El sujeto y La niña de los harapos

El sujeto y La niña de los harapos

Fabián DeSarkis

06/01/2020

Resistiéndose con alaridos de horror, esa noche una feroz bestia abrió su celda, la sujetó bronco, y como un pedazo de carne la cargó en su espalda. La feroz bestia aulló, y los demás monstruos se aglomeraron alrededor de una piedra que serviría de mesa. Tiró a la niña, y entre empujones y rasguños por ver quien daba el primer mordisco, arrancaron sus ojos, destrozaron sus piernas, cortaron sus huesos y desollaron su blanca piel. La rara belleza de la niña se fue manchando de una desabrida sangre, y Lara derramó lágrimas que trascendieron más allá de lo físico: lo sentimental. Su cuerpo desfigurado, y aun latente, sucumbió a la impotencia. Los monstruos extrajeron su vida poco a poco, y ya cuando el último aliento era venidero, oyó una ronca voz que no pertenecía a los que la mataban. Una ronca voz que le ofreció:

―¿No te gustaría tener el poder para cambiar el pasado y modificar el presente? El poder para herir a los que te hirieron. El poder para salvar a tus padres y a tu hermana mayor. Dime, ¿estarás dispuesta a entregarlo todo por ellos? Confía en mí, y yo juro que vengarás el honor de tu familia y serás capaz de reconstruir tu futuro.

La niña asintió, y lo que rendía de ese cuerpo desfigurado levitó de la piedra, y la carne que le fue quitada se regurgitó de los estómagos de las feroces bestias y se regeneró. Sus huesos pulverizados y astillados se endurecieron dándole una forma delgada y pequeña, y su rara belleza renació; sus ojos azabaches percibieron la escasa claridad del lugar y admiraron desde lo alto a sus asesinos. La sangre derramada circuló de nuevo por las venas de la dueña y Lara descendió. Sus pies tocaron la fría tierra de la cueva donde habitaban las bestias, y se sintió una con ella, como si fuera una extensión más de su ser, y esa extraña extensión se sometió a la imaginación de la niña.

Lara lo inventó, lo imaginó, lo creó, y las afiladas estalactitas en el techo de la cueva se fracturaron y cayeron. Los monstruos, que presenciaron el renacer de su cena, fueron empalados por ellas, y más de la mitad murió. Lara formó una apolínea danza con sus manos y brazos, y la piedra que sirvió de mesa, sirvió ahora de martillo justiciero contra los demás comensales. Los aplastó una y otra vez, movida por el odio y el rencor, y muerto hasta el más corpulento y débil, detuvo la apolínea danza y la piedra cayó y se hundió en un mar de cadáveres.

―¿Confías en mí?―Dijo la ronca voz desde algún lado. Lara jadeó excitada y expectoró:

―¡Sí!

La tierra en sus descalzos pies se suavizó como arena movediza y se la tragó. La gravedad se invirtió, y del otro lado, un viento golpeó su fétido rostro. Lara, que había cerrado sus ojos involuntariamente, los abrió, respiró con ímpetu, y no supo en qué momento se encontraba de pie en medio de un pastizal que se ensanchaba por kilómetros y kilómetros a lo infinito de una pradera con flores y flores. No había árboles, ni monstruos o una cueva, solo flores y flores a la deriva.

El viento golpeó nuevamente el rostro de la niña, y unas nubes de algodón de azúcar danzaron en una bóveda libre y sin fronteras. Lara se conmovió con la belleza del panorama, se agachó y olfateó por primera vez un grupo de jazmines. Su nariz se regocijó, y con ese regocijo, se arrojó en el pastizal y se revolcó exclamando:

―¡Estoy viva! ¡Viva!―Y se carcajeó tan duro como sus desnutridos pulmones aguantaron.

―Es cierto, estás viva y no es un sueño.―Afirmó la ronca voz que se escuchaba muy cerca.

Lara se puso en pie, se sacudió los jazmines de su espalda y miró a su alrededor. Del césped salió escarbando un sujeto muy feo, gordo y curveado que vestía un manteado gris, y cubría su cara con una máscara de gas (artículo que la niña desconoció). Su piel era escamosa y reseca, como la de un animal subterráneo, y en su cabeza despuntaba un sombrero larguirucho que se doblaba por el mismo peso de sus pronunciadas alas.

El sujeto no medía más que Lara. Se paró en el borde del hoyo que había dejado, de frente a la niña, y le dijo entregándole toscamente un manteado gris:

―No hay tiempo para preguntas. Toma y vístete.―Luego señaló al norte, con sus manos de topo, y ordenó:―Sígueme, es un viaje, y un viaje no deja de serlo.

―¿Qué?―Reclamó Lara confusa y altanera.

―No preguntas.―Dijo el sujeto, su anfitrión, y partió para el norte acarreando un cinturón lateral con diez o veinte quinqués. Lara tapó su desnudez apresurada y lo siguió refunfuñando.

―¿A dónde vamos?―Lo cuestionó.

―No preguntas.

―¿Por qué no preguntas?

―No preguntas.

―¿Qué o quién eres?

―No preguntas.

