Aquella noche el frío batía la contorna con especial ponzoña. Había poca claridad y la escasa visibilidad venía de la luna. Una densa niebla bañaba aquel paraje dejado de la mano de Dios. Rondaba a capricho como un sereno cantando a viva voz cada hora de la madrugada. Incluso llegaba a cubrir a ratos los árboles, dispuestos sin más orden que el dispuesto por la propia naturaleza. Apuntaban con sus huesudas ramas al cielo y a la tierra, intentando alcanzar la bóveda celeste o la yerba a ras del suelo.

 Era evidente el paso de las estaciones, sobre todo viendo al norte. Algunos troncos fueran vencidos por la gravedad, amontonándose desordenados; otros amenazaban desplomarse sin previo aviso.

 Debajo de la maleza afloraban pedazos irregulares de la senda o de lo que quedaba de la misma. Olvidada y borrada tanto de la memoria como de los mapas a nadie importaba su deplorable estado. Y no era para menos pues en el mejor de los casos parecía embocar directa al infierno. Prácticamente intransitable sí, pero no dejaba de formar parte del antiguo acceso al cementerio. Allí descansaban leprosos, apestados, poseídos, no bautizados, suicidas y ateos. Sus almas repudiadas y atormentadas parecían perderse por los rincones del peñascal. Desde allí solía soplar con fuerza el viento, susurrando entre rocas y vida vegetal.

 El lugar estaba acotado por la madre natura. Virgen y descontrolada, tomara posesión de lo que consideraba suyo por derecho. En cuanto al camposanto propiamente dicho no destacaba por su extensión. Abandonado a su suerte no tenía más visitantes que las fieras de la contorna. La oscuridad velada mostrábase desvelada, al menos en parte. Venus resaltaba en aquel encuadre pesado y apagado, dando al ambiente de por si tétrico una atmósfera más lúgubre que de costumbre…

 Nadie en su sano juicio osaría rondarlo de noche, ni siquiera de día. Leyendas y mitos pasaban de padres a hijos provocando temblores nocturnos difícilmente soportables. Pocos en los pueblos cercanos abrían boca para mentar aquel rincón, ni siquiera cuando ahogaban sus gaznates con jarras de cerveza negra.

 Había cierta rumorología al respecto; leyendas fantasiosas que buscaban asustar a los niños. Por el contrario otras parecían haber sido vividas y sufridas por testigos de asentada credibilidad. Por ejemplo el padre Sotero quien tras un mal encuentro por aquellos lares nunca volvería a ser el mismo.

 Ese miedo, real o no, mantenía a raya a los lugareños. Gentes temerosas de Dios y no mucho menos de la ira de cualquier entidad que caminase como alma en pena entre tumbas malditas y credos mancillados…

 Una fracción de segundo perdida en la madrugada dio pie a un potente y ruidoso motor perdido a lo lejos. Traqueteaba sobre aquel camino de cabras cubierto de maleza. Sí, claramente subía por la ruinosa senda, arrasando con lo que encontraba al paso. Desmembraba cualquier disposición de la noche, escupiendo penachos de tierra removida y guijarros. Un búho, asustado, echó a volar.

 Hasta esa osada intromisión el viento empujaba cariñosamente la niebla a lo largo del altozano. Éste quedaba más allá de la línea del destartalado muro. Sin embargo comenzó a encabritarse, tal vez molesto por aquella profanación de obra y pensamiento. Agitó hasta el último hierbajo, aullando como bestia herida para luego voltear a la altura del peñascal, regresando si cabe más rabioso…

 Inmediatamente después entres los matorrales hicieron acto de presencia dos refulgentes y siniestros ojos de fuego, titilando cuan estrellas. Alternaban entre el amarillo solar y el rojo sangre. Entremedio se escuchó nueva batería de aullidos que a modo de mal fario espesaron la niebla, intensificándose de inmediato la frialdad del medio.

