Mi cita de las cuatro

Aquella mañana del cuatro de septiembre quedamos en encontrarnos por la tarde. Aún puedo recordar el aroma que se desprendía de la comida que había cocinado mi madre. No quiero sonar tan romántico para que no se malinterpreten de antemano mis intenciones, pero luego de lo sucedido quise guardar para siempre en mi memoria todo lo acontecido aquel sábado gris. Estaba ansioso por encontrarla así que temprano ordené mis cosas, no hubiese querido que nada ni nadie me impidieran estar con ella. El día no se prestaba para grandes acontecimientos, tan solo un día menos para aquellos que esperan la primavera y sueñan con el momento en que ya no deban preocuparse por esa parte del cuerpo que se tiñe de frío por culpa del invierno. Hablando de frío, ese día estaba fresco, corría un vientito que había venido con la tormenta de fines de agosto y se había quedado por unos días a vacacionar. Decidí dejar sobre mi cama aquello que me pondría, debía impresionarla si quería volverla a ver en alguna otra oportunidad. Abrí todos mis cajones, los roperos y baúles, saqué lo que creí que le gustaría y aquello que pensé que diría me quedaría bien; también limpié las zapatillas porque supuse que le parecería elegante y robé algo de colonia de mi padre porque imaginé que era de buen sentir.

Como era de esperar, estaba listo a las tres y media, y me dirigí rumbo a su casa que quedaba aún más lejos de lo que imaginaba, pero fui despacio, caminando tranquilo, quería memorizar el camino para volverlo a recorrer, uno nunca sabe si alguno de estos días no surge la necesidad de volver apurado, y más vale saber llegar que perderse en el intento. El día seguía igual, lúgubre y desazonado, pero mi mente volaba en sueños con la dama que estaba por encontrar. A las cuatro menos diez llegué hasta su puerta, pero decidí dar una vuelta a la manzana para no parecer desesperado, es que habíamos quedado en que la pasaba a buscar a las cuatro. De los nervios caminé tan rápido que aún así llegué antes de la hora acordada, pero me lancé sobre la puerta y decidí hacer sonar el timbre. Puerta alta y de madera, casa vieja, de antes, el timbre sonó como algo sordo y una voz suave desde dentro me dijo que esperara un momento. Las manos y la frente me sudaban a pesar de que no sentía calor por el ritmo del camino hecho, eran los nervios de volverla a ver y cumplir el sueño de que fuera ella, la chica que vi antes de anoche, a quien iba a invitar a pasear y “si pinta” un café.

Libertad salió por la puerta y la cerró automáticamente tras ella. Aún no nos conocíamos lo suficiente como para poder saber de ella o conocer su hogar, pero me pareció extraño que nada me permitió ver hacia el interior de su casa. La saludé con un beso en la mejilla y me distraje con su sonrisa, estaba realmente espléndida y deslumbrante, en contraste con el día tan monótono. Tenía puesto un vestido color crema con algunos motivos tan pequeños que no pude distinguir qué eran. Llevaba en su brazo una cartera de cuero marrón claro y un suéter porque, lógicamente, no se sabía qué pasaría con el tiempo tan cambiante. Apenas maquillada y con el pelo suelto pero corto hasta los hombros, lucía unos aros de perla que resaltaban en su piel clara y suave. Tenía pecas y algunos granitos propios de permitirse comer aquello que uno desea sin tapujos.

Nos dispusimos a caminar mientras le comentaba lo contento que estaba de poder encontrarla de nuevo. Nos habíamos conocido de un modo particular hace un par de noches en un bar cerca del puerto. Ella estaba sola, caminaba con un vaso en la mano, mientras la veía moverse lentamente al ritmo de la música. Yo estaba… digamos que ocupado con otra persona, pero no podía dejar de verla y notar que cada tanto me lanzaba una mirada. Casi al final de la noche, antes de que se fuera, se había acercado y me había pedido escribirme algo en mi celular, allí dejó asentado su número, su nombre y el dato de que “le gustaba el café”. Así es que nos encontrábamos hoy caminando juntos rumbo a sentarnos por ahí y cumplir sus gustos. No me pareció nada agresivo que cortara lo que estaba diciendo para preguntarme quién era aquella persona con la que me encontraba en el bar, y también adelantarse y preguntarme si le molestaría el sabernos juntos en aquella tarde. Pero sí confesaré que me sorprendió su desaire frente a mi respuesta negativa de mencionarle quién era pero asegurarle que no pasaba nada frente a lo que estábamos haciendo, Libertad simplemente sonrió y mencionó lo hermoso que estaba el día para caminar y, ante la alusión espontánea de aquello que le gustaría hacer, le sugerí caminar en dirección del puerto, cerca de donde nos conocimos, para aprovechar el recorrido y disfrutar del poder mover el cuerpo en un día tan hermoso, como ella acababa de decir.

