El cazador de Mariposas

El cazador de Mariposas

«Nunca sabrán dónde están los demás».

John Wayne Gacy.

Previo a su ejecución el 10 de mayo

De 1994 por inyección letal.

Condenado por violar y matar

A 33 jóvenes entre 1972 y 1978.

Capítulo I

El TIC nervioso

1

     Querido lector, deja dirigirme a ti en lo que considero llegará a ser una agradable conversación entre tú y yo, primero contándote un detalle: soy una persona normal. Extremadamente normal. Tanto, que puedes mirarme fijamente a la cara sin siquiera notar un atisbo de demencia, ni una pizca de la más inquietante crisis neurótica o el signo de inestabilidad emocional producto de algún trastorno, alteración, perturbación, desorden o irregularidad que clínicamente puedas encontrar a detalle en grandes volúmenes olvidados y cubiertos de polvo en las bibliotecas que en este siglo ya nadie visita o tecleando en el móvil así te encuentres en el confín de la tierra y tengas una relativa buena conexión a Google.

¡Nada!

Lo único que podrías, tal vez, notar y que en cierto aspecto puede ser ligeramente molesto solo si, como mencioné, lo notas y no sabes el porqué, es una pequeña palpitación involuntaria que aqueja, lamentablemente, mi párpado izquierdo y que de vez en cuando obliga a quitarme los anteojos.

Es terrible. Lo sé.

Encontrarte calmado, relajado leyendo tu novela preferida o mirando la serie mejor recomendada del catálogo de Netflix y que de repente sientas una especie de golpeteo suave que automáticamente te hace perder la concentración y volver a la caótica realidad.

Alguien impaciente no lo soportaría. Perdería los estribos al instante.

Yo en cambio, tengo un pasatiempo que me desestresa y aliviana mis sentidos de cualquier tensión…, cada vez que siento mi párpado latir incontrolablemente, mis mariposas están allí, mis insectos me recuerdan que encontrarlos es, en estricto rigor, una batalla dura de combatir con la naturaleza, donde puedo estar cien por ciento seguro de que una picadura me llevaría hasta la muerte si no manejo la situación con el mayor cuidado, con la adecuada destreza que el momento amerite y, la adrenalina, ¡oh!, la adrenalina de recordar cada una de aquellas ocasiones es…, excitante, y es ahí, en esos momentos cuando pienso, si no pierdo el control estando allí, cuando estoy enteramente expuesto, ¿cómo podría perderlo con un simple aleteo sin sentido de mi parpado?

Así de sencillo es…, sin embargo, existen excepciones para las que solamente poseo el recuerdo de mi extensa y extraordinaria colección y, en una subcategoría de oportunidades, existe una densa gama de casos en que esta, ciertas veces parece que llega a ser inexistente.

Olivia. Por ejemplo.

Incluso ahora, recordar la serie de oportunidades en las que me ha hecho sentir inferior me enerva y por alguna extraña causa que incompatibiliza con todas mis conjeturas, con todos mis banales supuestos para con su forma de ser o actuar hacia mi persona, pensar en las veces que recuperé el control entre las mezclas de químicos y alfileres en mis insectos ya no basta.

Lamentablemente.

Y, a modo de comentario personal, puedo decirte, querido lector que, más de una vez me sentí culpable como nunca. Sentir la voz de Olivia obliterando mi existencia, era mantener mi propia paciencia al borde de la locura.

Un millón de veces soñé con cruzarle un alfiler por el pecho y hacerla parte de mi colección. Parte de una nueva, tal vez. Una en la que ella fuera la atracción principal, un espécimen nuevo y exótico cuya caza fue la más rara y salvaje de todas. Me imaginé cien mil veces inyectándole la solución común que suelo utilizar a un 37% por todo su cuerpo, hilvanando sus caóticos labios…, y por qué no también sus ojos, ya no verían nunca más la luz del sol ni el reflejo de su poder autoimpuesto elevando su despreciable ego mientras pisoteaba a los otros. Imaginar todo aquello era realmente exquisito y eviscerar para una mejor conservación, sería lo más adecuado debido a su gran tamaño.

¡Dios!

Mirándola así, podría ser digna incluso de una exposición.

Podría cortar y arreglar sus uñas luego de zurcirle los labios y ojos, ¿no?, arreglar su cabello tal vez, depilar un poco esa serie de pequeños filamentos y por qué no, tratar el malestar de su dedo gordo del pie. Tiene una erupción un tanto inquietante, amarillo verdosa y, la verdad me desasosiega cada vez que la veo.

—¡Olivia, Olivia!— de lo contrario, solo la echaría con los perros callejeros y muertos de hambre del barrio. Ellos la despedazarían y saciarían su hambre si es que no morían envenenados por la ponzoña que esa mujer cargaba consigo.

No me extrañaría que un día ocurriera algo similar, a decir verdad.

Para ser franco, ni si quiera mis insectos han muerto tantas veces en mi mente y en las condiciones tan blasfemas en que ella lo ha hecho cada vez que lo imagino.

Pero pido perdón por ello a diario y, los Dioses son mis más fieles testigos.

Próxima estación: Universidad de Chile —anunció la voz de la línea 1 del metro de Santiago, dándome a conocer por fin el turno de mi paradero, sacándome de mi onírico mundo de infinitos azares sobre mi destino y haciéndome notar que delante de mí, había un raro y exótico ejemplar de mariposa, posado sobre la clavícula de una joven de majestuosos ojos verde limón, de minúsculas pecas tostadas bordeando su nariz, formando poéticas constelaciones, de cabellos dorados como el sol y que, resplandecían bajo la luz artificial de ese agujero del demonio en el que estábamos condenados a viajar a diario.

¡Por Cristo!, era un ejemplar divino.

La simetría de sus alas superiores, el color verde difuminado hacia la línea central mezclándose con ese calipso hipnótico que da paso a esa oscuridad espacial donde abundan pequeños puntillos de verde y amarillo como dibujados por un Dios —¡aaah!—, si tan solo pudieras imaginarlo tal y como yo lo veía en aquel entonces, te sorprendería saber que la forma en que lo piensas es diez millones de veces más impura. La especie allí posada, sobre aquella piel de tersa geometría era magnífica. Las curvaturas de sus alas inferiores se notaban tan…, delicadas, la mezcla de coloraciones que viajaba hasta la punta de sus flancos que terminaban formando una perfecta gota de agua de azul celeste, cristalino caribeña, preciosa, hermosa, majestuosa en toda extensión, empleo, y entendimiento de la palabra parecía invitarme a contemplarla cada vez más de cerca.

Casi parecía que podía tomarla entre mis manos y asombrarme con el pálido aleteo que sus escamas le permitieran.

De no ser, claro, porque era tan solo una imagen estampada en la clavícula de aquella muchacha. Un tatuaje, pero tan bien logrado, que conseguía, en serio, asombrarme con la mezcla de colores al punto que se mimetizaban con la esencia de aquella pequeña, cuyo nombre, no por necesidad, sino por el ansioso deseo de saber por qué había decidido grabar en su piel aquel ejemplar lepidóptero tan hermoso, me vi en la obligación de obtener a como dé lugar.

Y antes de que cerraran las puertas del vagón en que viajaba, pude percatarme de que su paradero, lastimosamente, no era el mismo que el mío. Por esa razón, en una microscópica fracción de segundo divisible por un punto máximo, la decisión más importante de mi vida fue la que conseguí tras analizar todas y cada una de las presuntas respuestas a esta pregunta:

¿La volvería ver otra vez?

2

No puedo describir cómo fue, o si existe cálculo matemático en que se base la irremediable lógica que empleé para apearme de mi asiento y esperar que una pobre anciana canosa, de arrugas hasta en la ropa y unos lentes gruesos pudiera sentarse y así yo, poder acercarme a aquella chica…, a esa hermosa criatura cuyo nombre reverberaba en mis pensamientos produciendo un eco sordo que no me permitía distinguir perfil alguno de su persona.

No reparó en mí, en mi desgraciada existencia.

Eso era buena señal. No había llamado su atención y durante ese instante, la voz femenina del altoparlante habló:

Se inicia el cierre de puertas —había dicho.

Un revoltoso gentío comenzó a entrar en el vagón antes de que las puertas comenzaran a juntarse, de modo que en un abrir y cerrar de ojos, comenzaron a empujarnos de un lado a otro cada una de las personas que subían por las entradas desde el andén. Sentí un codazo por aquí, otro por allá. Intenté levantar la carpeta que Olivia había pedido con el informe del mes, me acomodé los anteojos para poder observar a la joven que procuraba con detenimiento, no perder de vista y, allí estaba aún. Oculta a la vista de todos, sujetándose del tubo frente a la entrada, con sus audífonos puestos y la mirada perdida en una mueca de desagrado debido a un tipejo de maltrechas vestiduras cuyo olor tan solo se apreciaba en las manchas grasientas y sudorosas de su polera tipo musculosa.

Avancé un par de pasos, haciéndome el desentendido, mirando en otra dirección. Procurando no existir.

El tren avanzó lentamente. Sentimos ese tenue vaivén que nos indica el principio de la marcha y al cabo de unos segundos, nos consumimos en la oscuridad del túnel. Aproveché para avanzar otro par de pasos y acercarme más. Un poco más…, un centímetro más…, ¡un pequeño milímetro más!

—¡Alto ahí! —gritó un hombre de unos treinta y tantos, más o menos.

Mi corazón dio un brinco cuando entre ella y yo, la mujer en cuya clavícula posaba una obra de arte creada solo para contemplación de los Dioses, pasó corriendo un sujeto de mi edad, tal vez. Veinticuatro, veinticinco, dando grandes y violentos surcos a toda velocidad, esquivando al gentío y desenvolviéndose tan bien como nadie mientras desde atrás, el sujeto a quien había escuchado gritar, apenas sí podía moverse entre la multitud que atestaba el vagón.

La pobre joven dio un grito sordo provocado por aquella sorpresiva situación, dejó caer un par de hojas que llevaba en una carpeta que no había visto y, como intuí, comenzamos a detenernos, las puertas del vagón se abrieron y sin más, aproveché el momento, intentando que toda la escena que allí se orquestaba, diera un leve giro a mi favor.

—¡Ey! —dije amablemente— ¡Cuidado! —añadí acercándome a la chica, aún desasosegada— Te ayudo, tranquila —sonreí, con tal de romper un poco el hielo y tal vez, solo tal vez, establecer en su subconsciente un poco de confianza.

Me hinqué para recoger su carpeta.

No noté ni un logo para saber dónde trabajaba, ni un slogan, ni un membrete, nombre, RUT, timbre o firma…, apellidos, dirección, oficina…, nada que pudiera indicarme si era alumna o trabajadora, si era dueña de casa o profesional. Ni si quiera una
señal horaria que me diera un indicio de si tal vez en algún otro viaje volvería a verla.

¡Nada, maldita sea! ¡Nada!

Y tampoco sabía si contestaría a mi sobreactuada cortesía.

En aquel momento, el corazón me latía en la boca.

Tenía la garganta seca. Estaba completamente nervioso, sin embargo, una vez estuve de pie, sus ojos verde limón me miraron, tiritaron un segundo y, sus labios esbozaron una tierna y leve sonrisa.

—G-gracias —me dijo.

Hice lo mismo. Sonreí.

—N-n-no ha-hay d-de qué —tartamudeé.

¡Oh, Santo Dios! Querido lector, tal vez pensarás que soy un idiota por no haberlo mencionado antes, pero tengo un pequeño tic nervioso del que no te he contado, y como habrás notado, muy seguramente ya sabrás que, en instancias de relativa tensión, para variar —nótese mi sarcasmo—, tartamudeo.

—En serio, muchas gracias —volvió a sonreírme la muchacha.

—T-tr-tran-tran-n-quila…, tranquila —volví a tartamudear.

Ella sonrió, esta vez más claramente.

Estoy casi seguro de que no me veía como una amenaza. Yo era, más bien, inocente a sus ojos.

—P-per-dón…, tar-t-tart-amudeo c-cua-n-cuando estoy n-ner-nervioso —exhalé para verme más vulnerable— ¡sí! —agregué con parsimonia.

—¡Oh!, no te preocupes —me dijo—. Ese sujeto creo que, nos asustó a todos.

—C-creo q-que s-sí.

Las puertas estuvieron abiertas un instante y, antes de que el parlante sonara, la muchacha se percató de que debía bajar, razón por la que, fingí sorpresa al punto que como pude, me apeé ágilmente y mi siguiente movimiento fue acompañarla bajo cualquier excusa hasta salir de la estación, pero si podía llegar más allá, claramente lo haría. Ya había ganado una pizca de su confianza, y si eso era suficiente para continuar acrecentándola más y más iba a ir a por ello sin lugar a duda.

—¡C-cielos! —exclamé— L-las p-p-puer-puertas.

—¡Oh! —se asombró ella— ¿bajas aquí? —consultó.

No quise hablar, preferí que notara en mí esa esencia de vergüenza por tartamudear, que sintiera lástima por mi tic nervioso de la misma forma en que sientes conmiseración por un perro callejero y hambriento bajo la lluvia, así que, solo asentí levemente con mi cabeza. Torciendo un poco mi boca y ya.

—¡Ay! —dijo— Pues, baja que ya cerrarán las puertas.

No pudo haber sido más fácil.

Todo había resultado, invitó a bajarme con ella y, ahora con total naturalidad solo tenía que sonsacar como tema principal aquel bello tatuaje que parecía elevarla desde su clavícula. En un segundo mis nervios desaparecerían y ya podría hablar con normalidad.

Sentía brotar por dentro esa sensación de éxito. De éxtasis.

—¡C-c-cla-claro! —sonreí.

Y tras cruzar las puertas del vagón, caminamos derecho hacia la subida, a la plataforma principal en busca de la salida y, en ese lapso, pude enterarme de que aquel día había faltado a clases, se encontraba haciéndose exámenes médicos y ahora iba rumbo al departamento de una amiga que también había faltado al instituto por el mismo motivo. Lo habían conversado previamente con el profesor de turno de modo que, tomarían las asignaturas de forma online.

—Eso es es-es-t-estu-pendo.

—¡Eeeh! —exclamó ella— Vas mejorando.

—U-un… un poco.

Subimos un par de peldaños.

—¿Suele pasarte a diario? —preguntó.

—¿E-e-el t-tar-tarta-mudeo? —pregunté.

—Ajá —asintió.

—N-no —contesté—. S-solo cuando estoy n-n-nervioso.

—¡Oh!, ya veo.

Doblamos hacia la izquierda y según mi memoria, al salir de la estación, podríamos caminar rumbo al norte por la calle Enrique MacIver. Quizá, podría incluso ir a dejarla, después de todo, Olivia ya debía estar completamente vuelta loca, esperándome a la entrada de la librería con un rifle, cargado y dispuesta con todo su espíritu a darme un balazo entre los ojos sin escuchar previamente tan siquiera el inicio de mi excusa.

Podría vivir con ello…, o morir, en caso de que realmente estuviera con el arma entre sus manos, que por lo que la conozco, era lo más probable.

Y entonces fue cuando el foco se encendió sobre mi cabeza. Olivia me desesperaba por montones, pero mis mariposas me hacían guardar la calma, cuando tartamudeaba más seguido, tendía a utilizar la misma técnica.

—¿S-sa-sabes lo que m-m-me a me ayuda a c-cal-l-calmarme c-cu-cuando estoy n-ner-vioso? —pregunté.

—Lo ignoro —sonrió, mostrándome sus blancos y perfectos dientes.

Un grito de gloria invadió mi cuerpo.

—Las mariposas —dije, señalando la que ella tenía tatuada.

3

Sus ojos se abrieron enormemente. No pude evitar notar el asombro en sus facciones, cómo su mirada verde limón parecía henchirse de felicidad, como si hubiera estado esperando a que yo dijera o tan solo mencionara levemente mi subrepticia fascinación por los lepidópteros.

—¡Wooow! —exclamó asombrada.

—S-sí —dije levemente.

—Es fascinante.

—Un poco —agregué—. ¿Q-quieres u-un c-ca-fé? —pregunté luego, al notar que estábamos pasando frente a un chico colombiano que avanzaba ofreciendo pequeños vasitos de plumavit.

—¡Claro!

Detuve al joven y le pedí, amablemente, dos vasos de café. Uno lo suficientemente cargado para mantener mi marcha luego de llegar a la librería y uno simple para mi nueva compañera de viaje en tren debido a sus complicaciones de salud que hasta el momento desconocía.

—Es un hermoso ejemplar el que tienes tatuado —mencioné.

El ruido de fondo era estresante, de modo que así, podía pensar con mayor claridad en la cantidad de mariposas que ya antes había estudiado, en las que tenía en casa, en todas las que cada noche tecleaba en Google para saber más y más de ellas.

—¿Cuántas de azúcar? —preguntó el joven.

—Cuatro, por favor —contesté.

—¿Y la joven?

—Dos para mí, muchas gracias —sonrió—. ¿Qué puedes decirme de esta pequeña? —agregó al instante, dirigiéndose a mí.

Miré el tatuaje.

Cerré los ojos y pensé. Volví mi mente hacia el pasado, recordé haberla visto antes. Inspiré antes de contestar. No era una especie endémica del país. No. Ya la había visto, sí, pero no en mi pueblo, no en el valle y, claramente, mucho menos en Santiago. Era una especie de otro punto lejano del globo.

—Que es un ejemplar hermoso —dije.

Entre ella y yo solo hubo silencio.

—¿En serio? —preguntó al cabo de un rato— ¿Solo eso?

Consultó la hora en su móvil.

—Tienes dos minutos para decirme algo que me sorprenda. ¿Cómo se llama el polvo que tienen en sus alas? ¡Necesito saber eso!

Reí.

Papilio blumei.

Se extrañó.

—¿Qué? —dijo.

—La especie que tienes en la clavícula es una Papilio blumei, a veces confundida con la Papilio palinurus. Es más comúnmente conocida por el nombre Pavo real o Cola de golondrina verde. Te tatuaste solo el frente de las alas, no el reverso. Por debajo, tiene un color oscuro repleto de puntillos amarillos que, se asemejan a las estrellas, son realmente hermosas, el reverso superior tiene unas pequeñas pinceladas blancas o, grises ¿puede ser? ¿Sabías que ustedes las mujeres pueden reconocer más colores que los hombres? Es un poco injusto, ¿no crees? —sonreí— La cosa es que, el reverso inferior también tiene una serie de puntos amarillentos, pero, en vez de las pinceladas que tienen arriba, abajo poseen unos relieves en blanco y amarillo, como si hubieras pintado las yemas de tus dedos y las hubieras puesto un segundo o dos y luego las hubieras arrastrado por las alas.

«Como dato extra, te diré que no. No es polvo lo que las mariposas tienen en sus alas. Son escamas. El término lepidóptero, como se clasifican las mariposas, significa alas con escamas. Del griego lepis que significa escama y pteron que significa ala».

Nuevamente hubo silencio.

Solamente el desagradable ruido de los vehículos, el barullo de la gente al caminar. Las bocinas, el humo de los tubos de escape, los motores. Las pisadas, el olor del tabaco, los mocosos caminando de aquí para allá. Maldita sea, pero entre nosotros solo existía ese incómodo silencio que, me inquietaba.

La había asustado. Ella se iría. No volvería a verla nunca más. Mi obsesión fue notoria, se sentiría asustada, acechada.

—Eres un experto, parce —comentó el chico colombiano, dándome mi café y palpando mi espalda. Parecía tan confundido como sorprendido. Estupefacto.

Ella aún no decía nada.

—Estoy… —dijo— Me dejas… —pero el silencio volvía a hacernos presa de él—. Anonadada.

Torcí la cabeza en señal de extrañeza.

—Me sorprendes —agregó.

—¿Por lo que sabe? —preguntó el colombiano.

—No tartamudeaste —dijo la muchacha, a pro de lanzar una melodiosa carcajada que, llenó de satisfacción toda mi alma, mi alma toda que, en aquella sonrisa, sentía el calor inherente de tenerla a mi lado…, para siempre.

Torciendo levemente mis labios en señal de simpatía me encontraba cuando la alarma de mi móvil dejó escuchar la melodía que había predeterminado para sonar cuando mi turno laboral comenzara. Fue entonces cuando lo saqué del bolsillo de mi pantalón y las ocho de la mañana se marcaban en la pantalla del teléfono.

—¡Santo cielo! —exclamó la joven.

—¿Qué? —pregunté— ¿Qué ocurre?

Ella sonrió.

—Tengo clases —contestó, tomando su café y pretendiendo avanzar por la calle en dirección al norte.

—¡Eh!, ¡eh! —agregué yo, en señal de protesta— ¡Oye, y te irás sin saber cómo se llama el chico que te salvó la vida!

Ella comenzó a caminar mientras la seguía.

—Perdóname —sonrió.

—No te preocupes.

Continuó caminando mientras yo me quedaba allí parado, dándome por vencido al son de la multitud que me desasosegaba. Mirando las direcciones de las calles, pensando qué ruta tomar para llegar más rápido a la librería, cuestionándome en si entrar a la estación sería realmente necesario —en efecto, ya que, rápido, obviamente llegaría—. No consideré probabilidad alguna de que este efímero suceso se repitiera. Era pasajero, un hecho aislado que posiblemente nunca llegaría a repetirse en el transcurso de mi vida, y cuando me hube, por fin, convencido de aquello, simplemente di media vuelta y caminé hasta la estación.

Miré aquel desgraciado agujero que odiaba tanto por las mañanas como en la tarde, de lunes a viernes y cada sábado que tuviera turno, puse mi pie izquierdo en el primer peldaño de la escalera cuando una mano se posó sobre mi hombro derecho y entonces escuché:

—¡Espera! —me dijeron.

La bella mirada verde limón que tuve por compañía durante los últimos veinte minutos se apareció frente a mí como por arte de magia, sus ojos se cruzaron con los míos. Sentí la inefable conexión con su tatuaje de mariposa, con la auténtica contemplación que solo mis globos oculares pardos de un lado y albino del otro podían darle a través de los cristales de mis lentes.

Por Dios. Era una maravilla.

—Ten —me dijo, tendiéndome un pequeño papelito entre sus delicadas manos.

Lo recibí.

—¿Y esto? —pregunté.

No me respondió.

—Revísalo cuando tengas un tiempo libre —contestó.

Luego de eso se marchó. Realmente se marchó.

Sus pisadas se alejaron de la entrada de la estación a la par que la gente entraba y salía. Al mismo tiempo que una mujer de cincuenta y tantos palpaba mi hombro para que me corriera —cosa que por cierto no tenía intención alguna de hacer—. Alucinado, solamente me di la vuelta y atrapé su brazo con mi mano, la hice a un lado no con violencia, pero con extrema fuerza, y así seguí bajando a la madriguera de mi transporte.

Pensando en ella y en su tatuaje cavilaba cuando un ruido sordo y subterráneo se escuchó entre el barullo de la multitud. El metro ya venía. Revisé el papel que me había dado y, sin poder creer nada de lo que hasta aquel momento había ocurrido, creyendo que en cualquier momento iba a despertarme en el momento exacto que yo consideraba una fantasía había comenzado, que el destino ahí, cuando el altoparlante del mismo metro me despertó de los deseos que tenía para dar muerte a Olivia me habían hecho perder la cordura al ver aquella bella Cola de golondrina verde, miré una hermosa tarjetita de regalo con cinco bellas mariposas pequeñas dibujadas en un fondo blanco. Y no solo eso. No. Claro que no.

Me gustan los hombres, motivo por el que ni mi jefa ni mis colegas de la librería me soportan mucho, pero, saber que tenía esta tarjeta en mi poder, me daba una alegría tremenda e indescriptible, querido lector.

Las puertas del vagón se abrieron, miré al interior, y sonriendo, entré.

Volví a mirar la tarjeta una vez más.

Danielle Silva S.

+ 56 9 7982 8106

🙂

Capítulo II

Los anteojos

1

     La librería ya estaba abierta cuando me asomé a la esquina de la calle. El semáforo en rojo no cambiaba y, desde mi ubicación, podía notar las repisas frente a los ventanales repletas de libros mientras el logo del Pingüino apoyado sobre la «A» mayúscula se encendía sobre la entrada principal. El cielo se había nublado y el frío había aumentado considerablemente. El gentío parecía intermitente; cada cierto tiempo simulaba disminuir, pero, en una fracción de segundo se acrecentaba fuertemente al punto que el respeto por la luz roja del semáforo se volvía un chiste.

—¡Demonios! —dije para mí mismo, apretando los dientes.

No tenía problema alguno con la gente. Para nada. Pero evitaba afanosamente cualquier contacto físico, visual o ambos fuera de la librería. Incluso allí prefería reducir mi presencia a la ayuda justa y necesaria, únicamente cuando el cliente lo solicitaba y se dirigieran estrechamente a mi persona, en cuyo caso, accedía con la mejor disposición del mundo e intentaba subsanar anheloso cualquier duda para con algún tomo, libro o novela específica.

Aunque, reconozco que de vez en cuando solía visitarnos una persona que…, sobresalía de lugar. Un chico que no era el común denominador al que la librería estaba acostumbrada.

Por lo general, de las ocho librerías que atendíamos en la región, él siempre escogía la nuestra sabiendo que, a un par de cuadras de su departamento se encontraba la sucursal más cercana. Inclusive «El gran Pingüino» del centro comercial Costanera Center se encontraba más cerca, e incluso así, él solía viajar incómodo, apretujado entre la multitud del metro, aguantando el arduo calor del verano y el intenso frío del invierno un par de veces en el mes hasta nuestro local y buscarme para platicar hasta decidirse por uno o dos libros y a la visita siguiente, discutir qué tan bueno o malo resultó ser en la escala de su canal de YouTube.

Asumo, querido lector, que no está de más mencionar que, por su forma de ser, siempre solía ponerme nervioso, pero, no en el sentido de sacarme de quicio —como haría Olivia en unos minutos—, sino que, era un nervio agradable. Saber que, de todos los vendedores de la librería, era yo quien respondía sus dudas, era a mí a quien sonreía y enseñaba los Brackets, y preguntaba por alguna nueva novela de Stpehen King, los mejores libros de suspenso, los tomos publicados de Edgar Allan Poe, Lovecraft, los mejores relatos de miss Marple de Agatha Christie que se hubieran republicado o cualquier otra novela imposible de encontrar en algún lugar del mundo para una persona normal pero que él y yo conocíamos y podíamos discutir plácidamente dentro de una cafetería, me agradaba.

¿Existía la posibilidad de que, pudiéramos ser amigos?

Digo, la obvia fascinación por la literatura tan parecida a la mía era un nexo común. Los mismos autores, los mismos temas…, alguna discrepancia a veces que nos obligaba a analizar algún autor del otro. En fin. ¿Era una afinidad por la que sentirlo cerca?

La luz del semáforo cambió a verde.

Crucé la calle y el gentío me consumió. Me abrí paso poco a poco hasta la librería y de reojo consulté la hora en mi viejo Orient Crystal 21 Jewels de 3 estrellas.

08:07 de la mañana.

Tenía un récord de asistencia y marcación perfecta. Siete minutos lo habían arruinado, pero no era motivo para que Olivia se ofuscara y de paso, echara a perder mi buen humor que, en años, desde el tiempo que trabajaba con ella, no sentía.

El vapor del café embargaba mis fosas nasales. Di el último sobro y tiré el pequeño vaso de plumavit en un recipiente al lado de la entrada.

Abrí la puerta de cristal y entré en el ambiente cálido que los climatizadores proporcionaban. El laberinto de estantes con libros se irguió poderoso frente a mí. Notaba un ligero aumento en los ejemplares. Había más tomos que el día anterior, podría jurarlo.

¡Claro!

Traía en mi poder el informe del mes y en él, aparecía el detalle de las nuevas adquisiciones de la librería. Un sinfín de ejemplares de J.K Rowling, J.R.R Tolkien, una nueva tapa de C.S. Lewis y cerca de diez filas más de solo literatura fantástica. Una reposición de toda la obra de Robert Langdon que no sé por qué causas de la maravillosa naturaleza me gustaba tanto, al igual que las personificaciones de Tom Hanks —sin embargo, no todos los libros de Dan Brown eran de mi total fascinación—, otra reposición de una obra maestra en total esplendor desde su publicación en 1985, y es que Patrick Süskind hizo historia con su novela y sin poder explicarme, sentía una atracción ininteligible hacia Jean-Baptiste Grenouille. Algunas nuevas ediciones de C.J Tuddor, E.L James y un par de nuevos ejemplares de André Aciman…, y cerca de un centenar de reediciones de los clásicos de Shelley: «Frankenstein», Bram Stoker: «Drácula» y más y más…, y más.

Tras entrar en la librería, noté que ya había un par de clientes no habituales, trabucando en las estanterías. No pude eludir la idea de comprarlos con pobres cerdos engordándose para el matadero, hozando en la tierra, hocicando en mis estantes llenos de sabiduría y que sin la menor cautela manchaban al manosearlos como una prostituta callejera.

—¡ULISES! —escuché— ¡Al fin llegas! —me saludó Olivia, con toda la amabilidad de la que fue posible frente la concurrencia de la librería.

Me volteé para mirarle. Se acercaba desde la escalera de caracol al final del edificio. Había llamado mi atención desde el segundo piso.

—¿Por qué llegas tan tarde? —preguntó.

—Tuve un… —me interrumpió.

—No quiero saberlo —agregó, antes de escuchar mi excusa—. Ten —dijo luego, tendiéndome una tabla para dejar algunas hojas—. Llegó un sinfín de libros nuevos. ¿Trajiste el informe del mes, asumo? —consultó. Asentí con la cabeza—. Bien, revísalos y ordénalos. Óscar te ayudará en caso de que alguien necesite orientarse…, ya que eres el único que conoce la ubicación exacta de cada libro.

—Soy un buen trabajador —dije.

—No —determinó ella—. Eres extraño —agregó—. Y patético —puntualizó antes de solo marcharse.

Busqué a Óscar en la tienda con la mirada hasta encontrarlo. No vestía la típica polera azul con el logo del Pingüino, pero sí traía una chaqueta que no alcanzaba a cubrirle el pequeño pliego de film plástico que enrollaba su brazo derecho.

Según mi enorme ignorancia en el tema, que trajera puesto ese trozo de papel alusa podía solo significar una cosa. Una y nada más.

—¿Qué esperas? —dijo Olivia mientras se alejaba, un tanto molesta, igual que siempre, en realidad.

—¡Claro, claro! Ya voy —dije— Iré a cambiarme.

Después de eso, me alejé, caminé con precaución entre los estantes mientras Olivia palmeaba con unas hojas en sus manos. Intenté no perder de vista a Óscar, y pensaba, deseaba con todas mis fuerzas que se acercara prontamente a mí. Nunca había tenido tantas ganas de verlo.

¡¿DE VERLO?!, pero ¡no!, ¡¿qué digo?!, no quería verlo a él. ¡O sea! Quería ver su brazo. Quería saber, quería mirar, quería hurguetear con explosivo ímpetu qué se había tatuado en su grácil extremidad.

Y con todas mis vísceras, esperaba que fuera una mariposa.

—¡Sí! —susurré, sintiéndome enormemente feliz por segunda vez durante aquel día— Espero que sea una hermosa MARIPOSA.

2

Desgraciada fue mi suerte cuando por fin el moreno de Brackets azules se acercó a mí y al cabo de un rato, de tanto pararse y acuclillarse, de tanto meter y sacar ejemplares de las cajas nuevas, de reponer y reponer libros, debido al calor de los climatizadores y el esfuerzo físico, se vio en la obligación de quitarse la chaqueta para enseñarme por fin su brazo y, con todas mis fuerzas, desviar la mirada para luego simplemente decepcionarme.

No te mentiré, en su momento, soporté siete minutos y treinta y dos segundos sin mirarlo. Ansiaba ver si era un lepidóptero raro, ya catalogado o por catalogar, ficticio o real lo que tenía en su brazo. Sin embargo, cuando las ganas fueron excesivas y por fin me digné a mirar con la parsimonia que me caracterizaba, noté un nombre femenino al que ni siquiera me digné en contemplar.

¡Por los Dioses! ¡Un nombre!

Y no con un tipo de letra muy caligráfica que digamos.

—¡Hace calor! —me dijo— ¿No crees? —agregó, sacando tres tomos de «El perfume» y dejándolos en uno de los estantes bajos de las primeras repisas, donde lo mejor de la librería se exhibía. Luego de ello, sacudió su frente con el antebrazo.

Me sonrió al preguntar. Eso era nuevo. Por lo general, los empleados eran un poco soeces hacia mi persona, algo que con el tiempo dejó de importarme, a lo que terminé connaturalizándome ya que, entendía perfectamente bien que su poder de razonar era ínfimo en comparación al mío, y que conste, no estoy siendo para nada descomedido al emplear este término.

—Un poco —contesté yo, intentando no sonar antipático—. Creo que, la condición física no ayuda mucho —agregué, sin darme cuenta, sonriendo levemente, y mirando un libro frente a nosotros, uno que no había visto antes en toda la librería pero que, en una fracción de segundo, llamó enteramente mi atención nada más ver la portada.

—¡Sííí! —sonrió.

Al instante, frunció su entrecejo, me observó.

Notó el cambio de mi semblante, miró a todos lados, buscando, posiblemente, la causa de aquel repentino actuar en mi persona. Pensó que debía tratarse de alguien, en vez de algo, pero no.

Contemplé embobado apenas reparé en ella, la exquisita belleza de un Almirante rojo, una especie de Ninfálido, también conocida como Vulcana, Numerada o Ninfa atalanta. Un hermoso ejemplar de Vanessa atalanta.
En el centro de la tapa, majestuosa, como reina de todas las otras, una apolínea mariposa Alas de pájaro, del género Parnassius, de cuerpo negro y antenas rodeadas de blanco; alas blancas, semitransparentes…, ¡oooh! ¡Maldición! ¡cómo odio tener que describir tanta hermosura! ¡Soy incapaz de reseñar la mayestática gama de coloraciones tan perfectamente proporcionadas en las dueñas de mi obsesión!

Óscar me miró confundido. Me observaba completamente descaminado, pensando, seguramente, en que yo había perdido la razón y no sabía cómo diablos ayudarme. Pero es que, aquel libro estaba ahí, era una fuente de sabiduría, un elixir de éxtasis para mi colección.

