La vi por primera vez a punto de subir la misma escalera del edificio donde yo bajaba. Debo haberla visto en verdad mucho antes de ese épico día sin saber de quién se trataba, cuando una canción enternecida me anticipaba en soledad el primer beso todavía por descubrir o una ensoñación daba por cierto que yo mismo era el protagonista enamorado de alguna película. Hasta entonces esa mujer deseada podía tener cualquier rostro, y en ese vasto lienzo se dibujaba el exótico perfil heredado de los persas, la suntuosidad de una rubia u otra de las muchas descendientes de Eva. Pues en aquella tarde al bajar la escalera de pasos perdidos el sol me descubrió la chica que se asomó delicada por entre el vértigo de muchas apariencias que aún burbujeaban en mi mente. No la reconocí entonces. Pero esa hembra de piel canela, bajita y de cabello largo con flequillo que se lo repasaba con afán, sería muy pronto aquella a la que ya había amado tantas y tantas veces en un amor ciego y perfecto que desconocía su nombre o quién era.

Un suceso algo indecoroso ocurrió para hacerme ver que tal hallazgo escapaba a mi voluntad y solo podía someterme a él. Una voz al otro lado del teléfono me disparó la pregunta de si su prima me gustaba, y ante una nerviosa afirmación de mi parte terminó acorralándome con la demanda: “Qué esperas entonces para mandarte.” Ese mismo día acudí a la cita que el destino me reservó de tan peculiar manera. Nunca antes me enfrentaba a algo parecido. Mi adolescencia se había consagrado al ajedrez y ese parco club blanquinegro me apartó de poder tener amigas. La única chica con la que estuve a solas hasta ese momento era ella, la de la escalera, y no más de una docena de veces durante un par de horas a lo sumo. A esa inexperiencia se le añadía mi timidez por lo que la declaratoria de amor que iba a hacer bien podría convertirse en un desastre.

Nos encontramos al fin en alguna parte cerca a mi casa y junto con la prima instigadora, quien a su vez estaba acompañada de su enamorado. Quizá me lanzó una mirada cómplice antes de dejarme solo con la elegida y toda la fascinación de su curvilínea humanidad. Anduvimos hasta un parque pequeño donde todo tenía que pasar. Ocupamos una fría banca de cemento con un inútil garabato de pintura roja. Alguien plasmó así su falta de pertenencia con el mundo, y mi propia forma de ser ajeno al romance previo se evidenciaba con mis desmesuradas explicaciones sobre nimiedades, los tropiezos con las palabras, el miedo en el cuerpo. Las ruinas de una huaca postergando a los siglos su desenlace en escombros recorrían uno de los lados de ese parque de Maranga. Al pie de esa historia memoriosa y dramática, la mía estaba a punto de escribirse y parecía tan diminuta que podría perecer bajo todo ese tiempo que agonizaba cerca, o en la mirada de mi bella acompañante, tierna como un perdón, alta como un desafío.

Tras muchos y muy vanos rodeos, opté por el artificio de pretender leerle la suerte que alguna superchería fundió en la palma de su mano y revelarle así el destino irrevocable que estaba a punto de alcanzarla. Tomé su mano con falso arte prestidigitador. Recorrí en voz alta las salvajes líneas que lo determinaban todo. Le auguré algún porvenir infausto y otro más adelante que enmendaba la crueldad del anterior. Desde lo alto ella derramaba una pretendida fe a ese espectáculo de presagios empobrecidos. Reservé la última de esas líneas para los designios del amor. Debió comprobar el sudor de mi propia mano convertida en una sola con la suya.

Sin escrúpulos me apropié de lo que ella misma me había contado y enumeré el recuento de sus amores allí en su piel como en un olvido recuperado. Cierto trazo peculiar de su palma fue el capricho para distinguir a partir de dónde le deparaba el futuro inmediato. Estaba increíblemente cerca de poder besarla pero cada centímetro entre nosotros era un abismo alejándonos. Le aseguré lo pronto que iba a conocer a un nuevo amor. Pero creo haber tardado en comprender que al decirle lo inminente que era descubrir esa persona en su vida, me había puesto a mí mismo en tal prometedor lugar y el incómodo silencio que se hizo entre nosotros requería de una próxima iniciativa.

Puede que haya abandonado su mano enseguida. Puede que tartamudeé mi nombre al presentarme como aquel que aguardaba al final de ese artificioso camino reservado para ella. Puede que contemplé sus labios como el náufrago a la última botella de agua. Puede que le pregunté si podía besarla, y en ese caso los latidos de mi corazón condenaron su respuesta al silencio. Puede que me haya acercado como un colibrí y ella fue una flor. Puede que ese primer beso haya durado un instante o una eternidad. Lo cierto es que cuando tu vida como la mía en ese entonces está al borde de una revelación, los detalles se envilecen frente al imperio de los sentidos, y en lugar de verte a ti mismo sentado de una manera o de otra, muy cerquita de la mujer ante quien claudicas o estúpidamente distante, de si el tú me gustas se anticipó o no al quiero estar contigo, de si mi barbilla era como una espada en el aire o ella entornó los ojos antes del momento decisivo, todo aquello queda en el reino de lo incierto sepultado por una sensación de escalofrío, la sangre agolpándose en un rubor supremo, los ojos enajenados por una visión de otro mundo, un cuerpo que dibujas con las manos, el sabor como a néctar que te nutre, tu piel estéril que se hace fecunda.

Y así fue cómo el amor se descubrió para mí en una profecía largamente anunciada. La había visto mucho antes de bajar de ese edificio siendo ella misma todas las mujeres y ninguna, pero solo a partir de aquel día la pude nombrar con el conjuro de sus cinco letras y reconocer cuando comparecía ante su belleza. Y si la amé antes de saber quién era y ella dio su rostro a esas apariencias que pudieron ser las de cualquiera, marchada ya de mi lado, la soledad me interroga ahora a quién pertenecerán esas formas que vagan como sombras sin cuerpo por el gigantesco panteón de mis días con la noche cayéndoles encima para desvanecerlas en los olvidos.

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