre un cuento de hadas, como se debía vivir la vida, con alegría, pero se dejaban escuchar cada tanto, noticias de las tensiones entre naciones que preocupaban a todos un poco.

Fue un día de invierno entre las lluvias que un destacamento militar entró a la región, se escucharon algunos truenos desde lejos que llamaron la atención de todos, eran sin duda disparos de los fusiles con el eco de las montañas, pero parecía un aviso del mismo Dios para todos. Don Remigio apresuró a calentar los hornos para hacer unos bizcochos, sabía que eso calmaría a los habitantes de “Dondesea”, le dijo a su hija que hiciera un par de jarras de café caliente para ofrecerlo junto con el pan.

Don Remigio animaba a continuar con las labores cotidianas diciendo que en realidad a todos los del pueblo no debía importarles los asuntos del gobierno central ni de otros países, en realidad nunca nadie se había acercado aparte de los pocos turistas anuales al poblado y que ellos no representaban nada valioso para nadie, no tenía idea de lo equivocado que podía estar.

El alcalde motivaba que los campesinos que cosechaban todo lo que pudieran porque tenían que apoyar al gobierno central con provisiones para las patrullas militares, que esa era en realidad la forma en que todos ellos podían colaborar con su país, aunque su país nunca hubiera colaborado con ellos.

Tardo un par de meses en realidad a que llegara un todoterreno con unos oficiales militares del gobierno central al poblado, hablaron apresuradamente con el alcalde a puerta cerrada y luego se marcharon. El alcalde sudoroso y con la voz temblorosa, insistió que todo estaba bien al pueblo, que ya se encontraba reunido en el parque.

Don Remigio repartía bollos de chocolate a todos para que tuvieran algo dulce en la boca con que bajar las noticias.

El alcalde, hizo notar que los oficiales militares eran del gobierno central y debían todos de obedecer a sus peticiones, que la patria era quien les reclamaba su fidelidad en esos momentos de prueba. La petición era clara, que todo el pueblo se pusiera a disposición a los destacamentos militares que estarían llegando en un par de semanas, esto incluía en construir algunas barracas para que pudieran descansar, juntar alimentos y demás cosas que pudieran necesitar para continuar con su avanzada por las montañas.

Al mismo tiempo ordenaban que el pueblo fuera cerrado a todo visitante no conocido y que los habitantes inusuales fueran retenidos en un calabozo hasta que las autoridades militares dictaminaran que no eran espías del enemigo.

Así inició el suplicio de esta localidad, como un lugar de logística para las fuerzas armadas del país, pero sin saber que también el enemigo había echado el ojo al pequeño pueblo como un botín de guerra para ganar territorio y a su vez recursos valiosísimos para su causa.

Llegaron los militares, con ellos al inicio una camaradería entre los pobladores y estos, les brindaron alimentos, albergues dignos y una sonrisa de amigos, aunque por dentro todos estaban aterrados por los fusiles, los cañones y demás armamento que ellos llevaban consigo.

A los pocos días empezaron a sobrevolar el territorio algunos aviones de combate, supuestamente solo para patrullar, pero de vez en cuando se escuchaba y se sentía el estruendo de alguna bomba estallar a la lejanía. Los militares, a los pocos días se volvieron más desconfiados de los pobladores de “Dondesea” pensando que quizá estaban con el enemigo y les informaban de sus movimientos.

Don Remigio que era ajeno a todo lo que podía oler a política, decía que ellos solo debían centrarse en hacer lo que siempre habían hecho: trabajar. Manteniendo su espíritu en alto y que de una u otra forma todo debía pasar y ellos sobrevivirían a todo.

Una madrugada, llegó a tocar la puerta un soldado, vestido de ropas extrañas a la puerta trasera de la panadería, rogando por un poco de pan. Diciendo que no había comido en varios días. Don Remigio sin pensarlo demasiado le dio un trozo de torta de vainilla y una jarra de chocolate caliente para que se reconfortara, se notaba que venía de la montaña porque sus ropas estaban todas húmedas y aun con nieve.