 Al dejar atrás la parte más inclinada del sendero surgieron seis potentes focos distribuidos por el frontal del todoterreno. Detuvieron el vehículo, dejando prendidos los mismos. Lo que hasta aquel momento permanecía oculto día y noche pasó a ser medianamente visible…

 Un muro de piedra rústica a no más de cincuenta metros les daba las malas noches. El perfil desplomado del muro fomentaba pequeños espacios intransitables, prolongando su línea pétrea hasta donde alcanzaba la luz de los faros. Más allá la espesa vegetación impedía cualquier observación. Probablemente estaría igual o peor, acomodado en el regazo de las tinieblas.

 Las puertas se abrieron. Se desplegó por doquier música rock ochentera a todo volumen. Bajaron dos hombres de mediana edad y rudo aspecto. Uno de ellos apagó la radio.

 Mikel destacaba por su carácter desagradable. Larguirucho, pelo rubio corto, prominente nariz ganchuda y parche en el ojo izquierdo. Gustoso de mostrar pelo en pecho, signo inequívoco de virilidad. Calzaba botas de media caña y vestía mono de trabajo color azul, cerrado hasta arriba, no estaba la noche para virilidades. Debajo del susodicho un jersey grueso de cuello alto. También portaba un cinturón de herramientas ajustado a la cintura.

 Eduardo era ligeramente más bajo pero compensaba a lo ancho. Calva franciscana, labios casi inexistentes y pómulos exageradamente marcados. Calzaba zapatos de senderismo. Completaba el atuendo con vaqueros azules gastados; camisa roja de cuello raído y un añejo jubón por encima de ésta.

 Caminaron cierto trecho, tropezando o enganchándose por arriba o por abajo porque allí plantas trepadoras, raíces, piedras envueltas en musgo, ramas tronchadas y demás parafernalia imponían su ley, creando barreras impenetrables.

 Portaban un par de palas plegables, dos linternas y la voluntad suficiente para no pegarse media vuelta…

 Se recrearon especialmente en la escultura de piedra martilleada cruelmente por las inclemencias del tiempo. Trabajada a partir de único bloque descansaba sobre un arco de piedra gastada, presidiendo la entrada al camposanto. Plantas silvestres de corte colgante caían en cascada, cubriendo parte de la verja. A pesar de los pesares se podía leer sin grandes dificultades: “cementerio no consagrado”. Sus gastadas letras garabateadas a mano alzada parecían advertir que cualquier cosa que pasase puertas adentro, adentro se quedaría.

 Iluminaron la reja al unísono. Teóricamente impedía el acceso al interior sin embargo aquel despropósito de hierros oxidados distaba de ser lo que en otro tiempo fue. De certero puntapié Mikel la derribó, llevándose parte de las trepadoras silvestres que al perder apoyo se le vinieron encima. La verja se quejó lastimosamente, herida en su orgullo de inviolabilidad.

 En el interior jungla y selva parecían querer cerrarse ante ellos, contándoles sus más íntimos secretos. Ninguna tumba contaba con crucifijos, lápidas, ángeles o cualquier elemento que alzase lo eterno frente a lo mortal. Nada más allá de un puñado de tablas destartaladas clavadas en tierra con una simple inscripción que pasaba por un nombre, unos apellidos y dos fechas…

 Gran parte de las tumbas conservaban el túmulo, oculto bajo toneladas de broza. Otras en cambio habían implosionado, desplomándose sobre sí mismas. Sinnúmero de ramas resquebrajadas y hojarasca húmeda se apilaban por las cuatro esquinas.

 Una vez en el interior Mikel y Eduardo fueron buscando una sepultura en particular. Ahora bien, dado el lamentable estado del camposanto no sería fácil dar con ella.

 La tumba en cuestión pertenecía al controvertido conde de Estranqueras, personaje de lo más excéntrico. Ateo confeso gustaba de profundizar en las artes oscuras. Según el vox pópuli falleció una fría mañana de invierno en singular duelo de honor a muerte.

 Los osados profanadores buscaron largo y tendido entre la negrura de la noche. Algunas zonas eran inaccesibles por el desplome de parte del muro exterior. Otras igual de impracticables empero por caída de árboles y moderados corrimientos de tierra.