—Es… —dije, incapaz de terminar la oración—. ¡Hermoso!

Entonces un recuerdo me invadió. Las comisuras de mi boca se desdibujaron levemente y mi semblante pareció ennegrecerse. Un horrido recuerdo me clavó la mente, y la rabia, y el dolor florecieron poco a poco hasta que, como pude, logré atenuarlos.

Ensimismado en aquella guía de campo estaba cuando la detestable voz de Olivia me despertó de mis pensamientos, como la odiosa voz de los altoparlantes de la línea 1 del metro de Santiago.

—¡Qué demonios están haciendo! —preguntó.

Solo agaché la cabeza y continué con mi trabajo. In flagranti me sorprendió, estirando mi brazo hacia el libro, casi tomándolo con mis manos, sintiéndolo en las yemas de mis dedos. Pero no ocurrió nada más que el armonioso deseo de seguir contemplando la tapa de aquel tomo que por mi sueldo no podía comprar y que, lamentablemente, dentro de la tienda no podía hojear ya que, la editorial lo había enviado sellado en plástico para conservarlo de las sucias manos de los puercos que solían toquetear las obras que allí se exhibían.

¡Maldita sea!

Olivia se nos quedó mirando un segundo, con el ceño fruncido y las sandalias enseñando ese pequeño tubérculo en su dedo gordo del pie que intentó disimular con maquillaje.

Yo en su lugar lo exprimiría. Me inquietaba.

Al cabo de un segundo se marchó. Clavó dos de sus dedos en sus ojos y luego nos señaló. Nos estaría vigilando. Como si eso fuera a ser algo con lo que no pudiera vivir.

—¡Cielos! —exclamó Óscar— Hoy anda de pésimo humor.

—Es por la reposición —contesté—. Estos son libros que en otras tiendas se han vendido bastante y, ahora como meta del mes, debemos vender tres cuartos de todo lo que ha llegado hoy —expliqué.

Óscar me miró. Era la primera vez que hablábamos tanto.

—¡Oh! Eso explica muchas cosas —susurró luego.

Asentí con la cabeza.

Dejé el tomo de la guía de campo en el estante y volví a las cajas de libros que había que reponer.

Al cabo de un rato, comencé a sentirme estresado.

Y eso solo podía significar una cosa, para mi mala suerte.

3

Había perdido la cuenta de la cantidad de cajas que ya habíamos vaciado a lo largo y ancho de toda la librería. Nadie se había acercado aún a solicitarme algún ejemplar que no pudieran encontrar o solo a preguntar si existía algún libro específico dentro de las dependencias.

Eso era bueno, significaba que no se percatarían que estaba tartamudeando.

Largo rato estuvimos mi compañero y yo —luego de que Olivia me sorprendiera—, sin dirigirnos palabra alguna, únicamente tachando en la lista de libros nuevos todas las cajas que ya habíamos repuesto y contado cada ejemplar, verificando que no sobrara ni faltara ninguno.

La mañana se hizo larga y tediosa, la hora de almorzar se aproximaba y, por esas cosas de la vida, afuera se observaba un exquisito y frío día invernal.

Nunca fui, precisamente, fanático del calor. Era más bien reluctante. Ahora dirán, seguramente ¿y cómo las mariposas?, pues, las mariposas son el único motivo por el que soporto los rayos del sol durante la primavera y el verano, de lo contrario, créanme que, sin exageración, entraría a una cámara de frío durante ambas estaciones y esperaría ansioso el otoño siguiente.

—Entonces —dijo Óscar mientras tomaba la tabla con la ficha de libros que debíamos ordenar—, ¿te gustan las mariposas? —preguntó.

Me quedé callado un par de segundos, no sabía si responder o no. O sea, entendía, obviamente, que debía responder, lo que me inquietaba, era si la respuesta daría lugar a una conversación y, francamente, las conversaciones siempre dan paso a continuar haciéndolo cada vez que te vuelves a ver con una persona…, y mi esencia se encontraba precisamente en ello, evitar el contacto estrecho con cualquier trabajador de la librería.

—M-m-me fas-ci-fascinan —contesté, hecho un total fiasco gracias a mi tartamudeo.

—¡Oye! —exclamó Óscar al instante de responderle— No me había percatado de eso —dijo.

¡Demonios! ¿Por qué mi tartamudeo debía ser tema de conversación? Estaba nervioso, estresado. La situación superaba de sobremanera todo lo que podía controlar…, y ahora él lo hacía ver como algo tan idílico para compartir, como si, fuera el tema de conversación perfecto. El tartamudeo como contenido para dialogar con un tartamudo.

¡Maldición!

—N-no m-me-e p-pa-asa s-s-sie-siem-pre —dije—. S-so-o-lo c-cu-cuando est-estoy n-ner-ervi-vioso o en si-situa-cio-nes d-d-de es-t-trés.

Yo me escuchaba hablar y me irritaba en extremo. Imaginaba lo que sería hablar conmigo mismo y, era frustrante. ¿Por qué Olivia había elegido al más hablador de la tienda para trabajar con el más callado de la librería? ¡Por qué!

—¡¿Eh?! —exclamó, confundido, luego rio— ¡No, no! No me refería a tu tartamudeo, eso ya lo sabía —agregó.

¡Ya lo sabía! ¡Cómo!

Me quedé completamente sorprendido. Si no era mi tartamudeo la razón por la que se había notado tan fascinado al notar un aspecto de mí ¿qué había sido entonces?

—Lo que nunca noté, seguramente por tus anteojos, es que tienes heterocromía.

¡Cielos! Mis ojos.

—¡Oooh! —exclamé, esta vez completamente sorprendido.

Para ser franco, no sabía si alguien en toda la librería había notado que tengo heterocromía. Es decir, asumo que tampoco es tan extraño ver a una persona con los ojos de distinto color ¿no?

—Para ser tan callado —dijo Óscar—, eres una persona bastante interesante. Fascinación por las mariposas y ojos de distinto color —torció levemente su boca, formando una sonrisa—. ¿Sabías que, solo un 0,67% de la población mundial tiene esa característica? ¡Eres especial!

—Y a t-ti t-te gu-gus-tan los t-ta-tatu-ajes —observé, sin tener nada más interesante que decir.

Se miró el brazo y achinó sus ojos.

—Está de lujo ¿no crees? —dijo, estirando el brazo para mostrar el tattoo.

Solo levanté una ceja, no en señal de burla o menosprecio o, por el contrario, solo intentando demostrar que no era precisamente fanático de rayarme el cuerpo.

—L-lo s-si-siento —dije—. P-pe-pero n-no s-so-soy f-fa-ná-ático de los t-a-tuajes.

Fue entonces cuando lanzó una enorme carcajada.

—Lo hizo mi hermano chiquito antes de irse al colegio esta mañana —sonrió con locura—. Pero solo es tinta de mis plumones —volvió a sonreír mientras me estiraba el brazo y se quitaba el film plástico.

Era el nombre de una mujer, escrito con plumón y nada más.

Él continuó riendo.

Y de forma extraña, sin saber por qué, pero, yo también lo hice.

4

Nos encontrábamos a poco menos de cinco minutos para nuestro descanso de una hora, el almuerzo tendía a ser solitario para mí y, bueno, en general toda la jornada laboral, pero, durante aquel día, debo mencionar que el universo tenía planes completamente distintos.

Continuábamos hablando, Óscar y yo, acerca de la vida y otros temas, cuando mi tartamudeo fue menor y de a poco, se acrecentaba el bullicio de la concurrencia a la tienda. Una niña a lo lejos se escuchaba gritonear por un libro de One direction, por otra parte unas adolescentes estaban vueltas locas con una historia LGTBQ+ que se había hecho tendencia en Wattpad y que, según recuerdo, en las redes sociales fue durante bastante tiempo Trending topic, por otro lado unos chicos se encontraban en la sección de informática y un par de mujeres ya mayores preguntaban si había llegado alguna nueva novela de E.L James o Megan Maxwell.

La niña pequeña se escuchaba lloriquear demasiado. Me rompía los tímpanos. Sentía el hilo de sangre recorrer mi oreja de tan solo escuchar su irritante tono de voz.

Mi tartamudeo había estado mejorando, pero, el oírla, saber que abría la boca, me producía un estrés descomedido al punto que me volvía presa del tartajeo.

—¿Pasa algo? —preguntó Óscar, al notar que agachaba la cabeza en señal de frustración.

—No, no… —mentí— No pasa nada.

No creyó una sola palabra de lo que dije, se quedó mirándome mientras intentaba tapar disimuladamente mis oídos.

Pensaba en las mariposas.

El bullicio continuaba.

Los chicos en la sección de informática, hablando de engranes, de softwares, de cables…, las mujeres ya mayores consultando por un primer tomo, el segundo o tercero del multimillonario obsesionado con el sexo. Las jóvenes en otra esquina chillando como bestias salvajes, ojeando los ejemplares publicados de historias en Wattpad o influencers de YouTube. Por otro lado, un manchón de muchachos viendo algunos vinilos, cd’s, novelas y revistas del género K-pop.

Que se callen, por favor.

Cinco segundos. Solo eso.

Solo quería que se callaran un momento.

—Oye, ya ¿en serio estás bien? —volvió a preguntar Óscar.

Pero esta vez no contesté nada.

Me agaché, me acuclillé frente a un estante, encerrado entre unas cajas intentando que nadie me viera, oculto, tapando mis oídos, evitando el bullicio de la gente que tenía mi paciencia al borde de un colapso.

—¡Cómpramelo, cómpramelo, cómpramelo! —gritaba la diminuta mocosa maniática de One Direction.

—¡Es muy caro, Kathia! —exclamó, quien asumo, pudo haber sido su madre.

—No me importa. ¡Cómpramelo!

Sus gritos me ensordecían. Me sacaban de quicio. Era su barullo y la forma tan maleducada la que pronto me haría explotar como una olla de presión.

—¡Lo quiero! —gritó— ¡LO QUIERO! ¡LO QUIERO! ¡LO QUIERO!

Cada vez más me consumía al interior de las cajas, entre los libros, pensaba en las mariposas. Recordé la Alas de pájaro de la tapa de la guía de campo. La Cometa oriental, una especie de prima, de alas hermosas amarillo trigueño tipo mostaza, con líneas negras y relieves en el mismo color, los bordes de un centímetro, aproximadamente, ondean en un color negro con pequeños puntos amarillos al centro, las alas inferiores acumulan un reducido difuminado celeste y terminan en una limitada y fina extensión similar a una garra. Al reverso tienen pequeños puntos naranjos, hermosos. La hembra es completamente negra y tiene tonos de naranjo.

Papilio glaucus. ¡Fascinante!

La mariposa Ojo de venado es también, realmente exquisita. Sus colores predominantes son el café claro y el naranjo. Y tanto en sus alas superiores como inferiores, sostienen unos hermosos círculos que asemejan la triste pero tierna mirada del mamífero al que alude su apelativo, contemplando un atardecer, en completa soledad. Su nombre científico: Junonia coenia.

—¡Es que lo quiero para mí! —explotó la pequeña.

—¡Ya te dije que no, Kathia! —gritó la madre— ¡Por Dios!

—¡Te odio! —gritó Kathia— ¡Eres mala! ¡No sabes ser madre! ¡Te odio! ¡te odio! ¡te odio!

Mis pensamientos se escabullían.

Las mariposas de mi mente escuchaban los gritos y, completamente horrorizadas, emprendían vuelo desde mis pensamientos a los más recónditos lugares de mi psiquis que, en completa oscuridad se sumían, como en profundidades inciertas y que por completo desconocía.

La niña se acercó. Reparó en donde yo estaba y continuaba con su maldita jugarreta.

Se tiró al suelo y lloró.

Lloriqueó y lloriqueó. Gritó y gimió, desordenó un par de libros y destrozó algunos otros hasta que mi colma fue extrema.

—¡YA BASTA! —grité, llamando la atención de todos en la librería, incluida la cría esa— ¡YA BASTA, MALDITA SEA! ¡YA BASTA!

La madre me quedó mirando, Olivia me observaba boquiabierta. Óscar se paró, asustado, del pasillo atrás del mío. Las embobadas por el K-pop, los maniáticos de la informática. Todos.

Kathia por su parte solo ojeaba mi rostro, callada. Por fin callada.

Su mirada estaba clavada en mis anteojos.

—¿Querrías hacer el favor de callarte un segundo, ¡con un demonio!? —expresé, totalmente ofuscado.

Luego de ello, recuerdo tan claramente, que, me quité los anteojos y miré fijamente al tono marrón de los ojos de la pequeña. Ella miró mi ojo derecho y advirtió el color pardo con leves destellos de verde, como esquirlas de vitral santo, mi borde azul marino y aquellos diminutos retoques negros como la noche en que, desconociendo el motivo, se reflectaba la luz de la librería. La asimetría de colores que invadían mi globo ocular se mezclaba y daba paso a colores nuevos cada que la luz me golpeaba desde un ángulo específico, haciéndolo ver muchas veces, más macabro a como Kathia, seguramente los había advertido, o más humanos que Danielle, durante nuestro recorrido de la mañana.

Acto seguido, reparó en mi blanquecino ojo izquierdo, aquel azul manchado en un blanco nieve que se difuminaba y fusionaba a un tipo de rosa sanguinolento que no puedo clasificar. Observó, aseguro, fascinada por el horror, cómo aparecían pequeñas astillas de colores opuestos dentro de cada milímetro de pupila y que oscilaban entre el blanco del invierno, un azul gélido polar, y pequeños atisbos de marrón en una mezcla de verdes que no podía catalogar, agregando, además, que por la escala de colores que mi ojo poseía, el iris que reinaba al centro del globo ocular se apreciaba ennegrecido como el hollín, y tan desesperado como yo, augurando una cuantiosa sed de locura.

Kathia no pudo evitar sino gritar de terror al ver mi furiosa reacción y la tétrica combinación de colores que, muy seguramente debieron activar el instinto primario de que su madre era su protectora, razón por la que luego de empaparse de temor, de ser presa de la consternación, corrió hasta las piernas de mamá y se ocultó tras ella.

Luego de ello, solo exhalé.

—¡Al fin! —dije a continuación, notando ese agradable silencio que producía su dulce boca cerrada, y sin el más mínimo indicio, sospecha o asomo de sentirme compungido.

Durante un momento la librería se notó en silencio. En un agradable y cálido silencio.

Mis mariposas volvían a mi mente, y en mi mente, se alimentaban de mis malos pensamientos.

5

La paz interior que sentí una vez pude callar a la mocosa cuya voz tenía mis nervios de punta, duró hasta poco después de la hora de salida.

El resto de la jornada laboral había sido relativamente normal, placida y calmada. Óscar y yo estuvimos, desde la llegada de nuestra hora de almuerzo, ordenando los libros restantes, de los que ya solo faltaban tres cajas, ayudamos a un número variado de clientes a encontrar los libros que buscaban, apuntamos algunos que no se encontraban pero que más de dos o tres personas habían preguntado si existían en nuestras dependencias y en general, pudimos entablar un diálogo fluido, sin tartamudeos ni tapujos de ningún tipo al punto que, podía decir que entre él y yo podría haber una buena relación si seguíamos encausando bien nuestro turno.

Todo iba bien, Olivia ni si quiera había mencionado el incidente de la mañana, conmigo por lo menos, ya que, el boca a boca me había hecho saber que, la madre de Kathia no había hecho queja alguna por mi actuar, sino que, por el contrario, pidió disculpas por la rabieta de su hija, pagó cinco de los siete ejemplares que la mocosa destruyó y de paso, dio un magnífico tirón de patillas hasta que, llorando de dolor, la sacó de la librería.

Desde mi punto de vista, todo iba espléndido.

Hasta que:

—¡Ey! —dijo Olivia— Ustedes dos.

Tanto Óscar como yo, miramos a nuestra jefa.

Se acercó dando grandes zancadas por entre los estantes de libros.

—Necesito que se queden un par de horas extras.

Me la quedé mirando.

—Buenas, Olivia. ¿Cómo estás? —dijo Óscar— Yo bien, gracias. ¿Qué si puedo quedarme después de la hora de trabajo? —preguntó con sarcasmo— ¡Pues, claro!, nada más tenías que preguntarlo.

Olivia apretó los dientes.

Por alguna razón, Óscar era una especie de empleado intocable. Desconozco el porqué, como lo dije, y eso lo hacía bastante divertido, al saber que, me caía bien y, yo al parecer, también a él.

—Perfecto —dijo, en tono desigual— ¿Y tú? —consultó dirigiéndose a mí de forma soez.

Asentí, lo que significaba que tendría que llamar a Amalia para que, por favor, diera de comer a Titán, mi gato.

Si siempre hubo algo realmente característico en mí, querido lector, es que odiaba con todas mis vísceras a una parte importante de la humanidad, pero amaba con locura a los animales.

—Bien, después de la hora de salida, descansarán quince minutos y volverán a la librería.

—Pero ¿qué haremos aquí? —pregunté.

—No se quedarán aquí. Se irán a la librería del centro comercial. Necesitan un poco de ayuda allá.

Genial.

—Ahora, si prefieren irse de inmediato y tomarse sus quince minutos allá. Sepan que, no tengo ningún problema. Mientras menos los vea, par de imbéciles —escupió.

—También te quiero, cerda asquerosa —pensé para mí.

Óscar me miró y lo miré. Sentí esa sonrisa característica de él inundándose en el color de mis ojos.

—No me acompleja para nada.

—Bien —accedió Olivia—. Telefonearé y, diré que van para allá.

Luego de eso, se alejó.

El viaje en el metro era de unos veinte minutos, aproximadamente y, la caminata hasta la librería sería de diez minutos más. Llegaríamos a tomarnos nuestros quince minutos libres y, recién veríamos para qué se requerían nuestros servicios. Salir cuarenta y cinco minutos antes me parecía una excelente forma de ayudar. Sobre todo, si no afectaba negativamente a mi sueldo.

De tal modo, acomodamos las cajas que nos quedaban, entregamos la ficha a Olivia, quien envió a uno de los trabajadores más idiotas del local a terminar la labor y luego de ello, nos abrigamos, salimos de la tienda y nos encaminamos en dirección al paseo Ahumada.

Hacía frío, se había nublado nuevamente y, por entre los edificios que inundaban las calles se escabullía una brisa gélida que empapaba hasta los huesos.

—Con un demonio —se quejó Óscar—. Sí que hace frío.

Aún circulaba mucha gente por la calle Moneda, que daba precisamente al palacio de gobierno en el que, según mi humilde opinión, trabajaba el más zángano de los chilenos en el último tiempo.

Y eso era deprimente.

Cruzamos en dirección sur al pasar frente al banco del estado y, posterior, tomamos dirección sur, ya netamente por entre el gentío que aplacaba la calle Ahumada como tal. Aunque, gracias al cielo, solo era una cuadra la que había que tomar hasta la estación en que nos dirigiríamos por fin al centro comercial donde se hallaba la otra sucursal de la librería.

—Coméntame algo de ti —me sorprendí al decirle a Óscar.

—¿Algo como qué? —preguntó.

—Pues, no sé —dije—. Algo. Lo que sea.

—Bueno, pregúntame algo.

Lo pensé, pero no sabía qué preguntar la verdad, y para ser franco, ni si quiera me interesaba saber nada, realmente, acerca de él.

—¿Tienes algún pasatiempo? —pesquisé, para salir del paso.

No era una pregunta muy importante, la verdad, pero tampoco era algo que durante una conversación se menospreciara.

—No, la verdad. Aunque, toco la guitarra, no sé si lo calificarías como un hobbie.

Reí.

Era músico, y siendo objetivo, también apuesto. Era un partido de grandes oportunidades para quien quisiera.

Y en ello cavilaba, intentando mantener mi medidor social al margen de nuestra conversación cuando, de golpe, me vi en la obligación de detenerme en seco, pues una maravilla arcana captó la atención de mis ojos, una serie de colores tan hermosos que, parecía ser que solo en sueños antes había visto. Aquella gama de verde difuminado mezclándose con el calipso que secuenciaba al negro espacial hipnótico. Esa perfección, divina, por los ángeles creada para mi contemplación, que me hacía tiritar como un crío abandonado a las puertas de un santuario.

—¿Estás bien? —preguntó Óscar, confundido.

Pero yo solo reparé en la mariposa.

—Hola —me saludó sonriendo, hermosa.

Me quedé embobado. Completamente atontado.

—Hola —saludé, y Danielle, volvió a sonreírme.

Capítulo III

La mariposa Monarca

1

     Seré en extremo franco, querido lector:

No fue mucho, por no decir NADA, lo que Danielle y yo pudimos hablar.

Sinceramente, no había mucho de ella que llamara enérgicamente mi atención al punto de tener que mantener algún diálogo fluido cada vez que nos viéramos, ni siquiera su empatía y carisma, la benevolencia que envolvía su aura o la sonrisa majestuosa que me brindaba, incluso después de haber caído en mi candoroso engaño.

No.

Era solo por la mariposa.

Ese espléndido ser, divino, majestuoso, poderoso y tan delicado a la vez el que se adueñaba de mi atención. Si me preguntas directamente, mi único agrado de estar con ella podía ser estar horas y horas, días y noches, sin comer ni dormir, solo admirando, contemplando idiotizado el aleteo inerte que la Cola de golondrina de su clavícula, para mi emitía.

Sin embargo, como mencioné, nuestro segundo encuentro fue pasajero, fugaz como una estrella sin deseos que cumplir. Cada uno iba a lo suyo y nada más. Cada uno tomaba una dirección y esa era toda la historia. Ella se dirigía, presurosa, a la Plaza de armas para ver a una amiga, y luego de eso, ambas se irían por la avenida Moneda en dirección a la glorieta tras el Palacio de gobierno.

—Tengo algo —me dijo, segundos antes de emprender su rumbo—. Y creo que va a gustarte —agregó, alejándose de mí.

—¿Algo como qué?—, me pregunté, sin embargo, debido a su presuroso caminar, no pude sino responderle con nada más que una sonrisa.

Luego de ello, Óscar y yo caminamos otro par de metros en dirección al sur, entramos en la estación, recargamos nuestras respectivas tarjetas en un tótem para pagar el pasaje del metro en los torniquetes frente a las escaleras que bajaban al andén y encaminamos marcha ocho estaciones más al este, hacia la parada TOBALABA.

Por mucho frío que hiciera afuera, en el exterior, dentro del vagón en que íbamos —parados, por cierto—, el calor era asfixiante. Había un par de ventilas en el techo sobre nosotros que, en ese momento exacto, desembocaban un torrente leve de aire cálido que me tenía al borde de una disnea. Me sentía incómodo, viajando enteramente apretujado, con pasajeros en todas direcciones, con el brazo dormido de tanto rato que lo llevaba colgando para poder sujetarme y sintiendo la transpiración de mi cuerpo escurrir por entre la polera del uniforme de la librería y mis axilas.

—¡Cómo odio esta maldita cosa! —exclamé.

Óscar sonrió.

—Sácame de una duda —dijo.

—Claro —torcí levemente las comisuras de mi boca.

—Tú no eres de aquí ¿cierto? —preguntó— Me refiero, no eres de la región.

No puedo negar, en caso de que te lo estés preguntando, que me sentí tenuemente acechado por un segundo. Era extraño reparar en ello únicamente por una aversión al transporte público que, en lo que a mi concierne, en la región metropolitana era, es y será siempre un asco, sobre todo si los pasajes suben treinta pesos para volver al país en una revolución y mandarte a joder cada vez que las horas pico llegaban —ya que, las tarifas no eran fijas, las horas pico del tráfico son un tanto más caras que el resto de la jornada—.

—¿Tanto se me nota? —pregunté sarcástico.

Acto siguiente, el vaivén del vagón luego de una curva dentro de la ruta, produjo un arrebato en un muchacho de casi mi edad o la de Óscar más o menos. El individuo, a quien llamaremos «el ignoto» intentó, con reservada meticulosidad, sustraer algún artículo de valor que desconozco en uno de los pasajeros a quien, por el roce del movimiento, pasó a llevar y se dio enteramente por descubierto.

Exactamente igual que aquella mañana, se echó a correr por el pasillo escabulléndose por entre los viajeros, pasando directamente, otra vez, por mi lado, pero, en esta ocasión, dándome yo la oportunidad de mirarlo a los ojos, de sorprenderme al ver si podía encontrar algo más allá de su pupila, un rastro en el lóbrego pozo sin fondo de su retina que me indicara por qué como decisión de ganarse la vida, el hurto había sido su mejor opción. Era una pregunta para nada trivial, de modo alguno con restada importancia, sino por el contrario, completamente inquisitiva y profunda, por lo menos para mí. Digo, para salir yo a trabajar y darme el aire de gran ladrón, esperaría, con paciente anhelo un completo dominio en la escuela de las siete campanas. ¿En qué consiste? Pues, en simples palabras, el manejo excelso del saqueo, sin testigos de ningún tipo. ¿Cómo se estudia? Con un maniquí al que pones siete campanas. Si puedes quitarle la billetera al muñeco sin que suene ni una sola, entonces ya puedes salir a las calles.

Pero en sus ojos, solo vi tristeza.

Solo percibí frío y necesidad, acompañados de la voracidad insólita que la adicción encarna al consumirte los huesos.

Eso y nada más.

No pude rehuir de su camino, siendo yo víctima estrecha del impacto de sus manos al verme como un estorbo entre el matorral de personas que cerraban su paso, motivo suficiente por el que arremetió con un fuerte empujón que fue a lanzarme directamente sobre mi colega, quien, sin problemas fue capaz de recibirme y casi, digo casi, pasar de largo por entre las puertas del tren que lentamente se detenía en la tercera estación de nuestro trayecto.

Apoyado sobre el pecho de Óscar fui todavía capaz de distinguir un par de cosas a mi alrededor. La primera y más notoria, el corazón de mi compañero latía a 137 pulsaciones por minuto. Más que un latido, era un zumbido. La segunda, había un caos total dentro de los vagones en los que «el ignoto» de ojos tristes iba marchando hasta que se abrieron las puertas y pudo salir para mezclarse entre la multitud al punto que, de manera casi camaleónica, desapareció. La tercera, faltaban 5 estaciones más y, la maldita ventila del aire caliente acompañada de la tensa reacción de los individuos sobre el tren, la tan extraña postura en que me encontraba con mi compañero y esa sensación de ahogo producto del fervor que el momento además aportaba, habían detonado el defecto que sobre mi persona más odiaba desde que tenía consciencia: mi tartamudeo.

—Ya —dijo Óscar—, ya puedes soltarme —agregó, sonrojado.

Me separé al instante de él y, sentí un ligero ardor en la cara, un cálido hormigueo que ascendía hasta mis pómulos y algo que, me obligaba a mirar únicamente al suelo.

—Perdón —dije.

Luego de eso, la cuarta y más irritante puta observación: mi párpado izquierdo había comenzado a temblarme.

El pálpito que de vez en cuando obligaba a quitarme los anteojos.

2

Habiendo arribado a la estación y una vez afuera, el azote del viento en nuestros rostros fue inmenso. El aire de lluvia presagiaba un ambiente tormentoso: la ventada templada acarreaba un augur de agua que me encantaba, y a medida que caminábamos, en el trayecto, paso tras paso, más daba la impresión de que en la oscuridad combatiente con la luz artificial que reflejaba las marchitas hojas de los pequeños liquidámbares, el temporal aguardaba sonriente, ansioso, como en toda película de nostálgicas escenas románticas que, en verdad, nunca llegan a suceder realmente.

—Hace frío —dijo Óscar.

No contesté. Solo me volteé a verlo, arrugué levemente el entrecejo en señal de extrañeza. El ambiente era tibio. ¡TIBIO, POR DIOS!

—¡Qué exagerado! —comenté.

Aun a esas horas —no tarde, pero sí con una notoria ausencia de luz natural—, y con el mal clima que hacía, había todavía un par de pequeños puestos —algunos de ellos, ilegales—, apostados a las afueras de los inmensos ventanales de las grandes tiendas y farmacias que había camino al cetro comercial. Recuerdo como si hubiese sido ayer, el exquisito aroma de las rosas de colores, de los girasoles y calas, de las orquídeas rojas y amarillas junto a los tulipanes que adornaban la esquina contraria a los claveles frente a las azaleas y gerberas. Al centro de la pequeña florería en medio de la avenida, reinaban, espléndidas, una serie de azucenas de vivas coloraciones, adornadas alrededor con los delicados pétalos de las hortensias y astromelias, mientras en la parte baja, en pequeños baldes de pintura repletos de agua, sobresalían los crisantemos que embriagaban todo mi ser, que embargaban mi nariz y la aturdían de tan fragante seducción olfativa.

¡Ah! No podía mirar con odio o rencor tanta belleza. ¿Cómo es posible que el hombre prefiera las selvas de cemento, respirar del tubo de escape o vivir, por seguridad, encarcelado, mirando entre los barrotes de su balcón?

Mi trabajo podía encontrarse en la capital, pero no conseguía abotagarme más de felicidad cuando un día a la semana, cambiaba la vista de los edificios por las altas cumbres montañosas de mi valle, el smog capitalino por el aire puro, fresco y repleto del gorjeo de las aves y los barrotes del departamento por el patio trasero de mi casa, junto a un viejo quillay milenario.

Al llegar a la esquina entre la avenida que daba a la estación y la entrada del centro comercial, un pobre sujeto de unos cuarenta y algos nos pidió la hora, poco más adelante, un vagabundo me estiró la mano para darle alguna moneda, seguramente, o quizá algún comestible. No tenía mucho que ofrecer, metí mis manos a los bolsillos y le tendí mil pesos que, no era nada, para ser francos. Óscar le dio la misma cantidad y, miramos hacia la plataforma a la que debíamos acceder por medio de una escalera mecánica en la que ya nos encontrábamos y subía a media velocidad. Mirábamos embobados, como si no la hubiéramos visto nunca, la gran torre del centro comercial que a cierta distancia lograba simular un obelisco que, desde los pies a la aguja, alcanzaba los trescientos metros de altura. Era impresionante, realmente impresionante. Lo sé.

Una vez arriba, caminamos parsimoniosos mientras contemplábamos el mar de gente que iba de un lado a otro, de aquí para allá, de arriba abajo, yendo y viniendo. Había un par de guardias en la pasarela, observando a todo mundo, dando pequeñas zancadas mientras algo se decían a través de los radios que pendían de sus hombros, escuchamos el ruido de un camión bajo nosotros, el recolector de basura tocó el claxon y el puente aéreo se tambaleó como si de un sismo se tratara. Se me revolvieron las tripas, pero continué caminando normalmente mientras Óscar apretaba sus ojos y empapado en nervios se sujetaba de mi hombro haciendo de cuentas que yo era su lazarillo hasta que de una vez el movimiento hubo cesado, momento en el que por fin pudo continuar solo. Entramos en las dependencias del centro comercial y giramos a la izquierda. Buscamos unas escaleras que nos llevaran al primer piso y posterior a eso, nos escabullimos hasta poco antes de llegar al fondo del Costanera center. Vimos al Pingüino apoyado sobre la «A» mayúscula y las luces encendidas en toda la librería, entramos normalmente mientras la gente parecía haberse vuelto loca al interior del local.

—¡Chicos! —nos saludó una muchacha morena, de alta estatura y cabellos levemente rizados, con un mechón púrpura que bajaba por un costado y un piercing en su oreja izquierda.

—¡Ey! —saludamos al entrar— Este lugar es, una auténtica locura —observó Óscar.

—Por eso los necesitamos —sonrió la chica, como pidiéndonos disculpas— Podrían, por favor, ¿echarnos una mano con las consultas y ventas?

Accedimos instantáneamente.

Luego de eso, nos pusimos manos a la obra, y a medida que atendía gente, me percaté de una quinta observación desde lo ocurrido en el tren. A pesar de la cantidad de gente que se encontraba al interior de la tienda y lo vueltos locos que estaban buscando libros en las estanterías, el silencio parecía ser una exigencia escrita en mayúsculas, ya que toda conversación, se limitaba a un mero murmullo, casi imperceptible.

Resolví siete búsquedas en un lapso de diez minutos: «El perfume» de Patrick Süskind, nuevamente; «El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde» de Robert Louis Stevenson; «El coleccionista» de John Fowles; «Narraciones extraordinarias» de Edgar Allan Poe y tres libros de Stephen King que no estaban catalogadas —por lo menos por mi—, dentro de sus mejores obras. Vendí doce ejemplares mixtos, entre literatura romántica, fantástica y de ciencia ficción y agendé tres libros que no se encontraban dentro de la tienda ni de ninguna de nuestras librerías.

Al rato cerraron las puertas para evitar el ingreso de más clientes.

Se abrían únicamente para despacharlos luego de ser atendidos y se encontraran satisfechos con la compra o lo que sea que hubiesen andado buscando, y ya, casi media hora después; treinta y cinco minutos más tarde, quedaban un par de personas atendidas por Óscar y los otros empleados del local.

—¡Cielos! —exclamó la muchacha que nos había recibido, acercándose a mí.

—¿Siempre son tan concurridos? —sonreí.

—No mucho, pero hoy…, hoy fue algo exagerado.

Esbocé una leve sonrisa mientras contemplaba su piercing.

Le transpiraban las sienes.

—Te ves en extremo agotada.

—Sí, sí. Nunca trabajamos tanto, para serte franca.

Óscar se me acercó desde una esquina.

—Disculpen, chicos, pero, creo que no quedan ejemplares de «La metamorfosis».

—¿Kafka? —pregunté.

Óscar asintió con la cabeza.

—¡Oh! —exclamó la chica, cuyo nombre aún no sabía— Sí hay. Están en la bodega. ¡Voy por ellos!

Óscar me miró y luego a ella. Enarcó sus cejas y las movió en forma coqueta. ¿A caso me estaba insinuando algo?

—Eres un casanova —dijo.

—¡Claro! —dije en tono de burla— No es mi tipo. Y aunque lo fuera, sigue siendo una mujer.

Luego de eso, me callé, una mujer se me acercó y la atendí. Si Óscar había entendido o no mi referencia, era cosa de él, y en lo que a mi concernía, ya había dejado todo claro.

