Como cada año.

El suave murmullo que emana de las teclas del piano y llega a mis oídos hasta convertiste en una melodía perceptible e identificable: “Amazing Grace”, me hace sonreír con nostalgia.

Desde hace veinte minutos, Ashley, mi hermana de trece años, se encuentra sentada en la banqueta del piano; reproduciendo esa sublime melodía que se acompaña con el timbre de Asher, mi hermano de quince, que pronuncia con su voz impostada las letras de esa canción de navidad que papá compuso antes de nuestros nacimientos.

Antes solía ocupar el lugar de mi hermana, pero desde que ella me superó en la habilidad y tuve que partir, me mantengo como expectante. Ahora solo tarareo sin separar los labios para acompañarlos desde la distancia, ubicada en el sofá de la sala frente a la chimenea y a un costado izquierdo de ellos, que se mantienen juntos con el instrumento de percusión. 

Mi madre, imponente en su vestido escarlata y mi padre, vistiendo su negro ropaje elegante con una corbata del mismo color del atuendo de su esposa, permanecen con la vista fija en sus hijos menores, disfrutando con una sonrisa de esta tradición que se repite cada año una hora antes de la llegada de la navidad, sentados en el otro mueble frente a ellos.

La gélida brisa que se cuela por la hendija de la ventana lucha por hacer bailar al fuego de la chimenea, compitiendo con las llamas para apoderarse del ambiente y llevarse consigo la calidez propia del contexto. 

Froto mis brazos desnudos por costumbre más que por instinto cuando un estremeciento me recorre entera y sonrío con desgana. A veces olvido lo que era vivir esto, y aunque la sensación no es agradable, cada día lo extraño. 

Desafortunadamente, no todos los días es navidad… no todos los días puedo visitarlos.

Reprendo a papá con la mirada aunque no me pone atención, porque la ventana abierta es obra suya, y me pongo de pie para cerrarla captando su atención, que al instante también se levanta negando con la cabeza para caminar en mi dirección y abrirla de nuevo un poco.

Él me ignora inevitablemente, está en la inopia cuando pasa a mi lado y actúa como si no estuviera allí, y de mis fosas nasales escapa un pesado suspiro en el que se van exhibiendo de súbito mis fuerzas. 

Odio que me ignore, pero en estas circunstancias no puedo culparlo. Sé que no tiene más opción.

—Esa Aisha… Siempre se empeña en cerrarla de nuevo —le comenta a mamá, anodino como siempre, posicionándose de nuevo junto a ella. Pasa su brazo por el respaldo del sofá y mi madre apoya su cabeza en él, sonriendo acongojada con la mirada perdida. 

—Es su derecho y el odio al frío que puede más. Déjala… es navidad —contesta ella, defendiéndome en un susurro ante su esposo, que sonríe sin decir nada más.

Permanece unos segundos con la vista al frente, pensativa, y luego voltea en la dirección en la que todavía me encuentro, parada a un lado de la ventana como siempre por ser mi lugar favorito en la casa. Mamá sonríe con gentileza, con sus ojos cafés brillando anubarrados, y suspira con pesadez antes de regresar su vista al frente.

No soy capaz de devolverle el gesto, y supongo que darse cuenta de ello es el principal motivo de sus lágrimas reprimidas.

—Lo haces para provocarla, papá —pronuncia Asher, jocoso, quien ya acabó con la pieza y tras alborotar el cabello de Ashley en un gesto cariñoso, también se acerca al sofá en el que me encontraba.

—Es lo que siempre pasa, como si no disfrutaran de discutir por lo mismo cada año —secunda Ashley, haciendo sonreír al resto. 

También sonrío, aunque me incomoda un poco que hablen de mí como si no estuviera presente. Sin embargo, no puedo decir nada y además, ellos tienen razón.

Mis hermanos están por sentarse, pero mamá se los impide al ponerse de pie y les indica que es hora de pasar al salón comedor porque es momento de la cena. Todos se levantan con entusiasmo y caminan hasta ubicarse en esa enorme mesa rectangular, que se viste con un mantel de encaje blanco que supongo, es nuevo, y se encuentra atestada de comida, dulces y adornos navideños que me habría encantado ayudar a colocar.

Camino para seguirles el paso luego de volver a cerrar la ventana y me siento en mi silla que nadie se atreve a ocupar, en el extremo derecho de la mesa, justo en medio de mis hermanos y frente a papá y mamá, última que se acerca con el pavo recién extraído del horno. 

