Su piel no era del todo blanca. Más bien era como la piel de una cebolla. Y como las cebollas, ella también dormía sin tiempo bajo la tierra, en esa oscuridad húmeda y porosa.
Dormía, la mayor parte del tiempo. La mujer cebolla.
Cuando despertaba, no abría los ojos. Solo imaginaba como sería vivir en la superficie. Y volvía a dormir.
Se había amoldado a ese espacio de barro, libre de todo rayo de sol, en un estado de tranquila somnolencia. Sin saber del todo qué cosa se filtraba desde la superficie y qué cosa nacía de su imaginación. De vez en cuando, alguna persona se adentraba en el bosque, caminaba cerca donde ella estaba, por encima de ella. La mujer cebolla lograba percibir esas dulces vibraciones en la tierra, como si fuesen latidos de un animal herido entre sus brazos. Y la voz humana que se escuchaba desde la superficie le cerraba los ojos, la mujer cebolla se estremecía dentro de aquel capullo de barro, y lloraba lágrimas de cebolla.
Las palabras que bajaban desde la superficie. Música, eran.
Una música ligera que la conmovía tremendamente.
Soñaba, entonces, la mujer cebolla, durante varios días con esa música de palabras. Hasta que el sueño llegaba siempre al mismo final: las raíces de un árbol negro le atrapaban el cuerpo hasta asfixiarla.
Sucedía también que pequeños insectos le caminaban por el cuerpo, a veces. Se topaban ciegos con ella y la inspeccionaban como de pronto hubieran encontrado un nuevo mundo. La mujer cebolla los dejaba hacer. Y si algún pinchazo la despertaba por un breve momento, ella se movía levemente hasta espantar al intruso. Entonces volvía a ese tiempo de noche vegetal, donde la mujer cebolla soñaba con el viento, con la luz del sol, con ese olor distinto al olor de la tierra mojada, con aquellas palabras que llegaban hasta ella y que no entendía.
Algunas noches sucedía algo muy particular. La tierra se removía lentamente, como si un cauce de agua viva pasara por debajo. La mujer cebolla se quitaba raíces de encima, una mano blanca aparecía entre la tierra, una mano de piel traslúcida, luego un brazo delgadísimo pero firme, y por fin emergía en la oscuridad del bosque el rostro de la mujer cebolla. Se despojaba de la tierra profunda, y aprendiendo de nuevo a tener brazos y piernas, se quedaba parada unos momentos hasta acostumbrarse al aire fresco del bosque, al ruido ensordecedor de los insectos, a su cuerpo vertical, erguido hacia las ramas de los árboles. El pelo, que de algún modo lograba mantenerlo siempre limpio, le caía lacio hasta los hombros. Y cuando por fin lograba abrir los ojos, su rostro se tornaba de una suavidad no planetaria.
No dejaba, a su manera, de ser una cebolla. Y al mismo tiempo una mujer hermosa aparecía de pie en el bosque.
Aquellas noches, la mujer cebolla dejaba la tierra, se alejaba del bosque donde vivía, durante un largo momento caminaba hacia la ruta que habían construido los hombres y aparecía entre los árboles, a metros de la cinta negra por donde andaban los autos, donde el reflejo de las luces la encandilaban y la dejaban ciega por algunos segundos. La mujer cebolla salía a cazar a su presa. Parada al costado de aquel camino, esperaba con paciencia vegetal. Muchos automovilistas seguían de largo, no alcanzaban a verla, o decidían no detenerse. Pero siempre, en algún momento de la noche, un automovilista se apiadaba de esa mujer mal trecha que aparecía de la nada. El auto aminoraba la marcha, se acercaba a la orilla del camino, se detenía por completo. La mujer cebolla no se acercaba al conductor. Si en aquel auto había más de una persona, la mujer cebolla soltaba un alarido y corría otra vez hacia la oscuridad del bosque. La víctima no debía estar acompañada, caso contrario el ataque resultaba muy dificultoso. Pero si el conductor viajaba solo, entonces algo en la mujer cebolla de encendía. Pasaban los segundos y la mujer cebolla no se movía al costado del camino. El conductor decidía bajarse del auto. Algo en la belleza de la mujer cebolla comandaba las acciones. El motor quedaba en marcha, pero el hombre abandonaba el vehículo. La mujer cebolla esperaba inmóvil y en silencio. El conductor preguntaba qué sucedía, dónde había sido el accidente, por qué estaba allí, sola, en medio de la noche. La mujer cebolla no comprendía las palabras. Escuchaba los sonidos de aquella voz humana, esa música que escuchaba a veces cuando estaba bajo tierra. No entendía lo que el conductor le preguntaba, pero sabía por experiencia que la presa siempre se acercaba por voluntad propia. El conductor la miraba, sorprendido. La piel blanca, el vestido roído, la curva leve de sus pechos entre esas telas traslúcidas, las piernas largas y bellísimas, desnudas, brillantes. Entonces, ahora, con la habilidad de los animales de ponzoña, la mujer cebolla tensaba sus músculos y se preparaba para el ataque. La víctima daba un paso más, entraba en las sombras al costado de la ruta, queriendo entender que sucedía, inmerso en la confusión, con la emoción de la aventura inesperada, daba ese paso en falso. Entonces ahora. La proximidad necesaria precipitaba el ataque. Ella de pie, toda vertical hacia la noche, los brazos lánguidos junto al cuerpo. Y en un instante ella abría la boca y cerraba los ojos. Entonces. Nada más que un instante. Ahora. Latigazo blando y preciso sobre el cuello de la víctima. Los dientes de cebolla en la piel del hombre. Y esa música confusa y amable se volvía de pronto el grito de un animal herido.
La mujer cebolla huía. El ataque se había consumado.
El hombre se llevaba la mano al cuello, y sentía en la yema de los dedos dos puntitos húmedos por donde apenas brotaban gotitas de sangre.
La mujer cebolla regresaba al bosque, buscaba el sendero entre los árboles, encontraba su hogar. Y con algo de víbora satisfecha, se retorcía en el suelo hasta perderse entre la tierra removida.
El hombre, de rodillas, superado por el pánico del ataque, comprendía bajo la oscura capa de la noche que morir no formaba parte de su inmediato destino. Y regresaba al auto, todavía aturdido por la confusión. Con aquel olor a cebolla que ya no podría quitarse nunca más.
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