 Usaban las palas a modo de desbrozadoras, abriendo camino a golpes tanto a diestra como a siniestra. En ocasiones las susodichas quedaban clavadas en la tierra como picas en escudos de roble y en ocasiones incrustadas en viejos troncos cubiertos de jarales. Nada parecía frenarlos ni agotarlos porque a fin de cuentas estaban impulsados por algo básico en el ser humano: la codicia.

 Con el aire cargado de humedad la sensación gélida aumentaba gradualmente, entallando en agrias mortajas los cuerpos de aquel par de indeseables. Avanzaron hasta destellar con sus linternas algo al fondo, algo destacable sobre el resto…

 Se les dilataron siete veces las pupilas, al unísono. Quedaba cerca de la montonera de árboles moribundos. Éstos bajaban sus ramas de tal forma que permitían escalar a las correderas de zarcillos verdes. Y efectivamente destacaba cuan letrero de neón. Una tumba marcadamente diferente, ¡¡tenía que ser ésa!! Monumentum funerarium velado entre sombras y desdichas. Al igual que las demás no poseía elementos religiosos. Dentro del caos reinante se alzaba a duras penas un rectángulo de mármol rosado cubierto por broza variopinta. Cuatro gárgolas de penetrante mirada, una en cada esquina, parecían ser ángeles custodios de aquella sepultura apócrifa.

 El perímetro de la susodicha buscaba integrarse de forma natural en el boscaje, especialmente vasto allí. Hierbajos, zarzas y tojos alcanzaban la línea de celosías pétreas situadas en la parte superior. Notablemente labradas rodeaban celosamente el sarcófago. El mortero gris perdiera eficacia con el tiempo y consecuentemente parte de aquellas celosías, desmoronadas, descansaban bajo el follaje.

 La luz de la linterna de Eduardo pegó sobre un pesado objeto que parecía destellar ante el embrujo lunar. Tratábase de un obelisco que pasaba los dos metros de alto, contando desde la base. Estaba peligrosamente inclinado sobre la pesada losa inferior, semienterrada por el hundimiento del terreno…

 Sólo entonces afloraron las verdaderas intenciones de aquel par de buenas piezas. Hacerse con las joyas enterradas con el conde por propia voluntad del finado. Para tal efecto contara con la cooperación de sus acólitos. Una parte insignificante de su fortuna fuera dispuesta para afrontar el tránsito a la otra vida. Costoso ajuar funerario que perpetuaría su clase y distinción paralelamente en el otro mundo.

 Prestos se acercaron sin vacilar. Excitados soportaban estoicamente tanto el incisivo frío como la pertinaz niebla que por veces espesaba y por veces volvíase fina como cabellos. Mikel tropezó con una raíz, escapándosele la linterna campo a través mientras él se estrellaba contra el mullido suelo. Se levantó con prontitud, sacudiéndose las hojuelas.

 Echó una mirada a su compañero por si éste tuviera a bien reírse. Se colocaron entre las dos gárgolas del lado izquierdo y empujaron la pesada losa de mármol rosado.

 Empujaron hasta el límite de sus energías, logrando moverla cuanto menos unos milímetros. Al desplazarse crujía como dos piedras de molino machacando chatarra.

 La cosa marchaba así que tras descansar los brazos volvieron a empujar, todavía con más bríos. Clavaban los pies en el suelo como una grúa saca sus barras de estabilidad antes de levantar un camión volcado. El esfuerzo se notaba en las venas hinchadas del cuello y en la respiración acelerada. No obstante la losa, muy de a pocos, avanzó y avanzó hasta precipitarse por el otro costado…

 Eduardo rascó la calva un par de veces, un tic muy suyo, luego alumbró el interior. Presente el féretro, increíblemente bien conservado a pesar del tiempo transcurrido. Mikel se encaramó con cuidado, sorteando la línea de celosías. Después se dejó resbalar al interior. El espacio era justo pero suficiente para lo que debía ser hecho. Posó sus pies sobre la tapa de roble americano. Intentó abrirla con las manos pero le fue imposible. Parecía haber hecho sello con el paso de los lustros, impidiendo así cualquier profanación.