A los pocos minutos irrumpió en la panadería una patrulla de soldados de la nación, rompiendo varias cosas y con lujo de fuerza aprendieron al soldado que estaba ahí comiendo, el capitán a cargo de la patrulla volteo a ver a don Remigio, dándole un culatazo tremendo con su rifle y haciéndolo apresar junto con el enemigo, diciendo que estaba cometiendo traición al darle alimento a ese truhan.

Marta despertó angustiada por todo el revuelo y destrozos, llorando vio como a su papá, golpeado, se lo llevaban los soldados. No entendía nada de lo que estaba pasando en realidad.

En minutos, Don Remigio y el soldado que se llamaba “Rokovoy*”, a leguas un nombre muy extraño, eran puestos en arresto y el capitán hablaba con el alcalde sobre el incidente. Don Remigio alegaba que él solamente le dio un trozo de pan, como a cualquiera porque se notaba que estaba hambriento. Que nadie debería negarle un pan a otra persona que se ve que la está pasando mal, sin importar de donde sea o lo que pueda ser y representar. Esto lo interpretaba el capitán como alta traición a la nación y ayuda al enemigo.

El capitán rápidamente se volteó con el alcalde y le preguntó si ese era el pensar de todo el pueblo, porque de ser así no podrían confiar en ellos y tendrían que someter a todos como posibles enemigos a la nación.

El alcalde, sudoroso y con las piernas temblando negaba con la cabeza que fuera el sentir del pueblo, con una voz entrecortada lograba articular algunas frases como: “no es así, señor”, o “somos fieles al régimen, capitán”.

Marta Arán llegó a la alcaldía donde estaba arrestado su padre, pero no le dejaron verlo, pensando que podía darle algún tipo de ayuda. Estaban seguros de que Don Remigio era un espía y que posiblemente su hija lo ayudaba, lo que ponía en riesgo a Marta sin dudas.

Al soldado Rokovoy le esperaba el pelotón de fusilamiento definitivamente, porque eso le ayudaría a su carrera al capitán. Pero con Don Remigio no se sabía su destino.

Intuyendo todo esto el pobre panadero, hizo una confesión para liberar de sospecha a su hija, diciendo que el solo alimentaba a soldados que estaban de paso, sin que nadie se diera cuenta, y el hecho que su hija estuviera acostada respaldaba lo que decía. Que nunca había dado ningún secreto al enemigo porque en realidad no conocía ninguno, pero en realidad no creía en la causa de la nación y pensaba que todos debían irse del pueblo para dejarlos vivir tranquilos como siempre.

El capitán entonces agregó a la confesión que entonces en varias ocasiones el panadero había ayudado a soldados del enemigo, proveyéndoles de alimentos y cobijo por lo menos por instantes, en lugar de avisar a las autoridades y entregarlos. Siendo así infiel a la causa de la nación y ponía en riesgo todas las operaciones que se planeaban desde el poblado, así como podía comprometer la lealtad del pueblo, al ser uno de sus miembros más populares de esa comunidad. Por lo que recomendaba al alto mando llevarlo lejos, a los calabozos o fusilarlo aquí mismo para que se hiciera ejemplo de los que pudieran darle la espalda a la nación.

Así escribió la carta el capitán para que el alto mando decidiera el destino de Don Remigio, al día siguiente fue fusilado Rokovoy, pero al salir de la jaula donde estaba solo pasó diciéndole al panadero: “gracias y lo siento mucho”. Este minúsculo acto desató dos cosas: un ardor del panadero por dentro en su corazón por toda esta situación, que en realidad era tan ajena a todos en el pueblo, y que los carceleros le dieran otro culatazo en la cara, lo amarraron y sacaron para que viera como moría su “amigo”, el enemigo.

En el parque, habían levantado un muro con sacos de arena, tenía quizás unos 2 metros de altura y delante de él un poste donde amarraron a Rokovoy. Don Remigio estaba despertando del culatazo cuando lo vio, a manera de tortura le agarraron la cabeza abriéndole los ojos, diciéndole que ese sería su final también.

Todo el pueblo estaba presente, no porque lo quisiera, sino porque fue obligado a ver el espectáculo, como un triunfo de la nación que ellos debían respaldar y ser fieles en todo momento.

Marta estaba allí, entre la multitud, logró ver a su padre y sintió que murió por dentro pensando que él era el siguiente.