No tomaba descanso desde que me había levantado del almuerzo, pues todo lo que aconteció después, incluso el trayecto hasta la casa de Libertad había hecho volar el tiempo. Para este momento en que llevábamos al menos una hora de camino, sentía ya el peso sobre mis rodillas y pies, pero jamás le hubiese manifestado una queja a tan hermosa mujer. A lo largo del recorrido me hizo muchas preguntas, acepté que fuera curiosa aunque no me gustara mucho, pero respondía con sinceridad a todos sus interrogantes. Algunos, debo decir, eran un poco personales, pero frente a la ilusión de ahorrar tiempo y comenzar a conocernos, perdí cualquier sentimiento inhibitorio y le revelé quien era. Fue difícil pero hermoso, aunque ella no me compartió nada respecto de ella o su familia, a qué se dedicaba o que le gustaba hacer. Se limitó a hacer preguntas y escuchar todas mis respuestas, pero siempre evadiendo mis incógnitas con más cuestionamientos sobre mí. Había cosas en mi interior que no sabía que allí estaban, como si nos enteráramos juntos de un tesoro recién desenterrado, o halláramos juntos un barco que había naufragado hace tiempo y acababa de flotar hacia la superficie. Es curioso porque todo ello estaba en alguna parte de mí, aunque no podría asegurar si hablamos de mi conciencia o mi propio corazón, sólo diré que residía allí. Uno nunca sabe a ciencia cierta lo mucho que lleva guardado cuando se ha dispuesto a ahorrar para el después que nunca llega y donde uno sabe que aquello recaudado nunca es suficiente.

Con tanta charla y pasos dados, se fue haciendo de noche, despacio pero sin inmutarse ni hacerse pesado el momento. Hacía ya un rato que nos habíamos quedado quietos, parados frente al río viendo como relucían cada vez más las estrellas y la luna hacía su entrada en la alfombra roja del atardecer. Despampanante saludaba a cada uno de los puntos blancos que le recibían en el cielo estático, pero ella dejaba una estela de luz borrosa detrás de su paso. Era de noche, ya casi cinco. Tenía una sensación extraña, como la de no estar sintiendo nada, como si hubiese olvidado cómo respirar o darme cuenta de mis propias necesidades fisiológicas, tan sólo estaba allí parado con Libertad a mi lado, compartiendo largas charlas y pensamientos sobre la vida. Finalmente se hicieron las doce y la miré a los ojos, Libertad me dio un beso y, como un perfume que el viento se lleva, desapareció. Sentí los ojos secos, como si no hubiese parpadeado en un buen rato y me di cuenta que tenía algo de hambre, me dolían los tobillos y me sonaba la panza. Volví por el camino recorrido y traté de hacer el menor ruido posible al entrar en mi casa para no despertar a nadie, eran casi las dos de la mañana. No podría decir cómo hice para llegar hasta allí ni podría indicar las calles que tomé. Sólo llegué hasta mi puerta, la cerré con mucho cuidado, pues es pesada y hace ruido, y me dirigí a mi habitación. Qué hermosa sensación la de poder finalmente sentarse y desamoldar los pies a la forma del calzado para dar el giro en uno mismo y disponernos a descansar. Miré el reloj e hice una vista general a mi cuarto; había dejado todo tirado fruto del cansancio y el apuro por recostarme. Cerré mis ojos y me dispuse a dormir.

No recuerdo cuánto tardé en caer en brazos de Morfeo pero sólo puedo contar aquel último pensamiento antes de perder la conciencia, y fue el estar agradecido por aquel paseo conmigo mismo.

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