   —¡Me cago en la hostia! Dame la ganzúa —le dijo a Eduardo.

   —¿La ganzúa? ¿No la tienes tú? —Rezongó éste con cara de circunstancias.

Mikel revisó el cinturón de herramientas. La herramienta brillaba por su ausencia.

   —¡Maldita sea joder! —Exclamó contrariado—. Ve al coche a buscarla.

 Al señalado pareció no hacerle demasiada gracia aquel mandato. Enarcó una ceja en señal de desagrado mas no estaba la cosa para ponerse digno. Cuanto antes partiese antes regresaría. Estaban tan cerca de ser ricos, tan cerca, que contratiempos como aquel carecían de importancia.

 La niebla volvía a tomar cuerpo. Eduardo caminaba entre ella con la mosca detrás de la oreja. Sus pensamientos retrocedieron años, girando sobre un cielo violáceo tornando gradualmente al azul. Y él estaba allí, arrellanado desde primera hora de la mañana en una vieja pero cómoda mecedora. Tenía las dos piernas rotas, mucho más pelo e incluso un oficio decente…

 Escuchó señales léxicas de origen desconocido así que sus pensamientos súbitamente se disiparon. A sus orejas venían gañidos desgarradores, probablemente proviniesen del peñascal. Pero no venían solos, ni mucho menos. Se acompañaban de insólitas luces y sombras que determinaban el espacio del entorno.

 Jamás lo confesaría pero estaba asustado como podría estarlo una gallina rodeada de zorros. En su dilatada trayectoria como profanador de tumbas, trabajo al que llegara por azar, no había sentido tal cantidad de pálpitos, arritmias y taquicardias. Entremedias la linterna se sofocó y la luna igual. Eduardo se cagó encima, literalmente.

 La luz centelleó hasta asentarse; frente a él la figura de un hombre ahorcado con una nota colgándole de dedo gordo del pie. Si no fuese que ya había vaciado las tripas volvería a cagarse encima.

 Aquel individuo se mecía al viento como el péndulo de un reloj de pared. La soga silabeaba tonos funestos por su continuo friccionar con la rama del árbol. Una decrépita niña de aproximadamente ocho años permanecía impasible debajo del finado, observándolo con ambos ojos cosidos con alambre de espino. Tenía el pelo tan largo que lo arrastraba por el suelo y tan blanco que podría confundirse con la nieve más pura.

 Gastaba un vestido zarrapastroso del mismo color, zapatos negros de hebilla y gruesa cinta rosa alrededor de la cintura. En la cadera izquierda destacaba un gran lazo azul pálido, sucio y ensangrentado cosido a la banda. En el regazo sostenía el cadáver de un gato siamés. Lo acariciaba con mimo, hablándole entre susurros como si el animal tuviese algún inconcebible hálito de vida. La linterna palpitó una vez más para en un suspiro volver a las sombras de la madrugada. La golpeó contra la palma de la mano:

     —¡Vamos! ¡Vamos! ¡Maldita sea, enciéndete!

 Y prendió igual que prende el fuego antes de quemar hectáreas de monte. Aquella horrible conjunción fantasmal ya no estaba. Respiró hondo, soltando el aire despacio. A punto fijo veíase sobrecogido por aquella realidad que superaba cualquier ficción. Cuando se dispuso a proseguir, la linterna volvió a las andadas. La negrura abrió sus ciclópeas fauces para llamar por cuatro brazos largos, pareciendo más arpones y garfios que brazos. Emergieron de debajo de la broza, agarrando las piernas de Eduardo para restregarse contra ellas, ansiando robarles el calor de una vida que ellos ya no podían vivir.

