PROFESORA

En serio odio esta clase y creo que ella lo sabe. Estoy en segundo año de secundaria, y se supone que no debería asustarme con historias de miedo, aunque esto no es una historia de terror, esto es la vida real. Este es el mundo en donde me corresponde vivir. Mis compañeros de clases también se sienten incómodos, y escuché que varios padres de familia se quejaron en la dirección del plantel. Los padres nunca estuvieron de acuerdo con esto.

—¡Oye tonto! Ve a sentarte, la profesora está esperando. —Me están hablando a mí. Los otros alumnos ya están sentados, yo soy el único que se ha quedado de pie. «¡Lo hice de nuevo!». Eso de Caminar por los pasillos sumido en mis pensamientos se está transformando en una desagradable rutina. No puedo evitarlo, es mi manera de escapar de la realidad.

—¡Señor Edgar! Tome asiento, por favor. La clase está a punto de iniciar. —La fría voz de la profesora de geografía me llega de manera sorpresiva.

En serio odio esta clase.

Me siento lo más rápido que puedo, sin atreverme a mirarla. Creo que ella sabe que le tengo miedo. Ocupé la misma posición de siempre: segundo asiento de la segunda fila más cercana a la puerta. Soy uno de los que se encuentra más cerca de ella, pero ninguno de mis compañeros accedería a intercambiar la posición conmigo, y no podía culparlos.

—Niños, hoy hablaremos de la República de Panamá y su privilegiada posición geografía. Estoy segura de que ya lo han escuchado antes. —Ha empezado la clase. Ella se esfuerza por ignorar las pocas miradas valientes, pero despectivas, de aquellos alumnos que se empeñan en recordarle lo que es.

Mantengo la mirada fija en el tablero, pero es inevitable, mis ojos se desvían hacia ella. No puede ser humana. Nadie que haya bebido ese suero puede ser humano. ¡Está Muerta! Y, aun así, está parada aquí dictando clases. ¿Por qué la mayoría de mis compañeros actúan como si no sucediera nada? ¿Por qué siento que soy el único que ve lo malo en esto?

—…Edgar. —Alguien detrás de mí susurra mi nombre—. Hay reunión de padres de familia hoy. ¿Avisaste a tus padres? —Es mi amigo Alonso. Lo miro, y contesto a su interrogante con un gesto rápido. Por supuesto que ella lo nota, pero decide ignorarnos.

—Hagamos una pequeña pausa —anunció la profesora—. Sé que sus padres están solicitando mi renuncia y probablemente la obtengan. —reveló, sin mostrar ninguna emoción en particular—. Entiendo que muchas familias no comprendan que el mundo está avanzando hacia algo mejor, pero ustedes son la siguiente generación, y como educadora, considero que es parte de mi deber formarlos de la mejor forma posible.

Su horrenda mirada de ojos blancos se detuvo en mí. Una vez más tuve que ver su desagradable piel pálida, y su cabello oscuro y largo. En ese momento recordé una conversación de mis padres, en donde decían que «ellos» no podían salir a la calle sin usar un maquillaje especial. Estaba prohibido por ley. Cualquiera que tomara el suero tenía que maquillarse muy bien, para ocultar «todo» lo que le sucede al cuerpo después de la muerte.

—Entiendo que muchos de ustedes tengan curiosidad —continuó la docente— así que abriré el espacio al dialogo porque comprendo que sus padres, tal vez por ignorancia, o quizás por creencias religiosas, no sean capaz de responder a sus dudas —declaro, antes de sonreír. Fue grotesco, es la primera vez en que una muerta me sonríe. Bajé la mirada y me quedé petrificado al ver a mi amigo Alonso levantando la mano. La profesora lo autorizó a hablar.

—¿Está usted muerta? —preguntó Alonso. Un silencio sepulcral invadió el aula de clases. Por un momento pensé que mi amigo se orinaría en los pantalones, casi podía sentir la fuerza de sus temblores a través de la silla.

—¿Qué es para ti, estar muerto? —Sonrió la amable docente.
—Es cuando… ya no vivimos… —balbució Alonso, y ella se mostró comprensiva.

—Alonso, muy pronto verás a muchas más personas como yo, y créeme, no estamos muertos —aclaró la profesora. Inmediatamente otra niña levantó la mano.

—Mi mamá dice que usted no respira, no come y tampoco duerme —señaló la alumna.

La profesora se acercó a ella, pasando muy cerca de mí. Por un momento pude sentir un olor a tierra enmascarado bajo el olor de aquel perfume que usaba.

—Tu mamá tiene razón —corroboró— todos los que bebimos el suero dejamos de vivir de la misma forma en la que ustedes lo hacen, ya no respiramos ni comemos, y sí, tampoco dormimos —destacó—, pero seguimos siendo personas, igual que ustedes, y queremos vivir con nuestros seres queridos.

No sabía qué pensar. Nunca me imaginé que la profesora viviera con alguien más. Siendo como era ella, asumí que estaba sola. Pensé en levantar la mano y preguntarle por su alma. Mis padres me dijeron que ella no tenía un alma, que las almas eran solo para los vivos. Pero antes de preguntarlo, una roca atravesó el vidrio del salón de clases golpeando a la profesora en la cabeza.

—¡Al suelo niños! —advirtió ella. Podía escuchar a varias personas afuera del aula, gritando y profiriendo insultos de todo tipo. Muchos la llamaban «muerta».
El fluido negro que brotó de su herida, no era sangre, o tal vez en algún momento fue sangre. Tumbaron la puerta del salón de clases, y los primeros que entraron armados con cuchillos y palos fueron mis padres.

Ese día tuve miedo, pero no de la profesora. Mi miedo era una respuesta a la ignorancia de mis padres.

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