3

Faltaba poco para las ocho y media cuando solo quedaba el último cliente de la librería que esperaba su ejemplar de «La metamorfosis». En ese momento el Pingüino se apagó y, a pesar de todo, dimos un grito de señal de victoria y los vítores continuaron unos breves segundos más hasta que por fin se hizo el silencio.

—Gracias al cielo —susurró la chica, que aún no me daba su nombre.

Me acerqué a Óscar y conversamos un momento antes de que nos dijeran que podíamos irnos, pero, si podíamos ayudar a ordenar los ejemplares que la clientela del día había dejado tirada por ahí, en secciones distintas, nos lo agradecerían mucho.

—Tú vas a querer quedarte —insistió Óscar, dándome a entender que no había captado mi indirecta de hacía un rato.

—¡Joder! —reí— Si ni si quiera sé cómo se llama.

Me miró perplejo.

—Es un chiste, ¿verdad?

—¿Por qué lo dices? —pregunté.

—Sabes que tienes una placa en el pecho con tu nombre ¿cierto? —me dijo.

¡Demonios!

En ese momento me sentí más idiota que cuando olvidé mencionarte mi tartamudeo, querido lector. Era cierto. Todos tenemos una placa con nuestro nombre, y yo nunca reparé en la de ella. Tengo memoria eidética, pero ¡cielos!, no puedo recordar finamente algo en lo que no clavé precisamente la mirada.

Ella se acercó a nosotros con unos pocos libros en las manos, se los tendió a Óscar y reparé, por fin, en la placa de su pecho: Patricia.

—¿Y bien? —pregunté.

—Hace un poco de calor ¿no crees? —exhaló.

Luego de ello, sentí un latido inquieto, una palpitación de mi corazón que hacía retumbar las oscuras y desoladas grutas del olvido en que se encontraba. Pareciendo perdidos, mis ojos bicolores se clavaron directamente en la clavícula y el hombro de Patricia quien, mientras se quitaba la chaqueta producto del calor, me hizo notar el tatuaje en el que aparecía un precioso ejemplar de mariposa Monarca, posada sobre el huesudo dibujo de su extremidad, donde una azucena reinaba al costado de su cuello y de ella, brotaban pequeñas gotas de sangre que el exquisito lepidóptero bebía. Sangre, sin más, común y corriente, rica en glucosa y sodio, esenciales en la dieta de casi todas las mariposas, y que nuestro torrente tiene en una cantidad considerable, al igual que las frutas.

¡Oh, magnífica naturaleza!

—En cinco minutos me dará frío —rio Patricia.

Me quedé hipnotizado, observando la perfección del tattoo, los finos bordes de las patas del ejemplar, donde advertía claramente los cinco artejos que sin problemas podía identificar: coxa, trocánter, fémur, tibia y tarso. Sin el menor óbice, en el primer par de extremidades, percibí, además, el pequeño apéndice laminar en las tibias que, mis queridos insectos utilizan para limpiar sus tiernas antenitas y espiritrompa: la epífisis.

¡CIELO SANTO!

Esto sí que era realmente hermoso y digno de contemplar.

—¡Wooow! —exclamó Óscar, acercándose a Patricia y a mi— Quién lo diría.

Patricia se lo quedó mirando.

—¿Qué cosa? —preguntó, confundida.

Mi colega señaló la mariposa de su hombro.

—Serás su tema de conversación por un par de días o más —rio al instante.

—¿Y eso? —pesquisó Patricia, arrugando el entrecejo, y torciendo levemente las junturas de su boca en señal de azorada sonrisa.

Yo reí casi imperceptible. Estaba seguro de que Óscar daría paso a la conversación que yo no sabía cómo iniciar de forma natural. No sin levantar alguna clase de sospecha. No sin esparcir en su consciencia la semilla de la inquietud.

—Es un lepidóptero… maniaco… ¿filo? —apuntó Óscar con sonora dificultad al pronunciar un término inexistente.

Patricia se quedó boquiabierta. Yo no sabía qué pensar, ni qué estaría pensando ella. ¿Óscar la había cagado acaso? ¿O algo peor?

Me puse nervioso.

—N-no no s-soy f-faná-ti-co —tartamudeé—. S-so-lo l-las c-co-lecci-ono c-co-mo en-t-tre-etención.

Patricia pareció sorprenderse.

—¡Vaya! —exclamó— ¿Por qué tartamudeas? —preguntó luego.

—M-me p-pa-a-pasa c-cu-cua-cuando es-t-t-toy ner-vioso —respondí.

—Tranquilo. Creo que, las mariposas son una filia poco común hoy en día —observó— Así que, ver a alguien que las coleccione, es algo interesante.

Sonreí.

¿Me consideraba interesante?

—A ver —dijo—. Pongamos a prueba tus conocimientos.

Óscar se volteó riendo.

—No lo hagas —opinó.

—¿Puedes darme algún detalle sobre esta mariposa?

Pensé en mi mente.

Cerré mis ojos y miré hacia atrás. Recordé el pasado, tan vívido y tangible como mi memoria absoluta me permitía. Aquel castigo que me había permitido recordar nítidamente pasajes que, duramente en mi niñez, supliqué a los Dioses poder olvidar. Me vi en más de una ocasión leyendo centenares de detalles sobre las mariposas, Alas de telaraña, Cebra, Reina, Hada, Pasionaria mexicana, Pasionaria de alas largas.

La mariposa Monarca.

—La caracteriza una fina belleza —dije, perdido en la mirada de Patricia, dejándole entrar en las ventanas bicolores de mi alma—. Tienen un patrón de colores que, las hace finamente reconocibles, querida. Las bordean leves salpicaduras de blanco amarillento, con trazos lineales laberínticos que separan en las alas superiores una extremidad y tres pequeñas partes que, asemejan vitrales, en las alas inferiores poseen una característica similar que las hacer ver tan simétricamente perfectas y hermosas. Tan de ensueño… ¡Aaah! Los patrones de la hembra son más delgados que los del macho, te diré. Estos trazos lineales son un poco más gruesos en la hembra…

—¡Eso es int…!

—El macho, por otro lado, es ligeramente más grande. En las alas inferiores, posee dos pequeños puntos por los que emite una feromona, y que lo diferencian a grandes rasgos de las hembras.

«Asumiré que, sabías que la mariposa Monarca ha sido introducida en Nueva Zelanda y Australia, en el Atlántico es residente de las Islas Canarias, Azores, Madeira y Andalucía. ¡Y es toda una inmigrante ocasional en Europa occidental!

Existe una leyenda, ¿saben? Que logró enamorarme de la mariposa Monarca. Según la creencia de las culturas prehispánicas, las mariposas Monarcas eran el espíritu del bosque, que volaban desde el otro mundo y en el que viajaban, posados en sus alas, todas las almas de los fieles difuntos, desgarrando así el inframundo de la tierra de los vivos y, arribando aquí gracias a ellas más o menos en vísperas del día de muertos en México.

Su hermosura es…, exquisita —exhalé, suspiré, cual amante de Shakespeare enamorado».

Óscar y Patricia me quedaron mirando atónitos, al igual que Danielle aquella mañana. Sentía en lo profundo de mi ser que, amar tanto a las mariposas hoy en día podía marginarme más de lo que las marcas del colegio se me habían clavado en la espalda hacía años.

—¡Cielos! —exclamó Patricia.

—¡Wow! —agregó Óscar, boquiabierto.

—Para serte sincera, no pensé que tu pasión fuera tan… tan…

—Extrema —terminó Óscar.

Arrugué mi entrecejo en señal de duda.

—Las mariposas son un arte, y como todo arte, hay que amarlas.

—Amarlas, sí, completamente de acuerdo, pero ¿no te da miedo que llegue a ser un poco… obsesivo? —consultó Óscar, raspándose los hombros con las manos opuestas, como si de un escalofrío se tratara.

¿Obsesivo? ¿Mis mariposas obsesivas? Sentí el palpito involuntario de mi párpado izquierdo luego de aquella pregunta.

¿Quién en su sano juicio podía llegar a preguntarme tal cosa?

Reí ante su pregunta.

—¡Jamás! —exclamé, quitándome los anteojos y dejándolos sobre el estante de libros en que estábamos— Creo firmemente que, ninguna obsesión es mala, si se encuentra dentro de los parámetros que tu cordura te permita.

Y se hizo un frívolo silencio, acompañado de un imperceptible pestañeo de las ampolletas del local.

¿Una baja del voltaje?, ¿una tormenta?

—¡Ya lo sabes, nena! —exclamó Óscar, mirando a Patricia— Ahora te transformarás en parte de su colección.

Y fue esa frase la que retumbó profundamente en mis tímpanos. Mientras ellos se alejaban, resonó el eco de aquella idea, inmiscuyéndose como un parásito al interior de mi cabeza, provocándome una angustiosa inquietud y alterando en mis sentidos el deseo de poseer para siempre, para toda la eternidad, conservada más allá de los dominios de mis recuerdos el espécimen que Patricia llevaba consigo. En mi cabeza nadaban las ideas, en la fina bruma del germen de la obsesión, la forma en que podía, sin más que por simple anhelo de contemplar su belleza, hacerme del tatuaje de aquella mariposa Monarca, que, hasta ese momento, no me servía del todo si no lograba, como ya había hecho con mis otros ejemplares, contar con el respectivo macho de su especie.

Y en silencio me quedé, con la mirada perdida, con mis ojos bicolores siguiendo imperceptiblemente el aleteo de la mariposa, protegiendo celosamente y mansalva en un rincón de mi mente, la idea de que llegaría, sin lugar a duda, a ser mía.

4

La soledad desbordó la tienda cuando no pude más que buscar, frenético, la forma de mantener el contacto con Patricia.

Tenía que encontrar, a cualquier costo, la solución a esta problemática, puesto que estaba cien por ciento decidido a volver a verla, a volver a ver su tatuaje, a tocarlo si era posible, a hacer lo que fuera necesario.

Así fue como entonces, a minutos de cerrar el local, cuando eran ya pasadas las nueve y fracción, me acerqué hasta ella y amablemente solicité me dejara verlo una vez más.

—¿Estás listo? —preguntó Óscar, puesto que nos iríamos juntos hasta poder hacer yo el cambio de línea del metro y él continuara con su trayecto.

—¡Dame un segundo! —dije.

Me acerqué a Patricia y, la miré fijamente a los ojos a través de los cristales de mis lentes.

—Patricia, espera —le llamé.

Ella se volteó, antes de salir de la librería.

—Esto…, te quería hacer una pregunta —dije con absoluta y real timidez.

Sonrió.

—Dime Pata, o Paty. Patricia suena muy, no sé. Formal y extraño.

Sonreí.

—Pata ¿me dejarías, por favor, sacarle una foto a tu tatuaje? —pregunté con la mayor dificultad que pude haber antes solicitado tan osada petición.

Ella se rio a carcajadas.

—Por favor —rogué—. Se merece una mención en mis historias destacadas de Instagram. ¡Te etiquetaré! ¡Lo juro!

Ella accedió, de modo que se quitó la chaqueta y me enseñó el tatuaje de la mariposa Monarca hembra que tenía en su hombro y clavícula.

—¡Debes etiquetarme! —dictó con renombrada importancia.

—¡Claro! —accedí inmediatamente, lo que significaba saber un poco más de ella, y tener el más minucioso acceso a su quehacer diario.

—¡Oye! —exclamó luego— Ya que yo tengo un ejemplar hembra en mi hombro ¿no te gustaría sacarle una foto al ejemplar macho? —me preguntó.

—¿Al ejemplar macho? —pesquisé, con la notoria impresión de que me estaba tomando el pelo.

—¡Por supuesto! Mi novio me está esperando afuera y, pues nos hicimos esto en nuestro primer año de aniversario. Puedo decirle que te enseñe su tatuaje y, le sacas una foto a él y luego a nosotros dos. ¿Te parece? Será una oportunidad única ¿eh?

Y entonces, nuevamente esa sensación. Ese sentimiento. Ese loco y perturbado deseo común que me gritaba, ansioso que la mariposa tenía que ser mía.

¡Y eran dos! Dos ejemplares de Monarca los que podían llegar a estar frente a mis ojos y que producían en mí aquella abrasadora necesidad de poseerlas. De capturarlas de alguna manera. ¡MALDITA SEA!

Fuera como fuera. A viva voz y a plena vista. Con el grave y severo sigilo del gato que acecha al ratón.

Instantáneamente mi meta, el sentido de mi vida se valía de capturar a los dos ejemplares de esta especie.

Y sin darme cuenta, la cacería había comenzado.

Capítulo IV

Instinto

1

     Jason, la pareja de Patricia, resultó ser un sujeto bastante agradable, mayor que ella aparentemente, de unos veintisiete o veintiocho, más o menos, trigueño, de barba afeitada pero gruesa, de contextura atlética y ojos verde oscuro que combinaban extrañamente con toda la mezcla de su apariencia.

Me permitió mirar su ejemplar tatuado y, pude corroborar, si es que no sabían ellos lo que se estaban grabando en la piel, la experticia del tatuador al haber detallado los rasgos más notorios entre macho y hembra tanto en Jason como en Patricia.

A ella le hizo la mariposa un poco más pequeña, y las rayas laberínticas de las alas levemente más gruesas, en tanto a Jason, su ejemplar era más grande y de rayas delgadas, mientras que, en cada ala inferior, agregó con minuciosa exactitud como diferencia masculina principal, el punto negro por el que el Monarca emite sus feromonas.

—¡Grandiosas criaturas las mariposas! —dije una vez hube capturado un par de fotos de la clavícula del sujeto.

—¡Nos etiquetas! —insistió Patricia.

—¡Claro, claro! —farfullé— Lo haré.

En ese momento ambos me dieron sus perfiles de Instagram y, en el perfil de Jason noté un pequeñísimo detalle que me dio un leve hálito de buena compañía.

—¿Argonauta? —le pregunté, notando el nombre de su perfil en la red social.

—Sí, sí —asintió él.

—¿Cómo el mito de Jasón y los argonautas? —pesquisé.

—Exacto —asintió de nuevo mientras sonreía.

—Es curioso —dije—. ¿Sabías que, el nombre Jason es de origen griego? Significa curación o que goza de buena salud.

Ambos me sonrieron.

—Por otra parte, los argonautas fueron héroes que navegaron desde Págasas hasta la Cólquide en busca del vellocino de oro comandados por Jasón. ¡Fascinante! El término argonauta procede del latín argonauta y este, a su vez, del griego Argó que era el nombre de la nave y naútes que significa marinero.

«Argo fue también el nombre del constructor de la nave en que viajaron y que se relacionaba etimológicamente con el nombre argós… que significa rápido —volví a farfullar—. L-lo siento. Es extraño hablar de esto. ¿no es así?»

Tanto Patricia como Jason agradecieron la información mientras reían y luego se despidieron. Encendieron la motocicleta y yo me dispuse a marchar mientras ellos se alejaban. Óscar me esperaba en la esquina de un ascensor que había para subir hasta la plataforma por la que debíamos cruzar hasta la cuadra siguiente y, luego de pasar y sentir las tripas revolviéndose de nuevo producto del tambaleo, bajamos las escaleras mecánicas y nos encaminamos rumbo a la estación para irnos por fin cada uno a su casa.

—Bien, entonces, tú te vas directo ¿no? —pregunté a Óscar.

—Sí, así es —respondió, mientras caminábamos por la ya poco concurrida calle, camino a la estación del metro— ¿Y tú?

Pensé.

—También. Hoy estoy agotado al máximo.

—Estupendo —exclamó Óscar—. Entonces, ¿nos vemos mañana?

Mi mente en aquel instante caviló. ¿Y si, lo iba a dejar a la estación? Así podría yo asegurarme de que no me siguiera, de que no supiera qué tren tomaría luego de que él se marchara. ¿Podría acaso llegar a seguirme? ¡Claro! Pero ¿Por qué? ¿Sería posible que… que lo hiciera?

De modo tal fue que, me encaminaría con él directo a la estación y bajaría con él las escaleras hasta el andén.

—¿Subirás en esta parada? —me preguntó.

—¡No, no! —sonreí— Debo ir al andén de la línea 4, pero, aprovecharé de ir a dejarte.

Él también sonrió. Un trueno partió los cielos y al cabo de un rato, las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer sobre nosotros, cuando aún nos quedaba media cuadra que caminar.

Historia corta: esa media cuadra la terminamos corriendo. Él no era atlético ni yo tampoco, pero ambos éramos de contextura delgada y, a mi para nada pretencioso juicio en cuanto a la forma de mi cuerpo, aquello era algo que ayudaba bastante al correr bajo la lluvia.

Como ya había recargado su tarjeta durante la tarde, previa salida hacia al centro comercial, se dirigió directamente a los torniquetes que permitían el acceso hacia el andén y allí, me di el tiempo de bajar con él. Cuando sentimos la vibración subterránea que indicaba la llegada del tren, me le acerqué y estreché su mano, él contestó el saludo cortésmente y luego de ello, las puertas del vagón frente a si, se abrieron, entró lánguidamente producto del cansancio y volvió a despedirse.

—Me gustan los chicos —dije luego, a modo de despedida.

—¡Qué! —dijo él, sorprendido, intentando salir del vagón justo cuando se había iniciado el cierre de puertas.

—Por eso Patricia no es de mi tipo.

Me quedó mirando con el ceño fruncido.

—¡No traes puestos tus anteojos! —me gritó.

Si supiera que con inclemente fin los había dejado sobre el último estante de libros donde estuve. ¡JÁ!

Pensé entonces, mientras se marchaba el tren que, había algo que necesitaría en excedencia de parte de él, y que él tenía que ignorar grácilmente. Precisaba, cuanto pudiera, de su apacible y grata compañía, la que pudiera corroborar cualquier ubicación mía en un futuro cercano si es que estaba yo, real y plenamente seguro, que ya estaba enormemente convencido que así era, para hacerme con las mariposas de Jason y Patricia a cualquier precio y, creía firmemente que aquel tema de conversación bastaría para tenerlo cerca mío.

2

Cuando se cerraron las puertas del vagón de Óscar y estuve cien por ciento convencido de que ya no volvería a verlo hasta la mañana siguiente, después de que un segundo tren se hubiera marchado, recién me dirigí yo a la combinación con la línea 4, que era en la que debía esperar mi transporte y en el que llegaría pronto a casa de Amalia, una amiga de la familia para la que siempre fui bien recibido y que, durante el día, cuidaba y daba atención al más precioso tesoro que hasta entonces yo tenía: Titán, mi gato.

Podía sentir en los huesos la voracidad implacable de la tormenta, cruzando de lado a lado los cielos y tiñendo de azul blanquecino las cargadas nubes en agua cada vez que los rayos acoquinaban a todo aquel que en ella reparara.

Era perfecta. Sin dudas.

El frío había aumentado considerablemente y, en lo que caminaba, aletargado por entre las entradas y salidas de la estación, escuché el bullicioso llegar de un metro, de modo que apresuré mi paso, subí de dos en dos los peldaños de las escaleras y alcancé a entrar en un vagón justo antes de que cerraran las puertas automáticas.

La concurrencia era escasa —un par de personas, cuatro pelagatos en los que no reparé de un lado, otras viejas en una esquina y dos o tres personas de pie, afirmadas en los tubos frente a las puertas—.

Desde aquel punto, mi marcha intensa sería de casi cuarenta minutos hasta pasar las catorce estaciones que quedaban antes del paradero TRINIDAD, donde podría bajar tranquilo y, caminar bajo la lluvia alrededor de dos cuadras hasta poder llegar por fin a casa y empapado hasta el espíritu, ya que, lamentablemente no contaba con que lloviera, razón suficiente para no haberme hecho de un paraguas aquel día.

Debido al poco público dentro del vagón, logré encontrar un asiento desocupado mucho antes de llegar a la primera estación después de haber subido. Puse mi bolso en mi regazo y saqué de él mis audífonos blancos para escuchar un poco de música y evitarme el irritante murmullo de la gente conversando a mi alrededor. Aburrido y extenuado por el día de trabajo, me animé a revisar entre mis redes sociales y visualicé una burbuja de diálogo tanto de Jason como Patricia preguntándome por la etiqueta, razón por la que, acto seguido, busqué y subí las fotos respectivas de cada uno a mis historias destacadas de lepidópteros y les etiqueté tal y como había prometido.

Agregué un par de datos curiosos en cada una de las fotografías:

«Mariposa Monarca macho: alas con menos escamas negras sobre sus alas. Poseen un punto sobre las venas de sus alas para liberar feromonas. Son ligeramente más grandes.

Mariposa Monarca hembra: alas con más escamas negras sobre las venas. Son más pequeñas que el macho.

Esta clase de lepidóptero puede volar hasta 4,345 kilómetros y, en tiempos de reproducción viven de dos a cinco semanas. Los huevos eclosionan de cuatro a seis días en temperaturas promedio de primavera o verano».

Tras pulsar el botón para publicar en mi historia y luego guardarla en las historias destacadas, pasaron alrededor de veinte minutos, unas cuatro estaciones más o menos cuando recibí un mensaje a través de la plataforma pero que, debido al cansancio y la música que me embobaba por completo, no reparé en él.

Era extraño ser sociable con alguien a quien apenas conocía de hacía un par de horas, pero reconozco que no era desagradable. No del tipo «genial, tenemos que salir a tomarnos algo», pero sí como para entablar un leve diálogo en las horas de trabajo en la librería.

Llegando a la estación PLAZA EGAÑA —con combinación para la línea 3—, revisé por fin el móvil y me digné en contestar el mensaje a través de Instagram.

Luego de eso, no por temor a pasarme de mi parada sino por la celosa costumbre de las primeras semanas que viví en la capital, abrí en mi teléfono la aplicación de Google Maps e ingresé los datos de mi recorrido, ajusté la alarma diez minutos antes de lo que la app me decía que tardaría en llegar a mi destino y cerré los ojos, concentrándome únicamente en la música que traía puesta.

Quedaban nueve estaciones más y, la verdad dudaba que fuera a dormirme, pero, también temía a la posibilidad que mi confianza jugara vilmente conmigo y terminara llegando a PLAZA PUENTE ALTO tan solo por haber cerrado mis ojos.

Poco antes de las diez de la noche, sentí una nueva notificación de las burbujas de diálogo.

¿Tenerlos ne la tienda? Asumí que debió tratarse de un error al teclear. El TOC no me ayuda mucho con eso ¿sabes? Tiendo a revisar cada mensaje un par de veces antes de enviarlo. Saber que algo va mal escrito me atesta en pánico y aquello produce también, el leve golpecito en mi párpado y luego con los nervios, el tartamudeo y por consiguiente la historia que ya conoces.

Tardé un poco en contestar, en primer lugar, porque no sabía qué decir, ¿Que había sido agradable para mí también?, ¿que esperaba que volvieran a llenarse de gente para ir en su auxilio otra vez? ¡No! ¡Claro que no!

Eso fue todo de lo que fui capaz de escribir en el móvil.

Desde la ventana podía ver los rayos que cruzaban de lado a lado por el cielo, decorando en azules raíces cuál fisura de lago invernal que me recordaban por algún extraño motivo a la Mariposa de cristal.

Luego recordé mis anteojos.

¿Sería acaso buen momento para preguntar por ellos?

Nadie respondió.

El camino continuó, extenuante y asfixiante hasta que logré encontrar una lista que tenía todas las características para ser buena en Spotify, razón suficiente para darle Play. Y en eso estuve, al son de los truenos y relámpagos que surcaban el cielo, entre los rayos que revestían de azul eléctrico el firmamento que abrazaba la región metropolitana y al puro estilo de something happened on the way to heaven, con Phil Collins alegrando un poco los momentos previos a mi bajada del tren cuando un sonido me notificó a través del audífono del teléfono e interrumpiendo una excelente canción, que tanto Jason como Patricia habían compartido mi historia de sus mariposas.

Patricia había puesto una canción de Morat, en tanto Jason, cuya historia fue la que me conmocionó nada más verla, solamente compartió la fotografía y agregó la hora —22:22—, la temperatura —7° C—, una etiqueta para Patricia y algo que nunca en mi vida imaginé que podía hacer.

Imaginé que había puesto solo para mí, en esa historia, el lugar exacto donde se encontraba.

Grande fue mi sorpresa y no pude evitar sino pensar en que los Dioses me estaban regalando la oportunidad de volver a ver la mariposa. De volver a deleitarme con su belleza y para ello, únicamente tenía que cruzar el andén. Tenía que bajar y cruzar. Tenía que hacerlo en ese preciso momento, cuando el avizor instinto de la caza hubo encontrado el rastro de la presa.

Según la ubicación que había publicado en la historia, él se encontraba en cierto punto de la comuna de Maipú donde la estación DEL SOL era mi mejor opción de arribo, yo en tanto, habiendo llegado recién a TRINIDAD, tendría que, por divina conmiseración que los seres celestiales tuvieron conmigo, aguardar durante tres estaciones y solo hacer una combinación con la línea 5, que me llevaría directo a casa de Jason.

Directo a su ventana.

¡JA, JA, JA!

¡Oh, sí!

Directo hacia él.

3

Dos estaciones luego de TRINIDAD, hice el cambio de andenes y esperé el próximo vagón de la línea 5 que me llevaría hasta mi destino.

Guardé la ubicación de Jason en el móvil y acto seguido, abrí la app de Google Maps, la ingresé sutilmente y marcó en la pantalla la ruta desde la estación de mi arribo.

El vagón iba casi vacío de no ser por un par de individuos.

En la estación ÑUBLE bajaron un par de personas y subieron otras tantas. En la siguiente fue lo mismo. Ambos paraderos eran combinaciones con otras rutas del metro. Cruzamos BAQUEDANO, combinación con la línea 1 y posterior a ello, continué esperando. Ansioso.

A la altura de PUDAHUEL, sentía mis manos entumidas, no por el frío, sino por el descarado temor y ansias que el ver a Jason entre la oscuridad me producía. Era casi morboso y excitante pensar que estaría frente a él, sin que lo supiera, observándole el pecho desnudo aguantando el inmensurable afán de tocarlo, de rosar la piel de su tatuaje con las yemas de mis dedos, consumidos por la baja temperatura.

Llegamos a LAGUNA SUR y tan solo faltaban para mi atraco a la intimidad de quien podía decir, era mi víctima, solamente tres estaciones. El nerviosismo se apoderó enérgicamente de mi al punto que, incluso en mis pensamientos estaba tartamudeando, divagando entre ideas sobre qué se sentiría estar allí, o qué haría luego dé.

Obliteré como pude todas mis ideas y cuando por fin tuve la mente en blanco, ya era hora de bajar.

La estación era subterránea, así que busqué por todos lados la salida al exterior y, mientras caminaba, abrí el mapa del móvil para saber exactamente a donde moverme una vez que estuviera afuera. Y grande fue mi sorpresa al tener que caminar por una vereda frente a la estación a mano izquierda, unas dos calles bajo la tormenta, para finalmente, toparme frente a una pared de por lo menos dos metros de altura y en cuya acera, había un sinfín de árboles a los que treparse.

A los que treparse, justamente.

Y así lo hice.

Me trepé al árbol más próximo a un lado del portón de madera, rústico, pero bien reforzado de la entrada, por donde entre las junturas observé una motocicleta que reconocí únicamente por la patente que había visto cuando Jason y Patricia se habían marchado.

Con extremo sigilo, tomé una piedra de mediano tamaño de entre el pasto que cubría las tazas de los árboles, la aventé hacia adentro y no escuché ruido alguno proveniente ni del interior de la casa ni de afuera que asemejara a un perro.

Al parecer, por lo menos en ese momento, no había mascotas.

Me hice hacia las ramas del árbol por entre el tronco en lo que el agua continuaba empapándome a mares. Aventé esta vez una rama del árbol y nuevamente no hubo más ruido que el gorgoreo de las gotas estrellándose en las pozas que la lluvia había formado en el patio.

Observé en todas direcciones si había algún lugar seguro por donde bajar y por el que subir nuevamente para marcharme al rato después.

Al lado del portón había un pequeño montículo de ladrillos que podría servirme, pero para eso, tendría que caminar unos dos metros sobre la pared y desde ahí, tirarme hacia las baldosas.

Me arriesgaría. Sin dudarlo.

Salté desde una rama cercana a la pared y procuré no perder el equilibrio entre el viento y la lluvia. Bajé luego hacia los ladrillos y estuve adentro. Así de sencillo.

Las luces de solo una habitación estaban encendidas.

Caminé, completamente consumido por el frío y el nerviosismo de la tormenta de emociones que consumían mi corazón y gritaban en mi consciencia que las mariposas me hacían extremadamente feliz.

Crucé el charco que había frente a mí sin preocuparme si quiera por mojarme los pies. Ya estaba completamente empapado ¿qué daño haría humedecerme un poco más?

Me instalé bajo el estacionamiento, seco por fin, y miré a través de la única ventana por la que salía un poco de luz. Jason también tenía en su poder un lujoso Mercedes Benz de no sé qué año ni qué modelo, que descansaba bajo techo, y del cual me cuidé sobre todas las cosas ya que, algo me decía, inquieto que, si solamente rozaba un neumático del automóvil, se accionaría el sistema de alarmas.

Las cortinas blancas me permitían ver levemente hacia el interior de la habitación, pero, no había nadie. Solo se veía el cuarto vacío. La luz y televisor encendidos, pero nada ni nadie más.

Respiré dificultoso, pensando en marcharme. Por más de un minuto sentí que mi viaje había sido inútil. Pero mis deseos de marcharme se limitaban únicamente a aquello. ¿Miedo de estar invadiendo propiedad privada? ¡Claro que no! ¡Para nada!

—¡MIERDA! —exclamé embravecido por la situación, golpeando la pared baja de la ventana y en el momento justo cuando una de las puertas del interior de la habitación se abría.

Jason se asomó por ella con una toalla a la cintura, con otra secándose el cabello y en su mano derecha, el móvil.

Mi homosexualidad quedó inhibida sobre mi deseo de ver a la mariposa Monarca. Jason era atractivo, claramente. Aun así, verlo semidesnudo no despertaba ni provocaba en ese momento en mí, ninguna clase de deseo sexual frenética que me obligara a intentar algo. No.

Posó la toalla con que secaba su pelo sobre el hombro en que tenía el tatuaje, así que no podía ver nada. Bloqueó completamente la visual de este, y me enfadé por ello.

—¡Demonios! —exclamé en un murmullo.

Arrugué el entrecejo ante tal situación condenada por la mala suerte, apreté con sorprendente hastío los dientes y volví a empuñar mi mano cuando una llamada emergió del móvil que tenía en mis bolsillos.

Sonó durante un breve instante el inicio de la sonata en Sol menor de Bach. La dulce pero tristona melodía del círculo de quintas, jugando en la escala de sol menor amodorró increíblemente mis sentidos. Era hermosa, casi tanto como una mariposa.

La llamada era de Amalia.

No tuve otra opción más que cortarle.

Me asusté increíblemente y saqué el móvil al instante de mi bolsillo, pulsé en la pantalla la barra de atajos y activé el modo vibrador. Una gota de sudor pasó por mi sien derecha y resbaló hacia la patilla, luego otra, pero, esta vez, debido a un pálpito producto de la presión de la sangre, esta llegó justo a la comisura de mi ojo. Un pequeño efecto debido a un diminuto cambio en la ecuación. La teoría del caos, o como a mí me gusta llamarla en particular, dejaré que tú averigües eso, querido lector.

Solo diré que es un término hermoso.

Entonces fue cuando la mirada de Jason se desvió a la ventana. Me congelé producto del pánico y, como pude, me acuclillé hasta llegar lo más abajo del marco del ajimez. Me apegué a la pared y respiré lentamente en lo que, durante ese instante, en mis pensamientos solo brillaba la idea de que, al asomarse lo más cerca que pudiera a la claraboya, podría ver el reflejo de la mariposa en los ventanales del auto frente a mí.

Sin dudarlo ni un segundo.

Mi corazón palpitó fuertemente.

Sentía la sangre circular por mi cuerpo, calentando cada extremidad, hirviendo al punto que percibía cómo quemaba cada artefacto que tocaba.

Jason se acercó, se hizo paso tras paso cada vez más cerca de la cortina y, sin más, la descorrió. Miró hacia afuera y por un momento, sentí que, desde allí, podría ver mi rostro en el reflejo del negro color del Mercedes Benz al lado de su recámara.

Mi aparato motor en aquel momento dejó de latir.

Juro por Dios que me mira que sentí cómo la sangre dejó de circular por mi cuerpo y el frío se apoderó al instante de cada miembro que hacía apenas un instante, evaporaba el hielo.

La mirada de Jason se clavó en el automóvil, miré su reflejo en completo silencio, sin mover ni un músculo, sin respirar ni un leve momento. Apreté mis ojos al máximo mientras el sudor resbalaba por mi cara y entreabría los párpados únicamente para ver su reacción.

Sostenía las cortinas descorridas con sus manos abiertas, noté el abundante y grueso vello de sus axilas, los rizados mechones de su pecho color tostado que bajan por su abdomen y la mirada verde oscura que combinaba con su barba afeitada pero gruesa.

Sus ojos se guiaron con la mirada bicolor de los míos, pero por algún motivo que desconozco, no reparó en mí.

La toalla seguía en su cintura y hombro, obstaculizándome la visual hacia el ejemplar de Monarca de su clavícula.

—Quítatela —dije para mí—. Vamos, ¡quítatela!

Soñé con los ojos abiertos mientras él seguía mirando hacia afuera.

Estiró su mano derecha hacia su hombro izquierdo, y tomó la blanca toalla con fuerza, se secó un poco la cara y luego aventó el rizo hacia la cama.

—¿Qué mierda? —logré escuchar apenas, mientras seguía mirando hacia afuera.

La toalla de la cintura comenzó a soltársele.

El sonido de un teléfono fijo sonó de fondo y, por causa de un leve salto tal vez, producto del susto, la tela que le cubría desde la cintura hacia abajo, terminó cayéndose completamente al suelo, y al encontrarse solo, no reparó en la menor complejidad del tabú que puede considerarse estar desnudo en tu propia casa.

Noté el crespo y abultado vello púbico que combinaba con el de su abdomen, el grueso calibre de sus órganos genitales y el bien formado trasero, producto posiblemente del ejercicio que hacía.

Aguanté la respiración.

El sudor se paseaba nuevamente por mi frente, por mis párpados, por toda mi cara, saboreaba con mi lengua las gotas saladas de transpiración que rozaban mis labios resecos y sentía a gusto el crepitar armonioso de la lluvia tormentosa sobre las planchas de zinc del techo bajo el que estaba.

