Aquel arbusto debiera haber sido un conjunto de virtuosismos parido por la madre naturaleza. Si algo llegaba a ser inconcebible era el hecho de aceptar que aquella obra de arte contenía en sus entrañas una maquinación perniciosa, inquietante y aterradora. Todo un misterio que abarcaba más allá del amplio horizonte de la razón, llevando al límite cualquier frágil frontera entre luces y sombras.

 Del resto fresca y lozana presencia, aroma penetrante y porte galante firmaban el más acertado regalo conociendo los gustos de doña Aurelia, una señora entrada en años amante del reino vegetal en su amplia complejidad.

 Residía en una casona solariega venida a menos, cerca del antiguo cementerio de coches reconvertido a parque público tras años de lucha enfrentando vecinos y concesionaria.

 El arbusto de marras no le resultaba familiar. No se consideraba una experta cinco estrellas en la materia pero sí poseía suficientes conocimientos como para reconocer variopintas especies… no era el caso. Se caracterizaba por sus flores pequeñas, alargadas y de color marrón. Las raíces paliduchas superficiales descansaban en compost esclavizado por el férreo perímetro de un feo contenedor de plástico.

 El reloj de la iglesia marcaba las dieciséis horas de una calurosa tarde de verano. El sol castigaba con justicia a cualquiera que osara pasear alejado de la sombra de árboles, balcones o cualquier elemento del mobiliario urbano que hiciese labores de improvisada sombrilla. Los haces de luz bañaban asfalto y aceras con tal virulencia que la sensación de bochorno aumentaba a raudales.

 Por lo tanto ver las terrazas repletas de clientes entraba dentro de lo normal. Reían y cotilleaban, metiendo entre pecho y espalda todo tipo de líquidos, desde aguas hasta zumos, pasando por otras consumiciones como vinos, cervezas y demás. Algunas señoras portaban abanicos increíblemente decorados, otras sombreros de paja bastante pintorescos que les daban cierto toque cómico.

 Repentinamente doblando la esquina emergió un chaval como por arte de magia. Iba tan veloz que tropezó con el señor Gómez, hombre de poblado y acicalado bigote y portentosa barriga que llevaba al límite un par de botones de una camisa floreada completamente sudada. Por causa del impacto derramó parte de la bebida y ésta presurosa fue bajando hasta formar una pequeña balsa en la ingle. Tras la oportuna regañina el chico se repuso y siguió a lo suyo, sin hacer caso a los allí presentes.

 Vestía una simple bermuda kaki y en la cabeza una gorra rayada que saliera volando tras la fortuita colisión con el gordo antipático. El susodicho continuaba observándolo de reojo, malhumorado y mentando progenitores mientras se limpiaba con un par de servilletas. Enseguida se evidenció el motivo a tal premura, el infante corría detrás de un gato de pelaje negro, calvas en los cuartos traseros, esquelético y repleto de cicatrices.

 El crío portaba un rifle de agua que curiosamente perdía líquido por todas partes menos por la boquilla. Acribillaba al pobre minino que a duras penas lograba esquivar los chorrazos que le venían enciman. Era una sucesión de ráfagas tan precisas que semejaba un avezado soldado armado con dos metralletas, una en cada mano.

 Tras recorrer varios metros siguiendo la línea de la acera un muro de granito de no más de metro y medio de alto daba relevo a la misma. Al mismo tiempo desde ahí partía la cuneta, tomada por hierbas secas, plásticos y latas. De ágil maniobra el gato se fue para allá. Pegó dos saltos y con agilidad gatuna se perdió en el interior de la finca que estaba a monte. El niño se detuvo contrariado, comprendiendo que su juego había concluido. Con rabia lanzó un par de ráfagas al suelo, el agua se evaporó rápidamente.

 Mientras regresaba, frustrado, iba dando órdenes a un ficticio comando del que por supuesto era su líder. Y para que no quedasen dudas de sus comandas realizaba aspavientos con los brazos. Más adelante vio una lata de refresco derramando sus últimas gotas sobre el tórrido firme. Sin pensárselo dos veces le propinó tal puntapié que salió volando como un obús. Dibujó tal parábola que terminó aterrizando en la chepa del señor Gómez…

 El timbre sonó con insistencia. Doña Aurelia se encontraba en el invernadero. Con paso tranquilo dirigió sus andares a la entrada principal. Abrió la puerta sin dejar de esbozar esa sonrisa que caracterizaba su arrugado y añejo rostro. No había nadie, estaban los alrededores tan ausentes de vida como la calle que bajaba al parque. Entonces descendió la mirada sobre la alfombra de flecos. Justo encima de las letras gastadas dando la bienvenida un pintoresco arbusto sin envoltorio, sin tarjeta ni identificación alguna.