 Gritó sobrecogido al verse atrapado en arenas movedizas. Nadie escucharía sus berrinches; ni su hondo penar de asaltador de tumbas sin escrúpulos. En estos emplazamientos maldecidos por los siglos de los siglos el más allá rara vez da segundas oportunidades…

 Forcejó con todas sus fuerzas hasta que por aquello de la insistencia logró liberarse. Fruto del ansia cayó torpemente de espaldas. Rociado de niebla y aire gélido se giró veloz para, ágil como leopardo de las nieves, ponerse a buscar la linterna. Tanteaba el suelo con las dos manos a lo bruto, éstas no tardaron en sangrar. La encontró, sonrió, lloró e hipó…

 Mikel aguardaba impaciente y sabido es que quien espera desespera. Él tonto no era y sabía que allí dentro algo no andaba bien. De hecho no solamente escuchaba insólitos ecos sino que entre las sombras divisaba figuras incorpóreas moviéndose entre la vegetación.

 El aire filoso y cargado de ácidos parecía carcomerle hasta los huesos. Tenía que mostrarse estoico y lo mejor para ello no pensar, no ver ni tampoco escuchar. Buscaba mantener el calor de las manos frotándola entre sí, sin lograr grandes resultados…

     —¿Frío tienes tú? ¿Tú tienes frío? ¿Y yo? ¿Yo tengo frío? —Preguntó una voz infantil.

 Mikel levantó la vista y quedó a cuadros, subiéndosele los testículos a la garganta. Un niño de unos diez años aparecía como calcomanía de quita y pon sentado en una rama cercana. Tenía dos cabezas y en cada una de ellas un enorme ojo que ocupaba el noventa por cien del rostro. No iba vestido lo cual permitía ver sin dificultades su piel mortecina y pálida como la propia muerte. El esternón abierto mostraba los órganos internos en perfecto funcionamiento.

 A su lado un muñeco de madera apolillada con ropajes de arlequín y cara pintada a lo mimo. Curiosamente era este singular trozo de madera el que hablaba, sin perder la sonrisa…

 Mikel separó los labios para zampar parte del aire insalubre que emanaba la noche. Respiraba tan aceleradamente que pronto le ardieron los pulmones y más pronto aún comenzaron los mareos. Cerró los ojos, frotándose la cara como si sus manos fuesen dos estropajos. Luchaba a brazo partido intentando que las piernas no le flaqueasen más de lo que ya lo estaban haciendo. Para cuando los abrió allí no había nadie…

 Eduardo asió la linterna como si fuese más valiosa que el oro y probablemente, dadas las circunstancias, fuese así. Tras atizarle golpetazos la luz regresó, disparando su largo chorro en línea recta. A la par la luna tornó, cosa que hizo tras dejar atrás tres nubarrones con forma de crucifijo invertido.

 Se incorporó a su manera, sin lograr deshacerse ni del pavor que lo abatía ni del entumecimiento muscular. Cuanto menos sus piernas volvían a ser suyas. No quedaba rastro de aquellos arpones-garfios tirándole de los miembros inferiores y de hecho sus pies volvían a estar calzados…

 Espoleó el paso ansioso por alcanzar el todoterreno a la mayor celeridad posible. A pesar de aquella inhóspita climatología sentía arder la sangre como si hubiese caído en una cuba de hierro fundido. Se desplazó a la carrera, torpemente, dando con sus huesos en el suelo lo menos cuatro veces más. Saltaba obstáculos de diversa índole, algunos sorteados con éxito y otros no tanto…

 Sin embargo las misteriosas fuerzas residentes en aquel lugar gobernaban a su libre albedrío. Así pues del peñascal afloró otro horrendo bramido; chirriante y desgarrador. Ascendió expeditivamente desde las zonas bajas, dejando atrás un paisaje distinto, lejano y distante.

 En cuestión de segundos el viento levantó pequeños torbellinos que sesgaron la hierba, derribando a su paso lo menos dos docenas de árboles. Penetró en el cementerio como sombras grotescas, proyectando ilusiones espeluznantes. De la impresión aquel desgraciado volvió a trastabillarse. Se dio de bruces contra el suelo y allí permaneció quieto, con la cara rebozada en materia verde.