Todos observamos la cena embelesados. 

La navidad es el único acontecimiento en el que gozamos de comer las delicias de mamá, pues es lo único que hace muchos años aseguró saber hacer, y por ende, mi padre tomó la decisión de cocinar el resto del año. Es algo que a día de hoy, a mis veinte años, todavía agradezco, porque me pesa admitir que mi madre no tiene ningún don, habilidad o siquiera fluidez en algún tipo específico de comida, lo cual incluye esto.

El pavo nunca tiene buen sabor, pero es tanta la ilusión con la que ella cocina para nosotros cada año, que no somos capaces de rechazarlo y comemos de su comida sin verlo como un esfuerzo, asegurándole en cada oportunidad que ha ido mejorando en su labor.

Es lo que hacemos por amor… y lo que hacemos en navidad.

Observo en silencio cada detalle que adorna la noche. No es solo cada objeto característico de estas fiestas lo que me gusta, sino percibirlos contentos; ver que sonríen a pesar de todo lo que nos ha tocado vivir y que poco a poco, hemos ido superando. Este día, esta celebración, es una muestra de ello.

La pesada mirada de papá sobre mí, me distrae un poco. Veo que sonríe nostálgico, pero con su expresión imperturbable insiste en hacerles creer a todos que en su interior el torbellino de emociones está bajo su control. 

Yo sé que no es así, puedo notarlo en su mirada vacía y carente de brillo, en esa sonrisa que no alcanza a nutrirlo ni a él mismo… y lo entiendo. 

Sé que perder a alguien nunca es fácil, y que el hecho de querer reprimir sus sentimientos por mantenerse fuerte por el resto lo consume por dentro. Es lo mismo que me está pasando aunque nadie se haya percatado de eso. Porque en este caso, me perdí a mí misma.

Desvío la mirada de la suya cuando mamá coloca un plato de comida frente a mí con pavo y ensalada, que es lo único que me gusta, y espero a que todos la feliciten antes de pretender iniciar con mi degustación. Yo permanezco en silencio en todo momento. 

No siempre fui silenciosa. Anteriormente solía hablar en demasía hasta el punto de tornarme insoportable, y ahora las circunstancias no me lo permiten. Desde hace cinco años, justo en esta misma fecha, me encuentro sumida en una burbuja de silencio, consumida el mutismo.

—Sin duda, este está mejor que el del año pasado, amor —garantiza mi padre. Ni siquiera se toma el tiempo de ver a mamá cuando le habla, porque aunque la comida esté hecha de barro, él la disfruta sin pensar en nada apenas se le posiciona en frente. O eso da a entender.

A veces pienso que no toma el valor de masticar para evitar llevarse una mala experiencia con la comida. Mentiría si dijera que no lo entiendo.

—¡Ay!, ya deja de mentir, viejo —contrataca ella con un ágil ademán, antes de sentarse también en su lugar y tomar su cubierto—. Sé que está tan terrible como cada año. 

—Eso no es cierto, mamá, de verdad está mejor —apunta ahora mi hermana. Su voz gentil le saca una sonrisa a nuestra madre, y sé que ahora se siente satisfecha. 

Incluso mamá, aunque sabe que todos mienten, no se molesta. Ella es feliz de ver que nosotros procuramos hacerla sentir importante este día, insistiendo en comer eso que ni ella soporta y valorando su esfuerzo.

Todos empiezan a comer entre charlas, beben de su vino incluso mis hermanos y hacen cada tanto algún chiste que da más terror que risa por lo terrible que es, y yo solo los miro en silencio. 

No disfruto de lo que se encuentra en mi plato aunque intento comerlo, porque por más que me esfuerce, a mi boca no ingresa nada. Esta presión en el pecho que se expande con el paso de los segundos hasta mi garganta y la oprime con fuerza, se acrecienta con cada latido que reproducen sus corazones, cohibiéndome de disfrutar de los placeres terrenales y recordándome que aún desde mi lado, siempre voy a sufrir. 

Peor aún es saber que esa delicia de mamá, en lugar de saberme mal, ya no me sabe a nada. Mis papilas gustativas ya no encuentran placer ni siquiera en el agua.

Aun así, ya me acostumbré a esto hace tiempo. Ya no lloro al ver mi reflejo escuálido e incoloro en el reflejo de la ventana en cada madrugada antes de volver a partir, porque cada día, solo descubro que siento menos, que esas emociones que se esfuerzan por aflorar cada instante se vuelven menos intensas. Poco a poco me voy apagando, y las sobras de mis esperanzas se van consumiendo.  