 Mostraba buen color, tamaño medio y se lo veía lustroso. Un antiestético tiesto negro cerraba aquel curioso presente. De nuevo volvió a otear la calle, ni un alma, repitió la acción un par de veces con idéntico resultado…

 Hizo cábalas al respecto. No podía haber otra explicación ¡claro! Algún vecino, una amiga, tal vez un familiar de fugaz visita. La gente conocía sobradamente su gran afición al reino verde. Ella recogía plantas, sanas y enfermas, para darles un futuro en aquel oasis de oportunidades.

 Siguió elucubrando. El desconocido agasajador a buen seguro habría estado llamando al timbre hasta entumecérsele el dedo. ¿Cuán prolongada habría sido la espera? Su oído no pasaba por el mejor momento, fallando tanto o más que una escopeta de feria.

 No le dio mayor importancia y miró con atención aquel presente. Por más que se estrujaba la sesera no lograba identificar la especie. Eso sí, se lo veía repleto de vida; sus hojas más grandes tomaban forma aserrada, mostrando intenso verdor. En cambio las pequeñas flores, más abundantes y alargadas, destacaban en color marrón.

 Doña Aurelia no pudo evitar tocarla. Se destapó el tarro de las esencias en forma de hipnotizador aroma a limón y azahar. ¿Sería olor a dioses? Sin más dilaciones lo recogió, no sin volver a mirar por última vez a un lado y otro de la vía.

 El calor no daba tregua, eran ya muchas semanas así y sin visos de refrescarse el ambiente. Las noticias incidían en hidratarse y evitar el sol directo, limitando cualquier actividad física en las horas centrales del día…

 Doña Aurelia tenía sed. Sabía perfectamente que a su edad y bajo tales calores toda prudencia era poca. Tiró para la cocina con paso firme y esa inagotable sonrisa pegada a sus labios, tarareando coplas. Se acercó a la isla, notoria la misma en madera lacada beige hábilmente tallada y coronada con una gran encimera de mármol rosa y cantos biselados. Depositó allí mismo el arbusto y tal maniobra volvió a levantar aquel aroma, embriagándole el alma. De una de las alacenas agarró un vaso en tonos azulados y abrió el grifo. Dejó correr el agua buen rato para luego llenarlo. Bebió a sorbos cortos, tranquilamente, estaba fresquita y aliviaba la calentura.

 Con tiempo tan fogoso apenas salía de casa. Mas no por ello se sentía sola, todo lo contrario. La reconfortaban las visitas que recibía casi todas las tardes. Sobre todo amigas y esporádicamente familiares, preocupados más por la herencia que por cualquier otra cosa. El ritual se repetía especialmente cuando la compañía merecía la pena. Sentadas tomaban un tentempié, charlando de tiempos pasados hasta ver morir la tarde.

 A la par que dejaba el vaso en el escurridor pensó en la mejor opción para aquel oloroso agasajo, ¿trasplantarlo a una maceta en condiciones? ¿Buscarle un lugar definitivo en el jardín? Cualquiera de las dos le serviría empero como no lo tenía claro se decantó por dejarlo en el invernadero. Ya vería qué hacer. El citado invernadero hacía, entre otras funciones, de improvisada unidad de cuidados intensivos. Pintoresca forma de definirlo pero realmente así era pues allí residían plantas enfermas, débiles, con injertos delicados o algún tipo de infección y que por ende necesitaban de atenciones especiales.

 A pesar de la edad conservaba una enérgica vitalidad y ello le permitía seguir con sus quehaceres cotidianos. Grosso modo pasaban por su estrecha relación con la tierra. Siempre rodeada por fieles elementos florales que la enamoraban con fragancias y coloridos dignos de ser embasados y pintados. Hablaba con ellas de su vida, les cantaba coplas de otros tiempos y ellas le hacían compañía. Por supuesto ejercer de anfitriona estaba entre sus atributos más notables.

 Atrás quedaban los recuerdos de cuando había enviudado de un importante armador que, hábil en los negocios, hiciera fortuna en las Américas. Con el transcurrir del tiempo las empresas no fueran todo lo bien que podrían haber esperado. Inflexibles los años se amontonaron en el mismo cajón que las deudas, manteniendo constantemente al matrimonio en la cuerda floja.

 Vivir no es fácil pero ver pasar estaciones y temporales sí. Con esa rutina doña Aurelia habíase despertado viuda, sin hijos, con los años arrollándola y lo peor de todo… atrapada en un cuerpo decrépito que apenas reconocía. Si bien carecía de penurias económicas, solventadas las deudas merced a la venta de patrimonio, a esas alturas de la vida sólo las cosas importantes le importaban y el dinero no estaba entre ellas. No volvería a desposarse, para ella su marido fuera el primer y último hombre sobre la faz de la tierra.

