Arrastraron el cadáver hacia el interior de la iglesia. David tenía razón, nadie los molestaría en ese lugar. Las calles que antes se mostraban abarrotadas por vehículos ruidosos, ahora no eran más que extensos cementerios de hojalatas. Autos pequeños, camionetas, autobuses, motocicletas, incluso vehículos militares, aguardaban en silencio, degradándose bajo el paso de los años. Dos años transcurrieron desde que el caos inició, para ese entonces Verónica ya estaba acostumbrada a moverse a hurtadillas, a quedarse quieta, a veces durante horas, solo para constatar que «ellas» no estuvieran cerca. David insistió en que podían desplazarse tranquilos, que ahora las cosas eran diferentes. Ambos tenían un lugar seguro al cual regresar. Verónica dudó durante unos pocos minutos, pero luego, ante la sonrisa juguetona de David, finalmente cedió. Asesinaron a Raúl en las afueras del «Jardín». Ese era el nombre que le colocaron al refugio, el único lugar seguro en todo el país, y probablemente en todo el mundo. Luego del asesinato arrastraron el cadáver por la carretera, golpeándolo contra todos los escombros que hallaran en su camino como un último acto de humillación. Encontraron la iglesia sin muchas dificultades y arrastraron el cuerpo hasta colocarlo justo debajo de una estatua de Cristo resucitado.
—Nos estamos arriesgando mucho —murmuró Verónica, con sus ojos enfocados en la entrada de la iglesia. La mujer de veintidós años llevaba su cabello negro amarrado en una rudimentaria trenza, que ella misma se había hecho usando ligas. La ropa que llevaba puesta tampoco era suya. Desde el inicio del caos se acostumbró a quitarle la ropa a los cadáveres que encontraba en su camino—. Si alguna de ellas aparece, estamos muertos —sentenció, sin lograr disimular su nerviosismo. Su novio David, le dio una última patada al cadáver, antes de correr hacia ella y robarle un beso.
—Ya te dije que lo tengo todo controlado —fanfarroneó el robusto muchacho, antes de atrapar a Verónica entre sus musculosos brazos con aquella rudeza que tanto le fascinaba. La chica se apartó de él bruscamente, no porque no deseara su apasionado contacto, sino porque no podía permitirse la torpeza de entregarse a él en un lugar como ese—. ¿Qué sucede? —cuestionó él, un tanto sorprendido por el repentino rechazo. Llevaba demasiado tiempo acostumbrado a que ella siempre cediera sus deseos—. Me dijiste que querías esto —le recordó, señalándole el cadáver magullado de Raúl.
El hombre asesinado permanecía inerte sobre el suelo de mosaicos blancos, ahora sucios y ennegrecidos por el paso del tiempo. Estaba amordazado y atado de manos y pies. Los golpes en su rostro fueron tan brutales que uno de sus ojos quedó parcialmente afuera de la cuenca ocular. Sus labios estaban hinchados y partidos, probablemente a causa de la pinza que habían empleado para arrancarle la mayoría de sus piezas dentales. Las piernas del cadáver se mostraban en posiciones imposibles, pero no era posible determinar si esto lo habían hecho antes o después de matarlo.
—¿Sientes lastima por él? —La pregunta fue como un insulto para Verónica.
—¡No digas estupideces! —refunfuñó, desviando la mirada hacia la entrada de la iglesia—, él se merece todo lo que le hicimos.
—¿Y entonces? —inquirió el robusto amante, con aquella seguridad propia de los hombres acostumbrados a las actitudes complicadas de sus mujeres.
—¡Y entonces qué! —repitió ella, entre molesta y preocupada por lo difícil que resultaba ocultarle algo a aquel peligroso hombre, que se volvía el amante más tierno entre sus brazos.
David y ella se conocieron de la única forma en la que se conocerían las personas de ahora en adelante: huyendo de una de «ellas». Ese día Verónica estaba con las horas contadas. Una de ellas la había visto. Corrió tan rápido como pudo. En medio de las oscuras ruinas de una ciudad. Los supervivientes aguardaban para buscar provisiones, pero nadie ayudaba a alguien que tuviera a una de ellas persiguiéndolo; y buscar refugió a la fuerza era mucho más peligroso. Algunos supervivientes iban armados y listos para disparar a cualquiera «con las horas contadas». Esa era la locución oficial. Aun así, David la rescató. Compartió su improvisado refugio en el interior de una casa abandonada. Estuvieron ahí juntos, temblando, apretados uno contra el otro, aguardando a que la criatura se fuera. Pasaron tres días así, hasta que finalmente la vieron marcharse. Verónica no supo exactamente cuándo empezó a amar a David. Si fue ese día, o el día que él accedió a ayudarla a matar a su violador.
—Él no merece tu compasión —comentó el enamorado muchacho, con sus ojos fijos en Verónica. Ella seguía mirando hacia la entrada de la iglesia, rememorando todo lo que había pasado para llegar justo a ese momento.
—Si la gente del refugio nos descubre… —intentó hablar, pero su enamorado la interrumpió, mostrando aquella sonrisa juguetona.