―¿Vives bajo tierra?, ¿vives aquí?

―No preguntas.

―¿Comeremos algo?

―No preguntas.

―¡Contéstame!―Lara se detuvo en una rabieta molesta e infantil, pero el sujeto la ignoró.―¡O no daré un paso más!―Lo amenazó ella cruzando los brazos.

El sujeto, con su máscara de gas atemorizadora, se paró exhalando y apuntó nuevamente al norte.

―Allá, allá están las respuestas. Más preguntas y no habrá respuestas. ¿Quieres respuestas?, pues camina.―Y él caminó.

Los blancos cachetes de Lara se sonrojaron enfurecidos, y susurrando burlesca, le sacó la lengua a sus espaldas:

Pero tú si puedes hacer preguntas, ¿verdad?―Descruzó sus brazos y persiguió las huellas del sujeto a distancia.

Peregrinaron por una hora.

―Más rápido. El tiempo es corto.―Le decía el sujeto a la niña que arrastraba los pies de mala gana.

―Nadie me dice lo que tengo que hacer.―Le contestaba ella y el sujeto no opinaba, y ese silencio incomodó al orgullo de la niña.

―Comerás.―Dijo el sujeto al rato, y sin detenerse, desenvainó un pan ovalado y lo partió por la mitad.―Eso es lo que hay por hoy, adminístralo.―Y le obsequió una porción, guardó la otra, y Lara lo embulló y lo masticó con desagrado.

―Asqueroso.―Pronunció ella.

―Está soso, no asqueroso.―Aclaró el sujeto.

―Como sea.―Dijo Lara desinteresada y tragó hasta acabárselo.―Tengo sed.―Exigió.

El sujeto desenganchó de su cintura una cantimplora desgastada, y Lara consumió dos cuartos del agua de una sola sentada.

―Consérvala e hidrátate con prudencia.

―Tal vez.―Contestó Lara burdamente. Más tarde, se toparon con una granja de margaritas, y Lara no se resistió. Destapó la cantimplora y la usó como jarrón; acopió un ramo de margaritas, las olió y las cuidó como si fueran de oro.

―No más retrasos.

―Sí.―Dijo Lara feliz.

Ya cuando el sol se ocultaba en un horizonte violáceo, el sujetó declaró descolgando uno de los quinqués de su cinturón lateral:

―Alto.―Lo prendió, iluminó la zona como si fuera una fogata y añadió cansado:―A dormir. Mañana será otro viaje, y un viaje no deja de serlo.―Se echó en el césped, se acurrucó y se durmió. Después de unos minutos, roncó áspero.

―«Mañana será otro viaje, y un viaje no deja de serlo».―Lo arremedó ella. Se acostó a unos siete metros de él, y se durmió también.

Era de noche todavía y el quinqué relucía generando sombras, y la fresca brisa agitaba algunas de las nubes de algodón. La bóveda, desproveída de luna, relucía cordones boreales y estrellas agraciadas en esplendorosas galaxias, y el frio era mínimo.

Lara despertó pataleando y lanzando golpes con sus manos. Su cuerpo sudaba hirviendo en calor, y sus músculos le dolían punzantemente.

―Tienes fiebre.―Dijo el sujeto que se había despertado media hora antes y le cambiaba una toalla húmeda de su frente, y empapaba otra con el agua de una segunda cantimplora desgastada.―Quieta o se caerá de nuevo la toalla.

La pradera, que temblaba con las patadas y golpes de la niña, se calmó. Lara tosió ásperamente y luego afirmó aterrada:

―Voy a morir.

El sujeto le contestó:

―No lo creo. Ya aprenderás a usar tus poderes.―Y le dio de beber agua de la cantimplora. Lara tragó con dificultad, y confesó de repente con una voz vidriosa:

―Sé que no lo merezco, pero…gracias por salvarme la vida, por rescatarme de esa cueva. Por ser mi héroe.

El sujeto se incomodó y expuso hostil:

―Deliras si crees que morirás o que yo soy tu héroe.―Lara tosió ásperamente, se le enrojecieron los ojos y plañó:

―No deliro. Acepta mi gracias, por favor.―El sujeto sacó una tercera cantimplora atada a su cintura, la destapó, pero Lara se resistió.―Acéptala, no conozco a nadie más que reciba mi gracias.

―Reposa y mejorarás.

―Acéptala.

―Has sido muy valiente y es hora de que recibas una recompensa por ese sufrimiento.

―No, solo acéptala.

―¿Beberás si acepto?

―Sí.

―Entonces acepto tu agradecimiento.―Lara permitió que el agua refrescara su paladar y se durmió. El sujeto le limpió las lágrimas, intercambió por última vez la toalla y cuidó de ella por el resto de la noche.

A la mañana siguiente, el sol se izaba con rudeza. Lara se despabiló con la luz amarilla, y el sujeto le preguntó de inmediato:

―¿Cómo te encuentras?

―Nada me duele,―respondió sin mucho hincapié―solo las tripas.

El sujeto recogió las dos cantimploras, el quinqué y le cedió la otra mitad del pan soso. Lara comió. Al terminar, buscó su jarrón y lo abrazó con el ramo de margaritas y los dos cuartos de agua.