 Se dirigió al invernáculo con el arbusto en ristre. Lo sujetaba con punto de ternura y precaución, no fuese a ser que se le cayese de las manos. Volvió a sonar el timbre. Al menos en esta ocasión sí lo había escuchado. Apresuró los andares pero sin precipitarse, lo último que necesitaba era romperse una cadera por culpa de las prisas. Tras dejar atrás el pequeño sendero de gravilla blanca delimitado por piedras de sílice y cantos rodados entró al invernadero. Posó el arbusto sobre la mesa de trabajo, cerca de los semilleros de plástico. Salió, volvió a recorrer el camino a la inversa, accediendo a la casa por las puertas francesas de madera tosca, engalanadas con cristal de finos y elegantes grabados. Continuó hacia la entrada principal, sin dejar de esbozar una sonrisa a medio camino entre la dicha y la melancolía.

 Al cabo de cinco, como mucho, abrió. En la entrada aguardaban dos amigas a las que conocía como a sí misma. Doña Angustias, profesora de primaria retirada y doña Brígida, viuda del dentista más afamado de la ciudad. Según afirmaban con orgullo los conocidos un adelantado a su tiempo.

 Doña Aurelia las invitó a pasar, haciendo graciosos gestos con los brazos. Mientras se dirigían al salón aprovechó para desviarse a la cocina. Allí se lavó las manos antes de preparar un revitalizante tentempié.

 La tarde pasó rauda como parpadeos. Hablaron de muchas cosas, narrando con todo lujo de detalles anécdotas pasadas. Seguramente las mismas de la tarde anterior y con total seguridad las mismas que retomarían al día siguiente.

 Mayormente se centraban en tiempos mozos. No existía una elaboración concreta ni un ensayo premeditado en las crónicas. Lo primero que les venía lo soltaban y a partir de ese hilo deshilachaban la tertulia.

 Ahora bien si algo tenían en común era dar un buen repaso a sus hijos, sin importar que fuesen hombres hechos y derechos; imperfectos en cualquier caso tanto a los veinte como a los cincuenta, poniendo además en tela de juicio la educación dada a los niños. Obviamente éstos, nietos a fin de cuentas, quedaban al margen de cualquier culpa. Antes o después salían a flote travesuras cada vez más elaboradas y las contaban al detalle, entre sorbo y sorbo, apurando la bebida.

 Tampoco faltaban cotilleos picantones sobre el nuevo inquilino de la residencia. A raíz del énfasis puesto debía ser todo un galán, un seductor nato de la tercera edad.

 Dos veces doña Aurelia regresara a la cocina a reponer el tentempié, consistente en kiwi troceado con copos de avena y zumo verde. Sentíase tan ella misma que ansiaba fuertemente que aquellas sesiones de verborrea no tuviesen fin. Era lo más parecido a una terapia grupal sin necesidad de profesionales. Incluso alcanzaba tal nivel de relajación que olvidaba todo cuanto había más allá de las cuatro paredes de su casa, incluyendo a sus otras amigas: las plantas.

 Poco a poco recuerdos y risotadas con cierto toque crítico empero también nostálgico fueron abriendo el balcón a la noche. Ésta aguardaba impaciente, tirando guijarros contra el ventanal…

 Las contertulias se dirigieron a la puerta sin dejar de batallar. Soltaban las últimas ocurrencias mientras reafirmaban las mismas dándose inocentes golpes de pecho. Tras los besos de rigor se despidieron, rematando faena con buen sabor de boca y un guiño de ojo, sin duda a tenor del nuevo compañero de residencia. Caminaron calle abajo, el eco de sus tacones se escuchaba cuan susurros del viento en la lejanía, volviéndose finalmente imperceptible.

 Doña Aurelia tardó algo más en borrar la sonrisa pintada en su cara. Relativamente feliz en el tramo final de su vida ella mejor que nadie sabía lo complejo de encajar todas y cada una las piezas que conforman la felicidad. Entonces recordó una frase de su padre, la soltaba en los momentos más inoportunos:

 —“Hoy estás arriba pero mañana puedes estar abajo”.

 Doña Angustias y doña Brígida habían desaparecido por la pronunciada bajada. A buen seguro habrían alcanzado el parque, apuntillando entre jocosas carcajadas algún tema dejado en el tintero.

 Cerró la puerta, agitando la cabeza de lado a lado como el badajo de una campana. Repasaba brevemente aquellas vivencias contadas por sus amigas; la frescura los gestos empleados e incluso la desinhibición al tratar ciertos temas. Pero de entre todo el material exportado por ambas bocas, sin filtro, la peor parte se la llevó un abogaducho de poca monta. Un señor de metro y medio, poco agraciado físicamente y sin tacto en el trato. El caso giraba sobre la titularidad de una embarcación recreativa retenida en puerto. A doña Angustias no le había quedado clara la historia ni el monumental lío entre los litigantes pero, sinceramente, le importaba bien poco la vida de los demás…

 Se refrescó en el cuarto de baño, a pesar de caer la noche seguía haciendo calor. Ese viejo conocido que convierte el dormir en deporte de alto riesgo. El espejo frontal era antiguo y rectangular, de buen tamaño y con encanto. Se entreveían grabados formados por medios círculos con un par de rajas en la esquina inferior izquierda. El lavamanos igual de vetusto, en blanco inmaculado, presidido por un grifo de bronce que goteaba a intervalos regulares, dejando un característico surco alrededor del desagüe. El mismo estaba flanqueado por dos jaboneras metálicas tipo pez. Una pastilla de jabón lavanda reposaba en cada una de ellas. Se secó, apagó la luz y salió.

