El capullo se ha muerto a más de mil kilómetros de distancia. No quería ir pero su madre me pidió, por favor, que asistiera al entierro. No sabía si pintarme. Incluso pensé en preguntarle a Google como hay que ir para ver a un marido muerto. Al final he decidido ir maquillada. Labios pintados de rojo. Me dará seguridad para decirle algunas cosas a esa mujer.

Ahí está. En una sala de velatorio semivacía. Su madre tiene el mismo aspecto que siempre: duro, fuerte, dominante. En una silla aislada hay un hombre mayor con una cartera impecablemente vestido

No tengo más remedio que saludarla:

-Hola Amparo.

-No te acerques más. No necesito ningún beso ni compasión. Ahí lo tienes. ¿Es así como lo querías ver? ¿no?

No esperaba este primer contacto tan desagradable. No voy a entrar al trapo. Vuelvo sin decir nada hacia el féretro, el lugar menos tenso de la sala.

Al mirar el cadáver me vienen a la cabeza tantas palizas, tanto miedo, tanta amargura. Apenas algunos escasos momentos agradables. Quizás cuando lo conocí en el Instituto y hasta que me quedé embarazada con 17 años.

Eso no fue un matrimonio. Pronto enceló de manera absurda y no me dejaba relacionarme con nadie. -¡me llamó puta tantas veces!- Después de una de las primeras palizas perdí al niño. Le abandoné. A él y a su piso. Nunca lo ha superado. Me ha estado persiguiendo durante años para que vuelva con él. Hasta que la droga lo ha destrozado.

Doña Amparo interrumpe mis recuerdos:

-Si le hubieras dado otra oportunidad. Si hubieras tenido más paciencia no estaría ahí. Te quería pero nunca le entendiste bien. Estaba obsesionado por tu rechazo.

-¿Otra oportunidad? ¿que no le entendí? ¿pero qué dice?

Me dispongo a salir de aquel lugar pero escucho de nuevo a Doña Amparo:

-Antes de irte tienes que firmar unos papeles. He traído al notario para que firmes la renuncia a la herencia del piso. Lo compró cuando os casasteis con el dinero que le di pero está en bienes gananciales. No te la mereces ni te corresponde. Le abandonaste.

¿Notario? ¿Herencia? La indignación había pasado ahora a una mezcla de estupefacción, ganas de vomitar y, por último, lucidez.

-Claro Amparo. Voy a firmar. Pero antes voy a darle un beso de despedida.

Abro la habitación acristalada. El olor rancio del cadáver se mezcla con el asco que me da observar su cara de cerca. El carmín de mis labios está todavía fresco. Le dejo grabados, firmados, dos besos. Uno en cada mejilla. Con mi barra de labios le escribo en la frente «CERDO». En la cristalera desde la que se divisa el muerto escribo «Aquí yace el hijo de la zorra» y, debajo, mi nombre: Raquel

Doña Amparo está petrificada. Al pasar por delante de ella le digo:

-Ahí está mi firma

Al salir, mientras los presentes me insultan, me fijo en la lividez del notario. Cuando paso a su lado se levanta, me da su tarjeta y me dice en voz baja:

-Admirable.

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