 La niebla no era particularmente espesa, no en ese momento. Sin embargo y por imposible que pudiera parecer cambiara de dirección. Jamás tal cosa viera pero es que tampoco nunca escuchara un grito como aquel.

 No se prolongó en el tiempo pero sí duró lo suficiente como para taladrarle las meninges. A su cabeza vino la imagen de un demonio menor rajando las entrañas de un demonio mayor para alimentarse del contenido de sus vísceras…

 El horror persistía dentro de su sesera, recorriendo cada átomo de su ser cuan descargas eléctricas de alta tensión. Ansió volver a perderse en aquella mañana tirado en la mecedora, acariciado por el sol despuntando en el horizonte. Mas no pudo, ni en aquella mañana ni en ninguna otra. Sus ojos y boca se abrieron como la entrepierna de una parturienta. Desde el fondo de su garganta dejó escapar un grito de puro terror. No daba crédito a lo que estaba viendo…

 Excavando con sus propias manos una mujer desnuda, encuclillada a escasos cinco metros de él. Carecía de atributos femeninos. Exageradamente alta y extremadamente delgada; brazos alargados y piernas aún más interminables. Su rostro macilento carecía de ojos y nariz pero sí tenía un agujero por boca. Cavaba con dos grandes manos de huesudos dedos, llevando la tierra hacia atrás como un topo. Aquella labor parecía requerir de toda su atención, permaneciendo indiferente a cuanto la rodeaba…

 Eduardo alumbró para allá. Tan pronto aquella abominación recibió la luz fija y constante alzó la cabeza, estirando los brazos al frente. Éstos pasaban los dos metros, más que brazos a Eduardo parecíanle dos varas extensas con colgajos de carne. Poco después abrió el agujero que tenía por boca. Los huesos propios de la cara se le estrecharon mientras la piel se estiraba y estirada. Sometida a tal presión comenzó a rompérsele el rostro entero.

 Se incorporó histérica, gruñendo como un perro y rugiendo como un león. Eduardo calculó a ojo que rondaría los cinco metros de altura. El engendro habíase dispuesto para abalanzarse sobre él. No obstante en el último instante dos gruesas raíces salieron del agujero abierto por ella. Sujetándola se la llevaron bajo tierra y allá, en los confines del subsuelo, se perdieron sus últimos alaridos histriónicos…

 Las luces del vehículo seguían prendidas. Zigzagueó entre tumbas, piedras afiladas, ramas cubiertas de musgo, socavones del terreno y demás contratiempos. Estaba hecho un atleta de medio pelo. Respiró profunda y ansiosamente, inhalando y exhalando con impresión cierta de que se le iba la vida. Tomó cinco minutos para descansar, quizás algo menos. Recogió la herramienta e insuflándose valor regresó. Un nudo en el estómago le ponía en antecedentes de cuanto podría encontrarse a la vuelta…

     —Maldita sea ¿por qué has tardado tanto? —Preguntó Mikel, mascullando juramentos.

     —Mejor no preguntes. Terminemos lo antes posible y larguémonos de aquí—. Respondió Eduardo con una acongoja tal que no cabía ni en su propio cuerpo.

 Le pasó la ganzúa y Mikel comenzó a forzar la tapa del ataúd. Su compañero, estirado sobre la celosía, peligrosamente suelta, iluminaba la zona de trabajo. Sin mucho que hacer al respecto soportaban el gélido aliento nocturno como bien podían. En todas direcciones la niebla habíase vuelto a espesar sobremanera…

 La caja mortuoria se mostraba elegantemente tallada. Roble americano de primerísima calidad. Estaba cuidado hasta el más ínfimo detalle, tal como cabría esperar de un caballero de su posición. Pero el destino no entiende de títulos y a pesar de tanta disposición material nada lo había salvado de dar con sus huesos en aquel rincón de pecadores. Las agarraderas para transporte aún conservaban el brillo original. Probablemente el acolchado interior también presentase un más que aceptable estado.

