Las olas rompían incansables en las ásperas rocas que, sin vértigo, se asomaban al tocar del agua cubriéndolas de blanco efervescente. La cálida humedad casi saturaba el ambiente. Más allá del montículo se dibujaba, entre brumas, la bahía del pequeño puerto pesquero. El ocaso se iba imponiendo tiñendo el horizonte de rosa y oro, mientras un grupo de gaviotas planeaba en la cálida espiral. Todo era calmo con aroma a sal.
Al otro lado del cabo del faro se abría la pequeña playa agreste. Conservaba su carácter salvaje tras la visita de sucesivas tempestades. El paraje no era cómodo, pero gozaba de una gran belleza natural que atraía a bañistas menos típicos, pescadores y submarinistas que encontraban en sus fondos el paraíso buscado. El único vestigio de civilización era el pequeño cobertizo que Aurora había heredado de su madre y que regentaba desde siempre. Contaba ya con setenta y nueve años. Su trato poco afable le había conferido el apelativo de La Mala, el cual daba nombre al lugar. La techumbre de ramas de palmera y las paredes de troncos de madera vestían de camuflaje la modesta construcción. Sin luz eléctrica, ni agua dulce, su oferta se limitaba a una pequeña parrilla ennegrecida en la que cocinaba el pescado recién salido que los agotados pescadores preferían degustar al natural. Para saciar la sed ofrecía el líquido néctar de los cocos obtenidos de los altos palmerales. Hacía dos semanas el mar venía mostrando su cara más feroz, alejando toda oportunidad de aventura. A su espalda, los rectos acantilados hacían de perpetuos guardianes, aislando aún más el enclave. En tales condiciones, toda señal de vida había sido el ir y venir de los cangrejos negros que recorrían gozosos las salpicadas y escarpadas rocas. Hoy, al fin, había vuelto la serenidad. No había soplado el viento y el cielo se había pintado de azul inmaculado.

La Mala había vivido siempre allí. Al menos, nadie la recordaba fuera de aquella cabaña ruinosa. Era fuerte y capaz, no en vano había afrontado en aquella soledad tantas dificultades que a cualquiera habrían convencido de abandonar. Le rodeaba la reserva y el misterio, algo que utilizaba como escudo protector. Las pocas personas que habían conseguido tratarla habían descubierto bajo aquella apariencia a una persona llena de vida y bondad. No se le conocía familia. Corrían en torno a ella innumerables leyendas quien, lejos de acallarlas, disfrutaba alentando. Que si su marido murió en un naufragio a quien la corriente llevó hasta aquella playa, que si se ocultaba de un hecho atroz, que si a su única hija se la arrebataron aquellas aguas y que, esperanzada, decidió esperar a que aquel mismo mar se la devolviese cualquier mañana. La única certeza es que siempre, a todas horas, se la podía encontrar en aquella playa. Cuando no estaba ocupada trasteando se la podía ver oteando el horizonte, ajena a todo y a todos. Su rostro era menudo, como toda ella, y su mirada siempre triste, fatigada. Su inescrutable expresión no ayudaba a adivinar su estado. Nunca sonreía y como toda conversación apenas si intercambiaba cuatro palabras.

Aquella tarde no era diferente a las anteriores, pero sí fue muy distinta. La Mala se encontraba, como solía, al borde del agua, la mirada fija en la línea donde se confundían cielo y mar. Delicadamente deshizo el moño que recogía su cabello canoso y, sin mirar atrás, dos simples pasos la sumergieron en el fresco batir de aquel principio de otoño. Sólo el grupo de gaviotas que anidaba en aquellas paredes fue testigo del brillo que adquirían sus ojos a medida que iba cubriéndose, del dibujo sonriente dibujado en sus labios. Mantenía su mirada, melancólica, en la línea atemporal. Había vivido demasiado tiempo inútil, no le quedaba apenas aliento. Nunca pudo pronunciar la razón de su tormento y con ella se llevaba su secreto. Estaba lista para el encuentro. Se sentía liberar, firme en el propósito, no quería más tiempo.

No dejó apenas rastro tras de sí. Los primeros visitantes de la mañana se extrañaron al no encontrarla tras el viejo mostrador. Tampoco la vieron junto al agua. Vinieron otras personas, y luego otras más. Coincidieron todos en la extrañeza. La playa silenciosa se había quedado sin alma.

De ella nunca más se supo. Quien observase con atención encontraría en el brillo del agua sus ojos, en el romper de las olas su tacto, y en el viento el rumor ronco su voz. Algunos días pueden verse flores silvestres sobre las rocas mojadas, tributos que el mar va haciendo suyos. Ella los recibe alegre, son el abrazo legado que ahora siente aliviada en aquella su nueva morada.

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