 El dormitorio principal fuera de las zonas de la casona a la que mayor atención había prestado el matrimonio. Las habitaciones contiguas preparadas para los hijos, cuando vinieran, nunca lo hicieron.

 Destacaba en el techo una gran araña de bronce española con múltiples brazos, proporcionando una luz cálida e intensa. La cama ocupaba la parte central del habitáculo. Voluminosa y retro; robusta, madera de roble lacada y cabezal esculpido en motivos sacros, cortesía de algún hábil artesano. Como era lógico tenía ataviada poca ropa para lidiar con la calentura. Unos hermosos ribetes dorados adornaban la parte baja de las sábanas. Las mismas combinaban a la perfección con tres cojines vintage bien mullidos.

 El armario simplemente imponente. Ubicado a la derecha del tálamo estaba montado en madera de cerezo europeo, hábilmente pulido y barnizado. Erguíase unos pocos centímetros del suelo gracias a cuatro fornidas patas de la misma madera. En su parte frontal la portezuela. Destacaba notablemente al estar quemada con soplete, marcándose la veta. A su vera otra de menores dimensiones pero más alargada. Abrían y cerraban gracias a varias bisagras de piano; dos la primera y tres la segunda. Por fuerza allí dentro debían caber ingentes cantidades de ropa. Más que ropero parecía un buldózer…

 A la izquierda se situaba el gran ventanal, en madera de castaño de la región, a ocho cristales. Cubierto con mimo por una fina y elegante cortinilla de ganchillo en color crema. Rozaba las molduras interiores pero sin llegar a tocarlas. A escasos centímetros colgaba esplendoroso el gran cortinón de raso, dando intimidad a los ocupantes de la habitación cara al exterior. Era tal su porte que llegaba al rodapié. Su tono era ligeramente más oscuro, engalanado por un volante guateado. El resto de la estancia se completaba con dos mesitas de noche en madera de pino, una a cada lado de la cama. Las esquinas romas aportaban seguridad extra y mejoraban, en cierta medida, su estética, haciendo juego con las esquinas de la cama. Cada mesita disponía de un par de cajones y una puertecilla extra. Encima de ambas antediluvianos telares en punto de cruz bicolor hechos a medida. Para el punto de luz dos arcaicas lámparas de bronce con enormes tulipas y sobre ellas pequeños dragones surcando los cielos del misticismo. Para completar la decoración algunos retratos familiares colgados de las paredes. Por supuesto la propia puerta de acceso a la estancia con sus labrados marcos y jambas de nogal autóctono. Las paredes lucían pintadas de beige.

 Doña Aurelia se puso el camisón de verano para acostarse, era tarde y estaba agotada. Se tumbó boca arriba, inspirando y expirando lentamente. Buscó el interruptor; un pequeño clic resonó y la luz murió, dejando paso a la penumbra. Tocaba asaltar el reino de los sueños, confiando otorgasen placentera noche. Lo que doña Aurelia desconocía era que no lejos de allí, en el invernadero, algo extraño, muy extraño estaba aconteciendo…

 La oscuridad en la propiedad a esas horas era evidente, salvo el muro de la calle. El susodicho veíase sutilmente iluminado por farolas dispuestas en línea a lo largo del vial. En invierno era curioso observar como se movían racheadas por el viento, entremezclándose con el ramaje circundante de tal forma que generaban la ilusión de figuras infernales escalando el muro. Sea como fuere no era el caso del invernáculo, enclavado en la parte trasera del solar. Se daban dos ambientes perfectamente diferenciados; por un lado el interior, con la vivienda como eje y por otro el exterior, compuesto por huerto y anexos.

 Por doquier decenas de grillos frotaban sus élitros componiendo exquisitas melodías letárgicas capaces de amansar a los más trasnochados. Podían ser las tres y media de la madrugada cuando en algún punto de la arboleda se escuchó timoratamente el ulular de una lechuza. Casi inaudible por culpa de una pelea de gatos encaramados a una gran roca. Competían sus disputas territoriales con los ladridos de un perro en la plaza, posiblemente hurgando en los cubos de basura.

 El invernadero aparentaba la normalidad de todas las noches hasta que un chasquido rompió la magia del momento. Fue continuo y sin estridencias, como un motor al ralentí. A ese mentado sonido se le unieron terceros más esperpénticos, reverberando a lo largo y ancho del invernáculo como una orquesta desafinada.