Pasó el macabro espectáculo, funcionó porque todo el pueblo al unísono agacho la cabeza, no decían nada, ya no había sonrisas y mucho menos pan hecho con amor… Después de unas semanas a Don Remigio le perdonaron la vida solo por ser originario de la región y los políticos pensaron que era peor convertirlo en un mártir, así que se lo llevaron a una cárcel muy lejos de allí, esperando que todos lo olvidaran y casi así fue, todos menos su hija: Marta Arán.

Marta se había encargado de la panadería, trata de hacer lo que su padre, mantener una actitud positiva pero cada vez era más difícil. En realidad no está sola, todos los del pueblo en voz muy baja siempre le dicen lo mucho que sienten lo que pasó, que Don Remigio es un santo y que nadie cree todas las cosas horrendas que hablan los soldados de él.

Ahora se escuchan batallas crueles donde antes se podían ver jugar niños, en una ocasión en la calle principal del pueblo llegaron tropas enemigas y lanzaron varias granadas al centro de mando de los soldados de la nación, estos los repelieron con fuerza, matando a varios en el lugar y arrestando a otros en las cercanías, para torturarlos a fin de sacarles información y luego matarlos en el parque nuevamente como un tétrico circo.

Marta ya no asistía a esas funciones, aduciendo que esto le revolvía el estómago y ella debía hacer el pan para los soldados, con esa excusa se libraba de revivir la ocasión en que vio a su padre y temió por su vida.

Habían pasado ya más de seis meses desde que llegaron los soldados, todo era terrible, el ejército cada vez exigía más y daba menos, como lo hace en casi todo el mundo, incluso la nación ha perdido el control del pueblo en un par de ocasiones, se ha visto como el capitán y los oficiales han salido corriendo, dejando a todos los civiles atrás por lo cruento de las batallas y solo Dios sabe cómo los pobladores habían sobrevivido.

El alcalde murió en una explosión de un cañonazo de la nación al recuperar el pueblo, todos lloraron y el capitán solo dijo que murió como un héroe. Así ha transcurrido todo desde entonces. Marta todos los días hacía pan, cada vez era más difícil conseguir la harina, pero ella se enfocaba en lo que debía hacer, esto la mantenía viva.

Ella hacía pan sin importar si se lo comiesen los de la nación o los enemigos, ella hacía pan.

Marta estaba aburrida, no podía ya sonreír, se sentía impotente al ver a sus vecinos y amigos tan asustados, al pensar que su padre estaba tan lejos y quizá pudiese estar muerto. Sabe que esto no tiene fin, que la guerra duraría más de lo que logre resistir el pueblo y que no quedaría nada.

A pesar de la edad de Marta, después de la muerte del alcalde muchos la tomaban a ella como cabeza de la comunidad, al fin y al cabo, ella alimentaba con su pan a muchos y con su ejemplo motivaba a todos a seguir adelante a pesar de las adversidades.

El ejército había dejado libre de sospecha a Marta por lo que había ocurrido con su padre, de hecho, el capitán se había ido a formar parte del alto mando y en el pueblo solo había soldados ahora comandados por un sargento que era tan estricto y enojado como corto de ideas.

Provocado por la escasez de recursos el ejército permitió un comedor comunitario para los residentes del pueblo, allí Marta les daba pan y caldo de verduras a todos y podían, por lo menos por unos momentos, siempre con los estallidos de bombas al fondo, tener unos minutos de koinonía y algo de relajación al verse las caras. Marta los observaba y se imaginaba a un puñado de ovejas asustadas por una manada de lobos, que sin saber que hacer solo se quedan quietas a la espera de ser devoradas.

Se repetía sin cesar Marta en sus adentros que acabarían con el pueblo, que cuando ya no hubiere nada que saquear, solo así se irían esos… ¡y eso le dio una macabra idea!

Con los días a Marta se le veía más distraída que de costumbre, se le notaba como enajenada, el otro sitio. Aun cuando amasaba y estaba haciendo el pan de cada día, se le notaba un semblante extraño, no entristecido sino como planeando algo.

Cada vez era más difícil obtener el trigo que por razones obvias ya no era el de primera calidad cosechado en el poblado, era suministrado por las fuerzas armadas para tener control de todo, lo que en realidad era contradictorio porque entonces ¿cuál era el valor del pueblo en la logística?