—Aún recuerdo aquella noche —articula Ashley, luego de un rato en el que decidieron pasar al sofá para ahora tomar el chocolate caliente como cada año después de la cena. 

Todos la miran interesados, y el nudo en mi garganta incrementa la presión sin que pueda evitarlo al ver que sus facciones se tensan. Es lo único que percibo en mi cuerpo además del frío.

Desde que me fui, esto también se convirtió en una tradición. Es la historia que se repite cada noche en la víspera como un cuento de navidad, entre lágrimas, mocos y sollozos; entre emociones mezcladas que soy ajena a sentir. 

Mi pesadilla es verlos sufrir mi ausencia en silencio, oír cómo se desgarran la garganta por el llanto lastimero de una noche que debería estar matizada de felicidad, viéndolos abrazarse y aferrarse a la existencia del otro con temor a perderse. No soy capaz de hacer nada, ni siquiera ayudar a mis lágrimas a exhibirse porque estas ya no existen. 

Ahora soy solo una sombra, un espíritu que con el paso de los días va perdiendo su forma.

—No entiendo por qué tenemos que pasar por esto cada año. No entiendo por qué alguno de ustedes se esfuerza por hacer que lo recordemos.

—Nunca lo he olvidado, Ash —aclara Ashley a nuestro hermano, un deje de decepción exhibiéndose en su voz—. Si tú lo hiciste, es porque no te importa. 

—¿Cómo vas a pensar que no me importa? —retruca el otro, también haciéndose oír molesto—. Claro que me importa, pero no veo la fascinación que ustedes encuentran en recordar cada noche cómo se dieron los hechos. ¿No creen que es suficiente con sentir ese vacío el resto del año? Ella nos dejó, Aisha faltó a su promesa de no abandonarnos nunca… ¿No les parece suficiente levantarse cada mañana y darse cuenta de que al abrir los ojos todo será igual, que ella jamás volverá? —inquiere, y mi reacción es apretar los labios hacia adentro cuando escucho que su voz se quiebra. 

La garganta me pica, pero no hago más que verlos llorar con más énfasis a todos, que no alcanzan las fuerzas para responder a la pregunta del chico y solo son capaces de exponer la afluencia de lágrimas en un ágil recorrido por sus mejillas. 

Saben que tiene razón, y es la misma pregunta que me hago cada año que paso a visitarlos…, visitas en las que ellos me ignoran sin saberlo. 

En cada ocasión que vengo a verlos, se inicia siempre la misma conversación que jamás llega a su fin, porque ellos no lo soportan, porque el dolor expandiéndose a cada zona de su cuerpo quebranta sus defensas y huyen al sentimiento, buscando refugio a ese mal que desde hace un tiempo todos hemos empezado a percibir, y como siempre, como cada año, me dejan sola.

Nadie se despide de mí, como si ya no existiera, como si no fuese más que un espectro invisible que se pasea por la casa una noche para luego ubicarse en una ventana y esperar en soledad hasta que llegue el momento de partir. 

Esa es su manera de recordarme inconscientemente lo que merezco, que ese frío invernal adueñándose de mi cuerpo es la única compañía que debería sentir por abandonarlos, por irme de esa manera en una noche tan importante. Y peor aún, sin despedirme. 

Porque hace cinco años yo misma me encargué de acabar con mi vida y no les di la importancia que tenían, porque decidí darle más valor a un sentimiento sublimado de otro ser que al mío y al de mi familia, y ellos no pueden dejar de culparme por eso. 

Se van a llorar, dando por acabada la festividad nuevamente por mi culpa. Ellos me recuerdan como yo a ellos, que olvidan que también los perdí, pero eso no es suficiente.

Y como cada año, solo espero tal como sucedió aquel día, sobre aquella carretera mojada a un lado de la persona que creí que me amaba, cuando exhalé mi último aliento.

Solo espero hasta que llega el momento y veo que todo se desvanece como espuma de mis manos, como una ráfaga de viento helado que aparece de súbito aspirando y llevándose consigo mis esperanzas para dejarme a la deriva, sola, y con la única compañía de la culpa, el arrepentimiento, y la incertidumbre de no saber si podré verlos algún día más.

Cada día tengo menos fuerza, soy menos, y no quiero que llegue el momento en el que tenga que verlos como cada año, una última vez.

erza, soy menos, y no quiero que llegue el momento en el que tenga que verlos como cada año, una última vez.

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