El espantoso hombre caldera

El espantoso hombre caldera

J. A. Gómez

26/03/2022

El Hombre Caldera era como entre susurros lo llamaban los aldeanos, tan temerosos de Dios como de él, a partes iguales. En noches de intenso frío, de copiosas lluvias y fuertes vientos del norte, eso se decía. Esas condiciones y no otras eran las escogidas por ese horripilante cazador de almas.

Su sola mención ya era motivo suficiente para parar al instante cualquier conversación ahogada entre tazas y tazas de vino, dirigiéndose al momento miradas escrutadoras hacia el infame que osara mentarlo.

Sólo cuando las condiciones eran propicias. Cuando se reunían todos los infiernos posibles anteriormente citados: frío gélido y cortante como hojas de afeitar, viento arreciando del norte y lluvias abrumadoras como no se recordaban en años. Sí, sólo cuando las condiciones eran propicias.

Bajo tales confabulaciones era más que probable que algún desdichado se encontrase de bruces con su regurgitada figura. El a quién se le aparecía y por qué entraría en el ámbito de las hipótesis. ¿Aleatorio? ¿Premeditado? En cualquier caso ¡Dios guarde al desgraciado! Porque de él, antes o después, no se volverá a saber, desaparecido para siempre en alguno de esos caminos recorridos, a la par, por el Hombre Caldera…

No pocos trataban de ignorar la leyenda del señor oscuro, iluminado por el fuego de los condenados. Habíanlo borrado de la memoria y enterrado bajo dos metros de tierra húmeda. Si no se habla de lo que no se desea hablar será que, realmente, no hay nada de lo que hablar.

Sin embargo noches como la de hoy acercaban su eco a la aldea. Sus habitantes mostraban desconcierto y temor, cogidos ambos de la mano. Entonces eso de lo que no se hablaba tomaba turno de plática. Cada hogar calentado al fuego de la chimenea cerraba bajo llave toda puerta y con cerrojos toda ventana.

La tasca no era diferente, su dueña, Doña Gertrudis también echaba cuanto cerrojo había. Rezaba oraciones en voz baja y clavaba sus uñas en la barra inconscientemente. A veces, sin dejar de atender sus obligaciones de mesera, esbozaba algo parecido a una sonrisa, la sonrisa angustiosa. La clientela le agradecía sus gestos, a fin de cuentas todos los allí presentes eran hijos del mismo pavor.

Bebían cañas o vino casero en tazas astilladas de barro, otros echaban la partida al tute y los menos fijaban la mirada perdida en aquella noche de perros. Cada cual ensimismado en su quehacer, dándose calor entre ellos para no pensar en lo que podía estar esperándoles allá afuera. ¡La noche era propicia!, ni uno solo de aquellos hombres de campo se atrevería a poner pie fuera. ¡La noche era propicia! y lo sabían. El Hombre Caldera podía estar agazapado en cualquier recoveco del camino o del propio pueblo, esperando…

Solamente un anciano sobrevivió a su encuentro. Era Don Atilio, el barbero jubilado. Contó sobresaltado como una aciaga noche de perros, regresando de la casa de su hijo mayor tras una fortísima discusión, tuviera un singular encuentro con algo verdaderamente extraordinario. Alguien se acercaba con paso lento por el sendero del Castañal, evidentemente por el mismo que circulaba él. A primera vista pues un caminante más, embaucado por aquella noche infernal. Un hombre entrado en carnes que llevaba un traje de aguas, éste le cubría hasta los tobillos. Llevaba la capucha calada y a la espalda un pintoresco artilugio. Se trataba de un tubo cilíndrico que sobresalía cerca del metro y medio hacia arriba. Del mismo emanaba humo negro como el azabache. Así como salía las corrientes de aire rápidamente lo disipaban. Su olor era agradable, lo reconoció perfectamente: leña de sauce blanco. Encajaba, era un tipo de árbol abundante en la zona por la húmeda de la misma. No obstante pronto pasaría a adquirir un olor mucho más siniestro…

El forastero se acercó lenta y pesadamente, terminando por cruzarse ambos como dos extraños en la noche unidos, durante apenas unos instantes, por el mismo cordón umbilical. El barbero en ningún momento forzó para verle bien el rostro, entre otras cosas porque iba con la capucha notoriamente calada. Sin embargo tan pronto se alejó unos pasos Don Atilio, hombre curioso y de carácter fuerte, quiso girarse para verlo sin ser visto; al menos tanto como la noche le permitiese.

Aquel individuo cargaba sobre su espalda una especie de caldera grande en negro mate, redondeada en el frontal y más achatada en la parte trasera. Apreció claramente como en el interior ardía algo, quizás leños. Ello explicaría el humo evacuado por el tubo de metro y medio y aquel embriagante olor a sauce blanco. Del otro olor apenas quedaba rastro…

El barbero no daba crédito. Sabía de los cuentos que rulaban sobre el Hombre Caldera mas nunca diera demasiada importancia a los susodichos; al menos no hasta esa noche de perros. Caminaba aquel ser arqueado, con notoria dificultad. Sin lugar a duda la caldera debía pesar un quintal, convirtiendo cada paso en una tortura. Finalmente se guarneció, hasta desaparecer, en el regazo de la lluvia, del frío, del viento y de la noche acurrucada en el venidero amanecer. Ni rastro de humo ni del olor agradable ni del desagradable. Como mucho algún crujir de ramas, relámpagos y gemidos de esfuerzo en la distancia…

La lluvia caía a plomo al tiempo que la noche cedía paso al alba. Don Atilio ansiaba llegar a casa cuanto antes así que apretó el paso. Las azuzaba tanto como éstas le permitían. Y claro, puesto que las desgracias no suelen venir solas, tropezó con una piedra semienterrada y con la gracia de una bailarina de hierro, aparcó sus dientes en el suelo.