Marta había descubierto que las fuerzas de la nación estaban allí porque les era muy conveniente convertir el pueblo en una zona militar para los avances, dado a los manantiales de agua fresca que lo circundaban, y por supuesto la mano de obra regalada que ofrecían por temor los pobladores.

Marta pellizcaba poco a poco algunos residuos de harina para guardarlos, esto era parte de su plan maestro.

Al cabo de varios meses donde seguía la situación igual, Marta tenía la suficiente harina para hacer unos panecillos muy especiales. Con mucho cuidado los rellenó de un polvo negro que robo de la bodega de los soldados. Era un par de barriles de pólvora.

Se reunió en secreto con algunos de los residentes del pueblo para contarles lo que había planeado: si lograba hacer estallar el manantial y que este se derrumbara entonces los soldados posiblemente se irían. Los pobladores llenos de miedo no sabían si era lo mejor, quizá debían seguir aguantando y esperar solamente. Pero Marta estaba determinada, les hacía ver que todo estaba igual o peor que hace unos meses, que recordaran lo que le ocurrió a su padre, que quizás estaba muerto y eso era lo que les deparaba el futuro a todos si no hacían algo para impedirlo.

Entonces un muchacho que tenía fama de bueno para nada, René*, les dijo en voz baja: “no solo el manantial debe explotar, debemos hacer explotar todo el pueblo, solo así estos desgraciados no tendrán remedio y tendrán que irse.”

Marta soltó una risa indiscreta ante tal comentario, los otros vecinos solo alzaban las miradas para verificar que nadie los notaba y aterrorizados le daban de codazos a René para que se callase. Pero un segundo después, Marta Arán estaba meditando las palabras de René, además de notar su amable sonrisa.

Aunque parecía una locura, en realidad tenía mucho sentido, al volar el pueblo no habría lugar para quedarse el ejército, el problema era que tampoco ellos tendrían un hogar y muy probablemente morirían muchos o casi todos y eso era lo que en realidad Marta quería evitar.

Se complicaba el plan de Marta para liberar al pueblo, pero habló con varios vecinos y les decía que en realidad el pueblo no eran las casas ni el parque que en realidad ya ni existía. El pueblo eran todos y cada uno de ellos, la vida que les habían arrebatado debían recuperarla o por lo menos morir en el intento. Con mucha lentitud los pobladores empezaron a estar de acuerdo, por un lado, esto facilitaría un poco las cosas, la logística de hacer explotar todo se delegaría a varias personas que esperaban tengan el valor y la puntualidad para hacerlo en perfecta sincronía.

Se fijó la fecha de todo, René reunió a los niños para hacer un acto para las tropas en el día de la independencia de la nación, para alejarlos lo suficiente de todo lo que pudiera salir mal. Esto, al sargento del ejército le gustó, la idea para entretener a las tropas y demostrar que él tenía el control de todo, supuestamente. Entre tanto, Marta daría unos pastelillos especiales a las tropas con una pequeña dosis de una planta del lugar que los habitantes usaban para calmar a las ovejas, como una especie de somnífero, eso haría que si bien no se duerman, ralentizaría su reacción y perderían mucha coordinación, dándoles tiempo a todos para escapar a unas cuevas que ellos conocían en la cima de una montaña quebrada que era muy difícil ver y que sabían que ni las tropas enemigas, que por cierto ya no se veían por ninguna parte, la habrían descubierto. Esperaban estar a salvo allá, pero ahora que tenían solo un par de semanas todos debían trabajar.

René estaba haciendo los ensayos con los más chiquitines, Marta horneaba y horneaba. Los pastores del pueblo recolectaban a escondidas las hierbas tranquilizantes para dárselas a Marta y todo parecía que saldría conforme el plan.

Marta le entregó a cada jefe de familia una cantidad de panes rellenos con la pólvora para hacer explotar todo. La señal sería cuando terminara la canción de los niños en el parque y se diera el primer cañonazo de celebración de la independencia. A partir de eso empezarían a explorar las casas desde las más céntricas hasta las más lejanas del parque, sería un momento de mucha tensión y coordinación para que los niños no salieran lastimados, dando el tiempo justo para que ellos junto con René se escabulleran por otra parte del pueblo y luego a la montaña.

