Anastasia sintió las rápidas pisadas de su colega intentando subir hasta el segundo piso por unas escaleras tan empinadas que, en el esfuerzo, simulaban a las piedras por donde se escalan los grandes riscos, podía imaginar su cabeza baja pensando en las circunstancias de su llamado, es claro que aquellas personas que entraban a esa oficina cambiaban su ánimo drásticamente. Algunos salían con el pecho inflado, aleteando los brazos de arriba abajo tras las sinceras felicitaciones del rector; para su pensamiento, Manuel Meneses sería de los segundos, los desdichados que llegaban expulsando los pulmones por la boca y se retiraban con ojos brotados en lágrimas.

— Manuel, llamaron del hospital. Tu padre acaba de morir —, Anastasia lo dijo con tanta sinceridad en la mirada, que el alma de Manuel retumbó por cada bello que la cubría.

Regresó con los labios participando de una conversación con su propia conciencia, no quiso siquiera una minucia de consuelo ofrecido por el delicioso té de hiervas aromáticas que preparó con dedicación su amada compañera.

El corazón desenfrenado movía su pensamiento ¿Podría mantener la frente en alto con sus alumnos? ¿Sabría expresar que ese hombre que hace poco agonizaba en una camilla era su padre? ¿Cabía la palabra padre en Peregrino Meneses?

La avalancha de gritos agudos lo despertó de golpe, se encontró frente a decenas de muchachitos incontrolables, ansiosos por los resultados de exámenes agrios en calificación y aprendizaje.

—Dos noticias malas—, dijo Manuel con un grito atípico —Todos reprobaron y murió mi padre—, añadió extendiendo el índice derecho y dirigiendo la frente al piso.

Ni siquiera el viento murmuró, los pájaros dejaron de cantar y la pesades del ambiente se repartía por igual entre los habitantes del salón de clase.

Manuel Meneses caminó por un instante.

—Cuando la muerte llega lo cambia todo—, dijo.

Como un montón de fotografías superpuestas pasaban los momentos de la azotea, la soledad de la noche que acompaña al caminante desesperado, ese pequeño recuadro de cemento inseparable de sus zapatos que estuvo a su lado en los peores momentos; sus fosas nasales olían el infectante aroma de su ahora difunto padre, el alcohol, los gritos, las lágrimas, todo le volvía a ser tan familiar.

Recuperado de la dolencia levantó su mirada.

—Me alegro y ojalá se pudra en el infierno—, afirmó.

—¿Se lo dijo de frente? —, respondió con firme pena algún pupitre de cualquier fila.

Manuel quedó impávido ante la osadía, buscó con sus ojos la voz sin conseguir resultado. Los rostros de sus estudiantes cargaban con una pesada agonía, ojos vacíos, bocas abiertas, respiraciones aceleradas, el paisaje preferido de la parca. Desde el interior del cuerpo de Manuel salió un tembloroso suspiro seguido de una sonrisa.

Había estado semanas antes sentado en una silla de plástico blanca que le tallaba la espalda, al pie de una cama de hierro frío con una colchoneta roja absorbida por un pedazo de tela azul claro, con sus manos cubriendo la boca y sus oídos atentos al pitido de las máquinas que mantenían vivo a Peregrino Meneses.

—Mijo. ¿Está bien? —, preguntaba el moribundo. La única respuesta que obtuvo fue una mirada fulminante hacia su corazón, bien sabía el hombre que aquella pregunta había llegado muy tarde, tanto así que la muerte se le estaba adelantando. Al sentir que la flaca le pisaba los talones, Peregrino sintió un fuerte retorcijón en el pecho y unas ganas increíbles de estar vivo, de hacer todo de nuevo.

—¿Cuánto tiempo te queda? Debo ir a clases. Ojalá Diana venga a cuidarte, está ansiosa por arrojarte al pozo, no te mentiré, yo ando igual, pero también me preocupa el hecho de que nadie quiera cargarte cuando te encuentres tieso en ese cajón—, dijo Manuel atento al sudor nervioso que corría por la frente de ese que se hacía llamar su padre.

Terminó la clase como si nada hubiese pasado. Se despidió de sus estudiantes con un “hasta luego” que rebosaba en prudencia. Estando el salón vacío ordenó sus libros de mayor a menor tamaño dentro de su maleta, como lo había hecho durante todos los medio días del año.

Estando ya en la acera se encaminó hacia la parada de autobús que lo había visto brillar durante sus dieciséis años de docente. Extendió su mano y las pupilas parecían salirse de sus ojos cuando se dio cuenta que no controlaba el temblor de su extremidad.