Cuando se levantó, no sin esfuerzo, maldijo en arameo. Escupió el barral acumulado en su boca y después, con la manga del chubasquero, limpió la cara. Y allí, bajo la lluvia, el Hombre Caldera. ¿De dónde narices había salido?

De la impresión el viejo decrépito pegó un grito, siseando palabras ofensivas. La saliva le sabía a sumidero infecto. Dos pasos atrás, dos más, al tiempo que repetía la acción de limpiarse el rostro. El aliento exhalado se le espesaba por momentos. El otro no se inmutaba, nada parecía quebrantar su voluntad, nada hacerle hincar rodilla. Aquella aparición de ultratumba era cuan estatua con zapatos de hormigón tratando de mover las caderas al ritmo de música funesta. Entonces aquel olor regresó… olía… olía ¡a carne quemada!…

La combustión de la caldera sobresalía en la noche agonizante. El gesto serio del viejo se tensó y el estómago se le revolvió al comprobar que lo que ardía en el interior eran restos humanos. Se meó encima y no por sus problemas de próstata. Allí dentro se consumían miembros como teas, conformando un dantesco espectáculo.

Pudo contar, al menos un brazo retorciéndose de dolor; dos cabezas lloronas que metían y sacaban la lengua por la cuenca de los ojos; media pierna arrastrándose por el fuego y varias manos moviendo sus dedos sin orden ni concierto, desnudando el hueso. El tubo cilíndrico que cumplía función de salida de humos tiraba furioso, expulsando un humo negro y denso que desaparecía a los pocos segundos, estrangulado por el viento y la lluvia.

El barbero estaba aterrado, petrificado de puro miedo. Quizás hubiese calzado aquellos zapatos de hormigón. Estaba abúlico perdido, traumatizado a tal nivel que su mente y cuerpo habíanse desconectado. Sin embargo y para su tortura sin fin no quedó ahí su pesar. Hombre Caldera se giró pausadamente, echando para atrás la capucha, aún más lentamente. El viejo gruñón tragó saliva, todavía sabía a cloaca. Temblaba como un niño y no precisamente por el frío imperante. Su pulso acelerado presagiaba inminente ataque cardíaco.

Aquel demonio del averno contaba por ojos de mirada torva dos profundidades metálicas que bajaban directamente a la caldera. Su nariz era como si hubiese sido arrancada, toscamente, con unos alicates y dejaba entrever un basto cartílago por el cual emergían pequeñas llamas crepitantes. La boca, si es que se podía denominar así era realmente una gruesa rejilla por la cual tintinaba la luz del fuego. La piel del rostro se apretaba contra los huesos faciales, estando llena de profundas cicatrices que en determinadas zonas dejaban ver el hueso humeante.

Don Atilio, superado por las circunstancias, cayó redondo al suelo, perdiendo noción de tiempo y espacio.

Durante un tiempo una especie de histeria colectiva se apoderó de todos, evitando a cualquier precio patear caminos frecuentados o no cuando la noche fuese propicia o no. El viejo cascarrabias contaba esta historia en la tasca, enfrascado entre tazas de vino y cigarrillos sin filtro. Presumía orgulloso de ser el único que había sobrevivido al encuentro con el Hombre Caldera…

No obstante ¿por qué Don Atilio no sufrió la misma suerte que otros? Ciertamente nadie salía ileso del encuentro con el cazador de injustos. ¿Tan especial era ese bribón? ¿O tan viejo que no merecía la pena el esfuerzo?

No, Don Atilio tenía su propio secreto guardado bajo siete llaves. Veinte años atrás diera muerte a su esposa. Había enterrado el cadáver bajo la barbería y allí sigue. Lo preparó minuciosamente, esparciendo el rumor de una aventura extramatrimonial con fuga. Él quedó como víctima, sentían lástima del bueno del barbero y pronto la cosa se enfrió, quedando en el olvido.

Mas lo que el anciano decrépito desconocía era que volvería a ver, por segunda y última vez, a aquella entidad, al Hombre Caldera. Cada primer encuentro con su encorvada figura y ojos huecos de fuego es constatación. Cada segundo encuentro desenmascara lo divino y purga lo humano…

Don Atilio, manchado de sangre añeja. Será usted desmembrado vivo. Incinerado trozo a trozo dentro de la caldera. Véase troceado, retorcerse de dolor, siéntalo en cada miembro amputado. ¡Oh! sereno y tranquilo olor a sauce pasarás a ser, una vez más, olor a carne quemada.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS