Las Adidas Roma

Las Adidas Roma

Ojo de Gato

22/11/2025

Las Adidas Roma no eran solo zapatillas, eran cambio de categoría: de niño con bambas a señorito con zapatillas “para salir”.

Tenía trece o catorce años, vivía en La Aurora, mi mapa del mundo era sencillo: el barrio, el centro, Mercaderes… y en la primera cuadra, “Creaciones Ojeda”. Ahí, detrás del vidrio, vivían las Roma: blancas, con las tres franjas azules y la palabra ROMA en dorado, chiquita, como diciéndote al oído “algún día”.

Mi mamá trabajaba en el Banco Internacional del Perú, también en Mercaderes. Para mí, que ella trabajara tan cerca de las zapatillas era más que una casualidad, era una señal, una alineación de planetas a mi favor, un complot del universo. Todos los días imaginaba lo mismo: que salía del banco, entraba a “Ojeda”, decía “me las envuelven” y aparecía en la casa con la caja azul bajo el brazo. La clásica película mental del adolescente iluso.

En el barrio, el tema zapatillas era serio. En las pichangas del parque de la Aurora, se dividía la humanidad en dos grupos: los de zapatillas “de batalla”, esas que ya no sabías si eran blancas, grises o marrones; y los que, muy de vez en cuando, caían con alguna marca conocida. Pero las Adidas Roma eran otra liga. Ni siquiera eran “para jugar”, eran para verlas. Eran zapatillas de jean, de pantalón, de ir al centro.

Había una regla no escrita: “Con las Roma no se juega fútbol.”

Eso era casi religión. El que se atreviera a patear una pelota con ellas merecía excomunión de la cuadra.

Un viernes cualquiera, mi mamá llamó a casa y me dijo:

—Alcánzame en el banco, hijo. Ven a las 4 y 30 pm.

Yo acepté, obviamente, pero no por espíritu de colaboración, sino porque eso significaba pasar sí o sí por la vitrina de Creaciones Ojeda. Y así fue: Bajé del bus en la esquina y caminé media cuadra y llegué al banco. Mi mamá me pidió que la esperara unos minutos mientras guardaba sus cosas y salimos.

Caminamos por Mercaderes y justo pasamos por Ojeda. Ahí estaban, relucientes, con ese cuero blanco de catálogo.

—Mira, mamá, esas son —le dije, disimulando—. Las Adidas Roma.

Ella miró, se sonrió un poco y siguió caminando rumbo al consultorio del Doctor Macedo en las Galerías Arce. Yo pensé: “Bueno, un día más de sufrimiento, nada nuevo”. La vida del adolescente es puro drama barato.

Después de una hora aburridísima donde el médico, esperándola en la salita mientras ella entraba a consulta, salió, se acomodó la cartera y me dijo, así nomás:

—Vamos a Ojeda un ratito.

Yo me quedé quieto medio segundo, como si el piso se inclinara. Entramos. El señor de bigote y lápiz a la oreja se acercó.

—Buenas tardes Edgar —dijo mi mamá—. ¿Tiene las Adidas Roma blancas con azul en talla 40?

Yo sentí que el corazón se me fue a la punta de los pies. El buen Edgar sacó la caja azul, abrió el papel manteca y las puso sobre el mostrador. Brillaban más que la joya más preciada en una joyería.

—Pruébatelas —me dijo mi mamá.

Me las puse como quien agarra un recién nacido. Ajusté los pasadores con una concentración ridícula. Cuando me paré, sentí que medía cinco centímetros más. Caminé por la tienda, y el piso de baldosas sonaba distinto bajo la suela nueva.

—¿Cómo te quedan? —preguntó mi mamá.

Yo quería decir: “Me quedan como la felicidad, mamá”. Pero solo salió:

—Bien… sí, bien.

—Me las llevo —dijo ella.

Listo. Firmado, sellado y comprado el sueño.

El regreso a Aurora fue desfile triunfal. Yo bajé del taxi como si hubiera llegado en limusina. Pero ojo, las Roma no iban puestas. No. Iban en la caja, protegidas, y yo con mis zapatillas viejas puestas. Con las Roma no se caminaba por cualquier lado todavía. Había que estrenarlas con ceremonia.

El debut fue al día siguiente, sábado, para ir al centro otra vez. Me puse un jean, un polo más o menos decente y, con cuidado de cirujano, las Adidas Roma. Bajé a la sala como si estuviera pisando alfombra roja.

—¿Tanto tardas para ponerte zapatos? —dijo mi mamá, pero se le notaba el orgullo en los ojos.

En la calle, yo no miraba hacia adelante; miraba hacia abajo, a mis pies. Sentía que la gente decía: “Mira al muchacho, lleva Adidas”. Probablemente nadie miraba nada, pero en mi cabeza todos eran público.

En el barrio se generó, sin querer, la ceremonia de las Roma. Había dos tipos de días:

Día con Roma:

Ir al centro, al cine, a Mercaderes, a comer algo. Las zapatillas limpias, la puntera como de gamuza intacta, ni una raya. Ni hablar de correr.

Día de pichanga:

Ahí volvían las zapatillas viejas, sucias, Las Power, North Star, Sinfín, Dunlop, Bata o cualquiera de esas marcas sin nombre propio. Para jugar en el parque, tirarte de cabeza, barrerte en el polvo. Con esas sí podías sacrificar la suela por un gol.

Si alguien aparecía un sábado por la mañana con las Roma puestas en el parque, todos lo mirábamos escandalizados.

—Oye, ¿vas a jugar con esas? —preguntaba alguno.

—No, no, solo he venido a mirar un rato —respondía el dueño, abrazando sus pies, casi arrepentido.

Yo jamás me animé a patear una pelota con ellas. Solo una vez estuve cerca. Estaba con las Roma puestas, mirando la pichanga desde la vereda, y faltaba uno para completar equipo.

—Gato, entra pues —me dijeron.

Miré la pelota, miré mis zapatillas. Sentí la tentación. Casi di un paso. Pero, en mi cabeza, apareció la voz de mi mamá:

“No quiero ver esas zapatillas destrozadas, ah”. ¡Pobre de ti!

Me imaginé la puntera raspada, una raya negra en el cuero, un pisotón traicionero. Me saqué las Roma ahí mismo, las dejé al costado del árbol, y jugué descalzo. Mis amigos se mataron de risa, pero a mí me daba igual. Las Roma no habían nacido para comer tierra; eran para la gloria urbana, no para el barro del parque.

Con el tiempo, claro, la suela se fue gastando y se relajaron las reglas. Ya no eran intocables, ya tenían sus cicatrices. Pero nunca llegaron a ser zapatillas de fútbol. Hasta su último día fueron zapatillas de jean, de Mercaderes, de “vamos a dar una vuelta”.

Hoy, cuando veo una foto de esas Adidas Roma blancas con azul, no pienso solo en el modelo. Pienso en la vitrina de Creaciones Ojeda, en mi mamá saliendo del Interbank, en el Gato de trece años que jugó una pichanga, descalzo para no malograr sus zapatillas nuevas.

Y me doy cuenta de que, en el fondo, eso era crecer: aprender que algunas cosas son para sudarlas en la cancha… y otras, como esas Roma, son para caminar despacito por Mercaderes, sintiendo que, por un ratito, la vida te queda a la talla perfecta.

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