Después del primer sorbo al café de esta mañana, he dejado la taza en el plato y lo he decidido. Así, sin más. Algo ha debido de cambiar dentro de mi cabeza mientras dormía. Es inútil que siga ocultándoselo. Hasta ahora me ha retenido la idea de que no iba a comprenderlo, de que, de alguna manera iba a defraudarlo. Pero luego he pensado que la verdad no debería defraudar. Puede doler, puede resultar incómoda, pero la verdad es la verdad y él tiene que saberla. No quiero pensar que después de haberme criado él solo, después de tantos años de cariño, de desvelos, de hacer de padre y de madre, de hacer de abuela, incluso, porque ella también murió en aquel incendio, se vaya de este mundo sin saberlo.

Delante del armario he dudado en qué ponerme: ¿un vestido, una falda o un pantalón? Me decido por mi vestido preferido, el azul turquesa. Este color me favorece, resalta el color de mis ojos, y la tela se ajusta lo suficiente a mi cuerpo como para realzar mi silueta.

-¿A dónde vas? -me pregunta Roberto, todavía con las llaves de la casa en las manos.

-Llegas muy tarde -le respondo, mientras me acomodo el bolso en el hombro.

-Hubo un accidente múltiple y nos trajeron seis heridos, justo a las cuatro de la mañana -responde con voz cansada.

-Vaya por Dios. ¿Ha muerto alguno?

-No. Voy a acostarme. Estoy rendido. ¿Y tú, dónde vas tan guapa? ¿Tienes algún amante escondido por ahí? -me pregunta, guiñándome un ojo.

Me acerco a él y le beso en los labios. Un beso largo y tierno al que él responde apretándome la cintura con sus fuertes brazos.

-No te vayas -me ronronea al oído.

-Voy a la residencia a ver a mi abuelo -le digo, mientras separo mi cuerpo del suyo con firmeza.

-A tu abuelo, pero…

-Hasta luego -le digo, mientras cierro la puerta.

En el viaje me pongo nerviosa. Me sudan las manos, y el volante se me resbala, mientras noto una desagradable opresión en la boca del estómago. Por un momento, pienso en dar la vuelta en el primer sitio en que pueda y volverme a casa. Pero eso es de cobardes, y ya me he demostrado a mí misma que no lo soy. Así que aprieto el volante con fuerza y sigo adelante.

En la residencia pregunto por él. Me indican que está en el jardín, tomando el aire.

Me acerco poco a poco, temblando por dentro, pero con paso firme.

-Abuelo -le digo, mientras me pongo delante de él.

Él me mira sorprendido. Creo que, de alguna manera, me reconoce, aunque no del todo.

-¿Quién eres? Te pareces tanto a mi nieto… -dice con voz temblorosa.

-Ahora me llamo Elena, abuelo -le digo, mientras le abrazo.

Unas espesas lágrimas arruinan mi maquillaje, mientras siento que él responde a mi abrazo con una fuerza inaudita para su edad.

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