 Instantes después la tela de la puerta se resquebrajó, dejando ver lo que parecía un brazo musculoso de color verde intenso y forma espiral. De él emanaban innumerables pelillos erizados que parecían danzar sin orden ni concierto. Finalmente la cancela cedió viniéndose abajo. Estaba tomada por multitud de zarcillos que parecían disponer de vida propia, alargándose y contrayéndose constantemente.

 En el interior la mayoría de las plantas yacían marchitas, esparcidas por el suelo con sus tallos y hojas color ceniza, sin vida, tan secas que parecían restos fosilizados. Amparado por la oscuridad aquella cosa se arrastraba por el sendero de gravilla rectando cuan serpiente expulsada del paraíso. Pero todavía más aterrador percatarse de como el zarcillo principal, aquel que sustentaba la planta, ¡provenía del arbusto! Sí, el mismo que horas antes doña Aurelia había recibido como preciado regalo…

 A medida que a uno se le diese por seguir con la vista al tronco éste estrechaba, alcanzando su punto mínimo justo entre el tallo estriado y una yema deformada. La misma expulsaba una sustancia fétida y viscosa que resbalaba por la maceta hasta caer, gota a gota, al suelo. Ya se había formado un gran cúmulo espeso, desprendiendo gases negruzcos que se acumulaban en el techo. Aquello rompía todo conocimiento que la botánica pudiese aportar…

 El engendro proseguía avanzando con relativa lentitud, espoleado por la noche. Brotaban minúsculas raíces que se aferraban al suelo, penetrando con tal fuerza que desplazaban la gravilla a los costados. Su grosor lejos del núcleo central habíase estancado; apenas tres dedos. En cambio seguía estirándose como un chicle. Así dejó atrás el sendero, presentándose delante de las puertas francesas.

 La cabeza rugosa de uno de los zarcillos se pegó como una lapa al cristal de bellos grabados hasta hacerlo añicos. Brotaron colgajos de menor tamaño, coronados por pelillos ásperos de colores apagados. Se desplazaban en perpendicular al tallo y en lo que se puede tardar en dar una bocanada de aire ya habían cubierto al completo la estructura de madera.

 Aquella endiablada masa vegetal ya estaba dentro de la casa. Como si poseyese entendederas comenzó a subir las escaleras que llevaban a la planta superior. En lugar de ascender por ellas se agarró a la pared, liberando más y más raíces que corrían tanto por los tabiques como por el mismo suelo, tapizándolo todo a su paso. Algunas finas tal cual filamentos de bombillas otras alcanzando el grosor del dedo gordo. Y se extendían como peste negra, arrancando hasta la pintura. Tiraban los cuadros en su desenfrenada ruta, abrían grietas por las que entraría un brazo, levantaban tablas del entarimado e incluso despedazaban la escayola del falso techo… De seguir así pondrían en serio peligro la propia estabilidad de la morada… mas doña Aurelia seguía durmiendo plácidamente.

 La alfombra que cubría los pasos de escalera, hábilmente fijada, se desdibujaba bajo aquel manto verde. El recio pasamanos, nogal negro americano, también se deformaba ante la presión ejercida por decenas de ramificaciones escupidas por el arbusto. En ocasiones saltaban astillas y trozos compactos de madera que se clavaban en las paredes como dardos en la diana. Sin medir el tiempo el engendro había coronado, persistiendo en su objetivo cuan legión de marabuntas.

 En la pared había fijadas en diagonal unas pequeñas lámparas que apenas aportaban luz. Su función era más decorativa que otra cosa, creando ambiente de acogimiento y serenidad para contrarrestar la escasa decoración. La iluminaria principal consistía en una lámpara araña de bronce anclada en el centro del corredor. Era de similares características a aquella ubicada en la habitación matrimonial.

 A pesar de tener buen tamaño basculaba ligeramente tal cual fuese un bote de plástico sin remos abandonado en alta mar. No obstante algo parecía diferente porque esa tenue iluminación parecía causar daño a los zarcillos superiores. Éstos comenzaban a encogerse y mustiar. Sin embargo, el de mayor grosor resistía, habiendo alcanzado la puerta de la habitación de doña Aurelia.