 Burlar la persistente y tozuda resistencia del féretro no resultó complicado. Disponer de la herramienta adecuada facilitaba las cosas. Ya quedaba menos para violar la intimidad del morador.

 Coincidiendo con el crujir del último madero un eucalipto se desplomó a pocos metros de la fosa. El ruido fue ensordecedor. A Mikel se le escurrió la ganzúa y Eduardo, tras girarse para ver lo sucedido, resbaló. Rasgó la tela del vaquero, cortándose en la pierna. No parecía profundo pero sangraba copiosamente.

 Oculto entre las ramas del defenestrado árbol dos ojos inyectados en sangre y fuego iluminaron aquella testaruda penumbra. Parecían otear a través de la materia, tanto de cerca como de lejos, titilando a modo de estrellas binarias.

 No obstante podían más las ansias de riqueza. Más que nada por lo cerca que estaban de convertirse en millonarios. En tres palabras: dos hombres respetables; en tres palabras: dos hombres nuevos. Eduardo cubrió la herida con un trapo lleno de grasa de motor. Por su parte Mikel a lo suyo.

 Allí reposaban los restos del conde de Estranqueras. Elegantemente ataviado con frac negro amohecido, camisa y pajarita raída. El esqueleto quedaba cubierto bajo tan otrora ilustres ropajes. Eduardo asía la linterna de forma enfermiza, apuntando a la calavera del finado. Conservaba parte del cabello, rancio y apagado, una maraña de pelos alborotados y dispuestos como escarpias. En la parte del cráneo sin pelo era visible una profunda hendidura en el hueso.

 La mandíbula habíasele quedado abierta. No más de cuatro o cinco dientes aguantaban en su sitio. Los brazos rígidos y flexionados hacia arriba abrían diferentes vías de interpretación. Tal vez se hubiese revuelto desesperadamente sin embargo para que engañarse; les importaba un comino si fuera enterrado vivo, si por contra finara en singular duelo o si había terminado en la caja por causas naturales… ¿A quién narices le importaría?

 La codicia de aquellos perros taciturnos se disparó dichosa y jovial cuando sacaron de las sombras diez cajitas doradas dispuestas en dos filas de a cinco. Sólo podían ser ¡las joyas! Toda penuria parecía haberse esfumado. Esbozaron amplias sonrisas de aquí a mañana, mirándose satisfechos. Pronto éstas pasaron a ser auténticas carcajadas; alegría henchida que no podía ser disimulada ni siquiera en aquel lugar…

 Mikel sacó del bolsillo una bolsita de tela de yute con cordón para vaciar en ella el contenido de las cajitas. Reía descontroladamente, compaginándolo con poco estilosos meneos de cadera. Había hallado premio a su osadía y por ende merecía saborear las mieles del éxito. Nadie contaba con arrojos suficientes para hacer lo que él mismo fuera capaz de hacer. Tras despachar el asunto salió, ayudado por Eduardo. Afuera la niebla llevaba tiempo espesándose. Curiosamente se desplazaba a contraviento…

     —¡Somos ricos! ¡Me cago en la puta, somos ricos! —Vociferaba Eduardo, con lágrimas en los ojos.

 Aquello tenía que valer una fortuna, dos o tres. Verdaderamente eran dignas de un rey, ¡no, de uno no, de varios! No era de extrañar que quedasen obnubilados ante el futuro que les aguardaba. A pesar del gélido ambiente los dos llevaban fuego en sus almas. Hasta podrían sufrir de combustión espontánea sin percatarse…

     —¡Somos ricos! ¡Me cago en mi calavera, somos ricos! Por fin un golpe de suerte. De esta nos retiramos —Vociferaba Eduardo, tirando al aire un puñado de gemas.

 Mas la cosa se torció porque así suele ser cuando la codicia entra en liza. Ríos de sangre roja y caliente comenzaron a bajar por su sien a la misma velocidad que la vida lo abandonaba. Sus pupilas perdieron de vista el brillo de las joyas y la penumbra del amanecer. Mikel habíale enterrado la pala en lo alto de la cabeza. Éste cayó muerto y con él una de las bolsitas de yute, desparramando su valioso contenido.