—Nuestro jardín del edén —aclaró David, pasándose la lengua por los labios—, tú y yo somos Eva y Adam en ese jardín.
—¡No David! —Se alteró al escuchar nuevamente los desvaríos de su amante—. Somos asesinos y si esa gente nos descubre, tendremos suerte si solo acceden a expulsarnos.
Muy en el fondo, Verónica no le preocupaba lo que los lugareños pudieran hacer con ellos, sino más bien lo que ellos podían hacerles a los lugareños. Los términos «bueno» y «malo» ya no tenían ninguna función en este mundo nuevo. Los supervivientes hacen lo necesario para sobrevivir. Verónica ya hizo cosas terribles antes de conocer a David, y sabía que en el futuro ambos harían cosas mucho peores para mantenerse vivos. Fue entonces cuando encontraron el refugio, renombrado «el jardín», por parte de David. El lugar era un milagro visto desde donde fuera. Parejas de ancianos se organizaron para convertir un asilo en el lugar más seguro del mundo, empleando un sistema de puertas que se abrían y cerraban a partir de códigos: un laberinto de pasillos, por el que vagarías eternamente si no sabías qué puertas buscar.
Verónica no admitía milagros como ese. Ella sabía que las cosas buenas no llegaban tan fácil, y fue entonces cuando recordó una frase de su madre: «el perdón nos hará libre». Nunca entendió el verdadero objetivo de esa frase hasta que vio a Raúl, el profesor que la violó en la universidad. Algo que parecía haber sucedido en un mundo olvidado. Raúl ni siquiera la reconoció. Él sobrevivió en el asilo junto con los ancianos, seguros en aquel jardín interno rodeado de muros impenetrables. El perdón no era una opción para Verónica. Ella no podía solo olvidarlo, tenía que hacerlo pagar y lo hizo. David jugó con un delirante Raúl, incluso lo ultrajó usando la rama de un árbol, pero Verónica no sintió satisfacción, solo sintió miedo. Los gritos de Raúl ahora estaban gravados en sus pensamientos.
Los amantes quedaron sumidos en un extraño silencio repentino. Los insectos, las aves y cualquier otra cosa que corriera o se arrastrara, repentinamente se mantuvieron quietos y silenciosos. Ella tardó unos pocos segundos en identificar la silueta retorcida que avanzaba hacia el interior de la iglesia. Era una mujer infectada, con el pelo tan rojo como la sangre. No había duda de que tenía el parásito. Un desagradable apéndice brotaba desde la parte baja de su espalda. Iba desnuda y con laceraciones por todo el cuerpo. La infectada miró inmediatamente a sus presas.
—No grites… —susurró David, antes de tomarla por la mano y acercarla.
—Nos ha visto —balbuceó Verónica, sin dar crédito a lo que sucedía.
La infectada olisqueó el aire. Sus sentidos humanos advertían de la presencia de alimento fresco. Sus ojos, totalmente negros, se desviaron hacia el cadáver de Raúl. —No permitiré que nunca nadie te haga daño, ni siquiera una infectada… —murmuró apretándola con más fuerza. Ella pudo sentir su erección, preguntándose a su vez qué tan enfermo debía estar un hombre para excitarse en un momento como ese. La infectada empezó a avanzar y en una fracción de segundos se abalanzó a cuatro patas, igual que un animal. La aterrorizada superviviente trató de moverse, pero su novio la inmovilizó. Curiosamente la infectada no los buscaba a ellos. El cadáver era su objetivo—. Ellas están pasando hambre, ahora consumen todos los cadáveres que se encuentran, no se fijará en nosotros a menos que representemos una amenaza mientras se alimenta —explicó David, mientras la infectada clavaba su aguijón en el pecho de Raúl, iniciando la succión. Poco a poco los órganos destrozados del violador se licuaron hasta volverse líquido, y luego fueron absorbidos por aquel aguijón.
Verónica no se atrevió a mirar. Su novio la llevó con cautela hacia la entrada de la iglesia. Él seguía excitado. Pasaron unos eternos diez minutos, y ya estaban afuera, en el interminable cementerio de hojalatas. —Conmigo siempre estarás a salvo —siseó antes de besarla, pero ella aún no se recuperaba del aterrador momento. Caminaron durante una hora hasta que estuvieron nuevamente frente al jardín. Ella no se atrevía a decir ni una palabra. No podía creer lo que habían hecho. Sobrevivieron a una infectada y lograron deshacerse del cadáver. En ese momento, Verónica no sabía quién manipulaba a quién. Antes, pensó que era ella la que tenía todo el control sobre David, pero ahora no estaba tan segura.
—Necesito hacerlo —suplicó el excitado amante, antes de bajarle los pantalones a su novia. David tenía una extraña necesidad por besarla ahí abajo. Normalmente a ella no le molestaba, pero hoy no estaba segura de poder siquiera discutirlo. La lengua de David la excitó en unos pocos suspiros. Vio la entrada al refugio y entendió que las infectadas no eran la verdadera amenaza para los ancianos, sino ella y David. Ellos eran las serpientes en el jardín.
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