―¿Sed?

―No.―Negó orgullosa.

El sujeto indicó:

―El viaje no es eterno. Sigamos.

Peregrinaron por dos horas más, y la pradera se fue acabando. Las nubes huyeron y la fresca brisa agonizó con la flora del panorama; un desierto se presentaba marcando un límite entre lo verde y la reseca arena.

―No preguntas.―Dijo el sujeto anticipado a la curiosidad de la niña.

―No iba a preguntar nada.―Mintió Lara y la arena del desierto se coló en las uñas de sus descalzos pies. El caminar fue más difícil y el calor aumentó. Las huellas del sujeto se convirtieron en un sendero, y Lara transitó por él.

Al medio día, el sujeto notó una mancha lejana y anunció:

―Ese es nuestro destino. Si lo prefieres, corre y adelántate.

―Cuídamelas.―Dijo Lara harta de ver dunas por doquier. Le entregó al sujeto su ramo de flores y corrió decidida hacia la mancha que, con su aproximación, se descompuso en dos objetos. Uno era un trono fabricado con huesos de vaca, y el otro, un televisor antiguo que Lara apodó como: «La caja mágica».

El televisor se encendió con su llegada, y por su pantalla pandeada, se reprodujo una cinta en blanco y negro. Lara se arrimó indagadora y el narrador de la grabación dijo:

―Siéntate.

―No quiero.―Replicó divertida.

La grabación continuó y el narrador, borroso por la vejez del casete, explicó:

―Los poderes que te han sido concebidos, no son un obsequio, sino un préstamo. Me tienes que regresar el favor.

―¡Jamás!―Gimió Lara y apagó sus ganas por aprender. Se llevó sus puños al pecho e imploró:―Te los devuelvo, pero…¡no seré un juguete de nadie nunca más!, ¡nunca!

―Cuidarás de cierto individuo, lo protegerás y velarás de su salud incondicionalmente.

―¡No!

―Y el día en que lo ordene…

―¡Noooooo!―Bramó Lara tapándose los oídos y retrocedió perturbada. Se tropezó y cayó en la arena, la cual, movida por los sentimientos de la niña, partió al televisor en dos tajadas, y la grabación se congeló en una imagen de rayas ascendentes.

―¿No quieres recuperar a tu familia?―Dijo de pronto el sujeto que se aproximaba por el costado derecho del trono.―¿No quieres respuestas?, el precio es muy alto. Cambiar tu pasado y tu presente no es fácil ni tan simple.

―Me engañaste. No eres diferente a esos monstruos.

―Te equivocas. Ya heriste a tus enemigos.

―¡Tú eres mi enemigo!

―Te equivocas. Juraste entregar todo de ti para salvar a tu familia.

―¡No prometí nada!, ¡te devuelvo estos poderes!

―Imposible. Si cumples sus palabras, algún día volverás a mí y gozarás de las mías. Es un juramento triple.

Lara se destapó los oídos y se mordió las yemas de sus dedos nerviosa.

―¡No confío en ti!

―Mentira. El honor no se recupera solo. Siéntate en el trono y el resto vendrá por consiguiente.

―¿Y si no lo hago?

―No preguntas.

Lara se mordió más fuerte los dedos hasta que estos sangraron, y el sujeto esperó. Lara se puso en pie y le arrebató el ramo de margaritas.

―¿Confías en mí?―Preguntó el sujeto por segunda vez.

―Sí.―Tartamudeó medrosa y se sentó rígida sobre los huesos de la vaca.

Las dos tajadas del televisor se juntaron, y de la pantalla pandeada, se reanudó la grabación. El narrador se esclareció y se evidenció su identidad; era el sujeto, pero más viejo y más gordo.

―¿Qué haces ahí?, ¿son gemelos?―Dijo Lara ofuscada.

―No preguntas.―Y el narrador presentó tres condiciones:

―El juramento es finito y secreto. Someterás tus poderes y los pondrás en servicio del individuo. Por último, dormirás hasta entonces.

―¡¿Qué?!, ¡¿cómo que dormiré?!, ¡¿a qué se refiere?!

―No preguntas.

―¡¿Y mis respuestas?!

―No preguntas.

―¡¿Me matarás?!―El sujetó escarbó un hueco en la reseca arena y huyó por él.―¿¡A dónde vas?!, ¡regresa!

La luz amarilla del sol tiritó una vez, y furtivo en su amparo, descendió una serpiente gigante, con dos alas peludas que le hacían volar por el aire caliente. Abrió su mandíbula y maniobró hacia la niña.

―¡No!, ¡no!, ¡no!, ¡no!, ¡lárgate, aléjate de mí!―Vociferaba Lara mientras combatía por zafarse del trono, pero su blanca piel se había adherido a los huesos de la vaca. La serpiente gigante se allegó y se la tragó con todo y trono, margaritas, y aleteó con sus alas emplumadas para ocultarse nuevamente en la luz amarilla del sol.

―Seas quien seas, lo siento. Pero es por el bien de la mayoría.―Dijo por último el narrador y el televisor antiguo se apagó escupiendo el casete.

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