 Mikel las recogió todas, tanteando el suelo las veces que fuese menester. Poco a poco las devolvió a su sitio. Seguidamente la cerró con celo, dando varias vueltas al cordón.

 Estaba hecho, ¡era rico! Y no tendría que compartir con nadie ¡Bien hecho! Perfectamente planificado desde el principio. Pero cuando se disponía a largarse por piernas se dio de morros con un contratiempo que lo dejó pálido, boquiabierto y patidifuso…

 Eduardo se alzaba erguido frente a él. Ligeramente encorvado hacia adelante parecía querer mostrarle, en primer plano, la pala ensartada en su cráneo. Los últimos restos de sangre correteaban por el mango de la herramienta. Lamparones coagulados teñían de rojo el viejo jersey de lana. Su cara pétrea, fría y pálida irradiaba un espanto infinito.

 Pero lo verdaderamente escalofriante estaba en aquella mirada desposeída de expresividad. Sus ojos emanaban refulgentes tonos rojizos poderosos, intensos, insanos y penetrantes. Quizás algo se estuviese consumiendo en lo hondo de las cuencas. Respiraba entrecortadamente, arrastrando las piernas entre inhalación y exhalación. No tardó en volverse a desplomar. Mikel echó a correr. Debía huir de allí, alcanzar el todoterreno, dar gas a fondo y echar a rodar su nueva vida…

 Pero no pudo ser. Quedó paralizado por fuerzas ajenas al mundo de los vivos. Sus manos dejaron caer aquel suculento botín. El interior de su cuerpo estaba siendo sacudido por espasmos. El aire mortecino no cesaba de envolverle la piel como si fuese a ser embalsamado de dentro hacia fuera.

 Y a su espalda el mismísimo conde de Estranqueras. A todas luces una visión estremecedora y más cuando se colocó frente al profanador de tumbas. Al aristócrata se le vía acompañado por una decrépita niña de unos ocho años. A su vez ésta cargaba en el regazo un gato siamés muerto al cual acariciaba insistentemente.

 El rostro de Mikel palidecía por momentos, desencajándosele de forma visible. No llegaba tal desgracia que además se le estaban atrofiando los sentidos y la percepción que éstos brindan. Arriba en el firmamento la luna en sus trece, escondida tras nubes de lluvia…

 La suerte estaba echada. De sus oídos brotó sangre en finísimos hilos rojizos. Seguidamente nariz, boca e incluso la cuenca cubierta por el parche. Tan pronto la linterna estalló Mikel cayó muerto. Cinco minutos más tarde se lo podía ver colgado de un árbol, con una sencilla nota atada al dedo gordo del pie.

 Susurros malévolos y voces quebradas fueron y volvieron del peñascal, diluyéndose en ecos terroríficos capaces de abrir en canal la corteza de los árboles. Aquellos inquietantes ojos de fuego desaparecieron al compás del desatino, apagándose despreocupadamente.

 La tumba del conde regresó a la normalidad, como si nada hubiese sucedido. Gradualmente la niebla discurrió mucho más allá del camposanto. En su camino reventó las luces y ruedas del todoterreno, siendo éste engullido por la tierra. La vegetación, en última instancia, cubrió la huella del crimen…

 “Cementerio no consagrado”. En el interior dos tumbas nuevas, profundas y réprobas, ubicadas en una esquina del cementerio. Sobre ellas la horrenda señora desnuda sin atributos femeninos. Endiabladamente alta y extremadamente delgada siempre cavando encuclillada, usando sus largas manos a modo de excavadora.

 Un niño con dos cabezas, piel mortecina y esternón abierto recolocaba en su sitio la verja de la entrada. Al concluir se encaramó al árbol donde lo esperaba aquel turbador muñeco de madera apolillada con ropajes de arlequín y cara pintada al estilo mimo. Nunca dejaba de sonreír, ni siquiera para llorar.

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