El calor de su casa lo llenó de calma, ver el rostro de su hermana bañado en saladas lágrimas lo llevó a dar un abrazo tan fuerte que se escuchó por toda la sala el crujir de las finas costillas de Sandra.

— Por fin—, dijo. —Ahora tirémolo al río.

— ¿Estás loco Manuel? Los amigos que tiene nos matan.

— Tenía, Sandra, ya se murió—, Manuel soltó una sonrisa antecedida de un gran salto.

Una patada que abrió la puerta de par en par los removió de ese idilio mortuorio. Con su brinco de temor espontaneo conmemoraron su infancia, cuando Peregrino entraba borracho por la puerta. Una bestia gorda y alta que con pesadas manos intentaba destruir el candado que protegía a su esposa. Manuel y Sandra, sus hijos mayores, intentaban frenarlo sin éxito sujetándolo de brazos y piernas. Manuel subía a la terraza después de dos mazazos en la cabeza, caminaba como lo había de hacer en su salón de clases e intentaba hacerse el sordo ante los gritos y el llanto.

En esta ocasión la que entró fue Dianita, la menor. Traía noticias tan buenas que eran malas.

— Los amigos del muerto le darán el ataúd—, dijo enojada, para después añadir — quieren que pongamos la casa para rezarle—.

Tras intensas carcajadas salió de su cuarto Manuelita, una anciana de cabello blanco y relieve en su rostro, vestida de negro, guardando el luto como correspondía.

—Mijita. Dígale a esos vagos que sí, que lo velen aquí, al fin y al cabo ese desgraciado era su padre—.

Acto seguido una gran plancha de metal entró por la puerta, seis hombres provenientes de los más escondidos bares le servían de guía. La colocaron en la mitad de la pared frontal de la sala, perpendicular a la puerta de entrada, la pintura blanca era adornada por un retrato del difunto Peregrino que miraba directamente el pórtico desde la cabeza del ataúd, alrededor un conjunto de sillas entre blancas y grises dispuestas a soportar los quebrantos del alma.

Cada tanto entraban las víctimas del difunto para hacer sentir sus condolencias o su gratitud a la familia. Leandro, el carnicero que contaba por miles las deudas de Peregrino, ahora, al imaginarlo encerrado en un cajón, se llenó de pena al tener la certeza de que ese dinero jamás regresaría a sus manos; Pilar arribó con lágrimas de cocodrilo, retumbaban en sus oídos los piropos y los insultos que el difunto le gritaba en vida al pasar la calle; los dueños de la cantina preferida no llegaron por exceso de trabajo; sus prostitutas favoritas aparecieron tambaleándose y soltaron en el cajón de a beso cada una frente a la frialdad de la esposa y por ahí, deambulando entre la hipocresía de los vivos, se asomó un hombre reclamando por una candela que le presto ya hacía meses para prender un cigarrillo.

Ni un lirio blanco cayó sobre el féretro, ninguna campanilla adornaba su cómoda estancia, ni una lágrima brotó de los ojos de su familia, aunque el alcohol caía como una pequeña cascada en la boca de sus amigos, por cada lágrima una gota y por cada grito una botella. Así pasaron los días correspondientes para comprobar lo ya comprobado, por gracia divina a Peregrino Meneses ya le había llegado la hora.

Lo transportaron hacia la catedral en un carro fúnebre, un gran templo entre anaranjado y café se alzaba en la plaza central, el sol daba la espalda a una estatua de Cristo con los brazos abiertos recibiendo en el otro mundo al que por fin se iba de este. El sacerdote, completamente calvo por sus años de servicio al chisme de los pecados ajenos, recitó un sermón de fortaleza para el dolor inexistente de la viuda y los huérfanos paternos, sin saber que esa paciencia y fuerza que tanto les deseaba, la habían practicado durante los siglos de los siglos.

No hubo palabras de despedida, pero si gritos llenos de saliva hedionda por parte de los hombres ebrios que se colocaron hasta el final del santo pasillo, solo prestaron atención cuando se destapó el vino desperdiciado al convertirse en la sangre de Cristo. Ni Manuel ni sus hermanas, ni la viuda, ni el carnicero, ni Pilar, ni ningún otro quiso levantar las tablas de madera paciente en la entrada del templo, todos dieron media vuelta y se fueron a sus aposentos, todos menos los borrachos, que hicieron el intento y sus piernas cayeron de rodillas contra el pavimento, el cofre de un solo golpe quedó estático en el empedrado, sus amigos completamente fríos observaban el cielo, mientras la gente los rodeaba frunciendo el ceño.

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