En mi pecho, implacable palpitaba la corazonada que me decía, que gritaba, poderosa y encolerizada que debía asomarme nuevamente a la ventana, con cuidado, con extremado sigilo, mostrando únicamente mis ojos empañados por el frío y la emoción.

Solo vi, a través de las cortinas descorridas los redondos glúteos de Jason mientras al fondo de la habitación, de espaldas a mí, sostenía el aparato receptor en su oído derecho. Balbució un par de cosas que no entendí, que no escuché. Su mirada parecía normal y sincera, al igual que durante la tarde, se volteó nuevamente hacia la ventana y pareció restarle toda importancia al motivo primario que en su momento lo hizo descorrer las cortinas.

Reparé nuevamente en el abdomen plano y empapado, en el trigueño color tostado decorado con el vello rizado que conectaba con el de su pecho, axilas y genitales, al punto de hacerme salivar. Silencioso, miré, observé su tórax desnudo de arriba abajo y el perfecto estado de la mariposa Monarca que sobre él se derramaba en tinta, alimentándose de la sangre que manaba de la azucena al lado de su cuello.

¡Por los Dioses!

Era divinamente digno de un enmarcado a fin de convertirse en la pintura de un olvidado y desconocido Dios griego de la belleza, de la culpa placentera de las parafilias atribuidas únicamente a su persona, a los espléndidos adornos que decoraban su cuerpo, a todo su ser, lujurioso que, hasta aquel momento, no había conseguido lo que en ese instante:

Hacerme jadear.

Las mariposas para mí nunca fueron ni son ni serán una parafilia. Fueron, son y serán siempre algo más, sin embargo, la combinación de la perfección del cuerpo desnudo de Jason y el ornato que sobre su pecho se cernía, era la combinación exacta de placer y lujuria que hasta entonces no había experimentado y lamentablemente no podía controlar.

¡Era una exquisites de proporciones bíblicas!

¡Señor! ¡Dios!

¡DIOSES!

Era algo de realmente nula descripción para explicar la composición exacta de sentimientos, emociones y deseos que provocaba.

Jadeé y jadeé. Gemí, excitado, embravecido como un perro ciego de rabia, irascible y dominado por el instinto salvaje de poseer algo y hacerlo mío, parte de mí; de devorarlo, de saciar mi hambre, de acabar con la tormenta interior que tenía lugar entre mis pensamientos y la mirada produciendo en tropelía la latente marejada de oxitocina.

¡Oxitocina!, ¡sí!

¡Dios mío! ¡líbrame de mis pecados!, —lloré—.

Estaba realmente excitado viendo a Jason en total desnudez y poseyendo el tan precioso ejemplar de mariposa Monarca que, lloraba, me consideraba seriamente indigno de encontrarme allí. Contemplándola.

Tanto sacrificio para sentir en mi interior el rechazo al deseo de admirar tan espléndida obra de arte, y junto a él, un magnífico espécimen de lepidóptero.

4

Breves momentos estuvo contemplando los truenos y relámpagos a través de la ventana en total desnudez, mientras yo, empapado y arrugándome cada vez más como la pobre anciana a la que cedí el asiento del metro aquella mañana, solo miraba, a ratos en el reflejo del Mercedes y otras directo por el cristal de la ventana, el cuerpo de Jason, su perfección y su tatuaje. Me preguntaba cómo podía existir, simplemente y nadie querría poseerlo para sí. Cómo no podía guardarlo y quererlo. Amarlo en silencio sin que nadie más lo supiera, sin que nadie más lo encontrara.

Sus ojos aletargados parecían sucumbir al sueño, pero el sonido de su móvil pareció despertarlo y traerlo bruscamente a la invernal realidad frente a su ventana.

—¿Sí? —dijo al auricular.

No escuché nada más.

—¿A qué hora? —consultó— Lo sé —agregó.

Una nueva pausa de silencio.

—Yo también te extraño —pareció suspirar.

Otra vez un intervalo producto del diálogo del otro interlocutor.

—Quiero verte pronto, hace tiempo que no estamos juntos.

Una duda pareció penetrar mi mente.

—Ella no sospecha nada. No tiene idea de…, tú y yo —sonrió con verdadera ternura.

Silencio.

—Calma —dijo—. Iré a verte entonces.

Se volteó hacia la ventana y entre la oscuridad de la noche que me abrigaba, y la luz del cuarto que lo iluminaba, comenzó a manosearse inquietamente los genitales. Sufría una inicial erección en la que, poco reparé ya que, mi atención primera fue en todo momento la mariposa, pese a la sensual combinación de verle desnudo y exhibiéndola.

Comenzó a vestirse, y yo ahí, me quedé plantado, admirando hasta último momento la mariposa de su pecho mientras hablaba por teléfono y la camisa blanca con pequeñas y destellantes líneas grises la ocultó de mi vista.

—Saldré de inmediato —dijo—. Espérame donde siempre.

Una pausa.

—¡El ICON! —gritó— ¡Pero si es carísimo!

Otra espera.

—Bueno, te veré ahí. Te amo, Diego.

¡DIEGO!

¿Es que…, acaso había oído bien?

¡¿DIJO DIEGO?!

Por Dios, eso era algo que no me esperaba. El shock aumentó mi presión y la impresión abofeteó mis sentidos.

Quedé atontado, allí, tirado, en lo bajo de la ventana, pensando en que Patricia seguramente había de quererlo mucho, y él sin embargo…, ¿con otro chico? ¡Qué descaro! ¡Señor mío!, ¡Jesucristo!

Y pensando en ello estaba cuando reparé, de golpe, que se había arreglado únicamente con una camisa, la luz de la habitación se apagó y, ¡maldición! Iba a utilizar el Mercedes, y yo estaba todavía allí tirado, con las piernas entumidas de tanto rato en que estuve acuclillado y, no podía pararme.

Como pude me asomé hacia la pandereta y di un brinco en los ladrillos al lado del portón, pero mis piernas no tenían intención alguna en apoyarme, en hacerme llegar al borde de la pared y permitir que me sostuviera y poder subir.

¡Demonios!, ¡demonios!, ¡demonios!, ¡demonios!, ¡demonios!

Lo intenté nuevamente cuando la luz del patio se encendió y desde todas partes yo era visible. Pero nadie salía aún. El portón sonó y comenzó a abrirse lentamente. Debía de manejarse a distancia.

No podía esperar a que se abriera para salir. Jason me vería.

Volví a intentar saltar desde los ladrillos y nuevamente fallé.

Entraron en mí unas increíbles ganas de llorar, me sentí acorralado, mi instinto gritaba que estaba todo perdido, que no había nada más que hacer, ni siquiera intentar trepar por el portón.

Pero de todas formas lo hice una vez más.

Salté y con una mano fui capaz de sujetarme al borde, mientras con la otra, intentaba forzoso sostenerme de la pandereta.

Cuando hube logrado tener ambas manos puestas en la pared, la adrenalina empujó mi cuerpo hacia arriba y me paré en el borde bajo la sombra de los árboles que en la lluvia se mojaban. Desde donde estaba, divisé la silueta de Jason entrar en el auto y encender el Mercedes. El portón comenzó a abrirse más rápido y, él en tanto, allí quedó. No hizo ademán alguno de mover el automóvil.

Caminé sigiloso por el borde de los paneles hasta llegar el árbol por el que había subido. Me quedé quieto un instante y, Jason emprendió marcha. Salió hasta el borde de la calle y el portón comenzó a cerrarse.

Bajé.

Bajé de la pandereta por entre las ramas, me resbalé y rasmillé levemente un brazo y parte de mi cara, y ahí me quedé, en silencio, sonriendo bajo la tormenta. Sonriendo bajo la luz los relámpagos, bajo las gotas de lluvia que se reflejaban entre los postes del alumbrado eléctrico.

Y sonreía.

Sonreía eufórico, feliz.

Feliz como nunca, de una manera indescriptible, a pesar de todo. Feliz de formas que realmente no puedo explicar y pensé. Pensé, sin más, dentro del letargo que el cansancio producía, cavilé mientras escuchaba la lluvia, en tanto reía y reía de loca felicidad.

—Ya eres mío —y eso fue todo lo que dije.

Capítulo V

Las voces

1

     Ignoro el tiempo total que estuve bajo la lluvia, confirmando ciegamente que Jason una vez hubo partido, no volvería.

Procuré no dejar huella alguna, de ningún tipo, rastro visible a primera impresión o bajo el experto ojo pericial. No fumo, motivo por el que en ese momento di gracias a los Dioses. ¡Imagínate! El intenso momento vivido me habría obligado a encender un cigarrillo para calmar la ansiedad, y luego, inconscientemente lo habría dejado caer en el suelo bajo mis pies. La arboleda se veía limpia, de modo que solo una barra dispensadora de cáncer en cada chupada desde el filtro habría sido fácilmente divisada por cualquier persona que pasara frente al lugar. Y no podía arriesgarme a eso.

¡Claramente que no!

Por eso reitero: gracias a los Dioses, no fumo.

Lo que sí, las ansias me tenían al borde de un colapso nervioso, puesto que durante largo rato no pude dejar de sonreír, de reír a mares por la oportunidad única que acababa de tener, e imaginaba que Jason no tenía idea de nada. ¡Ja, ja, ja! ¡De nada, querido lector! Lo había visto a través de la propia ventana de su habitación. Había vulnerado su seguridad, inmiscuyéndome hasta ahí como una rata.

¡Y mira lo que conseguí! ¡Que él no supiera de mi existencia en su propia morada! ¡En el propio núcleo de lo que para cada persona en el mundo habría de ser la seguridad máxima!

¡JA, JA, JA!

Bajo la lluvia y dispuesto a caminar me encontraba cuando una notificación me trajo de vuelta a la realidad.

Amalia me había llamado y, como había dejado el móvil en modo vibrador producto de su primera telefoneada, más la excitación vivida hacía un rato, nunca sentí realmente el teléfono para haberle contestado.

Me informó que, por cuestiones personales, su familia, hermanos y el delicado estado de salud en deterioro de su madre, tendría que marcharse en el acto mismo rumbo al campo.

Me comunicó con asaz pesar que ya se encontraba en el terminal de buses y que dentro de unos cinco o diez minutos su transporte partiría. Titán estaba dentro de la casa, le había dejado suficiente agua y comida hasta la incierta hora de mi llegada y que no me preocupara por nada. Estaba todo cerrado, les había mencionado a los vecinos que se iría de forma indefinida y de paso, gracias al cielo pudo comunicarme toda la situación.

Comencé a caminar bajo la lluvia y noté las luces de la entrada a la estación. Me despedí de Amalia a través del teléfono, le deseé lo mejor durante el viaje y expresé con sincera emoción que esperaba la recuperación pronta y total de su madre.

Y tras eso, emprendí rumbo.

Me paré a medio peldaño en la escala subterránea de la estación y cavilé, pensé en la situación, Jason desnudo, la mariposa otra vez, y caminé, contento, peldaño tras peldaño. Una vez adentro, saqué mi móvil nuevamente y recargué mi tarjeta para pagar el pasaje, me acerqué a un tótem para activar la recarga y posterior a eso, crucé los torniquetes para bajar al andén.

Me sentía extremadamente feliz y, nada podía menoscabarlo.

Ni si quiera saber que, al día siguiente, tendría que trabajar con Olivia.

2

No recuerdo en qué estación estaba ni cuánto faltaba para llegar a VICENTE VALDÉS la parada en que tendría que hacer la combinación con la línea que me llevaría a casa, de modo que, a la estación siguiente, observé por la ventana y noté en letras grandes y blancas sobre un rectángulo rojo: BELLAS ARTES. Me quedaba un tramo bastante largo aún, de modo que me puse los audífonos y continué con mi lista de Phil Collins.

Another day in paradise era una canción que amaba con extremada emoción, de modo que una vez comenzó, nuevamente pulsé el mapa de Google, y puse la alarma diez minutos antes de bajar pensando en que nada la interrumpiría.

El contoneo del vagón durante las curvas más la música y saber que afuera llovía, era una mezcla extrañamente perfecta para mí. Me sentía como en el cielo, como si todo fuera poesía hecha realidad. ¿O bien se debía ahora a la producción de serotonina? Estaba feliz y, tal vez eso me hacía ver al mundo de increíble color y alegría.

Mi móvil vibró.

Era un mensaje de Patricia.

Nuevamente no supe qué responder, y sentí en mi cara otra vez el calor de ver a Jason desnudo. Sentía el abraso del deseo subir desde la punta de mis pies hacia arriba. Mis canillas, las rodillas, los muslos, y luego recordé a Diego.

¿Diego? ¡¿Quién diablos era Diego?!

Jason había dicho: —Te amo, Diego —razón suficiente para mí para pensar en que no debía, sino que era realmente, su amante, hombre, con pene y tal. ¿Podría decirle eso a Patricia?

No. Eso podría distanciarlos y, aún no sabía dónde vivía ella. Pero podría averiguarlo fácilmente. Aunque ¡cómo demonios podría justificar el hecho de saber que Jason la engañaba con otro chico! Tendría que decirle que lo espié por su ventana durante largo rato, que lo vi desnudo y que mientras conversaba con el susodicho, hasta una erección tuvo. No podía no reír ¡ja, ja, ja! El puto destino no podía ser más cruel cuando quería serlo.

También existía la posibilidad de que hicieran algo en sus tatuajes si se enteraban de que algo andaba mal entre ellos, después de todo, era un tattoo
de pareja. He sabido de casos en los que ambos deciden tatuarse algo más encima. O borrárselos con láser. ¡Válganme, Dioses! ¡No!

No podía permitir que algo así ocurriera, así que, previo a contestarle a Patricia, intenté idear una forma de volver entablar diálogo con Jason y enterarme de cuándo volvería a juntarse con este nuevo y misterioso chico. Luego de tener más o menos una idea clara, busqué entre mis fotos antiguas y encontré una que me encantaba, de una noche en que veía series de Netflix en el salón principal de la casa y Titán, mi gato, yacía en mi regazo con la cabeza consumida en el pote de las palomitas de maíz.

Los siguientes mensajes fueron obvios:

Que sí buscaría mis anteojos apenas llegara a la tienda al día siguiente. Que qué hacía a esas horas, y mi respuesta fue: veo series con mi gato, y le envié mi antigua foto. Jason hizo algo similar que yo. Patricia me comentó que se sentía enfermo por la lluvia y se encontraba viendo algunas películas, acostado en su casa. Reí, no lo negaré. Fue listo el maldito.

Luego de ello, volví a poner mi teléfono en silencio, cerré mis ojos y no desperté sino hasta que la alarma lo hizo a la altura de la estación MIRADOR. Me mantuve despierto hasta arribar a la combinación con la línea 4 del metro de Santiago, y posterior a eso, salí del andén con el único objetivo de llegar a casa, ducharme, comer algo junto a mi mascota e irme a la cama.

Y nada más.

Hice el cambio de andenes en un lapso de siete minutos y veintidós segundos mientras il capolavoro de Niccolò Moriconi comenzaba en mi lista de Spotify y, en mis ansias de escuchar la canción a más no poder, simplemente subí todo el volumen al móvil hasta que los audífonos por poco y destruyen mis tímpanos al punto que no me percaté del anuncio del cierre de puertas. No pasó nada grave, casi me atasco en la entrada, pero, nada que no se hubiese podido solucionar y que, gracias al cosmos no ocurrió, en cualquier caso.

En esa oportunidad me fui de pie. Solo eran tres estaciones y, prefería posarme frente a la entrada, apoyado en un tubo y a escasos centímetros bajo la ventila del vagón que expelía aire caliente. Te diré que aún en mi condición, seguía siendo asfixiante. Aun empapado como andaba, el aire caliente lo sentía realmente hostigoso, tanto que me vi en la incómoda obligación de sentarme otro resto durante las estaciones que quedaban y, la ropa interior parecía estar encogiéndose. Me apretaba.

¿Ya ves por qué era incómodo?

Una vez en la estación TRINIDAD, busqué la salida, bajé al mundo exterior y crucé la calle para caminar una cuadra hacia abajo y luego virar a la derecha rumbo a casa. El trayecto bajo la lluvia fue extrañamente liberador, imposible de explicar salvo por esa única definición.

Liberador, sí. Grandiosa, enorme, titánicamente liberadora fue la percepción de la lluvia en mi rostro mientras los artistas italianos me perforaban los oídos. Il cielo contromano del cantante Dennis Rizzi era una excelente opción para sufrir mientras la tormenta indulgente servía de orquesta de fondo y, gracias a la herencia de mis raíces europeas, podía entender perfectamente bien la letra.

Observé la entrada de casa al instante en que viré por una esquina, y recién en esa oportunidad, cuando el reloj estaba completamente empapado, había oscuridad por doquier y me embargaba el temor de que el móvil se me mojara, apresuré el paso hasta llegar a la puerta de la entrada, introduje rápidamente la llave que siempre traía colgada en una pulsera de la muñeca derecha en el acceso del patio y la cerré con la misma al instante que estuve dentro y sin más, me inmiscuí al calor apetecible del interior de la morada donde el tintineo de la lluvia vibraba incesante en las planchas de zinc, al tiempo que el maullido ansioso de Titán alegró inconmensurablemente cada latido de mi corazón al salir a recibirme.

—¡Titán! —exclamé con increíble gozo, en lo que mi mascota comenzaba a restregarse entre mis húmedas canillas y ronroneaba a mi llegada— ¡¿Cómo estás, pequeño?! —agregué, con real ternura.

3

La casa se cernía en la total oscuridad, abismal y pavorosa acompañada únicamente de la melodía del agua sobre el techo, la pequeña lámpara encendida en mi recámara y una película antigua de Disney que Titán disfrutaba hasta el sueño. Yo en tanto, me había desvestido y dejado todas mis ropas en el patio trasero, entré a la ducha y en ello estaba cuando las luces de la casa comenzaron a pestañear cada veinte o veinticinco segundos más o menos.

¿Una baja de voltaje? No, no lo creía. ¿Sería acaso la tormenta? Era lo más probable.

De cara al agua que caía sobre mí, no era capaz de reparar en muchas cosas, aunque estando en mi propia casa no sentía que fuera necesario encontrarme alerta, sin embargo, Jason tal vez pudo haber llegado a pensar lo mismo, y de todas formas vulneré su privacidad.

—¡Ulises! —escuché, tan claramente a la altura de mi oído, en un siseo tan profundo aún bajo el agua de la ducha que, mi vello se erizó completamente en el acto.

Me volteé instantáneamente y miré en todas direcciones, hacia todas las paredes, al techo, descorrí intranquilo las cortinas del baño mientras el agua seguía corriendo y el vapor inundaba el cuarto.

Pero nada. Silencio y nada más.

—¡Ulises! —volví a escuchar expresamente en un eco sibilino, en un llamado de muerte, augur profético de malos pasares que en la infinita cantidad de futuros por llegar se anunciaban.

—¡Quién anda ahí! —pregunté, nervioso, realmente intranquilo.

Pero nadie contestó.

El vapor seguía inundando la ducha y me animé entonces a sacar un pie fuera de esta. Apoyé la planta en el frío de la cerámica y el cambio de temperaturas me volvió a erizar la piel.

—Las mariposas —dijo la voz serpentina.

—¡Quién demonios eres! —grité.

—Son para ti —agregó—. Tómalas.

Me paré frente al espejo de grandes dimensiones en lo que el vapor parecía disolverse, escuchaba lo que antes era melodía para mí, ahora como un total bullicio, el tronar de las gotas de lluvia en el tejado más el agua abundante de la ducha.

—Tómalas —me decía—. Búscalas y tómalas.

Me quedé en silencio, pensando en total desnudes, cavilando en si había perdido o no mi propia cordura. Fue entonces cuando el espejo del lavamanos llamó mi atención.

Estaba parado frente a él y mi reflejo frente a mí, separados únicamente por la fina capa que el vapor había producido.

—Quítaselas —¿era mi reflejo quien hablaba?—. Búscalas y quítaselas.

Lo miré un segundo.

—¿Qué? —dije, asombrado por el horror de estar hablando con mi propio inconsciente. Una extraña aparición como el doppelgänger de mi propia existencia.

—Ven —me susurraba—. Hacia las mariposas.

—Mar-i-posas —tartamudeé.

—Quítaselas —murmuró—. Quítaselas.

Y entonces todo pareció volver a la normalidad. De un momento a otro, en un abrir y cerrar de ojos todo fue real otra vez.

—¡Demonios! —dije para mí mismo, el sueño y el cansancio me estaban jugando malas pasadas.

Me acerqué al espejo del lavamanos, resignado a que todo había sido producto de mi imaginación y limpié bruscamente el vapor a la altura de mi cara.

—¡QUÍTASELAS! —me gritó mi propio reflejo desde dentro del espejo, conformado por la gigantesca cabeza de una Saturnia pyri, una polilla gigante con antenas amarillas inundadas de pelillos y unos tremendos ojos negros como la peste.

No contuve mi grito de terror y abrí con premura la puerta de baño haciendo que Titán entrara de golpe y me enredara con él, intentando hacerle el quite para no pisarlo y solo conseguir dar directo de bruces al suelo.

A partir de ese momento todo fue realmente normal. Todo.

Solo habían sido ideas mías. Eso y nada nada más.

—Creo —dije a Titán, que caminaba por el baño—, que debo terminar de bañarme y a dormir, amigo —sonreí—. No más lepidópteros por hoy.

Dejé la puerta del cuarto de baño abierta por el mero hecho de saber que estaba solo, sin embargo, el pudor provocaba en mí cierto recelo intranquilo que terminé por ignorar al cabo de un rato. Abrí la aplicación de Spotify en el smart TV de mi habitación y mi siguiente acto fue despejarme completamente de todo, así que, escucharía algo que por lejos no me recordara nada de lo sucedido durante el día.

Cirque du Soleil fue mi búsqueda principal y el álbum de 1994 ALEGRÍA sería quien me acompañara durante el resto de la ducha.

Así pues, todo transcurrió, me duché, el álbum llegó hasta la quinta canción, me sequé y junto a mi gato nos encaminamos rumbo a la cama.

No había nada que pensar.

No pasaba nada.

Todo estaba bien.

Pensé en Jason. En cómo lo había visto y todo lo que de él había visto. Luego de ello, el cansancio fue exquisito y relajante, hasta dormirme.

4

—¡Pst! —me silbaron en medio de la oscuridad.

No fui capaz de contestar.

—¡Ey! —exclamaron— Tú. El de los ojos de colores.

Aun así, a pesar de sentirme aludido, no respondí.

—Ulises, yo sé que me escuchas —me dijeron con sorna.

—¿Quién eres? —pregunté.

—¡Oh! Lo sabes bien, muchacho —murmuraron en un eco ahogado, en el inconsciente de mi mente— Yo te motivé a ir a por Jason, ¿lo olvidas? ¿Quién te convenció?

Medité.

—Yo… —dije—. No, no lo sé —respondí—. Fue un impulso.

La voz serpentina rio. Rio con crueldad frente a mi ignorancia. Con pronunciada soez hasta hacerme sentir incómodo.

—No.

—Dices que…

—Fui yo. Siempre fui yo.

Se me encogió el corazón y gemí de un extraño dolor.

—N-no —dije—. F-fu-fue n-nnne-ecidad.

Esa horrible carcajada nuevamente.

Sentía la ponzoña de cada palabra.

—No existe secreto más oscuro que la verdad detrás de un motivo al que los demás consideran incierto, muchacho —me dijo— Yo soy tu necesidad. Soy el motivo por el que violaste los límites de la seguridad de Jason. Soy el por qué cruzaste todos los límites humanos este día.

—¡Cállate! —grité.

—Sabes que no puedes resistirte. Deseas esos ejemplares únicamente para ti.

—No sabes lo que dices.

—Claro que lo sé. Tú mismo te lo estás diciendo. Tú mismo te estás convenciendo en este preciso momento —rio la voz.

—¡Nooo!

Desperté de aquel extraño sueño profiriendo un grito ahogado y un pesar en mis ojos y espalda me acompañaron en el trayecto de mi recámara a la cocina mientras iba a por un vaso de agua y algo de comida para Titán en caso de que tuviera hambre, pero, nada más volver, me percaté de que se encontraba completamente tapujado entre sus extremidades. La luz de la TV era tenue, de modo que mi felino bebé no había perturbado su sueño luego de haberlo molestado con mi estrepitoso despertar reciente y, pensando en que todo estaría bien, me animé a dejarlo pasar.

—Solo fue un mal sueño —me dije—. Solo eso —y nada más.

Me volví a acostar mientras el tintineo de la lluvia sobre el techo de la casa ahora era dirigido por el encolerizado viento que rugía poderoso, y yo lo volvía a asimilar como el estupendo clima que tanto me agradaba.

Sin darme cuenta, pasé a llevar a mi gato con una de mis piernas, y este alzó su cabeza, miró en todas direcciones y bostezó enseñando los colmillos para luego ir a echarse al lado de la almohada que tendía a ubicar en el rincón de la cama.

—Buenas noches, Titán —dije.

Pero, aquel ser seguía estando ahí.

Lo presentía.

Lo sentía respirando al lado de mi oreja, acostado incluso a mi lado.

Algo en mí, muy en el fondo de mi ser me decía que no estaba solo, que alguien me miraba, posiblemente por la rendija descorrida de la cortina del ventanal.

Me levanté nuevamente, con increíble parsimonia, con una lentitud indetectable hasta dirigirme a la ventana y descorrer totalmente la cortina en dirección al patio. La única reacción de mi acción fue haber despertado otra vez al gato. Las luces del alumbrado público se filtraban hasta mi casa y podía ver con extrema claridad cómo la lluvia invadía el pasto, el lugar del estacionamiento y el jardín. Notaba cómo el viento sacudía las copas de los árboles y despertaba en mí una necesidad de querer mirar más allá, porque sabía que no estaba solo. Porque sabía que había alguien más allí. Porque sentía en los huesos que alguien me acechaba en mi propia morada, ¡maldición!

—¿Hay alguien ahí? —pregunté, inconscientemente desde dentro de la recámara.

Pero solo respondió la lluvia.

No había mayor movimiento que el de la naturaleza.

Miré y miré, largo rato hacia afuera, como perdido, con el sueño casi venciéndome y yo rindiéndome a su pesar…, pero intentando, de todas formas, que no lo consiguiera, entonces recordé: Jason había estado mirando durante bastantes minutos por su ventana, sintió mi presencia, igual a como yo sentía en ese momento que alguien me miraba. Yo había estado escondido bajo el umbral de la ventana, no tenía más recovecos donde ocultarme.

De modo tal fue que, me armé de valor y abrí violentamente la claraboya de la habitación para lanzarme a mirar solo oscuridad. Oscuridad y nada más. Únicamente una grandiosa mancha de ominosa negrura a mi alrededor que me hacía sentir como en la boca del lobo.

¿Por qué?

¿Por qué me pasaba eso a mí?

—Acéptalo —me dijo la voz que hostigaba incasablemente mi cordura.

—¿Qué demonios quieres de mí? —pregunté.

—Que vayas hacia las mariposas, Ulises. Las quieres ¿no es así?

Pensé, notoriamente en la clavícula de Danielle, en su Cola de golondrina verde. En Jason y Patricia, cómo sus mariposas Monarcas me habían enamorado y sin pensarlo si quiera, habían despertado en mi esa necesidad de ir en su búsqueda para contemplarla un momento más.

—No —dije.

—Sé que las quieres. Las deseas.

—No —reiteré.

—¡Oh!, vamos. ¿En qué pensabas cuando Óscar dijo que Patricia sería ahora parte de tu colección?

—En nada —contesté, mientras un rayo surcaba de esquina a esquina el cielo, enraizándolo de azul y el suministro eléctrico público se apagaba completamente.

—A mí no me engañas —dijo—. Yo sé que pensabas en algo más.

—No es así.

La risa.

La maldita risa que no dejaba de burlarse de mí.

Lo hacía en mi cara. Frente a mi cara, en el reflejo empañado de la ventana ¡maldita sea!

—Las quieres ¿no? —susurró la voz.

Una mariposa Isabelina se posó frente a la ventana y me miró. Me miró estupenda y radiante, con sus alas extendidas de verde mar separadas por leves rayas sonrojadas que las hacían parecer un divino vitral. Los cuatro globos oculares de búho que se formaban en sus alas miraban directamente a mis ojos bicolor, ya cansados de tanto forzar la visión por haber dejado los lentes en la tienda del centro comercial.

Otra mariposa revoloteó cerca de mí. Un hermoso ejemplar de Tornasolada. Su azul espléndido con atisbos de blanco en las alas superiores me asemejaba a la tormenta de afuera, en tanto el anaranjado de las extremidades inferiores me irradiaba calma, aunque la para mí, tan poco agradable atracción del macho hacia los olores pestilentes era una cualidad que la volvía un ejemplar lejos de pertenecer a la lista de mis favoritas.

Un poco más allá, cerca de Titán, volaba pesarosa una asombrosa Gloria de Bután, de alas superiores e inferiores completamente asimétricas, pero de vívidas mezclas entre el gris otoñal y el verde marino, un anaranjado rojizo en el centro de las alas bajas y unos degrades de amarillo en la cola que formaban.

Del techo pendía la gloriosa Quimera con alas de pájaro, cuya mezcla fosforescente de negro, verde y amarillo atontaba mi visión en demasía. Me idiotizaba el hecho de tenerla allí al punto que ni si quiera fui capaz de preguntarme si todo lo que mis ojos veían era, en cierto aspecto, real o mero producto de mi mente.

¿Estaba acaso volviéndome loco? ¿Era posible, quizá, que mi juicio se viera destruido? ¿Estaba, posiblemente, sufriendo algún episodio de algún TMG?

¡No! Nada de eso.

Eran mis mariposas. Mis lepidópteros queridos que, representaban todo lo que día a día era capaz de superar. Si no fuera por ellas, por la calma que me brindaban, yo habría perdido la razón hacía mucho mucho tiempo.

¿Cómo podía llegar a ser viable una conjetura que expusiera un trastorno mental grave por el afecto que las mariposas me producían, si ellas eran las que mantenían mis pies sobre la tierra?

—Las quieres, ¿no? —me preguntó la voz, desde la oscuridad de mi habitación.

La recámara se llenó enteramente de más y más insectos a medida que imaginaba a Jason y a Patricia juntos, con sus Monarcas sobre sus clavículas siendo mías.

Los vi en mi poder. Los vi en mis manos, quitándoles las tan preciadas mariposas que con codicia añoraba.

Y no pude más. No pude seguir negándome la verdad ni un segundo más.

—Sí —gemí. Gemí con desmedida excitación, jadeando de placer, idílico, poético. Bramé afrodisíaco, retorciéndome desde las entrañas, ofreciéndome a los Dioses en viva lujuria—. Pero ¿cómo lo haré?

Entonces se hizo silencio. Un silencio sepulcral y exquisito, mientras las mariposas de mi recámara revoloteaban acomodándose, unas sobre otras, en todas partes, de arriba abajo, de lado a lado, sobre el cielo y el infierno mientras mis oídos se preparaban para asumir que mi consciencia me diría exactamente lo que yo ya sabía. Lo que más de una vez desde que vi a Danielle aquella mañana había pensado. Todo lo que recelosamente planifiqué una vez Patricia me hubo enseñado su mariposa Monarca.

Debía hacerlo. Estaba seguro.

No había duda al respecto.

Para nada.

—¡MÁTALOS! —me ordenó la voz, y en el acto mismo, todas las mariposas de mi cuarto volaron. Huyeron descontroladas buscando la salida, hasta perderse en la tormenta, cuando un nuevo rayo surcó los cielos y cubrió del celeste blanquecino y eléctrico cada rincón de la región y los hemisferios cuerdos de mi consciencia.

Debía matarlos. Matarlos y desollarlos, quitarles los tatuajes y enterrarlos. Nadie se enteraría de nada. Nadie sabría nada. Esa sería mi tarea, y una vez tuve clara, asimilada y completamente clavada aquella idea en la cabeza, pude dormir, sin resentimiento ni perturbación alguna.

Solo me dormí, y nada más.

Capítulo VI

El incidente

1

El viaje en metro al día siguiente fue normal, al igual que todos los días, sin embargo, debido a la creciente emoción en el transcurso de la jornada anterior, el recorrido por las veintitrés estaciones hasta llegar a mi parada quedó considerada en mi bitácora como una desagradable y aburrida trayectoria.

No había tenido noticia alguna de ninguna de las personas con quienes antes tuve contacto estrecho, ni Jason ni Patricia que por Instagram pudieron haberme hecho algún comentario, Danielle brilló por su ausencia desde la tarde del día anterior al extremo de hacerme pensar en que tal vez, se había mofado cruelmente de mí, dándome un número falso, el que yo en todo caso no me esmeré en comprobar. Óscar en tanto, nunca tuvo un motivo aparente para solicitar algún contacto mío y, si se hubiera esforzado en pedírmelo, no habría tenido problema en habérselo dado, después de todo, durante el día debo decir que fue una completa y agradable compañía, razón suficiente para haberle compartido a lo menos, mi número de teléfono.

Seguía lloviendo y el viento reinaba poderoso, mi ruta se volvía más y más aburrida con cada estación y, en mi mente pensaba en que Danielle podía estar tal vez en algún vagón de la línea 1. Podía decirle que me esperara en la estación que combinaba con la que yo viajaba y si nos alcanzaba el tiempo, tomarnos un café igual que el día anterior.

Me arriesgué a preguntar al número de WhatsApp que me había dado en la tarjetita de mariposas. La doble palomita azul apareció al instante de enviado el mensaje y la respuesta fue instantánea.

Hasta ese momento, todo iba relativamente bien, con la salvedad que, ya no tenía nada más que decir. O sea, pues, podía pensar en todo cuanto podría mencionarle, sin embargo, el diálogo fluido no era uno de mis fuertes precisamente.

Y siempre ocurría que la respuesta que terminaba escribiendo resultaba ser más sencilla que el nudo de pensamientos de que se filtraba.

Nuevamente su respuesta no se hizo esperar.

Al instante mismo en que envié el mensaje, apareció el doble tick azul y el mensaje en la barra superior: escribiendo.

Siete segundos después, la respuesta de Danielle me dejó sin palabras.

Y esa fue la primera vez que yo respondí al instante también. Fue la primera vez que no tuve la necesidad de pensar, de darme tantas vueltas, meditando sobre qué debía contestar.

Nos pusimos de acuerdo sobre el lugar en que nos juntaríamos y, si llegábamos tarde cada quien a su respectivo lugar, nos importarían diez mil hectáreas de champiñones.

A la altura de la estación CRISTÓBAL COLÓN sentí un ligero mareo que me contoneó. Un leve movimiento de filosofías pasadas revotó de un extremo a otro en mi cabeza y entonces escuché.

—Mira —me dijo el sujeto de la noche recién pasada, otra vez en mi cabeza.

Agucé mi sentido.

—¿No lo conoces? —preguntó, haciéndome mirar a un chico de la edad de Óscar, más o menos.

Analicé en todo aspecto a cada pasajero del vagón con total facilidad permitiéndome ver en detalle desde los zapatos, pantalones y chaquetas, peinados y anteojos, accesorios y miradas de los setenta y dos viajeros que en el mismo vagón que yo se encontraban. Y de esos setenta y dos —aparte de mí—, uno de ellos sostenía una mirada triste y fría, que exclamaba dolorosa por un poco de afecto y compasión, y que del bolsillo de otro individuo sustraía cuidadoso y con una sagacidad marcial una billetera que deduzco, no le pertenecía.

Reconocí instantáneamente al ignoto al que el día anterior había visto en dos oportunidades en la misma tarea. En primera instancia dándome la excusa para acercarme a Danielle, y la segunda vez permitiéndome vislumbrar en sus ojos esa ausencia de luz en su vida que ahora me hacía distinguirlo de los demás ocupantes del servicio de transporte.

Con torpeza decidí a acercarme a él, mientras con mi ojo pardo de lunares verdes lo vigilaba y mi globo ocular albino de manchas azules buscaba la ruta más próxima directo a él.

Poco a poco y con recatada posma avancé. Centímetro a centímetro mientras él se movía y yo le seguía, sin que tuviera la menor idea de que alguien allí, sabía lo que hacía. Era el cocodrilo que aguardaba silencioso, y frente a él ese día, me sentía yo el depredador y no la presa.

Un segundo me distraje, únicamente tras mirar por la ventana el oscuro túnel en que estábamos. Me pregunté, si es que acaso así mismo podría ser mi consciencia en esos momentos. Después de lo ocurrido la noche anterior, sabía exactamente lo que debía hacer, debía averiguar ahora el cómo y, no sentía remordimiento alguno por ello, aun sabiendo que en mis manos se encontraba el hilo de la vida de una persona que ya había decido tenía que dejar de existir únicamente para satisfacer mis ambiciones.

El ignoto del vagón seguía estando presente en el mismo lugar, en tanto yo, con reserva, di otro par de pasos. Algunas personas me ayudaron, pasaron frente a mí y aproveché la oportunidad para correrme más y más hacia su lado. Tuve una pausa de un par de segundos y luego continué, me acerqué otro par de centímetros al ignoto y con minucioso reojo noté que su cometido se había cumplido. Había logrado sacar la billetera del pasajero del vagón sin que este se percatara y yo aún estaba algo lejos de su paradero, fue esa la razón por la que reaccioné tan instantáneamente en aquel momento, me acerqué sin tapujos ni cosas raras, me abrí paso directamente hacia él hasta quedar espalda con espalda, codo con codo y mientras tanto, mi mano se acercó a él hasta sujetarle del brazo.

—No harás nada y te bajarás conmigo, en silencio en la próxima estación, ¿entendiste? —pregunté en un murmullo al lado de su oreja mientras me volteaba.

Él se quedó callado, no opuso resistencia, su brazo quedó quieto y el vello de su nuca erizado.

—Puedes quedarte con la billetera, si lo deseas —dije luego, para calmar un poco sus nervios.

Un par de minutos después, la voz del metro nos indicó la llegada al paradero TOBALABA. Ambos bajamos, cogidos del brazo y simulando ser solamente amigos. Preferí, ante todo, evitar cualquier cara extraña enfocándose en nosotros, motivo por el que, fijé mi vista únicamente al frente y parecí perderla en el horizonte de un punto fijo existente solo en mi memoria.

—¿Te harás pasar por ciego? —me preguntó.

Su voz era algo distinta a lo que imaginaba. Pensé en ella de una forma más, ronca y profunda, barítono, sin embargo, su tono tenor era agradable al oído humano.

—Prefiero el concepto de no vidente, si no te importa —dije.

Salimos del vagón y avanzamos lentamente hacia la salida.

—¿Qué quieres de mí? —pesquisó.

—Ayer casi te atrapan —recordé—. Y dos veces.

Él caviló.

—¿Cómo mierda sabes eso? —interrogó.

—¿Sabes lo que es la memoria eidética? —dije.

Pasamos frente a un tipo que ofrecía hamburguesas veganas.

—¿Quieres una? —ofrecí— ¡Vamos! Yo invito.

Estornudé y luego pedí dos sándwiches, uno para servir y otro para llevar.

—No —me dijo el tipo al cabo de un rato—. No sé qué es eso ni con qué se come.

Dio una gran mordida a su bocadillo.

—En palabras simples, es la capacidad de recordar imágenes con detalles de alta precisión sin la necesidad de usar mnemotecnias o cualquier otra técnica.

—Y eso en español.

—Una vez que veo algo —dije, parándome frente a él—, jamás lo olvido.

—Claro. Como si eso fuera posible.

—¿Lo dudas? —reté.

—¡Por supuesto que sí! —mordió nuevamente la hamburguesa— ¡DIME QUÉ DÍAS FUERON, 4 DE SEPTIEMBRE, 14 DE OCTUBRE Y 21 DE AGOSTO DEL AÑO 2007!

—Martes 4 de septiembre, domingo 14 de octubre y martes 21 de agosto. Todos, del año 2007 —farfullé mirándole fijamente al instante en que terminó su pregunta.

Mientras engullía su trozo de hamburguesa, sacó un teléfono en el que comprobó la información.

—¡MALDICIÓN! —exclamó, mientras extendía sus brazos y se apoyaba la nuca producto del asombro— ¡Eso pudo haber sido un truco! ¡Dime! ¡D-dime la definición exacta de paralelepípedo!

Reí. Reí fuertemente, con osada sorna incluso. Reí a más no poder, aunque intenté con todas mis fuerzas que no pareciera una burla.

—Del latín tardío parallelepipedum, y este del griego parallelepípedon. Tiene solo una definición según la RAE. Masculino, geometría: sólido limitado por seis paralelogramos, cuyas caras opuestas son iguales y paralelas —contesté—. ¿Alguna duda?

—¿Qué diablos quieres de mí? —me dijo.

—Solo quiero salir de una duda —respondí, mientras bajaba las manos de su nuca y accidentalmente noté un ala en su antebrazo.

—¿Qué duda?

—¿Por qué hurtas a la gente en los vagones del metro?

No me respondió.

—Si lo pienso bien —dije—, tú y yo no somos tan distintos. Tu actuar se adecúa a los límites de tus necesidades personales, a tus fundamentos y deseos humanos primarios, deduzco. Sin embargo, la humanidad como tal tiende a corromper cada una de nuestras carencias y las adecúa según un pensamiento que consideran, según mi opinión, equívocamente imparcial. ¿Tú qué crees?

Él me miró. No sé si entendía lo que le decía.

—Te lo explicaré —le dije, mientras le soltaba el brazo—. Robas a la gente, porque el hambre te lo pide, porque tu madre o padre enfermo necesitan, porque eres un crío que no tiene experiencia para trabajar y tienes tiempo porque asumo que no puedes pagar una colegiatura. Y si no te encuentras en alguna de esas situaciones, entonces déjame decirte que solo eres una mala persona —comenzamos a subir una escalera—. Yo, por otro lado, tengo un mundano deseo que exprime cada noche mi cabeza, y me pregunto, si tantas personas consideran tantas violaciones a las ordenanzas de la ley como necesidades y quedan políticamente impunes ¿por qué no puede ser, tal vez, este nuestro caso?

—¿Qué necesidades tienes? —me preguntó el ignoto, dándole la última mordida a su hamburguesa.

—Solo una —murmuré, mirándolo a los ojos, y dando un pequeño respingo cuando notó la extraña combinación de colores en mi mirada.

—¿Cuál? —tartamudeó.

—Las mariposas. Como esa Monroy del palqui o Polilla esfinge que tienes en tu brazo —sonreí.

Él se quedó petrificado, asombrado por el horror de estarme escuchando.

—¡Estás loco! —exclamó.

—¡Oh, no! Incomprendido, pero nada más. Tú eres un ladrón por necesidad, y yo un coleccionista de mariposas a cualquier costo. No somos para nada distintos. Ambas son necesidades que consideramos humanamente correctas.

Tragó con notoria dificultad aquel trozo de hamburguesa que le quedaba en la boca, luego un poco de saliva y me miró con una ternura empapada en el más auténtico miedo de que antes había visto a alguien tener ante mí.

—¿A cualquier costo? —preguntó.

—Déjame verlo —solicité, refiriéndome a su tatuaje.

Se subió la manga y noté el entintado de su piel para nada comparable con los otros que había visto. Este estaba más opaco, borroso y añejado, pero que no carecía de la belleza que solamente mis ojos podían encontrarle. Exhalé al verlo y acerqué mi nariz a él, inhalé poderoso y cerré mis ojos recordando la tormenta, vino a mí el olor del palqui en el campo y me trajo tantos hermosos recuerdos que inconscientemente saqué mi lengua hasta saborear esa dermis atestada de aplacadas ilusiones. Aprecié hasta con mis labios aquel tattoo, la deliciosa carne entintada que podía llegar a ser mía pero que…

—¡¿Qué haces?! —preguntó el ignoto, asustado por mis acciones y quitándome el brazo de la boca.

—Estás seguro —le mencioné—. En tanto no encuentre a una mujer con el mismo ejemplar de mariposa que tú, lamentablemente no me sirves.

—¿Por qué? —pesquisó con nerviosismo, arrugando el entrecejo y aguzando sus facciones.

—Porque no me sirve en la colección el macho si no tengo en mi poder también una hembra.

«¡Asesinar a alguien solo así sería un salvajismo!

¡¿Quién en su sano juicio podría tener a una mariposa tan bella como esta en soledad durante indefinido tiempo?! —y reí».

Luego de eso, le di mi tarjeta y se marchó. Lo vi avanzar dispuesto a cambiarse de línea mientras en mi mente saltó la idea de que vendría a buscarme. Yo no tendría la más sórdida necesidad de buscarlo una vez que tuviera identificada a una víctima que en su cuerpo se dibujara una hermosa Monroy del palqui. Él llegaría hasta mí, encontraría excusa cualquiera para cruzar las puertas de la librería y llegar a mi lado para volver a entablar diálogo. Era una corazonada que, por alguna extraña razón tenía y era tan fuerte que, me hacía temer. Era tan profético el sentir incluso en mis huesos que me hacía tener un genuino y execrable miedo.

—¿Volverá? —pregunté a mi consciencia.

—¡Oh, sí! —me contesté en voz alta— Volverá.

2

Antes de haberlo perdido completamente de vista mientras cambiaba de andenes para continuar en su ilícito quehacer, mi móvil vibró y me encontré con un pequeño mensaje de parte de Danielle.

¿Salina norte? Me estaba dando material para bromear con ella un rato. Aprovecharía la oportunidad, sin dudarlo. ¡JA, JA, JA!

Con ágil paso me abrí camino entre el gentío hasta llegar a la salida, me encontré con ella en las afueras de la estación y, como excusa utilicé el hecho de que había olvidado mis anteojos en la librería del centro comercial a pocas cuadras de allí.

El paisaje se notaba completamente diferente a las siete y pico de la mañana.

—Podrías ir a buscarlos —dijo ella.

Pero yo sabía que llegar más tarde de lo que podría tampoco era una opción viable.

—Una amiga los buscará por mí. Y también tiene una mariposa —observé con fingida sorna.

Danielle sonrió. Las pecas de su nariz dibujaron una constelación de felicidad y, sin darnos cuenta nuestros cafés estaban por terminarse.

—¿Qué harás hoy? —me preguntó.

—La verdad no estoy seguro. Tal vez tenga que volver a quedarme en la tienda y, de paso venir a buscar mis lentes —sonreí esta vez—. O tal vez me los vayan a dejar y me desocupe temprano, ¿quién sabe? —erguí mis hombros.

—No has tartamudeado.

—No. Digamos que, tengo mi mente serena desde hace algunas horas.

Al cabo de unos cinco minutos más, ella emprendió rumbo al instituto y yo a la librería. Me aguanté con extremo sigilo el deseo de desviar la mirada hacia su pecho para ver su tatuaje, pero, gracias al cielo se encontraba abrigada al punto que ni los dedos de las manos pude observarle. Aun así, saber que estaba allí me desasosegaba.

A las ocho con tres, estaba caminando por el Paseo Ahumada rumbo a la librería, escuchando mis viejas canciones y notando desde la seguridad de mi paraguas —ese día lo usé gracias a la certeza de que en efecto llovía—, cómo las primeras tiendas descorrían las cortinas metálicas frente a las estanterías, los artistas callejeros llegaban a instalar sus equipos para juntar un poco de dinero con las limosnas de la gente, los estafadores de trayectoria preparaban su personaje de «pobre de mi vida que el destino me ha dejado ciego, sordo, mudo, cojo o con alguna otra incapacidad» y reí en mi interior al saber que la gente solía dar una moneda diaria a un montón de estos pillos, pero ya la población con buen corazón había disminuido un tanto el presupuesto de su cartera. ¡Lástima por quienes realmente lo necesitan!

No soy un monstruo, querido lector. Eso que te quede claro, puedo llegar a sentir compasión de vez en cuando.

Faltando poco para la hora de apertura de la librería y encontrándome a un cambio de luz del semáforo para cruzar la calle, sentí una palmada en el hombro que me distrajo de los acordes de stand by me que escuchaba en Spotify. La versión de Ben Eral King claro está. Debo mencionarte que John Lennon me cayó gordo cuando me enteré de que ese trágico día de 1972 cuando Yoko Ono interrumpió con el terminante estrago de su voz una buena versión de Memphis Tennessee, este no hizo nada más que proseguir con el espectáculo. Yo en su lugar me hubiera divorciado y aquel espanto de número lo habría quitado de la faz de la tierra. Pero, lamentablemente YouTube no se lo permite a nadie.

Chuck Berry en tanto, me enseñó que en el gran arte de la guitarra era un erudito y, todo un maestro de la paciencia.

—¡Ey! —me saludó Óscar, nervioso, irguiendo una mano.

—¡Ey! —contesté yo, quitándome los audífonos.

—¿Cómo estás? —me preguntó, sonriendo inquieto.

Estornudé nuevamente y sentí mi nariz mocosa. Tal vez iba a resfriarme.

—Creo que… —volví a estornudar—, resfriado —sonreí.

Óscar también rio y cuando la luz por fin cambio a verde, ambos, juntos como dos buenos amigos, cruzamos la calle hasta las puertas de la librería.

No había gran movimiento por parte de los demás chicos que trabajaban con nosotros, Olivia no se veía por ninguna parte y el ambiente en general parecía extrañamente agradable.

—Cuanta tranquilidad —observó Óscar, mientras se quitaba el bolso que traía cruzado.

—Demasiada —arrugué mis ojos en señal de desconfianza, cerré mi paraguas y me limpié los zapatos antes de comenzar a caminar.

Hubo un silencio entre él y yo y luego me miró directo a los ojos pardo de manchas verdes y al albino de esquirlas azules.

—Eh, ¿la calma antes de la tormenta? —dijo en un tono que me hizo una gracia inexplicable. Reí fuertemente y solo caminé.

Me siguió y me volteé nuevamente hacia él. Era más alto, razón por la que debía torcer mi cuello para verle. Aprecié el color de sus Brackets y no pude aplacar la risa.

—¡Serás idiota! —exclamé, aún inmerso en las carcajadas.

—¿Por qué? —me preguntó.

Nos dirigimos a los baños, situados al fondo de la librería, por un pasillo que daba a una bodega donde se almacenaban los ejemplares repetidos que ya no cabían en las estanterías y que, por alguna razón en más de una ocasión, nunca se vendieron y terminaron llenándose de polvo. Él dejó su bolso colgado en un perchero y yo mi mochila y paraguas en otro, conversamos cinco minutos acerca de nuestros quehaceres del día anterior, donde conté mi recreativa inventada odisea respecto a Titán comiéndose mis palomitas de maíz mientras veíamos una película de Netflix y, él por otro lado, me comentó una situación similar, una serie que lo había atrapado totalmente hasta casi desvelarse con tal de avanzar en los capítulos.

Nos quitamos el exceso de ropa ya que la tienda contaba con climatizador y de un momento a otro, Óscar solo se encontraba con la polera azul que llevaba al Pingüino apoyado sobre la «A» mayúscula que identificaba a la cadena de librerías en el país y yo por otro lado, un poco más sutil y menos exhibicionista al momento de enseñar mis velludos brazos y un par de cicatrices de guerra producto de mi niñez en lo profundo de las cavernarias mentes de la gente de mi pueblo, y también porque el día anterior mi única prenda de mangas cortas quedó totalmente mojada al desviar mi camino rumbo a casa, opté únicamente por portar el polar con el mismo logo que identificaba a la tienda.

—Te dará calor —se adelantó Óscar, saliendo del baño tipo camarín que habían adecuado para nosotros.

Me quedé callado mientras le miraba, pensé un poco y luego contesté.

—Me arriesgaré —luego sonreí.

Apretamos el paso a la tienda y las puertas se abrieron al público. Al cabo de cinco minutos, una serie de jóvenes y adultos comenzaron a entrar y noté el paso de los clientes habituales, nuevos, y los de aparentemente escaza relación literaria abutagando los pasillos en todo esplendor. Me sentí un poco como en…

—Deberíamos decirle a Patricia que nos heche una mano aquí, ¿no? —dijo Óscar.

Me quedé mirando un ejemplar de «La odisea de Homero» que alguien me había solicitado.

—¿Qué comes que adivinas lo que pienso? —exhalé.

Y por un momento, sentí que caminaba directo hacia el infierno.

No te lo negaré, nunca había experimentado tanta presión junta, querido lector. Saber que antes de terminar de responder las dudas de un cliente llegaba otro a preguntarme o solicitarme algo completamente distinto me ponía nervioso, que me atrasaba con un comprador al priorizar a otro nuevo y debido a ese retardo se me aparecía otro más.

¡Demonios! No podía evitar sentirme como bajo la ventila del vagón del metro: en total oscuridad, a varios metros bajo tierra y teniendo la sensación de que ya no podía respirar, que me asfixiaba de los nervios y todo se volvía negro.

—¡Cállense! —murmuré.

Pero las personas seguían acercándose a mí.

—¡De a uno, por favor! —les dije— ¡Maldita sea! —murmuré para desahogarme.

Se acrecentaba el berrinche del gentío, preguntando por libros de los años idos, publicaciones que ya no existían, ejemplares agotados en nuestras dependencias. ¡Me sofocaban! Estaban estrangulando mi paciencia con solo abrir la boca.

El párpado izquierdo comenzó a palpitarme y no sé en qué momento comencé a tartamudear.

—¿Podrías hablar bien? —me dijo una mujer de unos cuarenta y algos.

—¡Oye! —exclamó otra de otro lado— ¿Me atenderás?

No podía con tanta presión.

—G-g-gua-arden l-la c-cal-m-ma por f-favor —solicité.

—¡Lo que menos tengo es tiempo, pues! —agregó un señor sesentón, podría adivinar.

—L-lo la-amento.

El párpado comenzó a palpitar notoriamente. No podía controlar la situación y, perder el control me estresaba completamente. No sabía qué hacer, podía explotar, pero, ya había ocurrido el día anterior con una niña, ¿y si ahora era algo más grande?

—¿Qué tanto daño podrías hacer? —preguntó mi mente.

Y entonces recordé. Llegó a mi mente la reminiscencia vívida del humo. El olor que se filtró por mi nariz y atestó casi instantáneamente mis pulmones.

Luego volví a la realidad de la tienda.

—Nada. No quiero hacer nada —respondí, tapándome los oídos.

—¿No nos quieres atender? —consultó una chica, rubia y de ojos claros, como uno de los míos, con cola de caballo y los labios torcidos producto de la goma de mascar que tenía en la boca.

El sonido era irritante.

—¡No! Claro que los…

—¿Encontraste mi libro? —preguntó un muchacho pequeño, de unos diecisiete o dieciocho.

—Espérame un momento por fav…

—Adelante, todos podrían temerte. Solo ensáñate con uno y, los demás te dejarán. No tienes porqué matarlo. Aunque sería interesante.

Al cerrar los ojos producto del estrés, veía a través de mis párpados el juguetear melancólico de las llamas. Los gritos de Amalia, irrumpiendo, como el humo y el carbón, en mis sueños. Despertándome. Atrayéndome a la realidad.

Y al recobrar mi esencia en la librería, sentía que se repetía el caos de aquel oscuro día.

—¡Cállate! —grité, nuevamente tapándome los oídos.

—¡Estás demente! —observó una mujer cuarentona y de excesivos kilos en su haber.

—¡SILENCIO! —exclamé irascible, destapando mi vista directamente hacia la rubia de ojos similares al mío —¡¿Podrían tener un poco de educación y no comportarse como unas bestias salvajes?!

Observé a los demás chicos de la librería, a quienes evitaba por cuestiones netamente sociables. De los siete empleados que debíamos atender público, dos nos encontrábamos con clientes, de los cuales yo era el que más sobrepasado se encontraba, y los demás en tanto, cada quien por su lado, fingiendo crudamente partirse el lomo ordenando, inventariando o excusándose en cualquier otra tarea.

—Tranquilos, tranquilos —Óscar llegó a mi encuentro, dispersó al gentío y llegó hasta mí—. Por favor, si son tan amables de venir conmigo —dijo a algunos.

Acto siguiente, me quedó mirando. Mis ojos bicolores se encontraban enrojecidos de temor por haber perdido los estribos. Lagrimeé pesaroso por no manejar la situación, por perder el control y excederme en las palabras que empleé con el público. El párpado palpitaba incontrolable y mi nariz silbaba al respirar, sentía un picor tedioso en la garganta y tosí al instante.

—L-lo siento —me excusé, y salí del pasillo rumbo a los baños de la tienda, aquellos adecuados para nosotros.

Por primera vez me sentí fuera de mí. Sentí que no era capaz de someter mis pensamientos y frustraciones a mi voluntad de atenuarlos, sino que me dominaban a mí.

Ellos a mí.

—¡Ya, ya! —me dije en voz alta, adentrándome en un cubículo de los baños.

—¡No! —exclamé, sumiso— Eso no estuvo bien.

—¿Bien? —me pregunté, en tono ronco, como si aquella voz realmente no fuera la mía— ¡Estuvo magnífico!

—¡Perdí la cabeza! —comenté.

—¡Lo sé! —contesté— ¡Lo vi todo! Estuve ahí ¿no lo recuerdas? —reí con malicia y locura.

—¡Cállate!

—Pudo haber sido peor —comenté.

—¿Qué pudo haber sido peor que eso? —pregunté a toda garganta.

—Pudiste haber traído un arma —contesté—. ¡Y HABERLOS MATADO A TODOS!

Reí con afanosa locura luego de esa frase, hasta que un ruido en el cubículo de al lado me hizo reaccionar.

¡CON UNA MALDITA PUTA!

No estaba solo y, al parecer, en ese momento, alguien me había escuchado.

—¿Con quién mierda hablas, Ulises? —preguntó Maycol. Sí, escrito así. Tal cual, abriendo la puerta del baño en que me encontraba y mirándome, cruel y maligno mientras arrastraba consigo una sensación de confusión.

—No me creerías —contesté, mientras levantaba lentamente la vista en su dirección, y mis ojos bicolores nuevamente parecían desasosegar a quien los mirara—, si te lo dijera —y sonreí.

3

Los ojos de Maycol, aunque perturbados por el enrojecimiento de los míos previa huida de la tienda y la posterior hinchazón que ello provocaba, agregando la inquietante combinación en cada uno de mis ocelos, aun así, eran capaces de mirarme de frente un par de segundos antes de echarse a volar en la escasa panorámica apreciable del lugar en que nos encontrábamos.

—Estás enfermo —dijo soez.

Me quedé callado, con los ojos extremadamente abiertos, y pensando en que, si no fuera más grande y ancho que yo, tal vez podría darle su merecido. Me transpiraba la cara, y mis labios juntos no eran capaces de articular palabra alguna.

—Puto parcha de mierda —agregó, para luego darse la vuelta y caminar hacia la salida, dando enormes y pesados pasos de gorila.

Mi mente murmuró.

—Sabes que no es chileno ¿cierto? —me pregunté en un murmullo.

—Lo sé —contesté en un susurro.

—¡PUTO ILEGAL! —exclamó mi consciencia, cizañera.

—¿Qué quieres que haga? —pregunté.

—¡Grítaselo al bastardo!

—¿Ahora? —pregunté, indeciso.

—¡AHORA!

Me armé de bríos y me levanté del retrete, avancé por la puerta del cubículo y antes de que Maycol saliera del lugar, le tomé de un hombro para voltearlo.

—¡Quién demonios te crees! —exclamé— ¡culero bolso ilegal!

Me quedó mirando una breve fracción de segundo, tiempo suficiente para pensar en que tal vez la había cagado, y no fue sino hasta que su rostro se desdibujó y me tomó de los hombros para encerrarme en el cubículo del baño que sentí la lucidez de que, tuve que haber planificado mejor las cosas.

Al ser más grande, ancho y forzudo que yo, no tuvo problema alguno en levantarme para arrastrarme hasta el retrete y consumirme la cara en el agua.

—¡Qué dijiste, puto parcha! —exclamó mientras sacaba mi cabeza de la taza del baño— ¡Puto marica!

En el interior de la taza, contuve la respiración y como pude, intenté atraer a mi mente el recuerdo de los tan bellos insectos que solían devolverme la calma. Que intentaban despejarme de todos los males de la tierra, pero, no podía. Había algo sobrehumano en esa situación que me superaba y por alguna extraña razón, sacaba de mi toda esa ira acumulada por los recuerdos de mi niñez en el colegio, de mi paso por las aulas de mi adolescencia, de cada día que llevaba trabajando en la librería.

Tener mariposas en mi vida no bastaba, no era suficiente. Sabía que tenía que llegar a los tatuajes, sustraerlos marcialmente de sus ocupantes, pero la situación en que Maycol me tenía, me hacía pensar en que, podía llegar, incluso, a necesitar más.

La pregunta era qué.

—¿Quieres cogida, perra marica? —preguntó, mofándose, acercando su pelvis a mí y dándome un empujón para nuevamente meter mi cabeza al agua.

Sentía el indeleble arribar de mis memorias pasadas cuando en mis años de escuela, no era capaz de defenderme y la misma situación que vivía en la librería, se había repetido tantas veces antes. Por el foráneo bicolor de mis ojos, por mi enigmática manía hacia las mariposas, mi tendencia antisocial o netamente por mi orientación sexual.

En una feria de monstruosidades, sin duda alguna en aquellos años, en la retorcida cabeza de mis iguales dentro de las paredes de la escuela, yo era sin lugar a duda la atracción más grande.

—¡Te gusta, maldito puerco degenerado! —volvió a chocar sus caderas con mi cuerpo mientras consumía mi cabeza en la taza, una, dos y más veces hasta perder la cuenta.

Hice amago de resistencia, pero no pude. Cada vez que su gigantesca mano atrapaba mi cabeza, intentaba con todas mis fuerzas no doblegarme, pero era imposible. Grité al interior de la taza del baño y las burbujas brotaron como hirviendo, en mi mente la negrura cósmica de mis malos recuerdos afloraba, impaciente, susurrándome maquiavélicos planes no mencionados antes ni siquiera en el infierno. Mientras cada zambullida de mi cabeza hacia el váter me cortaba la respiración, más clara veía las visiones de mí y Patricia, ella gritando a viva voz mientras mis manos acariciaban forzosamente los rincones de su cuello, o negándole su legítimo derecho a la vida gracias a un delgado cordón de zapato. Jason solo miró, en mis crudas fantasías, la soga de la que pendía. Lo haría parecer un suicidio.

Sería extremadamente poético. El de ambos, de hecho.

Sí. Sería un pacto de amor del que nadie sospecharía. Lo haría parecer eso y sin remordimiento alguno en mi orquestación, grité ahora yo despertando de mi tan gloriosa epifanía, arranqué mi cabeza del agua en el momento justo que Óscar se apareció por la puerta y este al ver el suceso, dio un grito de los Dioses que me permitió dar un empujón a Maycol con las piernas y apartarlo un par de centímetros de mi persona.

—¡Ulises! —exclamó Óscar, asustado al verme empapado— ¡Estás bien!

Noté en su rostro sincera preocupación.

—Ahora lo estoy —contesté, intentando levantarme, pero siendo completamente inútil.

Ambos sonreímos, tal vez producto de los nervios.

—¿Qué pasó? —me preguntó.

Cavilé retomando mi magnífica revelación.

—Un pequeño incidente —contesté—. Nada más.

Capítulo VII

La mariposa Azul

1

El por qué quise guardar silencio respecto al suceso con Maycol fue para Óscar una pregunta imborrable de las facciones de su rostro durante largo rato, aun cuando ya no podía disimularlo y utilizar al incesante gentío de la tienda como excusa para su ceño fruncido, puesto que, del cuantioso mar de clientes de hacía una hora, en ese momento con mucha suerte quedarían tres o cuatro.

No podía culparlo, aunque inexplicable fuera el motivo de su afecto, sentía irradiar de él una preocupación sincera que movía en mí un extraño sentimiento sin definición aparente más que la confusión y culpa por haberme quedado callado respecto al atentado.

Y notaba en él esas miradas que me gritaban furiosas lo molesto que se encontraba.

Me atrevo a decir que, desde el día anterior, entre Óscar y yo nació un lazo afectivo que me hizo sentir extrañamente protegido y, existía, tal vez, la posibilidad de que él también lo hubiera notado, en cuyo caso, que yo no respetara la preocupación que sentía hacia mi persona, explicaba bastante bien su estado anímico del momento, y evidente era, puesto que trabajar lo más alejado que pudiera de Maycol, había sido desde ese momento su prioritaria tarea.

Fue entonces que, sin pensarlo siquiera, sin poder explicarme el motivo ni la razón más que tener la incesante necesidad de que las cosas estuvieran bien entre los dos, saqué mi móvil del bolsillo y desplegué la barra superior para activar el Bluetooth, me conecté al equipo de la librería y luego entré a mi perfil de Spotify, busqué entre mis playlist hasta encontrar la que, para mí, era la preferida, y pulsé el play para que el modo aleatorio escogiera una canción al azar. Wake me up when September ends
había sido la elegida de toda la lista de «Ulises» y era tan buen tema, que, Óscar apenas escuchó los primeros acordes de la banda, irguió su cabeza y miró en todas direcciones, yo por otro lado, agaché la mía escondiendo mi sonrisa y fingí que no sabía nada al respecto. Segundos más tarde levanté la vista y dirigí levemente la mirada hacia él, me tapé esta vez la sonrisa tras la palma de la mano al notarlo corear la canción y mover los dedos con cada postura de un nuevo acorde.

¡Ni si quiera sabía que le gustaba Green Day!

Ordenó un par de libros en una repisa, atendió a un muchacho que al parecer iba de camino al colegio, en cuyo uniforme no pude notar la insignia ni el distintivo en las correas de la mochilas bermellón que le colgaba del hombro derecho, a dos jóvenes que parecían ser gemelas —y extrañamente tétricas al igual que las hermanitas Grady—, y así a otro par de personas que fueron ingresando a la librería a medida que las canciones de mi lista iban pasando una a una y me demostraba de reojo que mi gusto por la música no difería tanto del suyo al corearme las letras moviendo los labios mientras se me acercaba hasta que, en determinado momento, cuando estuvo por fin frente a frente a mí, sin yo verlo venir siquiera, me abrazó por el costado, adentró veloz y sagaz su mano derecha por entre mi cintura y el arco que formaba mi brazo y antebrazo al tener mis manos en los bolsillos y dejó con grata cautela algo en el portamonedas de mi polar.

—Para que endulces tu mañana —sonrió.

Hurgueteé y mis dedos chocaron con los suyos mientras él los sacaba, toqué un envoltorio de plástico y saqué un pequeño dulce de miel y limón.

Torcí las comisuras de mi boca de buen gesto.

—¡Gracias! —exclamé devolviéndole el abrazo y sin temor dándole un beso en la rasposa mejilla de dos o tres días sin afeitar.

—La próxima vez —dijo—, cámbiale el nombre al Bluetooth de tu móvil —sonrió.

Me sentí atrapado y, por esas cosas de la vida, algo en mi inconsciente pareció quebrarse. Sentí, literal, cómo algo se rasgaba, se rompía de lado a lado. Si no había tenido cuidado al hacer ese pequeño movimiento inocente, ¿cómo demonios podía sentirme seguro de conseguir las mariposas de Jason y Patricia?

Luego del beso, Óscar quedó parado allí, sorprendido, posiblemente a causas de mi pequeña muestra de afecto, tocándose la mejilla en que presioné mis labios y sonrió enarcando sus pómulos enseñando los Brackets azules que tanto lo caracterizaban y preparándose para decirme algo cuando mi móvil vibró y la notificación de un mensaje de Jason me apareció en la pantalla.

—Lo siento —me excusé.

—Descuida —murmuró, borrando poco a poco la sonrisa y agachando la cabeza.

Bajé la barra superior del móvil y pinché la notificación.

Óscar se acercó para ver mi mensaje.

—Tienes pretendientes —observó bromeando.

—Calla, bobo —contesté—. Solo es Jason.

Me puse nervioso y se vino a mi mente la imagen de la mariposa de su pecho. La hermosa mariposa Monarca que reposaba, majestuosa en la perfección de los músculos de su tórax. ¡Oh, Dios! Y recordar que la noche anterior la contemplé a viva desnudez hasta asemejarse a mi pobre vista como la personificación de un Dios griego de la seducción lepidóptera.