Llegó el día, pero no contaban con que ese día nevaría en la montaña y eso, dijo René podría hacer que dejaran huellas y los pudieran seguir, Marta lo tranquilizó a él y al resto diciendo que todo saldría bien, aunque en realidad ella también temía que todo pudiera ser en vano y fueran atrapados. Rogaba por un milagro.

René les dio instrucciones a los chicos más grandes que si sabían parte del plan, ellos conocían la cueva escondida y estaban enterados que el pueblo explotaría como con miles de fuegos artificiales; eran los encargados de mantener la calma entre todos los chicos y que se mantuvieran unidos, en silencio, sin distracciones para salir huyendo, ¡menuda tarea!

Al atardecer empezaron las celebraciones, los pobladores como zombis sirvieron los pastelillos especiales a las tropas que se empezaban a acomodar para el espectáculo, hubo una pequeña obra de teatro rememorando la independencia de la nación como la narran los libros, un par de poemas a la patria y para cerrar el canto de todos los niños. El sargento muy orgulloso, comía sin parar los pastelillos, quedando muy adormilado ya en la canción; entonces pasó algo que no estaba planeado: el enemigo atacó el pueblo, todo el ejército se levantó como pudo, algunos se tambaleaban y otros simplemente no podían coordinar ni encontrar sus armas. Esto confundió a todos, y empezaron a explotar las casas del pueblo sin ningún orden, todo era un caos.

René como pudo e incluso con la ayuda de un par de soldados hizo sacar a los niños del lugar, estos en medio de todo el alboroto huyeron sin importar nada y se resguardaron en unas rocas lejanas al pueblo, luego René instó a los militares a fueran a ayudar a los demás, que él se quedaría con los niños para que estuvieran bien y se calmaran. Luego, se enfilaron llenos de miedo, pero también de esperanza al escondite planeado.

Los más ancianos del pueblo ya se encontraban en la cueva desde hace unos minutos antes de todo porque ellos no podían correr, se escabulleron de a poco para no ser notados, mientras tanto Marta estaba en la panadería a punto de hacerla explotar, se tomó un segundo para recordar cada vez que, con su padre, Don Remigio, rieron allí, hacían pasteles de fresas para su cumpleaños y con una lágrima en los ojos, encendió el horno por última vez.

Sin pensarlo, se dio el milagro que Marta había pedido, entre todo el caos es increíble que todos los vecinos salieron ilesos, a excepción de algunas quemaduras y raspones, a pesar de las huellas en la nieve, los soldados de ambos bandos estaban tan ocupados que nadie en realidad se preocupó por los muchos civiles del pueblo, como siempre.

El pueblo en cuestión de un par de horas quedó en llamas, las tropas enemigas pensaron que los del ejército de la nación hicieron explotar el pueblo al verse atrapados, los del ejercito pensaron que los enemigos bárbaros mataron a todos con las explosiones porque no lograban conquistar el poblado. Así los reportaron ambas partes y luego perdieron interés en esa posición. Para finalizar el día cayó una nevada que tapó definitivamente las huellas de todos en la montaña.

Fueron tiempos muy difíciles, viviendo de lo poco que habían podido recolectar días antes, con pan duro y se turnaban para ir al manantial con mucho cuidado por agua para hacer algún té o caldo, los pastores que eran maestros para hacer embutidos sacrificaron algunas ovejas y pusieron a conservar las carnes para que todos pudieran sobrevivir. No sabían nada del mundo exterior, no sabían si seguían las tropas en su amado pueblo o en sus ruinas, mejor dicho.

En esos tiempos, Marta Arán y René empezaron a congeniar y a conocerse más, ¿cómo es posible que en medio de algo tan terrible como la guerra y la escasez pueda florecer el amor?

Pasó el invierno y empezaba a hacer una temperatura más agradable en la montaña, la nieve empezó a derretirse y algún pastor se atrevió a sacar más allá a sus ovejas porque necesitaban nuevos pastos. Entonces pudo divisar a lo lejos que se lograba ver un hilo de humo a la distancia, llenándose de miedo, el pastor huyó del lugar, incluso dejó a varias de sus ovejas, llegando a la cueva, sin aliento por la altura y porque corría como alma que lleva el diablo, busco a Marta que estaba tomada de la mano con René.

