Balneario de Retortillo

La carretera era estrecha, con muchas curvas y mal firme, propia de épocas pasadas en la España profunda, nada que ver con la moderna autopista que habíamos abandonado pocos kilómetros antes.

Muchos carteles a ambos lados; dicotomía nacional, a la derecha, “sí a la mina”; a la izquierda, “no a la mina”. Nadie sabía qué mina era, pero, una vez más, los españoles divididos a favor y en contra de algo, lo que fuese, pero siempre enfrentados. Uno de los viajeros, que había ejercido como ingeniero, tomó el micrófono y nos contó que se trataba de una supuesta mina de uranio, que una compañía australiana quería explotar, con el rechazo de los habitantes del pueblo de Retortillo y sus alrededores.

Dijo que el uranio se encuentra a muchos metros bajo el suelo, que genera calor y contribuye a mantener la temperatura interna de la Tierra y su campo magnético, imprescindible para mantener la vida y que, si no fuese por su actividad, el planeta se volvería en un lugar estéril, que es lo que pasó en Marte.

Habíamos llegado a media mañana; aún no estaban preparadas las habitaciones y, para hacer tiempo, algunos se dedicaron a visitar todas las instalaciones del complejo Baños de Retortillo. Las habitaciones eran antiguas, remodeladas y adaptadas a las actuales circunstancias, pero muy austeras y sin aire acondicionado.

Agua caliente por todas partes, cartujos vestidos de ánima en pena dentro de albornoces blancos. Algunos mejor sería que hubieran ido a Lourdes. Eso reconforta porque a la pregunta de ¿cómo estás?, responden ¿comparándome con quién? Jubilados en edad de triunfo y reposo, viejos reales, físicos y morales, algún matrimonio con hijos los fines de semana por aquello de que como no hay dinero para mañana, hoy nos vamos a un balneario, y parejas jóvenes cuyo único objetivo es ver el techo de la habitación del hotel, cuantas más veces mejor.

Todos los clientes son españoles, de todas las taifas nacionales, salvo Baleares y Canarias. Buen ambiente e intercambio de saludos y presentaciones. Los catalanes hablan catalán entre ellos, pero cambian al castellano enseguida que se dan cuenta que el interlocutor no es catalán; los vascos, lo mismo, pero en euskera, que no todos lo dominan. No sé si son conscientes de la grandeza que tiene el que sean bilingües total.

La comida es a la una y media del mediodía, para no hacer tarde. Comedor para unos doscientos comensales, atendido por camareras, todas mujeres, aquí no hay paridad, realmente cada una lo hace a seis o siete mesas con cuatro personas, de países y regiones diferentes. Cada día rotan las mesas que atienden, para que no haya privilegios con ningún cliente. Todas son amables, pero destacan por encima de todas ellas Ivana, salmantina de Ciudad Rodrigo, treintañera, guapa, bien peinada y maquillada y con un encanto personal a raudales, y Mina, marroquí, también treintañera, preciosa mujer, perfectamente arreglada, habla español como si fuera nativa, casada con un nativo salmantino, un encanto de mujer en el trato y en su forma de comportarse; y lo más importante: les gusta su trabajo, con un servicio de calidad permanente; no les faltará nunca trabajo a ningunas de las dos.

Antes de servir la comida, todo el mundo saca una cajita con sus pastillas; las hay de todos los colores y tamaños, para el asma, los dolores, la próstata, diabetes, los huesos, el corazón, el estómago, y mil y una versión diferente del estado de bienestar alcanzado, que prolonga la vida hasta años insospechados hace unas décadas, y que los presenten no se fían de eso de la eutanasia por aquello de si le da por pensar a un tonto.

No quiero dejar de mencionar a Genaro, noventa y seis años, pantalones de pana negra, decía que rebota el calor en verano y el frío en invierno, gorra campera calada hasta las orejas que no se quita ni para comer, moreno de muchas peonadas en el campo, descanso del guerrero, que acude puntual todos los años “hasta que me muera”.

Pasan los días entre baños, aguas termales que son buenas para el reuma, la rehabilitación funcional, las vías respiratorias, el aparato circulatorio, la ansiedad, el estrés, el descanso y la relajación en general, o sea, para casi todo, eso sí, con fe, con mucha fe, masajes, relax y lectura, mucha lectura, pues se encuentra en medio del campo, a unos seis kilómetros del pueblo, en dónde no hay farmacia, sí dos buenos bares y una iglesia de estilo románico, de una sola nave y ábside semicircular.

Sala de televisión panorámica con unas cien sillas similares a los sillones que había en los cines de los años sesenta. Juega la selección española de fútbol. Lleno a tope. Todos con la selección y, los que más, los vascos y catalanes; se vitoreaban los goles españoles y se sufría cuando el equipo no lo hacía bien. No había ni un disidente. No sabemos lo que tienen que estar padeciendo aquellas personas que, además de vascas o catalanas, son y se sienten españoles, que no pueden expresar sus sentimientos allí, porque lo más bonito que les dicen es “fascistas”. Unos cuantos vividores de la política tienen presos en la calle a parte de su ciudadanía. Y desde el resto de España, ni los comprendemos ni los defendemos, es más, algunos se han vendido al enemigo por asegurar su plato de lentejas.

El viaje llega a su fin. Cada uno vuelve a su casa pensando en que ya no le duele nada y que volverá el próximo año. Jubilados, resistid, que habéis trabajado mucho y bien, habéis cuidado de vuestros padres, de vuestros hijos y de vuestros nietos. Una señora, valenciana, se despedía con las siguientes palabras: “Yo, vuelvo; a mis hijos les he pagado una carrera universitaria y les he ayudado cuanto he podido; cuando me muera, un euro en la cuenta del banco”. Salud y larga vida.

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