 La susodicha sólo con verla se percataría incluso hasta el más neófito de su robusta condición. Antigua y de gran calidad, de nogal y hecha para durar empero ¿aguantaría la visita del infierno? ¿Soportaría los embistes del Belcebú verde? Dicho y hecho, brotaron más ramificaciones como setas en el monte. Velozmente ascendieron por el quicio hasta alcanzar el picaporte. Cada movimiento del monstruo venía acompañado de desagradables traqueteos, replicando por el pasillo a lo trompetas de Jericó. La puerta ya no era tal sino una masa multiforme de raíces verrugosas, hojas jóvenes y lo que podría confundirse con musgo. Sudaban líquidos semitransparentes variables en densidad, desde los bordes a las puntas, escurriéndose hacia el centro. El zarcillo punta de lanza se pegó cuan sanguijuela a la puerta, comenzando a vomitar enzimas digestivas sobre la fornida traviesa. Pronto se abrió un pequeño agujero irregular, posteriormente uno mayor, luego otro aún de mayor tamaño y por este último entró la cosa. Rectaba como la serpiente del paraíso, estirándose así mismo como hurón que accede, sin ser invitado, a la madriguera del conejo. Estaba adentro y doña Aurelia perdida por los mundos de Morfeo…

 La anciana acababa de darse la vuelta para cambiar de postura. A pesar de cuanta parafernalia sucedía en derredor ella continuaba dormitando. La alfombra de lana tejida a mano, regalo de su marido tras un corto viaje a la India, habíase convertido en un intrincado mar de jirones. El engendró tomó como punto de partida la pata trasera de la cama y tras prolongar sus zarcillos comenzó a escalar. Extendía por aquí y por acullá cuantas raicillas paría hasta abarcar completamente la anchura del lecho. Al igual que sucediera antes tanto la madera del piso como la del somier comenzaron a deformarse, resquebrajándose estrepitosamente.

 Llámese presentimiento o instinto de supervivencia el caso fue que doña Aurelia se despertó. Sin embargo no retornó completamente a este mundo pues se la veía claramente somnolienta. Se desperezó tranquilamente, frotando los ojos y bostezando ajena al caos en ciernes. Toda actividad destructiva cesara, quizás alguien anónimo hubiese izado una bandera blanca. Se podía respirar una quietud ilusoriamente normal y pues como no había indicios de alerta… volvió a acurrucarse.

 El arbusto, como poseedor de cierta inteligencia había aprovechado la coyuntura para posarse sobre las sábanas y avanzar un puñado de centímetros, con cuidado de no ser descubierto. Mas desprendía tal hedor que volvió a llamar la atención de la anciana durmiente.

 —Pero ¿qué sucede?—. Preguntó inquieta doña Aurelia.

 —¿Qué huele tan mal aquí?…

 Pretendió incorporarse sin embargo antes de que pudiera prender la luz aquel arbusto deforme e hinchado progresó como el rayo, abalanzándose sobre el cuello de su víctima como una pitón constrictora.

 Quería gritar, pedir auxilio, pero apenas se las arreglaba para respirar. Desesperada golpeaba infructuosamente a su atacante, sin dejar de tirar del tallo que estrangulaba sus carótidas, al menos lo justo para tomar un pocillo de aire. Ese hijo de la ponzoña quería apropiarse de lo más preciado que poseía: la vida. Los hercúleos esfuerzos de la anciana caían en saco roto, pendiendo de un hilo tanto su resistencia como su misma existencia.

 Doña Aurelia, sumida en la desesperación, arrancaba cuanto tenía al alcance de sus manos: hojas resbaladizas, raíces alargadas, zarcillos palpitantes… mas no servía de nada porque éstos eran sustituidos por brotes más vigorosos que los anteriores. Se debilitaba a pasos agigantados e inflexiblemente comenzó a ver pasar por delante de sus ojos su vida entera. El rostro palidecía, las manos pesaban, la respiración se ralentizaba y cuando estaba a punto de rendirse agitó los brazos en todas direcciones. En plena vorágine por aferrarse a la vida tiró las lámparas que sobre las mesitas hacían compañía al viejo despertador de cuerda.

 No podía enflaquecer, no, presentar batalla más allá de lo aguantable era su única vía de salvación. Una voz familiar residente en alguna parte de su alma le juró, sin cruzar los dedos, que su hora aún no había llegado. Y tenía que ser cierto porque ofrecía una resistencia atípica para su avanzada edad. Entretanto el maldito arbusto seguía a lo suyo, estrujándole el cuello y goteando sobre el cuerpo de la anciana sustancias pegajosas ligeramente corrosivas. Prueba de ello las sábanas, antes finas y elegantes y ahora completamente deshilachadas, hechas maraña de jirones.

 A esas alturas sus ojos semejaban dos platos soperos. Los labios dejaban salir finos hilos de saliva que se pegaban al mentón mientras la lengua, con oratoria propia, emitía sonidos guturales. En esos últimos instantes de desesperación, momentos donde luz y sombras se entremezclan rozó el interruptor. Volvió a palparlo y lo accionó. La gran araña de bronce española irradió luz por toda la habitación, fulminando del tirón cualquier evidencia de oscuridad.

 Contempló estupefacta como su cuerpo estaba cubierto por un manto gigantesco que se movía como una gallina sin cabeza. El agresor recibió toda aquella luz del sopetón, dejando escapar lo que podrían considerarse quejidos dolorosos. Sus hojas marchitaron rápidamente, al igual que las raicillas y los pelillos, convertidos en una especie de ceniza parda. Soltó el cuello de su víctima cayendo ésta a plan sobre la cama. Se la podía ver aturdida, herida, exhausta y respirando con serias dificultades.