Era…, no sé. Aún seguía siendo excitante.

Entonces también recordé a Diego. ¿Quién demonios era? ¡El amante, claro! Pero, había algo más que no me cuadraba del todo, pero seguía sin saber qué. Un sentido inexplicable parecía gritármelo en el inconsciente, de forma extraña.

¿A su casa? ¡Me ha dicho que pase por ellos a su casa! ¡CON UN DEMONIO! ¿Cómo mierda sabe que sé dónde vive? ¡Me vio! ¡me reconoció! ¡Me observó durante cada instante que estuve bajo la ventana, frente al Mercedes! ¡ME ACECHÓ EL MALDITO BASTARDO!

Mis pupilas se contrajeron y el temor sudó por cada poro de mi cuerpo.

Fue lo único que atiné a escribir. Me haría el tonto, completamente el desentendido al respecto y si, por algún motivo mencionaba mi presencia limitándose a su casa o los alrededores, negaría con una convicción magistral cada detalle al respecto.

Sí. Eso haría.

Y, ahora que mencionaba los anteojos, noté la extraña ausencia de ellos. Desde la mañana había sentido una rareza en el ambiente que no podía explicar con ningún concepto o término específico, no había encontrado la definición de lo que ocurría incluso notando que mi visión se encontraba hecha un fiasco a causa de la carencia de mis lentes.

Sonreí una vez leí su mensaje, y acepté la espera hasta que llegara con mis gafas, intenté calmar mis pensamientos y poco a poco la paranoia fue esfumándose por completo. Fue entonces cuando por algún motivo que desconozco, una jaqueca invadió mi cabeza. Sentí cómo tronaban las voces de mi mente en un eco milenario y recordé el incidente de momentos antes, la mirada perdida al interior del inodoro y las extrañas proféticas visiones de mis manos acabando con la existencia de Jason y Patricia. Sentí un mareo que me contoneó hasta lograr que me apoyara en un estante para no caer y tapé mi vista debido a la luz artificial del local que me enceguecía.

—¡Con un demonio! —exclamé para mí.

Volví a verme asfixiando a Patricia bajo la presión de una soga, de un cordón de zapato o plancha, sucumbiendo su respiración lentamente gracias a mi serpentino abrazo y extrayendo de su clavícula el trozo de piel que necesitaba para mi perfecta, poética e idílica colección. Mis ojos aventuraron cómo con una simple hoja de afeitar desollaría perfectamente el pedazo de tatuaje que tanto anhelaba y, ¡oh, Dios! ¡Era hermoso! ¡Todo era realmente hermoso! Tan excitante que no lograba concebir la majestuosidad de mis actos para con el principio de belleza que las mariposas a mi vida otorgaban.

El dolor continuaba, se acrecentaba lentamente mientras mi imaginación se echaba a volar y pensaba en cada acto que podía hacer para conseguir los tatuajes. Había elegido ya el número que consideraba perfecto y para nada sospechoso, el aparente suicidio de dos enamorados, como un pacto de eterna fidelidad pero, necesitaba, maldita sea, encontrar la oportunidad. Requería de un arduo planeamiento con cada detalle para evitar a toda costa cualquier lazo con ellos el día del suceso, y aunque mi memoria eidética fuera buena fuente para la reserva detallada de información, la cosa era que no me atrevía y me decía, claramente, que una bitácora para el efecto sería la mejor opción, cosa que, una vez comenzada, efectuada, y tremendamente culminada la obra de arte, solamente la hiciera desaparecer.

Me tapé los ojos producto de la cefalea y apreté los dientes, no por dolor, sino por la sonrisa colorida que estaba sosteniendo en ese momento y que no podía evitar al verme asesinando a mis nuevos amigos. Si mi voz interna ya me había convencido la noche anterior de que debía matarlos para conseguir MIS MARIPOSAS, lo cierto era que ahora yo solo me convencía del sigilo y planeamiento que ello significaba, entendiendo perfectamente que mi doppelgänger
psicológico era el directo, y yo el discreto. Él era el impulsivo y yo el que planeaba las cosas. Él era todo un maldito sociópata y, en cuanto a nuestros anhelos, lo único que teníamos en común, era que ambos mataríamos a toda costa con tal de obtener lo que necesitábamos, pero no me malinterpretes, querido lector, no es un pensamiento egoísta, jamás actué irracionalmente solo por conseguir los ejemplares de mariposa, analicé la situación y me decidí, objetivamente a hacerlo. ¡JA, JA, JA!

Y allí me encontraba, con los ojos arrugados y mis dedos palpando mis sienes, conversando conmigo mismo al respecto cuando me hablaron:

—¡Ey! —me dijeron— ¿Estás bien?

Asustado erguí la cabeza y mis ojos bicolores se cruzaron con los de Jason e intentaron, forzosamente enforcarlo sin resultado.

—¡Eh! —exclamé, achinando mis ojos— Hola. Sí, perdón, solo es un dolor por la ausencia de mis —sonreí al verlos.

Jason también rio. Me entregó las gafas y luego pude verlo con mayor claridad. Un muchacho se nos acercó en ese momento y sonrió. Tenía la cara delgada y bien definida, una barba similar a la de Óscar —de un par de días—, y un cuerpo atlético que llamaba la atención. Era delgado, no marcado, pero delgado, vestía de polera, sudadera negra y unos shorts a pesar del frío y la lluvia. Tenía las piernas gruesas, un poco velludas, pero en excelente estado. Aparentaba más o menos nuestra edad, sin embargo, era un par de años menor, casi un niño todavía.

—¡Hola! —me saludó, sonriendo tímido.

Y entonces temí que fuera quien pensaba.

—Lo siento —se disculpó Jason— Ulises, él es Diego, mi primo.

¡PRIMO! Los ojos se me abrieron producto de la sorpresa, pero me contuve a cualquier reacción. ¡Cielos!

Piacere
—dijo, tendiéndome la mano.

—Igualmente —respondí anonado.

2

No pude evitar sentirme nervioso cuando el tacto con la palma de Diego se sintió tan agradable y albergué en mi interior una extraña emoción. Su piel, tersa y suave, me asemejó a la tela fina digna de la realeza arábica, y no puedo negar que el saludo duró, tal vez, uno o dos segundos más que cualquier otro y en todo caso, tampoco quería que terminara —para ser completamente sincero—.

—Un gusto conocerte —dijo él en un acento no propio, soltándome la mano.

Sonreí y asentí. Me miró a los ojos y noté claro como el agua, un pequeño vibrato en sus pupilas.

—¡Wow! —exclamó sorprendido.

Jason palpó su espalda.

—¿Pasa algo? —preguntó.

—Sus ojos —contestó Diego.

Reí.

—Si recibiera una moneda por cada vez que alguien hace algún comentario respecto a mis ojos bicolores o se asusta cuando lo notan, sería millonario y tendría un insectario gigante en el que vivir.

Diego arrugó el entrecejo.

—¿Insectario? —preguntó.

Insettario
—aventuré a decirle en italiano, aunque, claramente se comprenda debido a la similitud con el español.

Jason se tomó la cabeza.

—¡Cierto! ¿Recuerdas al chico de las mariposas que te comenté ayer?

Diego asintió y yo pensé: ¿qué tan interesante debía ser mi afición para ser el tema de conversación de dos primos amantes mientras tienen sexo?

—Pues, es él. Pregúntale lo que sea. Es como una enciclopedia con patas…, y ojos de distinto color —irguió los hombros al sonreír.

Olivia se asomó por ahí, entre los estantes de libros y al avanzar lentamente como un gato gordo, muy muy gordo, observé un leve cojeo en su haber. Estaba más que claro que esa fea pústula de su pie le estaba impidiendo caminar con normalidad, me aventuré a predecir que se infectaría y producto de su diabetes —diagnosticada únicamente por mi inexperta sabiduría en el tema—, tendrían que cortárselo, o en otro escenario, tal vez, de la rodilla hacia abajo. Se lo merecía, por maldita, la puta.

—¿Lo que sea? —preguntó Diego, dirigiéndose a Jason y a mí.

Interrumpió mis pensamientos respecto a Olivia. Ella me irritaba en serio, e intentaba con la mayor de mis fuerzas que no se notara frente a Jason y su primo con el cual se acostaba. La encargada de nuestra librería cojeó otro par de metros, mirándome de reojo, asegurándose de que estuviera atendiendo a los chicos en vez de conversar con ellos, que fueran clientes en lugar de amigos. Sus ojos cafés que dentro de la librería se veían oscuros, tanto o más que mi propia consciencia, penetraban en los míos, y disimulaba con casi completa experticia que mi pupila albina no la inquietaba. El iris como el carbón ennegrecido que habitaba en mi ojo izquierdo blanquecino con manchas azules sé que la hostigaba hasta convertir sus sueños en pesadillas, estaba completamente convencido de que era el motivo por el que en las noches no dormía, por el que temía apagar la luz y por el que evitaba poner los pies cerca del suelo bajo la cama.

—¡MÁTALA! —gritó mi consciencia.

Él y sus arrebatos irascibles y completamente impulsivos.

—¡Mira! —dijo Jason— Lo verás en acción —agregó, cuando una bella joven entró por el frontis de la tienda.

Nada más cruzar las puertas de la librería una sensación en mí, dentro muy dentro de mí, palpitó, aumentó como el mágico crecendo en una obra sinfónica dedicada al martilleo de un antiguo reloj, al vetusto tronar de las campanas del más viejo y arcaico campanario. Una obra maestra, magnífica mujer de ojos cafés, sonrisa amable y simpática, nariz aguileña y un par de margaritas en sus mejillas que se conectaban gracias a las diminutas pecas que cruzaban por el puente de su napia. Tenía el cabello liso y tostado, al igual que su piel canela que irradiaba felicidad. Por los Dioses, era una mujer hermosa que no llamaba para nada mi atención, más que el hecho de que a pesar del auténtico frío que hacía afuera, ella solo vestía una especie de crop top, jeans azules y un par de zapatillas a juego, solo eso y nada más, motivo suficiente por el que noté un ejemplar que me hizo babear al instante: un hermoso entintado de mariposa azul sobre su vientre que, te juro, querido lector, me hizo echar espumarajos, tantos que me vi en la obligación de dirigirme al baño, corriendo, abrir la boca presuroso y sentir en mi cuerpo cómo se me revolvían las vísceras en un temblor incomprensible hasta para el más erudito en las materias de la ciencia medicinal.

¡Era hermosa, maldita sea!

¡HERMOSA!

Al volver, tanto Jason como Diego miraban a la mujer en cuyo rostro se reflejaba la extrañeza de los libros frente a sí. Reconocí la expresión de no encontrar el ejemplar exacto que buscaba y, fue entonces que, al reparar en mí, se me acercó con grácil confianza solo para dirigirme firmemente la palabra a la par que yo, un poco nervioso, con la cara mojada y sonrosada y la nariz congestionada, me limpiaba con un trozo de papel higiénico.

¡Qué hermoso escenario!

—Disculpa —me dijo—. ¿Podrías ayudarme? Por favor.

—¡Claro! —contesté— ¿Buscas algo específico?

Sonrió.

—Pensarás que soy extraña.

Sonreí.

—Adelante —animé— Las personas suelen buscar muchas cosas extrañas aquí. No creas que eres la primera.

—Estoy buscando el Malleus maleficarum.

Me la quedé mirando.

—¡Okey! —le dije— Sí, en efecto eres extraña.

Los chicos rieron.

Intenté, forzosamente enfocarme en sus ojos, en su cara, en sus labios, en su petición hacia mí, pero se me hacía muy complicado poder hacerlo, desviaba a cada instante la vista hacia la mariposa que tenía en su vientre, y sentía mi corazón aplaudir, prácticamente, un concierto clásico de sinfonías pasadas. Sentía que en cualquier momento me sobrevendría una arritmia y quedaría tirado en la librería como un soberano costal que a nadie le importa. Mi párpado izquierdo latía, latía incesante a la par que mi corazón y en mi mente el deseo inicuo de desgarrar allí mismo la piel de ella para huir con su tatuaje y conservarlo en un frasco empapado en cal viva se desbordaba por mis ojos, por mi nariz y boca, por cada poro y extremidad de mi cuerpo poseído por la grotesca necesidad.

¡Por los Dioses!

—El martillo de las brujas —dije, mirando el suelo.

Ella asintió.

Me ganaba la batalla el anhelo de tocarlo, y cómo no, si estaba a plena vista, totalmente al descubierto, ni siquiera la Monarca de Jason era visible para dedicarme más a él. Y sentía miedo, temor de que mis ansias fueran superiores a mi voluntad de mantener mi inigualable atracción, discreta.

Comencé a transpirar, me escurría el sudor por la sien izquierda y al llegar a mi párpado, latió a su ritmo hasta meterse en mi ojo y causarme una molestia del demonio.

—L-l-lo s-si-e-sien-to —tartamudeé— L-lo c-ci-ciert-o e-s q-qu-que n-no l-lo t-ten-nemos —terminé, insinuando el libro.

La joven pareció acongojarse y se percató de que yo lo había notado, de modo que antes de decirme algo, me excusé primero.

—P-per-dón —dije—. T-tar-ta-m-mudeo c-cua-nd-do e-est-oy n-ner-vioso.

Sonrió.

—Tranquilo, no te preocupes. Lo seguiré buscando. O lo encargaré desde internet.

Sus palabras parecieron una despedida.

—¡Le ha gustado tu mariposa! —exclamó Jason.

¡Diablos! ¡Por qué mierda no dejó que se fuera!

¡Ahora iba a parecer un verdadero trastornado!

—¿Disculpa? —preguntó la joven, confundida.

—Esto que, está nervioso porque ha visto tu mariposa —agregó.

¡Perfecto! ¡Lo mataré! ¡Ensañarme será lo más hermoso que haré con él cuando lo mate!

—¿Mi mariposa? —preguntó la chica— Es una Morfo azul, según sé.

¡Qué! ¡No! ¡Pero qué equivocada estaba! Completamente errada en la suposición del insecto que en su cuerpo traía, la pobrecita criatura.

—N-no —negué, moviendo mi cabeza y mirando el suelo, con la vista clavada en mis pies—. N-no e-es u-una m-m-or-fo az-zul. E-s u-una T-tr-trona-dora.

Cerré los ojos un breve momento y mis ojos de pequeño se abrieron. El colegio donde estudiaba se observó frente a mi y el pizarrón del salón de química estaba completamente rayado en esquemas y estructuras de Lewis. Yo en tanto, sentado en una orilla al lado de ventana, dibujaba en mi cuaderno una espléndida Tronadora azul que acababa de googlear. Era hermosa, tanto que, si hubiese sido un perfume de exquisito aroma, incluso Jean-Baptiste Greonuille hubiese quedado sorprendido al respecto sin poder replicarlo. Podría llevar a la demencia al maestro de la psicología, y atiborrar de envidia a los Dioses de la belleza.

—Esa es una Tronadora azul, una especie de Ninfálido —dije—. Más comúnmente conocida como Tronadora, y su nombre científico es Hamadryas amphinome. La cara que tienes tatuada es solo la superior, la de coloraciones azules con separaciones en azul marino y entintados blancos que separan las puntas —suspiré—. El cuerpo de oruga también se encuentra bajo la misma gama de colores, pero la parte ventral es distinta, es un poco más cálida, de hecho. Las puntas inferiores de las alas superiores sostienen de igual forma el azul marino negruzco con pequeños retoques de blanco y, poco a poco se va difuminando para mezclarse con el rojo anaranjado que se separa en pequeñas venas, si se pueden llamar así, de color negro. En los bordes termina cada ángulo con una punta de blanco y si te fijas bien, cada color superior de las alas parece como mirar un caleidoscopio. Hermoso. Que, te enamora. Te fascina. Que te deja sin aliento ni palabras.

Noté sus caras de estupefacción. Era extraño, pero parecía acostumbrarme.

—Hay, de hecho, un común denominador para todas las mariposas azules, la Tronadora que tienes en tu vientre, incluida.

La chica me miró ceñuda.

—Perfecto —dijo—. ¿Y cuál sería? —consultó, tenuemente interesada.

Sonreí, pero ella seguía mirándome, esperando, ansiosa por escuchar.

—C-cuenta l-a-la leyenda oriental de la mariposa a-zul que, hace tiempo un hombre había enviudado y, por tanto, quedado a cargo de sus dos hijas. Las niñas, curiosas e inteligentes sostenían unas ganas inigualables de aprender y constantemente atestaban a su padre en preguntas. La mayoría de las veces el padre contestaba sabiamente, pero en ocasiones no se encontraba del todo seguro sobre si la respuesta que podía ofrecerles era realmente la acertada.

«Viendo la inquietud de ambas niñas, un día decidió enviarlas un tiempo a convivir con un viejo sabio que vivía en lo alto de las montañas, que era capaz de responder a todas las preguntas que ellas le plantearan sin dudar si quiera de la respuesta. Pero un día, las hermanas idearon una ingeniosa trampa para medir la sabiduría del anciano, de modo que decidieron realizarle una pregunta que él fuera incapaz de responder.

Se pusieron manos a la obra y la mayor trampa de su corta historia se llevó a cabo cuando una de las hermanas salió al campo y atrapó entre sus manos una hermosa mariposa azul —miré a la chica—. Como la que tienes tatuada en tu vientre. Entonces, envolviéndola en su delantal para que no se escapara se dirigió con su hermana menor y le explicó cómo sería el proceder:

Mañana, mientras sostengo la mariposa azul en mis manos, le preguntaremos al sabio si está viva o muerta. Si responde que está viva, apretaré mis manos y la mataré. En cambio, si afirma que está muerta, la liberaré y volará libre. De esta forma, sea cual sea su respuesta, siempre será incorrecta.

Entonces, a la mañana siguiente, las pequeñas acudieron al sabio deseosas de hacerle caer en su trampa, y le formularon, tranquilamente, su pregunta.

Pero el hombre sonrió, y calmadamente procedió a responder:

—Depende de ti, querida niña —le dijo—. La mariposa…, está en tus manos».

3

Observar levemente un par de lágrimas en los ojos de los presentes, asumiendo que se tratara por la leyenda que acababa de narrarles, se sentía, para mí, como alimentar mi alma con pura y celestial ambrosía de Dioses. No puedo negarte que, en cierto aspecto algo dentro mío también se revolvía y no podía, no lograba, aunque intentara con todas mis fuerzas, saber qué era.

—Es una leyenda preciosa —sonrió la joven, tomando un trozo de papel desechable y limpiándose una pequeña lágrima que surcaba su pómulo.

Inhalé.

—Lo es —sonreí.

Jason y Diego se abrazaron un momento y noté a Olivia acechándonos nuevamente, al cojeo de su torpe pie mientras mi consciencia la miraba con el ávido deseo de empalarla y que de una buena vez cerrara su porcino hocico.

Y hubo silencio.

Se me erizó el vello de la nuca durante un instante. Como si algo más hubiera a mi alrededor. Algo que desconocía pero que, me producía cierta familiar intranquilidad. Cierta ansia cuya definición no podía llegar a comunicar.

Mi teléfono seguía conectado al estéreo de la tienda y la última canción de mi lista estaba sonando. Can you feel the love tonight. Nunca fui fanático de Elton John, pero, debo admitir que sí de «El rey león».

Óscar se nos acercó un momento y nuevamente rodeó mi cintura con su brazo, enseñó sus Brackets azules en una sonrisa y Jason de devolvió el saludo cortésmente. No supe qué hacer al respecto, pero claramente rehuir de Óscar no.

—Veré si puedo conseguir el ejemplar y, te avisaré —dije a la muchacha.

—¿En serio puedes hacer eso? —preguntó.

La miré un segundo y sonreí.

—¡Claro! —exclamé.

Solicité su información y le dije que dentro de dos días le avisaría si teníamos alguna positiva respuesta respecto al libro, y entonces, mi sociópata compañero susurrante me dio una pequeña idea que me podría servir, en el caso de que algún varón sostuviera el mismo ejemplar de mariposa que ella, tatuado en alguna parte de su cuerpo, y yo diera con su paradero, ¡JA, JA, JA!, se lo haría saber y agregaría dos Tronadoras azules a mi colección.

—Lo que debo advertirte antes dé, es que, por esas cosas de la vida, el ejemplar puede llegar a cualquiera de nuestras tiendas en caso de que en efecto nos confirmen una compra o se encuentre en stock —erguí los hombros y ella sonrió.

—¡Me da lo mismo! —exclamó llevando sus manos a acomodar una delgada gargantilla que pendía de su cuello y que no había notado anteriormente— Mientras esté disponible, voy a buscarlo a donde sea.

Apretó sus dientes de felicidad, volvió a sonreír, agradeció la atención y dio media vuelta para luego marcharse.

Jason y Diego se quedaron allí parados mientras Óscar atendía a un joven y lo despachaba, luego de ello nos volvimos a reunir los cuatro y entablamos un breve diálogo aprovechando la ausencia de clientela.

—¿Entonces? —dijo Jason.

—¿Entonces? —pregunté, arqueando los ojos por toda la tienda.

—¿Harán algo esta noche? —consultó Diego.

—¿Quién? —Óscar pareció sorprenderse.

—Pues, ustedes dos —señaló Jason.

Óscar y yo nos miramos ceñudos.

—¡No! —exclamé— O sea ¿como por qué haríamos algo juntos? —pregunté.

Diego rio nervioso.

—Es que, Patricia y yo pensábamos que ustedes dos —Jason irguió sus hombros— Creo que nos aventuramos demasiado —agregó.

¡Demonios!

No lo puedo creer.

Cerré mis ojos y sonreí solo de los nervios y tras pensar en lo ridículo que se escuchaba que Óscar y yo pudiéramos llegar a tener algo romántico.

Cerré mis ojos y cubrí mi mirada con las manos.

—Solo somos amigos —dije—. Trabajamos hace tiempo juntos pero, recién ayer comenzamos a hablarnos más, eh, fluidamente.

Entonces, me volteé a mirarlo y besé su mejilla para luego darle un leve mordisco.

Diego y Jason nos miraron. Ellos tenían novias de papel.

—Claro —dijeron al unísono.

Y entonces mi retorcida consciencia me susurró, en lo más profundo de mi cabeza algo que debía hacer, un plan que tendría que aprovechar a como dé lugar y sin espacio para las dudas. Mientras Diego y Jason se nos acercaban para abrazarnos, yo me perdí en la nada de la brillante luz sobre la librería mientras mis ojos bicolores se saturaban de la ideológica locura que respaldaba mis anhelos para esa misma noche.

—¿Nos vemos a las nueve en el parque Quinta normal? —consultó Diego.

—Me parece perfecto —contesté, mordiéndome el labio mientras Jason se quitaba un poco de ropa y enseñaba el tatuaje de mariposa Monarca de su clavícula—. Será un rato bastante divertido —aseveré.

Y entonces pensé, ¡ja, ja, ja!

Pensé que, esa misma noche, una mariposa por fin sería mía.

Capítulo VIII

Odiseo

1

Cerca de las ocho de la noche, cuando la lluvia desde hacía un rato se había transformado en un tenue murmullo golpeteando el techo del vagón del metro a la altura de la estación BAQUEDANO, con conexión para la línea 1, y la tormenta mutaba en un violento vendaval que remecía las arboledas de las calles y parques cercanos que desde la ventana frente a mí, podía ver, además de las amarillentas luces del alumbrado público que pestañeaban como yo esa misma mañana producto de la falta de mis anteojos, un mensaje interrumpió mi demacrado divagar, únicamente para recordarme que a las nueve exactas deberíamos encontrarnos en el punto que habíamos acordado, aunque, claramente, yo por lo menos, para la hora predispuesta, con mucha suerte estaría recién saliendo de casa debido a la cantidad desmedida de estaciones que se encontraban en medio del trayecto de ida y vuelta, y que separaban, con notorio afán, a mi persona de mis amigos.

No puedo negar que tenía una ligera sensación de pavoroso hormigueo en las manos humedecidas por las que resbalaban un par de gotas desde el mango del paraguas. No me encontraba del todo seguro al respecto, y resultaba ser que, no había planeado nada de cómo podría realmente encausar el efecto y conseguir el resultado aparente que tanto anhelaba, ni siquiera tenía listos los contenedores en que guardaría tan hermosas creaciones, o lienzos, en caso de que como cuadros pudieran quedar realmente precisos para exhibirlos.

Tal vez, si lo pensamos, querido lector, déjame consultar tu opinión al respecto: esas bellas mariposas tatuadas en la piel de mis amigos, cómo se verían más hermosas exhibidas, ¿en un frasco de cal viva con propiedades de conservación, o simétricamente acomodadas en un lienzo trabajado minuciosamente con formaldehído?

Esa era la cuestión. La idea de desollarlos ya la tenía clara.

Imaginaba, entonces, mientras el viento violento, se filtraba por entre las copas de los árboles, cada una de las opciones que tenía para preservar los tatuajes de mariposa y adherirlos a mi colección, y mira que, al trabajarlos para que quedaran tal y como quería que quedasen, cualquiera que los observara podía llegar a considerarlos una digna pieza de arte acreedora de mostrarse en una sección completa del Louvre de París.

¡Oh, sí!

Era magnífico cerrar los ojos y echar la mente a volar, imaginar todo ello mientras el agua golpeteaba el techo del tren y a mi alrededor subían más y más decenas de individuos en cuya anatomía, podía reposar, el candoroso aleteo de un lepidóptero listo para atraparlo entre mis manos. ¡Es que, no podía con tanta belleza! ¡Con tanta hermosura! ¡No había palabra, expresión, término real o falaz que definiera, con exactitud ese sentir! No podía evitar conmoverme y percibir en mi garganta un nudo de emociones que brotaba, como la lluvia por mis ojos. Y así, contemplando la fina gama de ensueños divinos estaba cuando un chico de entre diecisiete o dieciocho, más o menos, cruzó su mirada con la mía. Lo noté, fugaz pero certeramente, clavando su vistazo en mis lentes y sonriendo apenas perceptible una vez supo que también yo había reparado en él.

Vestía de uniforme escolar. Traía la mochila rojo bermellón con ambas correas puestas mientras se sostenía con una mano en el tubo frente a la puerta de acceso, y con la otra, movía sutilmente el pulgar de arriba abajo por la pantalla, como si estuviera corriendo la sección de noticias de Facebook, Instagram o buscando algún chat activo en WhatsApp, Tinder o Grindr.

Nuevamente me miró, cabizbajo, mientras la tenue luz del móvil se reflejaba en su cara y le abrillantaba los ojos. Esta vez le respondí, descaradamente el llamado, observándolo frente a frente en lo que la luz artificial del vagón se reflejaba en los cristales de mis gafas y ocultaba los colores de mis globos oculares.

¿Qué demonios quería?

—Te acecha —murmuró mi consciencia, a quién hasta ese momento nunca supe cómo llamar realmente.

—Cállate —murmuré.

Recorrí el vagón con la mirada mientras, sutilmente intentaba observar el logo del colegio al que el mocoso ese iba a diario.

No tuve éxito.

—Le envió Jason —susurró mi doppelgänger—. ¡Es una trampa!

—No es nada —aseveré.

—¿Estás seguro? —me hizo dudar.

Pensé un momento.

Era un niño. ¿Qué demonios podía hacer un niño?

Me puse los audífonos y entré en mi perfil de Spotify.

Entonces recordé fugazmente que Amalia solía guardar algunos frascos en ciertos muebles de la cocina. ¡Ideales en los que dejar los pliegos desollados!

El chico seguía mirándome de reojo cada cierto tiempo. Pulsé el cuadro de búsqueda y escribí: don’t lose my number. Phil Collins era un artista que, en todo esplendor combinaba con todas las estaciones del año, la progresión total de emociones, sentimientos, temporadas. Un cantante para cada ocasión al respecto.

Le di play.

Tal vez, ese fragmento de mi esencia a quien no sabía cómo demonios llamar, y que me susurraba tranquilo todas las paranoias del infierno, podía llegar a tener razón. Era posible que ese crío algo quisiera. ¿Podía existir la posibilidad de que realmente Jason lo hubiera enviado a seguirme?, o tal vez era amigo del ladrón de aquella mañana y el día anterior. Había espacio para un sinfín de conjeturas, todas y cada una tan cierta y probable como falsa y sin fundamento alguno. Entonces, sentí un desasosiego incalculable comiéndome la cabeza, palpándome el cerebro al son de las gotas de lluvia que martilleaban corroyendo mi materia gris y consumiéndola en la negrura de mi lucidez.

—Debes matarlo —me dijo quien, desde ese momento, bauticé entonces como Odiseo, en honor al griego origen y significado de mi nombre.

—¡No! —exclamé.

—Si no lo haces tú, lo hará él —dijo—. ¡Te siguió hasta aquí por algo!

Su cizaña me entraba como veneno.

Miré al chico desde donde estaba, sentado al lado de la ventana a no más de dos o tres metros de él.

—¡Míralo! —observó Odiseo— Trae algo en su pantalón. Puede ser un arma.

—O puede ser su billetera —determiné.

—No seas confiado, Ulises. Tus amigos confían en ti, y no tienen idea de lo que pretendes hacerles. Duda de él. Témele —agregó.

—¡Por Cristo! —exclamé para mis adentros.

—El libre albedrío que tus creencias le han dado a la humanidad, es razón más que suficiente para temerle —me dijo Odiseo—. Nunca sabes cuándo una persona ya ha decidido ejercer el mal contra ti…

—Por propia voluntad —terminé en un murmullo.

Entonces sentí que, en el tablero de ajedrez de mi consciencia, en un solo movimiento, él había hecho jaque mate.

El chico nuevamente me miró y metió las manos a sus bolsillos, pareció tomar algo forzosamente y desvié la mirada. Eché un vistazo al mal clima del exterior y sin verlo venir, mi reflejo me observaba, penetrante desde la ventana, con ambos ojos del color albino y lunares azules, dejando totalmente al descubierto el iris como el hollín que había al centro de la pupila.

—¡DESTRÚYELO! —me gritó, siendo únicamente perceptible para mí.

Sus ojos penetraban en los míos, sentía, a pesar de mi frialdad, la negra mancha que se cernía sobre él y que abarcaba toda esa parte de mi consciencia que desconocía, aun siendo que, después de todo, él yo, éramos la misma persona.

—¡No! —exclamé, asustado.

Entonces se aventuró a abalanzarse sobre mí estirando los brazos que cruzaron completamente el cristal de la ventana, dejando entrar el viento y la lluvia, ese frío gélido que se aferró a mi garganta y desparramó esquirlas de vidrio por todo el suelo del vagón —y de paso dentro de mis ojos—, mientras el gentío, horrorizado, gritó a más no poder.

Ellos se asustaron entera y completamente.

Y yo también.

En esa tenue fracción de segundo, temí.

2

Desperté de aquel hórrido sueño más o menos a la altura de entre las estaciones MIRADOR y BELLA VISTA, La Florida, a cinco o diez minutos de bajar de ese vagón, hacer el cambio de andenes a otra línea, recorrer dos estaciones más para caminar un par de cuadras, llegar a casa, dar de comer a Titán, ducharme, cambiarme, medio comer algo y salir nuevamente para juntarme con los chicos, gracias al leve palpo que el estudiante de hacía un rato me había dado en el brazo derecho.

Tenía los ojos pesarosos y la transpiración como reacción común al mal sueño recorría mis sienes de esquina a esquina, por mi frente y entre mis labios y fosas nasales. Saqué un trozo de papel desechable y limpié cuanto pude. Cerré mis ojos arrugándolos y tratando de olvidar ese episodio tan violento, me volteé cuidadoso hacia el cristal y noté en mi reflejo, MI REFLEJO, que esa vez sí era yo, mi mirada de distinto color que lograba apreciar a través del cristal de los lentes y el vidrio de la ventana, además del palpito tan común y despreciable de mi párpado izquierdo y que ya se había hecho notar.

—¿Te encuentras bien? —me preguntó un joven, algo mayor que yo, parado justo frente a mí.

Me erguí, asustando.

—¡Sí! —exclamé— ¡Sí, sí, sí! —farfullé, aún transpirando— No p-pasa n-na-nada.

Escuché la voz de Odiseo.

—¿Por qué quiere saber cómo estás? —preguntó.

Pero lo ignoré.

En mis audífonos seguía sonando la misma canción de Phil Collins. El modo repetición estaba activado. Lo desactivé al instante y pulsé para que continuara otra canción al azar. Another day in paradise. El individuo escolar que se había sentado a mi lado en ese momento tenía un aspecto increíblemente familiar que no lograba recordar. Al cerrar los ojos, por cada parpadeo, intentaba, inútilmente mirar hacia mi pasado, hacia mis recuerdos lejanos y presentes, de semanas, meses y años, hasta poco más de un par de horas o días, y no podía dar con el paradero, la escena exacta donde la mirada de aquel crío llegó a mi mente para ser retenida y guardada permanentemente.

La transpiración seguía bajando por mis sienes, sentía la nariz congestionada y la garganta me molestaba. Tenía un picor exagerado que me desesperaba y recordé entonces el caramelo de limón y miel que Óscar me había dejado aquella mañana, cuando sus dedos chocaron con los míos y me había rodeado levemente con sus brazos. Comencé a buscar el dulce entre los bolsillos y de reojo noté la mano del chico que hacía instantes me había preguntado cómo estaba, su reloj de acero color azul, marca Festina, marcaba las ocho veintisiete, mi parpado izquierdo palpitó y me vi en la necesidad de comprobarlo en el mío. Remangué mi polerón y observé la misma hora. Continué buscando el caramelo de limón y di con él en mi bolsillo derecho.

—¡Auch! —exclamó el joven estudiante, el que me miraba.

—¡Lo siento! —dije— Fue sin querer —agregué— ¡Perdón! —me disculpé.

Él sonrió.

—Tranquilo —dijo— No hay problema.

La garganta me dolía, la sentía arenosa, rasposa, casi delirante. La nariz me moqueó y la transpiración se convirtió en un caluroso pesar en mi frente. Las sienes ahora me dolían, como estar punzándome con un picahielos, las orejas me ardían y los ojos me pesaban.

¿Y si…, me habían dado algo en algún momento, de comer o beber? ¿Y si la visita de Jason fue, precisamente con esa intención? ¿Podía estar ahora observándome desde algún lugar del vagón? Silencioso, atento, al acecho.