¡Siguen aquí, siguen aquí! Decía a gritos. Esto puso muy nervioso a todo el mundo y Marta soltando la mano de René tomó por los hombros al pastor y moviéndolo bruscamente le dijo: “¡Cállate! ¿Quiénes siguen aquí?, dímelo con calma, ¿Qué viste en la montaña?”

Ya habían pasado varios meses desde el estallido del pueblo. Nadie pensaba en realidad que los soldados estuvieran allá aún, pero nadie se atrevía a salir de la cueva.

Al escuchar esto Marta les hizo recordar a todos que tenían mucho tiempo de no escuchar el ruido de los cañones por la región, que no se habían visto aviones sobrevolar la zona para nada, que quizá se trataba de una patrulla de reconocimiento o algo sin importancia, aunque por dentro a Marta le daba un escalofrío pensar que la pesadilla no había terminado.

René de inmediato dijo que él iría a ver qué ocurría, que era lo mejor estar enterados para saber qué podían hacer si fuera necesario salir huyendo a otro lado, aunque no existía a donde escapar en realidad, Marta lo detuvo y dijo que ella iría, que si no regresaba era porque la habían capturado, pero al ser mujer quizá tendrían más clemencia que con un varón. René no estaba de acuerdo, quería proteger a su amada Marta, pero no quiso discutir con ella enfrente de todos los vecinos.

Esa noche antes de la expedición a las ruinas del pueblo que sería al despuntar el alba, René consiguió unos trozos de chorizo ahumado y media botella de vino que alguno de los vecinos le dio, para estar unos momentos con Marta. A la luz de un viejo candil que humeaba René le tomó la mano a Marta y le dijo que, si por alguna razón no la volvía a ver, que debía saber que la amaba con toda el alma y por eso hacía lo que estaba haciendo. Marta se sonrojaba, pero no entendía muy bien las palabras de René, en realidad no estaba entendiendo muy bien nada de lo que pasaba a su alrededor. René había puesto algunas hierbas tranquilizantes en el vino y la dejó dormida.

Abrigado con el manto de la noche e iluminado por una luna hermosa salió René de la cueva con la mirada expectante de todos los vecinos de “Dondesea”, después de unos minutos, que parecían una eternidad, llegó a las rocas donde meses atrás se había ocultado con los niños el día de las explosiones; recordaba todo como si hubiera pasado ayer. René sintió que le volvían a zumbar los oídos como esa tarde, se le hizo un nudo en la garganta cuando divisó una columna de humo a la distancia.

No veía más luz que en la antigua panadería. Aunque podía equivocarse, René pensaba si podrían haber soldados reconstruyendo el pueblo para hacer un fuerte militar o algo parecido. Se acercó poco a poco como un asustadizo venado cuando se anima a salir del bosque, ya empezaba a amanecer y se lograba ver la maravillosa aurora en las montañas.

René se acercó a la casa casi derrumbada que era la panadería, trato de no hacer ruido y al asomarse por un agujero para ver en su interior, no vio nada, pero sintió un aroma delicioso, a pan recién horneado; en ese instante alguien le tomó del hombro por detrás, René se sobresaltó y quiso voltearse para dar un golpe y escapar pero de repente solo sintió un garrotazo en la nuca y se desmayó.

A todo esto, Marta estaba despertando en la cueva, desorientada pero muy enojada con todos y sobre todo con René. Sentía que ella era la responsable de todo y de todos, que ella debía haber ido, pero una anciana la consolaba y le decía que todo estaría bien, que ella era irremplazable para el pueblo, por eso René la engañó, para que se quedara con todos y él fue a explorar, pero ya regresaría. Pasó todo el día y no se veía regresar a René, esto empezó a preocupar a todos, pero nadie decía nada para no angustiar a Marta.