 El engendro retrocedió con premura hasta abandonar la habitación. La infortunada anciana tragaba aire como si al alba no hubiese más reservas de oxígeno en el mundo. Tosía sin cesar, como si hubiese masticado pero al tragar írsele el sólido por mal sitio. Gritó sin escuchar su voz; chilló cerca del silencio. A continuación masajeó el cuello hasta poco a poco recuperar color. No podía apartar la vista de la lámpara y pensar que a su difunto esposo nunca le había gustado.

 Se levantó cautelosamente, mareada, llena de tembleques y atenazada por el miedo pero necesitaba comprobar si aquella cosa seguía por las cercanías. Le dolía el cuerpo, notando punzadas y laceraciones repartidas por su anatomía, especialmente concentradas en piernas y brazos…

 La puerta había quedado en estado deplorable, como si un tornado se hubiese paseado por allí a sus anchas. Doña Aurelia se arrimó a la pared, quiso encontrar las zapatillas aún sin saber a cuento de qué; tal vez su rutina diaria cuando se levantaba para ir al baño. Tal vez lo peor quedara atrás, pensarlo la reconfortaba. Fuera como fuese no podía ceder y lo sabía, no podía flaquear ni mucho menos desmayarse. Una mujer recia como ella siempre tira para adelante, sobreponiendo a la adversidad.

 Suavemente con una mano continuaba masajeando el cuello mientras con la otra se quitaba algunas hojas pegadas a lo que quedaba del camisón. Dada su excelente calidad había ayudado a menguar los perjuicios recibidos sobre la piel. Sacó con cuidado la cabeza por la puerta para otear el corredor. Tras rápida comprobación los alrededores parecían permanecer despejados. Aparentemente no había rastro del indeseable visitante.

 Las suaves luces del pasillo no infundían mucha confianza así que con suma cautela se acercó al interruptor conmutado y prendió la araña del pasillo. ¡Allí estaba aquella creación del averno! Volvió a arquearse, espumando cuan caracol arrastrándose sobre su limo. A pesar del daño que le hacía la luz el arbusto intentaba contraatacar empero la poderosa lámpara de imaginarias alas angelicales le producían más daño del que podía soportar. Torpemente y a trompicones continuó retrocediendo. La parte superior de sus ramificaciones estaban siendo reducidas a polvo…

 De lo asustaba que estaba apenas sentía el dolor que recorría su anatomía. Pero también se unía otro tipo de dolencia, la del corazón, observando el estado de su casa. Lloró amargamente por los bienes materiales y los inmateriales, mucho más importantes. Y por más que lo intentó no pudo dejar de hacerlo un tiempo. Enjuagaba las lágrimas con sus manos curtidas al rigor de inviernos duros y veranos calurosos…

 Descendió la desvencijada escalera tomando precauciones. Sinceramente no insuflaba demasiada confianza el nulo estado de revista presentado. Astillas apiladas por todas partes; pasamanos echo añicos, alfombra de los pasos convertida en fibras apelotonadas, restos de escayola, pintura descascarillada, láminas de la techumbre colgando de vigas y tablones reventados…

 Prendió cuanta luz halló, una a una. Recibidor, cocina, comedor, salón, cuarto de baño, auxiliares, terraza. Salvo la del sótano y allí no pensaba bajar. Entonces cayó en la cuenta, el verdadero peligro residía en acceder a zonas poco iluminadas o directamente a oscuras. Apostaría por ello.

 Sin indagar más de lo imprescindible aquella creación malévola, fuera lo que fuese y viniera de dónde viniese parecía haber abandonado la casona. Doña Aurelia fijó su atención en las puertas francesas, las que daban acceso a la finca. Su estampa no era mucho mejor que el resto, formando compendio de maderas y cristales despedazados. Otro escalofrío la recorrió de pies a cabeza. Antes de dar un solo paso más prendió las luces del jardín, éstas surgieron de las luminarias hexagonales pintadas en negro mate. ¡Y volvió a ver a Belcebú! regresaba como alma llevaba por el diablo al invernadero. Era evidente que le costaba deslizarse, rectando cuan serpiente en busca de su cabeza cortada. El arbusto, seriamente dañado, dejaba atrás partes marchitas de sí mismo. Doña Aurelia no había errado en el razonamiento, efectivamente la luz era su antagonista, acabando con él…

 La anciana se detuvo un instante en el sendero de gravilla y vio la cancela en el suelo, baldada. Dentro reinaba la oscuridad más acrecentada así que haciendo suya la frase “de la capa un sayo” se acercó hasta detenerse en el umbral. Sus tembleques casi habían desaparecido. Metió la mano con cautela y giró el interruptor de la luz.