—Te observa —murmuró Odiseo—. Está aquí, con nosotros.

¿Me había seguido? ¿Realmente lo había hecho?

El chico al lado de mi asiento continuaba mirándome de reojo. Observaba cada cierto tiempo sus pupilas chocar con las mías a través de mis gafas mientras mi nariz comenzaba a sentir una ligera picazón que tenía el ligero presentimiento, me haría estornudar. ¡Por los Dioses! ¡Qué demonios me pasaba!

Sin darme cuenta, el metro arribó a la estación VICENTE VALDÉS, donde yo debía bajar, en el momento justo que estornudé y perdí la noción del tiempo mientras esa sensación de picazón invadía nuevamente mis fosas nasales. Antes de hacerlo, logré pedirle permiso al chico a mi lado y salir al andén para subir las escaleras a pro de estornudos que me iban brotando tan natural y continuamente que parecía una clase de alergia pandémica y molesta que no tenía tratamiento ni cura.

Caminé por un par de escaleras, doblé algunas esquinas, bajé otras tantas buscando los letreros que me guiaran hasta la combinación de la línea que tomaba a diario y que, a la fecha, por algún motivo aparentemente desconocido, aún no aprendía sin la necesidad de buscar las direcciones en los mapas de la estación, hasta que, por fin, sin darme cuenta, estuvo el transporte deteniéndose delante de mí.

Se abrieron las puertas y en esa oportunidad, opté sanamente por abrirme paso al último vagón, aquel que, por tradición internacional, era prácticamente propiedad entera de la comunidad LGBT.

Entré aún estornudando lo más disimulado que pude, volví a limpiar mi nariz con un pañuelo desechable y sentí un ardiente raspar en cada una de mis fosas nasales producto de la fuerza con que soplaba. Pasé frente a un joven de mi edad que se besaba tranquila y cómodamente con otro chico aparentemente menor, otros dos estaban tendidos de la mano mientras conversaban con dos amigos más que revisaban de reojo sus teléfonos y, al fondo del vagón iban tres muchachos con uniformes escolares, toqueteándose los unos a los otros, intentando ocultar sus manos a la vista del público, aunque, al parecer el único que había reparado en ellos, había sido yo. Los demás viajaban concentrados, viviendo sus románticas, eróticas y, o pasajeras historias de amor dentro de sus burbujas irrompibles e impenetrables mientras que el metro avanzaba, sin piedad, por la ruta que en dos estaciones más me dejaría a un par de cuadras de casa.

Me asomé a la ventana más próxima y miré hacia la negrura ominosa del exterior, ese tétrico y romántico negror que me permitía ver mi reflejo y sobre él, las pequeñas gotas de agua que resbalaban hasta el borde del marco donde terminaban cediendo a la velocidad del metro y se esparcían, simplemente desapareciendo, llegando a ser nada.

Veía en el cristal ennegrecido mi pronominal persona, mi doppelgänger
psicológico si es que era él en ese momento, mirándome. Observaba mis ojos por entre los lentes y, seguían siendo de dos colores distintos, era yo. Me sentía extrañamente identificado con el señor Jekyll y míster Hyde. Ulises Giordano se encontraba en el vagón, en el mundo exterior, y Odiseo, encerrado en una cápsula alrededor de mis neuronas, cuyo único escape con la realidad, era a través de los espejos donde podía apreciar mi reflejo. Por eso tenía los ojos de distinto color. Los pardos de lunares verdes eran los míos, los de Ulises, los albinos de lunares azules, los de Odiseo.

Pero seguíamos siendo…

—La misma persona —me susurró, desde algún lugar.

Me concentré instantáneamente en el cristal y no vi nada. Nada más que un rostro familiar al otro lado del vagón por entre el vidrio.

Me dolía fuertemente el cráneo, las sienes me seguían palpitando, la nariz me goteaba y sentía un calor abrasador en la frente. La garganta me raspaba y los oídos zumbaban. ¡Por los Dioses! ¡Qué ocurría!

—Compartimos el mismo cuerpo, la misma alma y espíritu. Soy tu consciencia intermitente, el inconsciente de tus pensamientos y anhelos. Lo sabes. Soy lo que necesitas para lograr tus fines, Ulises —me dijo—. Soy la peste de la locura invadiendo tus implacables fines.

Y lo sabía.

—Mira —agregó—. Nos siguió hasta aquí.

Me puse los audífonos del móvil y bajé completamente la música. Necesitaba hacer algo.

—¡Cállate! —espeté a viva voz.

Algunos chicos me miraron, pero al tener puestos los auriculares, supusieron que hablaba por el móvil.

—¡Mira, con un demonio! —señaló desde la ventana, donde se reflejaba, tras de mí, a un chico de uniforme escolar, chaqueta y una mochila color bermellón que traía colgada de ambas correas.

—¡Demonios!

Un chico hablaba por teléfono cerca de mí y su reloj estaba al descubierto. Marcaba las ocho cuarenta y dos y quedaba una estación para llegar a mi destino. ¿Qué pasaría si el chico me seguía? ¿Estar en el mismo vagón dos veces no sería demasiada… ?

—¿Coincidencia? —preguntó Odiseo.

—¡Me lleva el diablo! ¡Cállate, maldita sea! —espeté, gravemente hacia el vidrio.

Noté al chico sobresaltarse. Abrió enormemente los ojos y afirmó sus piernas en el suelo mientras sostenía una de las barras aéreas del vagón. Me observó unos segundos y luego apoyó la pierna izquierda en la pared, sacó su móvil y pulsó un par de cosas en la pantalla. Me miró, lo miré y entonces bajó el cierre de su chaqueta.

—Deja de meter ideas paranoicas en mi mente, ¡maldición! —dije a Odiseo.

Entonces algo ocurrió. Mi reflejo en el cristal de la ventana comenzó a abrir lentamente su boca mientras me sonreía, yo en tanto, miraba de reojo en todas direcciones, con la cabeza palpitándome, sintiendo que todo a mi alrededor daba vueltas y escuchando como si me encontrara bajo un maldito campanario.

—Son hermosas ¿no? —comentó Odiseo, mientras en sus labios inferiores se asomaban dos pequeñas hebras de algo que no distinguía nada bien, pero se notaba, hacían presión en su boca.

—¿Hermosas? —pregunté, incrédulo.

Los pequeños filamentos volvieron a hacer presión y Odiseo abrió poco a poco la boca, una cabeza se asomó y las antenas se vieron al instante, el cuerpo parecía estar saliendo de un capullo y en cosa de segundos, todo el cuerpo de una mariposa azul estuvo afuera, apoyándose en sus labios.

Un hermoso espécimen de Mariposa de montaña azul, bastante grande, por lo demás, extendió sus alas y me enseñó el hipnotizante color solo para darme un dolor de cabeza que no soporté.

El ruido me cansó, la gente me colapsó. Todo parecía darme vueltas y Odiseo se reía. Cruelmente disfrutaba verme sufrir, aunque estuviera dentro de mi mente, y la Papilio ulysses posada en su boca no fuera suficiente para llevarme nuevamente a la calma.

¡Quería gritar! ¡Quería llorar! ¡Quería mis mariposas y destruir a todo el mundo!

—Si las quieres, mátalos —dijo Odiseo.

—¡No! —supliqué.

—Eres tú o ellos. Mátalos. Defiéndete.

La cabeza me martilleó y Odiseo me miró, aún con la mariposa azul en sus labios. El ruido, la gente, la cabeza transpirada, el dolor, la garganta rasposa, las sienes doloridas, los tímpanos atiborrados de execrable barullo. Puse mis manos en mis oídos, pesaroso, asustado, hundiéndome en la miseria en que Odiseo disfrutaba mirarme como tortura. La fiebre me consumía, el pecho arenoso se entumecía, en mi espalda parecía aumentar un peso incontrolable que fatigaba hasta mis hombros. Doblegué mis piernas y caí de cuclillas al suelo.

Entonces de un de repente, la mariposa volvió a la boca de Odiseo, él cerró sus labios y las manos de un chico me trajeron de vuelta a la realidad.

Estaba transpirando nuevamente, asustado, otra vez.

Tenía la ligera sensación de que, tal vez, algo andaba mal.

De que algo muy malo pasaría.

3

La mirada perdida la desvié un millón de veces en unos segundos. De arriba abajo, de lado a lado, entre una y otra cara buscando la salida, mientras la garganta reseca no me permitía articular palabra alguna y los cabellos lacios producto del sudor me caían por la frente obstaculizándome la tenue visual.

—Oye, ¿te encuentras bien? —me preguntó el chico que me palpó los hombros una vez estuve de cuclillas en el suelo.

No le respondí.

Miré nuevamente a todas partes, intentando reconocer las puertas del vagón, pero no veía nada. Sentía los ojos empobrecidos y cansados, veía borroso como si las gafas estuvieran empañadas o estuviera sufriendo de malditas cataratas.

—¿Vas a algún lado? —preguntó esta vez.

Sentí que sus manos me sostenían para intentar levantarme, pero no podía.

¡Maldito Odiseo!

—Sí… yo —dije, pero fui incapaz de articular de corrido una oración.

—¿Bajas aquí? —pesquisó el chico.

—Ajá —asentí, arrugando el entrecejo, con notorio pesar en mi forma de actuar.

—¿Eres capaz de caminar solo? —insistió con las preguntas.

Esta vez inhalé y traté de responder concretamente.

—Sí. Solo ha sido un mareo repentino. Tengo Couvade —mentí.

—¿Couvade? —quiso saber el joven.

—Embarazo por simpatía. A veces, el padre tiene los síntomas —contesté esbozando una leve sonrisa.

—¡Oh! —exclamó.

—Solo, llévame a la salida antes de que…

Se inicia el cierre de puertas.

El chico despabiló y entonces, no sé cómo, me sujetó entre sus brazos y se abrió paso entre la gente que entraba y salía del vagón, logró dejarme a un paso de la puerta y, mientras se cerraba, logré hacerme de un tubo y tomar el impulso suficiente para salir mientras, de la puerta, se atascaba la manga del polar de la librería.

—¡Mierda! —exclamé enojado, irascible y febril.

Antes de que el tren comenzara a andar intenté quitarme el ropaje y, como pude, saqué mis mangas de la prenda de vestir y vi cómo se iba, colgada de la puerta del último vagón.

Luego corrí por los pasillos de la estación y miré por todas partes mientras corría. Me abría paso entre los diversos gentíos a cada que aceleraba la marcha intentando no llamar la atención de los guardias, y no pensaran que era, no sé, un maldito terrorista que acababa de dejar una bomba por ahí en alguna parte.

Por alguna razón que desconozco, los chilenos siempre han —hemos—, tenido la facilidad para ser prejuiciosos.

Los malestares a mi haber continuaban y, una vez me encontré fuera de la estación, eché a andar y bajé, peldaño por peldaño, las escaleras hasta llegar a la vía principal, cruzarla y empezar a caminar bajo las farolas que iluminaban la calle mientras el viento rozaba la piel de mis brazos y erizaba mis vellos.

Tenía la sensación de intenso ardor en mi interior, como un cuadro febril a punto de reventar desde mis vísceras. Caminé tan rápido como mi aletargado estado me permitía, yendo y viniendo en un estado de vaivén que me hacía parecer la peor clase de borracho que las calles del sector donde residía, habían visto jamás.

—¡Ey, muchacho! —me hablaron.

—¿Qué? ¡Quién anda ahí! —me detuve y pregunté, mirando a todos lados.

Miré hacia adelante y hacia atrás. Arriba y abajo. A la izquierda y a la derecha.

Pero no vi nada y a nadie.

Continué caminando mientras pude hacerlo contoneándome levemente. Unos ciento y algo metros, luego de ello, me vi en la puta obligación de sostenerme de las paredes exteriores que separaban los jardines de las casas particulares, del camino público.

—¡Mira! ¡Tómala! —dijeron.

Volví a mirar a todos lados, y nuevamente no vi a nadie.

Odiseo.

Delante de mí, había una piedra de relativo gran tamaño, tirada en el suelo, que seguramente antes formó parte de una gran construcción de la que ahora solo había escombros a un par de metros en dirección a la carretera.

—Alguien te está siguiendo, idiota —susurró en mi oído.

Entonces se me erizaron los vellos de la nuca.

¿Es posible que, al haber sido mi sociópata compañero interno quien se percatara que alguien más había tras de mí, el termino escopaestesia siguiera siendo el término adecuado para la sensación de «mirada en la nuca»?

Me volteé hacia todos lados mientras el viento arrastraba consigo algunas diminutas gotas de lluvia. El foco del poste bajo el que me encontraba pestañeaba cada cierto tiempo, de forma intermitente, de modo que una vez estuvo apagado, avancé unos metros hasta el negro espacio entre aquel y el poste siguiente, a donde no llegaba la luz.

Y desde allí observé.

—¿Estás seguro? —pregunté a Odiseo.

—¡Shhh! —chitó—. Así es. Mira —me dijo en voz alta, señalándome la vereda contigua.

El chico vestido de escolar y mochila rojo bermellón avanzó desde bajo un espacio entre poste y poste, exactamente igual a donde yo me encontraba ahora.

—¡Te ha estado siguiendo! —dijo Odiseo— Avanza.

Caminé como si nada, mirando de reojo cada cierto tiempo tras de mí, intentando no llegar a casa, pero tomando la misma ruta, maldita sea.

La lluvia había comenzado a caer nuevamente, pero de forma ligera. Podría soportar un rato más de agua.

Las sienes me palpitaban y la garganta me raspaba. Sentía un ligero malestar entre las amígdalas y el paladar, como si cada vez que tragara, incluso saliva, esta se me fuera a devolver por la nariz. Sentía un escozor insoportable y los mocos se me caían casi sin control.

Simulé agacharme a abrocharme los zapatos. Miré de reojo a la vereda de enfrente y no vi a nadie.

—Tras de ti —dijo Odiseo.

Miré la hora cuidadosamente y en el cristal del reloj noté al mocoso apoyado en una pandereta. Vi su reflejo, desentendido, haciendo de cuenta que no sabía nada al respecto, pero claramente estaba al tanto que yo sabía que me seguía.

¡MALDITA SEA!

Necesitaba más improperios para ese momento.

Caminé otra vez. Tosí y me cubrí instintivamente la boca con el codo derecho. La lluvia había engrosado un poco más.

—Ahí, ¡ahí! —dijo Odiseo, señalando un callejón sin salida.

Doblé la esquina donde los postes de luz no alcanzaban a alumbrar y me perdí en la penumbra de la bocacalle. Avancé hasta el fondo y me escondí tras un montículo de escombros y esperé, en silencio, mientras mi única compañía de ese momento solo era Odiseo.

4

Sentí unos pasos avanzar por la callejuela, al son pesaroso de la desconfianza y la precaución.

—¿Hola? —dijeron, con voz temerosa.

No supe si responder.

—¿Qué quiere? —me preguntó Odiseo.

—¿Cómo demonios voy a saberlo? ¡Ni si quiera sabía que me seguía!

—¿Estás aquí? —preguntó el chico, nuevamente.

¿Me conoce…? ¡Me conoce!

—¿Te conoce? —preguntó Odiseo.

—¿Hola?

Me erguí cuidadosamente de donde estaba y entonces lo vi.

¡Carajo!

El chico que esa mañana había visto en la tienda se abalanzó sobre mí y me besó, sin tapujo alguno, sin pensárselo si quiera y metió sus manos heladas por entre mis ropas, destrabando la hebilla de mi cinturón y quitando el botón del pantalón.

—¡Pero, qué demonios! —exclamé, quitándomelo de encima.

—¿Qué? —me dijo— ¿No te acuerdas de mí? —preguntó.

—Claro que me acuerdo de ti. Estuviste en nuestra librería esta mañana, y me seguías en el vagón. Te pasé a llevar cuando buscaba un dulce en mi polerón…

No lo vi, pero sentí su sonrisa.

—Sí —suspiró—. Fui a verte a ti. Y luego te seguí hasta el tren, y en el vagón, te señalé mi pantalón. Luego cuando me pasaste a llevar, me dejaste…, ¡duro!

¿QUÉ?

—¿Qué? ¿Tú me… qué?

—Es una señal para juntarnos a follar.

Volvió a acercarse a mí y me destrabó el pantalón. Metió sus manos y me agarró el pene sin temor por sobre el bóxer.

—¡Es mentira! —exclamó Odiseo en mi mente.

—¡No te creo! —dije yo, a toda boca.

El chico jadeó, excitado sobre mi cuello.

—Es cierto. Si supieras… —me besó entre el cuello y la oreja—, todas las veces que te he seguido, que he ido a verte a la librería.

—¿Qué tú qué? —lo hice a un lado— ¿Que me has estado siguiendo?

Volvió a acercarse. Esta vez se arrodilló y buscó mi pene nuevamente con sus manos, listo y preparado para echárselo a la boca.

—¡No le creas! —me gritó Odiseo.

Pero el puto éxtasis no me dejaba pensar.

Alejé al crío de mis genitales y puse mis manos en su nuca mientras, como un bebé que busca el biberón, alargó sus manos hasta mi miembro.

—Me gustas tanto, Ulises —dijo—. Así te llamas, ¿no? ¿Ulises?

Odiseo quería gritar a través de mi boca.

—¿Por qué crees que te lo dice? —me dijo, susurrándome en la mente— ¡Sabe que te gustan los hombres! ¡Conquistándote el pene no le harás nada!

—¡No te creo! —dije yo al mocoso.

—Es verdad.

—¡Miente! —dijo Odiseo.

—¡Dime por qué me seguías!

Continuaba estirando las manos hasta mi glande.

—Hazme tuyo. ¡Métemelo! ¡Hazme el amor! —gimió.

—¡Mátalo! —gritó Odiseo.

—¡NOOO! —exclamé, cayendo rendido, de rodillas nuevamente, en mitad del lodo del callejón sin salida en el que la oscuridad reinaba más allá de nuestra realidad y la ficción.

Todo pareció haberse consumido por el silencio. Solo se sentía el diminuto crepitar de las gotas de llovizna contra el suelo y en los charcos que había a nuestro alrededor.

Mi mente estaba perdida, completamente desprendida de mí. De lo que yo consideraba real o no, concreto o ficcioso. No sabía dónde estaba, quién era, o por qué solo podía pensar con la mitad de la claridad que hacía diez segundos atrás, por qué solo podía sentir el control de una parte de mí, la derecha, en vez de mi cuerpo completo, como hacía diez segundos atrás, por qué no podía ver con mi ojo izquierdo, como había pasado hasta hacía, diez segundos.

—¡ATRÁS! —gritó Odiseo, levantándose a la par que yo, irguiéndose de golpe sobre el chico que estaba frente a nosotros y quien, como no sabía nada de mi sociópata compañero psicológico, atinó a besarle— ¡Quita tus putos labios chupapenes de mi cara, marica! —dijo, a través de mí.

—¿Qué? —preguntó el chico, confundido— Hace un rato me besaste.

—Déjalo, Odiseo.

—¿Quién es Odiseo? —consultó el joven.

—¡No! ¿Qué quieres de nosotros, ¡eh!? —preguntó, arrimando al chico contra la pared.

—Nada, ¡nada! —contestó, asustándose un poco.

—Lo estás asustando —dije.

—No me importa. ¡Te estaba siguiendo, qué no lo recuerdas!

—Tal vez… —comenté, pero me interrumpió.

—¡Nada! Tú también seguiste a Jason anoche, y sabes para qué.

—¿Qué te pasa? —sollozó el chico, quien no había brindado su nombre.

—Odiseo, suéltalo y deja que se vaya.

—¿Y si viene a matarte? ¡Eh! —impregnó la duda.

—¡No! —exclamó el chico.

—¡Tú cállate! —dijo Odiseo, presionando la garganta del chico y subiéndolo cinco centímetros sobre el suelo.

—¡Ya, por favor!

—¡No! ¡Que nos diga la verdad! ¡Quién te mandó y para qué!

—Nadie —el crío estaba perdiendo la respiración.

—¡Odiseo, lo vas a matar!

—¿Quién diablos es Odiseo? —preguntó el chico.

—¿Fue Jason? ¿O el ladrón del metro?

—¿Jason? ¿Quién es Jason? —su temor parecía real. La mochila amortiguaba su espalda.

—Ya para, Odiseo —dije.

—No. Ya te dije, tú seguiste a Jason anoche para matarlo y él podría hacer lo mismo una vez que le des la espalda.

El chico abrió los ojos.

—¡No! —exclamó asustado— ¡Solo quería un poco de sexo contigo!

—¡Miente! —gritó mi doppelgänger.

—Lo juro —lloró el chico.

—Ya basta, por favor —lagrimeé.

—Quiere tus mariposas. Entonces es eso lo que andas buscando.

—¿Qué? —preguntó confundido.

—¡No te hagas el imbécil! —Odiseo volvió a apretarlo contra la pared.

—¡No he hecho nada! ¡Por favor, déjame ir!

—Ya, déjalo, Odiseo.

—¡No seas idiota!

—¡Suéltame!

—¡Ya sabe que quieres matar a Jason! No puedes dejarlo ir.

—No le diré nada a nadie, por favor —dijo—. Lo juro.

La cabeza me daba vueltas, estaba pensando con la mitad de mí, tenía cientos de ideas, algunas buenas, otras malas, algunas peores y otras tantas que ni siquiera el infierno sería capaz de llevarlas a cabo. Odiseo estaba apoderándose de mi mente y mi cuerpo, de todo lo que yo hasta ese momento era capaz de controlar con mi poca lucidez.

—¡Mátalo! —me ordenó.

—¡No, por favor! —clamó el chico.

—¡Hazlo de una vez, puto marica cobarde!

Me resistía lo más que podía, pero, no aguantaba.

—¡Hazlo con un demonio! ¡Hazlo! —me gritaba Odiseo.

—Ulises, no. ¡Por favor!

—¡Yaaa! —gritó Odiseo.

—¡No lo haré!

—¡Maldito perro cobarde!

Intenté soltar, con toda mi fuerza de voluntad, la piedra que tenía en mi mano derecha, pero Odiseo se resistía. Quería, sentía, anhelaba con loco deseo incrustar cada una de las puntas carcomidas por el tiempo de esa roca en el cráneo de aquel chico que, en mi humano criterio, realmente solo buscaba una entretención sexual, pero que, sin éxito, pudo convencer a mi otra más exigente de pruebas, personalidad.

—¡Mátalo! ¡La piedra! —exclamó.

—¡No lo hagas, Ulises!, ¡por favor! —lloró el chico.

—No lo haré —arrugué el ojo del que tenía control, y aun así, por el otro, el albino de lunares azules no veía nada, a pesar de estar abierto.

—¡Ya, puto maricón! ¡Entiérrale la puta piedra! ¡Te delatará! ¡Las mariposas, te las quitará! ¡Asesinalo!

—¡Nooo! —exclamé.

—¡Ahora! —gritó— ¡Mátalo! —ordenó.

—¡NO!

—¡MÁTALO! —la voz de Odiseo fue clara y tajante al respecto.

Entonces tomé una piedra del suelo, sin percatarme si quiera.

—¡MÁTALO!

—¡NOOO!

Y mientras me resistía, contra mi propia voluntad, la piedra que yacía en mi mano derecha se alzó por el aire, empuñada entre mis dedos dándole justo en la sien izquierda al muchacho que se encontraba contra la pared gracias al brazo firme de Odiseo. Reventé su cráneo fuertemente consumiendo la roca unos dos o tres centímetros al interior, astillando completamente su ojo y destrozándole parte del oído. La sangre salpicó en mi cara y ropajes, escurrió por entre lo que serían sus pensamientos y me manchó la mano rápidamente al brotar como un grifo abierto.

Luego de ello, Odiseo lo dejó caer, su boca quedó abierta y, sin darme cuenta, un brillo azul celeste comenzó a verse en su interior. Me asomé curioso hasta ver sus dientes salpicados de sangre y sus ojos reventados bajo la misma descripción. Una mariposa se asomaba por su garganta y apoyaba sus diminutas patitas en los labios del chico, igual a como había hecho con Odiseo en el tren.

Una bellísima Jezabel pintada voló entonces hasta mis manos y se posó en mi dedo índice.

—¿Qué te parece? —preguntó Odiseo, sonriendo más calmado.

—Es una Delias hyparete, endémica del sur y sudeste de —cavilé un instante—. Creo que, ¿Asia? —sollocé— ¡Es hermosa!

Y entonces voló.

La mariposa voló, y pensé.

Pensé que nunca había visto un espectáculo más hermoso que ese.

Capítulo IX

Caos

1

En qué momento, y cómo fue que llegué a mi casa, exactamente no lo recuerdo. Si me lo preguntas, creo que ese siempre será un oscuro recuerdo de Odiseo, no mío. Yo con escasa suerte lograba ver, entre tinieblas, que una vez hube abierto el portal del frente de la casa gracias a la llave que siempre traía colgada en la pulsera de la muñeca y toqué las baldosas de cuarzo del sendero en el patio delantero, comencé a ver neblinoso producto de la lluvia que caía, bulliciosa y bajo la que todos mis sentidos parecían perecer repentinamente.

Me sentía apenas consciente, pero, lo suficiente para saber que mi mano derecha estaba manchada de sangre y que no debía tocar nada que más tarde fuera a olvidar limpiar o que la lluvia fuera incapaz de llevarse consigo.

Caminé a tientas en la oscuridad, tanto como la escasa visión que la luz pública que se filtraba por entre la puerta sobre la que recién me había lanzado, me permitía. No podía ver nada por los lados debido a las panderetas cubiertas de enredaderas y no escuchaba ruido alguno por parte de mis vecinos, lo que me hacía pensar en que ambos, seguramente se encontraban dormidos o a causa del mal clima, habían decidido encerrarse en sus viviendas desconociendo probablemente el haber de mi morada.

Entre temblores, empapado y friolento avancé, pisé un par de hojas secas, metí mi pie en un charco y me desvié hasta una llave de jardín donde terminé enredándome en la manguera, haciendo que me preguntara porqué demonios estaba conectada si, en invierno nadie riega con agua potable, ¡maldición! —¡AMALIA!—.

Encausé mi camino nuevamente hasta el ventanal que miraba hacia la puerta principal del patio y entonces la descorrí.

Estaba cerrada.

Hurgueteé en mis bolsillos y recordé que mi polerón se había ido colgado de la puerta en el vagón de un tren. Seguro el resto de las llaves estarían en él.

—Maldito seas, Odiseo —murmuré.

Y entonces miré mi reflejo en el cristal del ventanal.

—Rómpelo —dijo, sencillamente.

No podía hacer eso. Quedaría completamente a la disposición de quien quisiera entrar en mi casa, asaltarme, torturarme.

¡Matarme!

—Si alguien quisiera entrar, buscará la forma de hacerlo igualmente—explicó Odiseo— Estúpido —murmuró luego.

Pensé.

Tenía razón.

—Usa tu mano derecha. Cubre tus heridas. Que piensen que fue por romper el ventanal en vez de herirte por matar a un crío —agregó.

—Cállate —apreté los dientes y miré el suelo.

Quería llorar. Estaba en un estado inexplicable de emociones que no podía descifrar, ni definir, ni entrelazar de ninguna manera con nada ni nadie.

—And…

—¡Que te calles! —le grité, metiendo de golpe la mano derecha en su vientre, y sin darme cuenta, atravesando el vidrio del ventanal perfectamente en un único agujero.

Miré mi reflejo, asombrándose al mismo tiempo que yo, abriendo la boca al instante en que yo lo hacía, moviéndose conmigo en exacta sincronía y dejándome notar su parecido a mí en única simetría.

Volví la mano que tenía al interior de la casa hacia el lado del pomo y lo giré. Escuché y sentí en mis yemas ese tronar que me indicaba que el seguro se había destrabado, saqué la extremidad rápidamente y algunos cristales cayeron al suelo, corrí el ventanal lo suficiente para poder entrar y una vez en el interior, sentí esa calidez y seguridad que solo mi propia casa podía brindarme.

Al fin podía sentirme extrañamente seguro.

Dejé la mayor parte de mi ropa sucia en el cesto del baño, en tanto la que se encontraba salpicada de sangre —que logró ser, bajo una exhaustiva inspección, únicamente la polera de la tienda—, quedó remojándose al interior de la ducha en un lavatorio de loza con agua fría, y mientras alimentaba a Titán, creé una pasta a base de agua y sal para que, una vez saliendo de bañarme, pudiera untarla en la polera y ya luego, tirarla a la lavadora.

Con eso tendría que salir.

Sí. Definitivamente.

De lo contrario, un poco de peróxido de hidrógeno ayudaría.

No había ni hay nada que un poco de agua oxigenada no pueda arreglar cuando de manchas de sangre se trata.

Mi madre siempre recurría a ello cuando yo terminaba con la ropa manchada por el sangramiento de nariz o me raspaba las rodillas jugando con los escasos amigos que, durante mi niñez, creo que tuve.

Y mientras, durante largo rato estuve, meditando, pensando en lo que había ocurrido y, con toda normalidad, con la total sutileza que mi cordura podía brindar al recuerdo que tenía sobre el acto acontecido, podía sentirme en paz, calmado y sin ni un atisbo de incertidumbre sobre lo que procedía: debía cubrir mis huellas, no levantar sospecha alguna y continuar sembrando la normalidad habitual a mi alrededor.

Solo eso y nada más.

Aunque, no podía negar que habitaba en los desolados llanos de mi miseria esa duda respecto a lo que me ocurría. El picor de la garganta continuaba estando ahí, latente y al acecho, la transpiración corría por mi frente todavía, la nariz me moqueaba y se me tapaban las fosas nasales cada cierto tiempo hasta costarme respirar.

—Mueres —dijo Odiseo—. Lentamente.

—Déjame tranquilo —espeté.

—Ni siquiera eres capaz de quedarte en pie —lo escuché decirme.

Me picaban las sienes y sentía la desesperante necesidad de rascarme y palparlas hasta que la sensación desapareciera, pero sentía que no podía acabar yo solo con todo ello. Estaba a punto de desmayarme y caer rendido en la soledad absoluta de los dominios de Odiseo.

O eso pensaba. Hasta que Óscar se vino a mi mente.

¿Por qué demonios no me pidió mi contacto? ¡Ahora mismo podría estar camino a mi casa para ayudarme! ¡Por los Dioses!

Con la frente hirviendo y el augur pesaroso de que en algún momento cedería al cansancio de los síntomas incontrolables que dominaban mi cuerpo, me encaminé buscando mi teléfono mientras mi visión se encarecía y parecía que todo daba vueltas dejando un difuminado desenfoque a su alrededor. Tenía que pensar en la forma de encontrarlo en algún lugar, en sus redes, dar con su contacto de alguna forma, algo para que pudiera llegar hasta donde yo estaba.

No iba a contarle lo que había sucedido, pero él era el único en quien podía confiar hasta antes de llegar a perder el conocimiento por completo.

—¡Te descubrirá! —exclamó Odiseo.

—¡Estoy enfermo! ¡Es mi testigo, idiota! —espeté.

La fiebre brotaba por todo mi cuerpo.

De un momento a otro estuve completamente mojado nuevamente, pegajoso e incómodo, medio moribundo, buscando mi teléfono y sintiendo a Titán restregarse por mis piernas dificultando mi desconocido paso.

Choqué un par de veces con unas sillas, una mesa y el sillón de la sala frente al ventanal que Amalia y yo solíamos ocupar como entrada principal —pese a que esta, se encontraba en realidad por el costado izquierdo—, perdiendo la noción de la realidad y el tiempo, temiendo mirar en algunas direcciones debido a los lienzos góticos que ella tenía colgados por la casa y que el cuadro febril distorsionaba para mis ojos bicolores.

—Demonios —murmuré, chocando con algo.

—¿Qué ocurre, pequeño? —preguntó Odiseo, desde algún lugar.

—Vete de aquí.

Escuché una canción a lo lejos, el tono de mi móvil provenía del baño y avancé. Me abrí paso, intentando hacer el quite a todo lo que se me cruzaba por el frente, siendo muchas de aquellas veces, inútil. Me pegué en la cintura con la estufa a la salida de mi recámara, en una canilla con las sillas del comedor y en el brazo derecho con el borde de un mueble sobre el que colgaban una serie de fotos de Amalia siendo niña, adolescente y adulta, con sus mascotas, familia, amigos y toda la basura común de cada foto en todas las casas.

El móvil sonaba y vibraba sobre el lavamanos mientras una llamada de Jason a través de su perfil de Instagram se veía en la pantalla. Presuroso lo tomé, y quedé a la par frente a mi reflejo en el espejo.

—Contesta, contesta, contesta —me dije, mientras todo en el cuarto de baño daba vueltas a mi alrededor.

No pude pulsar debido al tambaleo.

Me asustaba pensar que en cualquier momento la canción cesaría y eso sería señal de que Jason había culminado su intento de comunicarse conmigo.

Miré mi reflejo en el espejo nuevamente. Tenía los dos ojos albinos con lunares azules. No era yo. Era Odiseo, contemplando el caos que había en mi cuerpo producto de la enfermedad que por él circulaba.

—Ayúdame —le dije, antes de tambalearme y caer de rodillas frente al lavamanos, con los ojos arrugados y sintiendo el calor entrando por ellos, corrompiéndome, haciéndome sentir realmente inútil e inestable— ¡CON UN DEMONIO, AYÚDAME!

Grité a más no poder, casi rompiendo en llanto, con la garganta víctima del arenoso raspar haciéndome sentir que mis cuerdas vocales luego de ello ya no existirían nunca más. Que se desgarraba mi garganta, acallando mi pesar e inundándome en el vacío recuerdo de quien me encontrara, tendido en el baño de mi casa, si es que eso llegaba a ocurrir en algún momento.

—¿Ulises? —preguntaron— ¿Estás bien?

Hubo silencio.

—Ulises, por amor de Dios, contesta —volví a escuchar, en un sonido sordo, como si viniera de…

Abrí los ojos repentinamente y me miré frente al espejo, sudado y dolorido, pero aún consciente, fijándome en que, siempre estuve de pie y que incluso, había contestado el móvil.

—¿Jason? —dije— ¿Eres tú?

—Viejo, ¿estás bien? —me preguntó, realmente preocupado— Te escuchas horrible. ¿Pasó algo?