Pasó esa noche y Marta Arán pensaba lo peor, temía tanto por su amado como por todos en la cueva. ¿Qué tal si lo habían capturado y lo estaban torturando? Y si les decía dónde estaba todos, no solo serían capturados, también considerados traidores y lo más seguro, encerrados o fusilados. ¿Qué había hecho ella cuando se le ocurrió el plan de explotar el pueblo? ¿Qué había hecho?…

En medio de la noche, se escucharon ruidos afuera de la cueva, todos estaban muy nerviosos y se escondieron, Marta se armó con un puñal y estaba en la entrada de la cueva agazapada detrás de unas rocas, En eso vio una figura muy grande, no era René, él era más bien delgaducho y no tan alto, Marta sintió que sus peores miedos se volvían realidad. Se abalanzó contra la silueta para atacarla y casi al instante se escuchó un grito: “¡No!” dijo René, que venía unos pasos atrás.

Marta se congeló y una voz de su memoria le dijo: “¿Acaso ya no reconoces a tu viejo padre hija?” … Marta se sintió desfallecer, estaba tan feliz que pensó que estaba alucinando, de inmediato Don Remigio, alzó los brazos para darle un abrazo tan amoroso a su hija .

“¡Papá! ¿Cómo es esto posible? ¿Cuándo te soltaron? ¿Qué ha pasado?”, el viejo Don Remigio solo sonreía y admiraba a su niña que se había convertido en una mujer en medio de la guerra y el caos. Luego de unos instantes, los demás vecinos del pueblo empezaron a salir de sus escondites con cara de asombro, como si estuvieran viendo a un fantasma. Remigio, de un saco, les dio pan recién horneado, fresco, hecho con amor como lo había hecho siempre y como los vecinos del pueblo tenían años de no probar.

Luego de comer un poco, Don Remigio se apartó con su hija a ver el cielo estrellado, y la abrazó nuevamente, le dijo: Hija, la razón de todo eres tú.” Marta sin entender decía: “¿A qué te refieres papá?” Remigio le relató que se encontró con René y por miedo él lo noqueo, pensando que era algún ladrón, apenas reconoció la cara de aquel muchacho que en algunas ocasiones hace tanto tiempo atrás llegaba y se robaba algún pastelillo de moras de la panadería. Aunque siempre Remigio en realidad lo veía y simplemente dejaba que se lo llevara en aquel tiempo. Entonces lo llevó adentro de lo que quedaba de la vieja panadería, él la había estado restaurando desde hace un tiempo atrás, cuando regresó.

Alivió el golpe del muchacho y le dio un bollo de moras y una taza de té, empezaron a hablar después de que a René también le pasara la impresión de verlo; le contó que después de la explosión del pueblo hubo muchas noticias a nivel mundial, que acusaban tanto al gobierno central como a los enemigos que eran los responsables de la supuesta muerte y genocidio de todos los habitantes del poblado, esto encendió las alarmas internacionales y forzó una negociación de paz apresurada.

Ambas partes llegaron a un acuerdo y dejaron las armas, se pronunció este lugar como santuario civil y que no debía ser pisado por ninguna fuerza militar nunca más. Luego fue liberado por falta de cargos y por ser el único sobreviviente del pueblo, al fin y al cabo, ya no había guerra, no había motivo para tener prisioneros de guerra tampoco.

René le contó que todo lo había planeado Marta, para salvar al pueblo, pero en su afán de proteger a todos lograste acabar con la guerra. Estaba tan orgulloso de su pequeña.

Han pasado ya varios años de estos hechos, Remigio ayudó a todos a reconstruir el pueblo, escondidos entre la magia de las montañas, él ya duerme el sueño de los justos; se ve como un pequeño poblado perdido renace, una panadera y su esposo reparten el pan a diario a todos los vecinos y estos agradecidos intercambian sonrisas. Nadie sospecharía que en ese lugar terminó una guerra egoísta por la fuerza más poderosa que existe, el amor al prójimo de una panadera y su “Pan de Guerra”.

FIN

*Marta Arán: significado del nombre según el autor. Marta, nombre con raíces bíblicas que significa hija o señora. Arán, es la palabra pan en gaélico. Por lo que el autor bautiza al personaje como “hija del pan”.

*Rokovoy: nombre con raíces rusas que el autor le da el significado de sin suerte o aciago.

*René: Nombre de origen francés con el significado de renacer o renacimiento.

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