 Observó sus queridas plantas tiradas por el suelo como billetes sin valor. Tamaña oda al despropósito. Sus vegetales anulados y sin vida, tanta belleza multicolor desfigurada para los restos, sin ninguna justificación. Parte del plástico de polietileno que recubría el invernadero estaba derretido, dejando ver el armazón de aluminio. Otra lágrima rodó por el rostro de la anciana, seguía costándole asimilar lo acontecido. ¿Por qué a ella? ¿Qué mal había hecho en el pasado?…

 La mesa de trabajo, parcialmente derruida sobre sus patas, seguía siendo punto de reposo para los semilleros de plástico. Mas la mayoría estaban derretidos, formando montículos irregulares variopintos. A la vera de los mismos y desafiando aquella anarquía de composiciones horrendas ¡se erguía orgulloso el ponzoñoso arbusto! Lozano y oloroso tal cual se lo encontrara horas antes…

 Volvió para la casa dispersa entre mil cábalas, intentando a duras penas sosegarse y buscar respuestas. Llamó a la policía y desganada se preparó una infusión para hacer más cómoda la espera, ¿qué podría contarles?…

 Doña Aurelia pasaría lo que restaba de noche en la clínica, bajo observación. La susodicha queda cerca del lago oval, rodeada por frondosos árboles ornamentales de variados tamaños, tupidos por césped natural impecablemente cortado. Según la doctora pernoctaría como mínimo hasta la mañana siguiente, hasta el cambio de turno. A esas alturas la policía ya habría precintado la casa y comenzado las primeras pesquisas. Sin duda en sucesivos días correrían historias, exageradas o no, sobre lo sobrevenido aquella noche…

 Una enfermera rechoncha y malhumorada hizo acto de presencia. Doña Aurelia se hallaba sentada en el sillón color crema, a mano izquierda. Se le hacía complicado conciliar el sueño y a pesar de la insistencia de la sanitaria para que volviese a la cama la anciana seguía en sus trece. Era una habitación sencilla, constaba grosso modo de un somier articulado, barandillas de metal y elevador. La mayoría en color blanco, repleto de ralladuras. La cama estaba ligeramente elevada, con la almohada desplazada en vertical. La ropa arrugada se corría hacia un costado. A su vera la mesa para alimentos con su tabla perfectamente plegada y a la otra una mesita igualmente de metal blanco, también rayada. En la parte opuesta un reducido ropero, mellado en su parte inferior. En el interior algunas prendas colgadas en perchas de plástico gris. Sobre el cabecero de la cama y anclada a la pared el punto de luz. Por último, siguiendo la vertical del cable, el intercomunicador.

 Le revisó los vendajes y volvió a tomarle la temperatura. En principio todo correcto. A pesar de los años era una mujer increíble, dura como una roca y a la que le quedaba cuerda para rato. La enfermera estiró las sábanas, cubriendo parcialmente a la paciente. Por supuesto le insistió en que no volviera a sentarse en el sillón.

 Doña Aurelia se sentía segura, exultante por haber salido vencedora en aquella lucha de fuerzas desigual. Harina de otro costal encontrar una explicación racional a esa noche de locos. Quizás nadie pudiese hacerlo jamás…

 La sanitaria abandonó la estancia en dirección al control de enfermería. Con el arrullo de las olas marinas la noche se internó en alta mar. La anciana no podría precisar cuánto tiempo había quedado dormida mas no le preocupaba grandemente. Las sobrias ventanas dejaban entrever un cielo que clareaba, poco debía faltar para despuntar el día. Qué bienestar sentir aquellos primeros rayos en el rostro, los primeros de muchos.

 Doña Aurelia apartó la sábana para sentarse en la cama. Se incorporó para ir al baño. De regreso cerró la puerta y dirigió sus pasos, zapatillas caladas incluidas, hacia el lecho. Sin embargo a medio camino se quedó paralizada, petrificada, helada y a la sazón la noche semejó alargarse sobre el alba…

 Quiso gritar pero su voz huyó lejos. Quiso correr los cien metros lisos pero ambas piernas habíanse vuelto pesadas como dos camiones de minería a cielo abierto. Quiso apretar el intercomunicador mas no encontraba los brazos, ni las manos ni los dedos.

 Sobre la mesita de noche de la cama contigua alguien había dejado un singular presente. Tal vez una amiga, un familiar preocupado por la herencia, quizás un vecino, a lo mejor alguna visita prohibida mientras dormía… Se trataba de un pie lustroso de algún tipo no catalogado de arbusto. Extraño pero repleto de vitalidad. Porte medio, lozano, bien cuidado. Sus hojas se agitaban ligeramente, dejando en el ambiente una esencia embriagadora a limón y azahar. Un antiestético tiesto de plástico con compost granulado abonaba aquel pintoresco presente. En el exterior comenzaba a amanecer…

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