Todo el mundo me ha dicho que no vaya a Waza, que no es la época, que la hierba está alta, que hay agua por todas partes y los animales no salen de sus lodazales ocultos, que los elefantes en esta época emigran hacia el Norte y que el parque está semicerrado. Me lo han dicho los guías, los gerentes de los hoteles, los expatriados de la ciudad y hasta una ancianita que vendía cacahuetes me hizo un comentario experto sobre, por qué a su juicio, los leones en esta época del año se muestran un poco adormilados por las mañanas.

Como los consejos de todo el mundo me suelen parecer idioteces, y a pesar de haberme autoconvencido de que vale, de que ya está bien de animales, de que por esta vez en Camerún nos vamos a limitar a los descubrimientos étnicos, a África y sus culturas milenarias… a cotorrear con la gente vamos. No puedo evitarlo y cada vez que oigo hablar de un parque natural las pupilas se me dilatan con el brillo febril de un ludópata. Así que aquí estamos, el parque de Waza espera.

Al parecer Waza, situado en el Extremo Norte de Camerún, en sus meses razonables acredita una bien merecida fama de ser uno de los parques más completos de África Occidental. «Nada que envidiar a los parques de África Oriental”, afirma de forma bastante ampulosa mi guía de Camerún.

Alquilo 4×4 y tengo una mañana entera a mi disposición para probar suerte en las pistas que no están impracticables a causa de la estación lluviosa. Abdou que es mi chofer, me lleva desde la ciudad más próxima hasta el parque me advierte de que como vamos a ver montones de animales hay que salir temprano.

Cuando llegamos al parque Waza tengo la columna vertebral como una alcayata y la temperatura a pesar de ser las siete de la mañana ronda ya los 35 grados. A la entrada hay unos bungalows cerrados a cal y canto. Yo empiezo a escamarme en serio . Finalmente tras golpear las puertas de la oficina, el gerente del parque nos recibe efusivo y me asegura que voy a ver grandes cosas en Waza… ¡Si tengo suerte! añade juguetón. Después se pone a batir palmas y de las profundidades de su mesa, como si viviese en un cajón entre la grapadora y los archivadores emerge un viejecito, que se sacude las legañas y le pregunta al encargado que quiere. Este me lo presenta como Philipe, toda una institución en el parque, Philipe bosteza, se pasa la lengua por los labios y me sonríe, va a ser mi guía.

Y bueno aquí estamos, rumbo a la ventura, Abdou, Philipe y yo, los hermanos Marx dispuestos a explorar el parque. Me asomo ansioso a la ventanilla del coche y babeo como un cachorro pero ellos se encargan pronto de rebajarme el entusiasmo. En su opinión no hemos salido lo suficientemente temprano y los animales deben estar ya escondidos, dudan seriamente que veamos nada.

No se si están escondidos o no porque con la altura de la hierba podríamos estar cruzando Times Square sin saberlo, el coche se bambolea arrollando mientras nos internamos en una jungla de forraje. No se si hay elefantes, búfalos o leones en Waza pero en el caso de que los hubiese, los atropellaríamos sin enterarnos. Ni rastro de los grandes mamíferos africanos, a cambio cada vez que abrimos la ventana suben a bordo todos los insectos de la sabana; avispas, mantis religiosas y moscas de la malaria, revolotean a nuestro alrededor con entusiasmo.

Cuando estoy pensando seriamente la posibilidad de arrancarle la cabeza a una gigantesca hormiga para colgarla en mi salón como trofeo, llegamos al único mirador practicable en Waza. El panorama es desolador, una torre vigila a un lago que en algún otro momento debió ser un hervidero de vida pero que en estos momentos es el páramo más absoluto.

Las siguientes dos horas transcurren como un bucle infinito: matojos, calor, insectos, desencanto y más calor. Pego la nariz a la ventanilla del coche, escudriñando hasta la nausea la maleza, confundo rocas con elefantes y ramas movidas por el viento con leones furtivos.

Tras tres horas de vueltas en círculo decido que ya es suficiente y enfilamos el camino de salida. Reflexiono sobre mi testarudez, las ocasiones perdidas y los consejos desatendidos cuando Philipe hace una seña para que paremos el coche. Al principio no veo nada, solo el mismo follaje desvaído de toda la mañana pero… de repente algo se mueve, una diminuta cabecita perdida entre la maleza. ¡Jirafas!, mi corazón vuelve a latir a mil por hora , ¡Nunca he visto jirafas!

Con cuidado avanzamos con el coche procurando no hacer mucho ruido. Y si, indiscutiblemente ahí están, aparecen y desaparecen como aletas de cetáceos en el océano. Una, dos, tres, cuatro… todo un bosque de cuellos alargados que nos miran con curiosidad. Salgo del coche casi bailando y me subo a un montículo de piedras. Decenas de cabezas coronadas emergen desafiantes entre la inmensidad de la sabana.

África es así, uno desespera días, semanas, sudas, tragas polvo, sufres esperas interminables hasta sentir el tic-tac de tu propio corazón envejeciendo, todo para rastrear un momento mágico que te deje sin aliento. Los atardeceres furiosos, las conversaciones disparatadas, los estallidos de color…momentos inesperados que brillarán aún más en el futuro aquilatados por el tiempo. Se que me hallo ante uno de esos instantes y lo paladeo. Bajo del montículo y las persigo ignorando las advertencias de Philipe. Aunque no se vean hay leones ente las matas. Pasan a mi alrededor elegantes y majestuosas, hay abundantes crías, ramonean con parsimonia las hojas altas de los árboles,

De repente me siento bien en Waza. Intuyo que en los safaris como en la vida ser feliz es cuestión de expectativas. Subimos al coche y emprendemos el camino de regreso mientras las jirafas se pierden bajo el sol ardiente, lejos, muy lejos a través de la sabana.

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