Comencé a caminar, y a cada paso, ese difuminado desenfoque se hacía notar. Me acerqué a la ducha e intenté sacarme la ropa interior para entrar en ella mientras Jason aún se escuchaba en el móvil.

—¿Ulises? ¡Contesta! ¡No me asustes, maldición!

Me quedé callado, sintiendo cómo el sudor de mi frente se evaporaba.

—¿Estás en tu casa? ¿Estás bien?

Escuchaba su voz a través del móvil.

—¿Necesitas algo?

Mi cabeza comenzó a dar vueltas, los ojos me pesaron, el desenfoque se hizo más agudo, el difuminado se detuvo y la voz del teléfono comenzó a alejarse, poco a poco, yéndose lejos. Muy lejos, hasta donde pudiera encontrarse protegida de Odiseo, porque, si me desmayaba, no sabía, no tenía idea, con la más mínima certeza quién despertaría vivo.

Si él, o yo.

—¡Ulises! —volvió a decir Jason por última vez.

—Óscar —murmuré.

Y luego de ello, todo a mi alrededor se volvió negro.

Odiseo y yo perdimos la consciencia, y en ese momento, verdaderamente tuve, por primera vez, paz.

2

Me sentía tranquilo, flotando sobre la ominosa y húmeda negrura de la galaxia, donde cada estrella eran flores de loto, donde las constelaciones se formaban con mis sueños y a medida que avanzaba, las olas que mi cuerpo producía ondeaban sacudiendo la luz de los astros que cerca de ellas rondaban.

Y luego asomaba el caos.

Sentía zumbar en mis oídos una especie de interferencia a medida que las imágenes chocaban con mi tranquilidad. Todo se remontaba al instante en que Odiseo tomó el control de mi cuerpo y dejé de ser yo, mientras, negándome a hacer lo que ocurrió, una piedra reventaba el cráneo de un chico frente a mí.

Me cruzó una jaqueca de lado a lado, de sien a sien, inestabilizando las pocas emociones que en ese instante podía, sin saber si consciente o inconscientemente, sentir, viéndome frente a mí mismo, esbozar una sonrisa débil y cansada, pero no por ello menos auténtica, observando el cuerpo inerte del pobre crío, apreciando algo desconocido sobre su boca.

Arrugué mis ojos del dolor, apreté los dientes y me retorcí sobre el agua en que me encontraba, sin saber dónde, qué tan profundo o qué tan duradera sería mi estancia allí. El sueño continuó, las imágenes fueron y vinieron como cambiando el canal a un viejo televisor en blanco y negro, me miré, contemplando mi índice vacío, pero, por algún motivo extraño, maravillado, como si lo que hubiera visto hubiese sido, tal vez, una mariposa.

Pero no había nada.

¡Nada, por Dios! ¡NADA!

El mundo real lo estaba descubriendo en mis sueños, mientras que mis sueños, Odiseo logró distorsionarlos para la realidad.

Me seguí viendo flotar en el estanque espacial, asustado, viendo cómo con cada movimiento, las flores de loto desaparecían, las constelaciones se iban, se hacían lejanas, se volvían viejas, vagas y moribundas.

—¡No! —dije— ¡No, no, no! —grité, temeroso.

Intentando levantarme sin éxito alguno, tratando de nadar, de tomar control de mi rumbo, siendo inútil en todo momento.

Hasta que sentí el tirón en mi pie derecho, y algo o alguien, me consumió en el agua en que me encontraba.

Aguanté la respiración a pesar del pánico, miré en todas direcciones, pero, no había nada. Nada ni nadie. En ningún lugar.

Miré hacia arriba, mientras las estrellas seguían apagándose, miré hacia abajo, hacia la soledad oscura que me hacía pensar en los confines no descubiertos de mi mente, cada recoveco inexplorado de mi consciencia y la de Odiseo, haciéndome presa de la talasofobia. Hacia los lados, habiendo miles y miles de unidades de medida plagados de inexistencia, de sombría incertidumbre. Miré hacia atrás…, y hacia atrás solo vi al chico que había asesinado, flotando en el agua, con el uniforme que vestía, los brazos abiertos y los ojos cerrados. Se notaba la herida clara y al descubierto sobre su sien derecha, el oído reventado y la frente y cejas astilladas debido al impacto.

Sin embargo, no sentía remordimiento por ello. No me daba igual, pero había algo que me transmitía paz al mirarlo, hasta que abrió los ojos y su voz en grito de odio solo pronunció mi nombre.

Solo eso y nada más.

—¡ULISES! —dijo, tan violento y acercándose a mí, que sin darme cuenta comencé a ahogarme, a ahogarme de verdad, y poco a poco, perdí la consciencia también en mi sueño, que, en esa leve fracción de segundo, transformó todo de él, en una cruda y auténtica pesadilla.

3

Cuando abrí los ojos, lentamente volviendo a lo que podía ser, tal vez, el mundo real, solo vi una silueta. Sentía el agua correr bajo mi cuerpo, sobre mi frente ardiente y mis ojos bicolores tratando forzosamente de enfocar al chico bajo el que me encontraba y que me tenía recostado sobre sus piernas.

—¡Shhh! —chitó, con ternura y preocupación— Descansa —me dijo.

No pude reconocerlo y sentía que mis ojos se iban cerrando nuevamente, cediendo al cansancio, pero, esta vez, también a la confianza.

—Me… —dije, o intenté decir—, duele —arrugué los párpados nuevamente e intenté llevarme la mano a la frente.

—Tranquilo, estás bien. Estoy contigo —insistió.

Odiseo no se pronunció.

Intenté abrir los ojos otra vez. La luz blanca del tubo fluorescente inundó mis retinas y automáticamente cerré mis párpados para proteger mi visual.

—No te esfuerces, Ulises —dijo el chico.

Poco a poco intenté aguzar la mirada, pero seguía sin poder visualizar con total claridad.

—¿Óscar? —pregunté, sintiendo que casi me echaría a llorar.

Sonrió. Pero no era él.

—No —me dijo el desconocido.

Escuché cómo esbozó otra sonrisa, cómo se contrajeron sus músculos para indicarme que había fallado en mi intento de descifrar quién era.

—Buenas noches —dijo.

Se me contrajo la garganta, se me apretó por completo en un nudo y tuve la sensación de que no podía soportar más.

—¿Quién…? —dije, intentando levantarme, pero sin éxito— ¿Quién eres?

—¡Ey, ey, ey! —farfulló— Ni lo intentes —ordenó mientras me abrazaba.

Tenía el agua de la ducha dada y con ella me había estado mojando la frente para bajar un poco la fiebre. Bajó un poco el gas y aumentó el flujo del agua para que se entibiara y con ella intentar controlar el calor de mi cuerpo.

—¿Hace cuánto estás aquí? —pregunté.

—Un rato —contestó, quitando el cabezal de la manguera—. Creo que, te desmayaste camino a la ducha —observó—. Por suerte no te golpeaste la cabeza.

Luego mis ojos fueron capaces de enfocarlo.

—¡Cielos, Jason! ¿Te metiste a la ducha, con ropa? —pregunté luego, sorprendido y extrañamente asustado.

Sonrió.

—Claro, sería extraño que los dos estuviéramos sin ella —dijo.

Los dos sin ropa. Ja.

Tardé casi cinco segundos en asimilarlo.

Me erguí rápidamente y me desvinculé de él. Miré a mi alrededor y noté que se encontraba, efectivamente, sentado bajo la ducha, con la manguera de agua tibia dada y él completamente vestido, yo en tanto, estaba desnudo, mientras, aunque valiente por su acción, agradecido completamente por su actuar, por cuidarme, y todo, me enrojecí al punto que sentía en mi cuerpo el calor de la incomodidad, mas no el de la fiebre que recorría mis extremidades y solo deseé que se fuera. Que desapareciera por lo menos hasta poder vestirme.

—Pero ¿qué haces? —pregunté, sorprendido y tapándome los genitales con las manos.

—Te cuido —contestó Jason, naturalmente—. Ahora ven aquí —ordenó— Giaccomo prepara un poco de leche caliente.

—¡Estás loco! —exclamé— ¡Estoy desnudo!

Pensé.

—Si quieres, me la quito—dijo—. Anda que no tienes nada que no haya visto ya mientras estabas recostado y desmayado en mis piernas

Me lo quedé mirando sorprendido, ruborizado, atento y analizando la situación.

—¿Diego está aquí? —pregunté— ¿Qué hacían juntos?

Pero, como era de esperarse, no me respondió.

4

Casi cuarenta minutos después de haber recuperado la lucidez, y de haber dejado que Jason prácticamente me duchara de pies a cabeza —ya que eso fue prácticamente lo que sucedió—, salió del cuarto de baño y me dejó solo para que yo, por mi cuenta, terminara de hacer algunas cosas y me vistiera.

Logré convencerlo de que me encontraba bien y que, acudir a un médico no sería necesario. Accedió a regañadientes y me hizo prometer que, ante cualquier malestar que tuviere, le avisaría al instante, que lo mantendría al tanto de lo que me ocurriera durante la noche y, si era posible, en serio, visitar a un doctor para que extendiera un reposo médico por el día siguiente, sería perfecto, así Olivia no tendría excusas de ningún tipo para querer correrme o buscar discutir conmigo cuando decidiera volver a trabajar.

Odiseo continuaba en la penumbra, en ningún momento dio una señal de vida y, mientras el agua caliente recorría mi cuerpo bajo la ducha, intentaba pensar, yo, con claridad respecto a lo que había ocurrido unas horas atrás. ¿Estaba bien? ¿En serio había sucedido? ¿Nadie me había visto? ¿Qué iba a pasar ahora? Luego cerré los ojos y recordé la polera de la tienda, la que estaba manchada de sangre. Los chicos seguramente ya la habían visto. Estaba en un lavatorio en la ducha en que ahora me encontraba y, en ese preciso instante, mientras pensaba en ella, ya no estaba. Seguramente la habían corrido a algún otro lugar y, más tarde me preguntarían por ella. Sentí un apretón en la garganta y un par de latidos rápidos que me indicaban ansiedad. Tenía que pensar en una respuesta para cuando Jason o Diego me preguntaran, o directamente convencerlos, a ambos, sin previo aviso, para afirmar con seguridad que mi versión de porqué la polera estaba sucia era la única y verdadera.

Claramente la noticia del cuerpo del muchacho se correría a través de los canales de televisión, prensa radial, los diarios, el boca a boca, cualquier canal informativo en un par de horas, y se extendería como la puta peste arrasando con todo y todos, de modo que necesitaba urgentemente a los muchachos de mi lado antes de que sospecharan o por una coincidencia cósmica, lograran unir algún hilo de mi persona con la del crío que ahora se encontraba muerto bajo la lluvia.

Si ellos dudaban de mí, entonces sembrarían la duda sobre alguien más, y solo bastaría eso para que la semilla de la incertidumbre germinara y terminara siendo descubierto antes siquiera de haber comenzado mi cacería de mariposas.

Mis bellas, bellas mariposas.

—La mano —murmuró un pensamiento muy dentro de mí.

Entonces abrí los ojos bicolores y como un flechazo, recordé la idea de mi doppelgänger:

Estrellé la mano tan fuerte contra el ventanal, que me la lastimé, y solo del dolor, me la cubrí con la polera, ya que el polar en que tenía las llaves de la casa, se me fue atascado en el vagón del metro por andar poco pendiente debido a la fiebre, supongo. Esa era la verdad. En el metro había cámaras que podían comprobar la veracidad del acontecimiento. De momento, en casa, la única forma que tenía de abrirla era esa. ¡Ja, ja, ja!

¡Algo más se me ocurriría luego!

De eso estaba seguro.

De momento, con eso bastaba para comenzar la excusa, ya luego vería cómo terminar de convencerlos si no me creían del todo. Tenía una forma de hacerlo, y no costaría mucho que digamos. Aunque, debido a la preocupación, que yo percibía real y sincera, podía autoconvencerme de que no objetarían a los hechos que estaba por narrarles.

La ducha estaba lista.

La excusa estaba lista.

Yo ya estaba listo.

5

Rato después de salir del cuarto de baño, me encontraba sentado en el sillón, con las piernas apoyadas a lo largo de este, y una lámpara de interruptor gradual que Diego se había molestado en dejar al mínimo, puesto que alumbraba lo suficiente para que al caminar no nos estrelláramos con nada y a su vez, no interrumpir la serie de Netflix que había decidido poner para nosotros.

Desde donde estaba y siendo presa del cansancio, solamente al cerrar los ojos para descansarlos, me sumía en el aletargamiento que en esa fracción hacía que mis demás sentidos se aguzaran un poco al punto de escuchar el tronar del alimento en las muelitas de Titán mientras comía, o sentir cómo flotaba en el aire el olor de la leche que se mezclaba con el café y embriagaba mi ser con mis situaciones preferidas: la lluvia, una buena serie o película, un par de amigos y este elixir que tanto amaba.

—Ten —me dijo Diego, tendiéndome una taza de café con leche.

—Gracias —sonreí.

También sonrió.

—¡Ah! Pero antes —se escuchó a Jason, acercándose hacia mí, dándome un vaso con agua que había sobre la mesa de centro y tendiéndome unas pildoritas— Estas, son para el dolor de cabeza y garganta —me tendió dos ibuprofenos—. Y esta, para la congestión nasal —añadió dándome una loratadina, o tal vez clorfenamina.

Volví a sonreír.

—Gracias —dije nuevamente.

—¿Por qué? —preguntó él, frunciendo el ceño mientras al esbozar una sonrisa le brillaban los ojos con la tenue luz de la lámpara.

Me lo quedé mirando un par de segundos, directo a los ojos. Directo a aquellos luceros verde oscuro en los que, por algún motivo me perdía y desconocía el motivo que me hacían viajar hasta sentir calma, y él…, él miraba en la tormenta incontrolable del blanquecino sepulcral de mi ojo con lunares azules y aparcaba en el pardo del otro extremo.

—Por cuidarme —murmuré—. Por ser —exhalé—, tú.

Mientras, parado frente a mí, extendí mis brazos a su alrededor y le abracé el vientre, sintiéndome cómodo y feliz, escuchando el latir de su corazón a lo lejos y cómo un par de extraños sonidos en sus tripas volvían raramente agradable y tierna aquella escena, mientras él también me abrazaba, rodeaba mi cabeza y acariciaba mi cabello con un cariño que sentía en las yemas de sus dedos.

—Calma —susurró.

Y entonces ambos se sentaron a mi lado, quitaron mis piernas del sillón y se ubicaron en el lugar en que las tenía. Las apoyaron en sus regazos y nos bebimos las tazas de leche caliente mientras la serie culminaba y en los créditos se abría la opción de continuar viéndolos o comenzar el siguiente capítulo.

—¡Cielos! —exclamó Diego.

—¿Qué ocurre? —preguntó Jason, viendo a Ralph Maccio enseñando karate a un par de estudiantes del «Miyagi Dojo».

—Creo que, me senté en tu teléfono, Ulises —se disculpó Diego.

Pero yo tenía mi móvil en las manos.

Buscó entre los cojines y sus glúteos.

—¡Creo que, le he roto la pantalla! —exclamó en un afán de disculparse nuevamente.

Y me tendió un móvil completamente destrozado, con la pantalla negra y quebrada, trizada de lado a lado, como una extraña y escalofriante telaraña. Como si lo hubieran roto a propósito.

El corazón me latió rápido y mis ojos se contrajeron. La respiración se me dificultó, pero, pude al instante, ocultarla entre la tos seca al sentir mi boca carente de saliva.

—¡Tranquilo! —dije— ¡Tranquilo, tranquilo! —repetí— Es mi móvil antiguo. Lo destrocé hace tiempo cruzando una calle —mentí. Inhalé y fingí recordar—. En luz roja.

Aproveché la oportunidad entonces para aclarar, tal vez, la situación de la polera.

—Me temo que la mala serte es una compañía constante —dije—. Siempre me ocurre algo —agregué—. Hoy, por ejemplo. Me quedé atascado en el vagón del metro y tuve que quitarme el polar de la tienda mientras se echaba en marcha —sonreí.

Los chicos abrieron los ojos como platos.

—¡Demonios! —exclamó Jason.

—¡Eso fue algo peligroso! —dijo Diego.

—Lo sé. Quiero preguntar por la grabación en la estación. Tal vez, sea una buena historia en Instagram.

—¡O un viral de YouTube! —añadió Diego.

—Claro —bebí un sorbo de leche—. Y al llegar, tuve que abrir la ventana de corredera de un manotazo. Me destrocé la mano.

Me erguí con fingida sorpresa.

—¡Chicos! —exclamé— ¿Han visto la polera con que me cubrí la mano? Debo lavarla. Está empapada de sangre.

Y entonces, de pronto me pregunté.

¡Cómo diablos los chicos estaban al tanto de mi domicilio!

Capítulo X

El vagón

1

El sonido del viento chocando con las copas de los árboles, filtrándose entre las hojas e impactando contra las planchas de zinc, los techos de tejas o escabulléndose entre las pequeñas entradas abiertas de las casas, como el diminuto agujero mal tapado que había quedado al intentar reparar el ventanal después de haberlo destrozado para poder entrar la noche anterior, fue lo que espabiló mi vista pegada en el televisor apagado aquella mañana a eso de las siete y fracción.

Jason me abrazaba mientras nos encontrábamos cubiertos con una manta que seguramente él o Diego debieron de encontrar por ahí, en alguna de las recámaras de la casa en lo que continuaban con el siguiente episodio de Cobra Kai —en el que, por cierto, ni si quiera reparé—.

Inhalé profundamente y estiré cuidadosamente los brazos para no despertarlos.

—Buenos días —dijo Diego, abriéndose paso aletargadamente desde la cocina.

—Buenos días —respondí.

Sonrió.

—Oye —dije, ceñudo—, ¿qué haces?

Volvió a sonreír mientras nos tomaba las cabezas a su primo y a mí, solo para despeinarnos.

—Tú tienes que ir a trabajar, ¿no? —contestó— Y este debe llevarme a mi departamento. Que mi madre debe estar preocupada.

Reí.

—No sé tú, pero yo tengo la clara necesidad de trabajar para cubrir mi responsabilidad prioritaria de vida —dije.

Pensó.

—¿Responsabilidad?

Titán se abalanzó sobre Jason desde algún lugar, ronroneó olfateándole el rostro y luego se acercó a mí, se restregó en mi cara, en la de él, nos hizo cosquillas con sus bigotes y luego amasó el pecho de mi compañero para acostarse cómodamente entre él y yo.

Ambos reímos entonces.

—¿Seguro te encuentras bien para ir a trabajar? —preguntó Diego.

—Claro —contesté—. Debo trabajar constantemente para darle a mi gato la vida que se merece —erguí los hombros.

Los chicos me miraron y sonrieron.

—Bien —dijeron al unísono.

—Hay un poco de leche caliente en la cocina. Espero que les guste con café cargado porque —Diego inhaló—, se me ha pasado un poco la mano —luego sonrió.

Me erguí del sillón y la cabeza me dio vueltas. Recordé el torpe actuar de la noche anterior, cómo sentí que casi me moría y todo un amasijo de pensamientos nebulosos aparcaron entre mi poca cordura y la razón.

—¡Cielos! —exclamé.

—¡Cuidado! —dijo Jason, tomándome de pronto.

Entonces evoqué la pregunta al acecho por la que estuve en vela mirando el televisor toda la noche. No pude evitar sentir ese frío electrizante recorriéndome la nuca y que, al llegar a mi oído, me susurraba, con bífido silbido un augur maligno, terrorífico y psicópata. ¡Por qué los chicos habían llegado a mi casa!

—Chicos —dije, refiriéndome a Jason y Diego, quienes me miraron al instante.

¿Les preguntaría por qué estaban en mi casa? ¿Cómo habían dado con mi paradero? ¿Odiseo había tenido razón con el mocoso? ¿Realmente lo habían enviado a matarme o algo más?

—¿Óscar sabe algo de esto? —pregunté, evadiendo con mis labios lo que mi mente quería saber realmente— Que, me puse mal anoche, digo —articulé.

Jason me miró sorprendido.

—¡Eh, no! —contestó— Cuando te llamé por Instagram y te escuchaste tan mal, pues, indagamos hasta dar con tu paradero. Así llegamos aquí. Y se nos fue avisarle a alguien más, la verdad.

¿Podía creer esa respuesta?

Sí. Sí podía.

—¡MIENTE! —Odiseo era el difícil de convencer.

2

La pregunta era obvia.

—¿Dónde dejaron mi polera anoche? —dije, con el vientre desnudo paseándome por la casa.

Jason me miró ceñudo.

—Sigue exhibiéndote así, y te resfriarás —dijo.

—Tendida afuera. Al lado de un cordel al lado del tubo de tu chimenea —contestó Diego.

Me encaminé hacia afuera solo para sentir el álgido clima invernal, el leve gotereo de la lluvia y el viento leve que soplaba, intentando seducirnos para luego abofetearnos hasta los huesos.

La prenda estaba como Giacomo había dicho, tendida al lado del tubo de mi chimenea y sin ni una mancha de sangre. Era agradable. Me la puse tranquilamente y luego terminé de vestirme solo para dirigirme a buscar algo más. Un pequeño detalle del que tenía que encargarme.

Yo esta vez. No dejarle al trabajo a Odiseo.

—¡Apresúrate! —exclamó Jason— Debes ponerte vendas.

Mi mano ardió.

Diez minutos después, íbamos de camino a la estación cuando cruzamos el callejón por el que la noche anterior mi mano derecha, víctima de los deseos de mi doppelgänger
y en contra de mi lábil voluntad, estrelló la piedra en el cráneo del chico que, seguramente aún se encontraba en medio del lugar, con los ojos mirando al cielo y sin contemplar la existencia que Jason, Diego y yo teníamos frente a nosotros, observando la oscuridad de la muerte, sumiéndose ya a los macabros anhelos de la autólisis cadavérica.

La vía se notaba desierta. Vacía entera y completamente, salvo por nosotros tres quienes, sin ningún motivo aparente por el que meternos al callejón, continuamos nuestro camino directo al paradero del metro, dispuestos a comenzar un nuevo día de trabajo, sintiéndome yo relativamente mejor, descansado y feliz porque las manchas de sangre de la noche anterior habían desaparecido de la polera que ahora lucía para la tienda, porque nadie sospechaba nada, porque Odiseo aparecía de vez en cuando y no para sembrar dudas sin sentido en la debilidad de mi consciencia.

Podía sentirme bien con el mundo.

Mi móvil vibró.

Era un mensaje de Danielle.

El corazón se me contrajo al recordar la Papilio blumei que despertó en mí ese ansioso deseo de perseguirla hacía dos días atrás, y que me mostró la perfección del detalle en el pulso que algunas personas podían tener para lograr tanta belleza al entintar la piel de la gente en diversas zonas del cuerpo.

Anatómicamente perfecto.

Un trabajo prolífico y obsesivo.

—Perdón —me disculpé con los chicos.

—¿Pasa algo? —preguntó Diego.

—Nada, nada—dije—. Un mensaje de una amiga —sonreí.

Hicieron una mueca y sus ojos parecieron mirar hacia atrás.

—¿Amiga? —preguntaron al unísono.

Entonces yo blanqueé los ojos al notar su indirecta.

Los nudillos me dolieron al mover los dedos para teclear.

—No deberías enviar mensajes de texto —dijo Jason.

—¿Alguna sugerencia? —pregunté.

Me quedó mirando como si fuera un idiota.

—¿Audios? ¿Podría ser? —comentó, como si fuera realmente absurdo tener que proponer aquella idea.

Y odiaba admitirlo, pero tenía razón.

—No gracias —llevé la contraria—. Prefiero textear.

Cruzamos la calle.

Yo pegado al móvil y los chicos haciendo de lazarillo para que ningún vehículo me pasara a llevar y mi existencia quedara completamente pulverizada.

Llegamos a la entrada de la estación y, estuvimos a centímetros de poner un pie en los peldaños.

—¡Ya ¿no?! —dijo Jason— ¿Podrías subir las escaleras primero y luego textear?

Accedí.

—Ya, ya, ya —farfullé—. ¡Qué intenso!

¿Debería preguntarle? ¿Qué sería?

Jason caminaba delante de mí, tomándome de la mano izquierda para evitar apretarme los nudillos cortados por culpa del vidrio y a su vez, iba quitando a la gente del camino que podría llegar a interrumpir mi paso por la escalinata rumbo a la entrada de la estación.

Reí al leer aquel mensaje.

Jason se volteó para mirarme.

—¿Amiga? —preguntó de nuevo.

—Cállate. Fue solo un mensaje —dije, ambiguo.

Caviló.

—Muchas interpretaciones al respecto —dijo.

Sonreí.

—Celoso.

Sonrió.

—¿Dejaste de teclear? —preguntó.

—Sí, ya terminé.

—Pues bien, chico mariposa —dijo Diego—. Ahí viene un metro.

Me abrazaron por los hombros y así me sostuvieron hasta que el vagón se hubo detenido por completo frente a nosotros, dándome la bienvenida a una serie de incalculables desasosiegos:

Cuando cruzamos las puertas e ingresamos al andén, el tumultuoso gentío pareció venírsenos encima.

Con solo esa descripción, habrás de entenderme, querido lector.

Tanto los chicos como yo estábamos acostumbrados a viajar, a diario, entremedio de la horrorosa aglomeración, pero, aquella mañana parecía que todo estaba fríamente calculado para que el medio se encontrara al borde de la locura y la saturación, para que los taxis no funcionaran y cada línea del metro de Santiago fuera una auténtica y despampanante prueba de mis enfermizos límites ondeando en la poca cordura.

—¡Demonios! —exclamé.

—¿Ocurre algo? —preguntó Diego, tomándome la mano mientras se apoyaba de una barra aérea.

—Maldito gentío —dije, despectivo.

—Estamos a tiempo de pedir un Uber —sugirió él.

—¿Estás seguro? —pregunté.

—Claro.

El Uber podía dejarnos en la estación, pero, a su vez tendría un costo mayor y, en el fondo no creía tan necesario llegar pronto a la librería o a encontrarme con Danielle. Seguramente venía recién viajando al igual que nosotros.

—Tranquilo —dije a Diego—. Creo que soportaré unos minutos más —arrugué los ojos.

La voz del altoparlante se escuchó y, al abrirse las puertas, un par de personas salieron del vagón, se hizo la calma y el vacío durante una fracción de segundo justo para fijarnos en dos asientos contiguos que se habían desocupado y que teníamos que, a toda costa, alcanzar para irnos sentados los restantes treinta y tantos o cuarenta y tantos minutos de viaje que quedaran.

Reímos al percatarnos ya que, como dos críos que juegan, avanzamos casi al trote para lograr sentarnos antes de que la gente que entraba al vagón se sentara primero o que las demás personas que iban de pie y estuvieran más cerca nos quitaran las únicas dos butacas que se encontraban juntas.

Cuando estuvimos sentados, la voz de los parlantes que se encontraban dispuestos en el vagón anunció el cierre de puertas, la marcha comenzó y el gentío se hizo sentir nuevamente. Las personas se nos fueron echando encima y poco a poco, por el mero hecho de venirnos sentados, quedamos sepultados bajo las mochilas, ropas, bolsos y bolsones que la gente traía a cuestas.

Exhalé mientras mi párpado izquierdo comenzaba a temblar.

Jason amortiguaba un tanto el tumultuoso gentío. Su perfume me embargaba y excitaba al punto de hacerme sentir extrañamente en calma, pero, poco a poco me vi en la obligación de quitarme los anteojos y el pálpito se convirtió en un singular malestar en mis sienes que llenaba mi alma, mi alma toda, de ese inherente y oscuro deseo de matarlos.

De matarlos a todos.

¡A TODOS, MALDICIÓN!

Y entonces me habló:

—¿Me extrañaste? —susurró Odiseo, produciendo un eco en lo profundo de mi mente, en los recovecos inexplorados que incluso él desconocía.

Me asusté y erguí la mirada en todas direcciones.

Se vino a mi mente todo el alboroto del día anterior, y Diego apareció entonces frente a mí, en una de mis cruzadas de miradas por entre el barullo que iba sobre nosotros.

—¿Estás bien? —me preguntó.

—S-s-sí —tartamudeé, nervioso.

Sonrió.

—Tranquilo —dijo con ternura mientras sostenía mi mano, cuidando mis nudillos cortados—. Por lo menos vamos sentados.

Irguió los hombros. Entonces también sonreí.

Pero Odiseo seguía allí. Observándome.

Manipulando mi percepción de la realidad.

Y eso me inquietaba.

3

A medio camino sentía que los tímpanos me zumbaban e intentaba cerrar los ojos producto de la luz blanquecina y cegadora que me irritaba completamente la vista. Estaba desesperándome poco a poco, el pálpito del ojo izquierdo continuaba y no pretendía disminuir ni en ese momento ni en un futuro cercano, a no ser que bajara ya del maldito vagón y la tempestad inconmensurable de personas que allí se hacinaban, se esfumara de mi presencia, el bullicio infrahumano que se inyectaba en mis oídos desapareciera de una vez por todas de la faz de la tierra y la soledad fuera mi única compañía para poder volver a tomar el sereno control que mis mariposas únicamente podían darme.

Con los nervios de punta me tapé los oídos mientras mi pierna derecha bailaba al son de la desesperación. Me movía, inquieto hasta llamar la atención de un maltrecho mocoso frente a mí, que cavilaba, perdido en mis manos de nudillos sonrosados e hinchados producto de la infección que entraba mis llagas.

¿Qué estaría imaginando?

Movía y movía la pierna mientras clavaba mi vista en el suelo y me tapaba los oídos con las manos, mis dedos índices rascaban levemente mi cuero cabelludo y por entremedio de mis pensamientos, los cuerdos y los que pendían de un hilo a pro de caer en la insania, aquellos agradables y los que en cualquier momento catalogarían como el negro deseo onírico del mefistofélico delirio de la muerte, se filtraban las voces de las personas junto a mí. Se colaban serpentinos los mensajes de texto, el teclear de cada móvil, ese sonido sordo: TOC, TOC, TOC, TOC, TOC. Los audios de WhatsApp, Messenger, Instagram, las conversaciones de Andra, Joselyn, Antonia. De Julián, Alberto y Matías. ¿Quiénes eran? ¡Pues no lo sé! ¡Yo solo estaba escuchando, involuntariamente sus voces que me estaban colapsando!

—Las mariposas —susurró Odiseo, dentro mío—. Piensa en ellas.

Y quería. Quería pensar en mis ejemplares, pero no podía. No tenía la concentración necesaria para enfocarme en ellas. Ni en las que había cazado ni en las que pretendía cazar.

El niño frente a mí seguía viendo mis nudillos desnudos y enrojecidos.

—¿Qué miras? —dije, aún cabizbajo.

La pierna se movía, mis dedos rascaban mi cabeza, mis palmas tapaban insatisfactoriamente mis oídos.

¡AAAHHH!

Sentí un cosquilleo en los nudillos. Como si unas patas caminaran por ellos. Me irritó y moví la mano para espantar cualquier cosa que se hubiera posado.

—Deja de mi mirarme —dije al niño.

Odiseo se encontraba detrás de mí.

Escuchaba su voz carcomiéndome los pensamientos y, cuando hablaba, parecía que todo el bullicio que penetraba en mis oídos desaparecía. El mal era el siguiente: o escuchaba el tumultuoso caos de la gente, o me dejaba enloquecer por un trastorno que ya conocía. Mi pequeño doppelgänger.

—¿Qué quiere? —preguntó, refiriéndose al crío.

—No lo sé —murmuré.

—¿Estás seguro? —pesquisó—. Parece que te conoce.

Diego se acercó y apegó sus labios en mi hombro, apoyó su cabeza y se ladeó sin percatarse de mi inestable estado emocional del momento.

El gentío se volvía inescrutable, y a su vez me hacía percibirlo como si me encontrara dentro de una caja fuerte, condenado a nunca más salir. A convivir con el pensamiento de Odiseo y que, de allí, solo uno de nosotros saldría vivo.

Volví a agachar mi cabeza. Por mis oídos volvía a entrar el bullicio de la gente. Los comentarios sin importancia que despectivos malponían el nombre de alguien más y mientras tanto, la luz del vagón, ¡oh, cielos!, la luz parecía abrirse camino a la fuerza por entre mis párpados, como si con la fuerza de los titanes me abrieran cada ojo y me cegara.

Sentía mi audición y la vista execrablemente sensibles.

El pequeño seguía parado frente a mí, y lo seguiría estando mientras la multitud del vagón no se disipara y le permitiera alejarse. Y por los Dioses, que así fuera. Me estaba volviendo loco. Odiseo por un lado y él escuincle por otro. La gente, el ruido, los pensamientos. Ese caminar horrendo que me hacía cosquillas en los nudillos. ¡Otra vez!

Volví a mover la mano y me enclavé a mirar el suelo, cerré los ojos y esta vez, por un motivo sin explicación aparente, una Jezabel pintada surcó de lado a lado mis sombrías fantasías, arrancándome entonces, una sonrisa. Me volví loco contemplando en los recovecos de la imaginación la gama de colores que oscilaban entre el amarillo, el blanco y sus separaciones en negro que me dejaban bordes de naranjo como un vitral de tan esquicito acabado, digno de contemplar por una única deidad. Magnífica, perfecta, espléndida, tan hermosa y encantadora que todo lo que pudiera contemplarse en ella escapaba a la lógica, como si el erudito artista escogido para la creación de la Delias hyparete hubiera tenido como sentencia dar vida a un ser de irracional belleza, que al mirarlo desbordara la locura. Que fuera sinónimo del distintivo don de Afrodita, de la gama en común donde cruzan la realidad los mil Oniros, que fuera tan inexplicable y opuesto como los dominios de Érebo y Helios.

Una perfección griega.

Sí.

Inhalé una vez más antes de sentir nuevamente ese cosquilleo denigrante en mis nudillos, produciéndome un picor desesperante.

—Te está mirando —dijo Odiseo.

Percibí el puto hormigueo por tercera o cuarta vez en la mano derecha.

—Cállate —espeté.

El niño se daba vueltas de un lado para otro y pasaba a llevar mi brazo, rosaba con su mochila de Mickey Mouse luciendo unos lentes de sol, mis nudillos heridos y me hacía doler como un demonio.

—El mocoso quiere sacarte de quicio —cizañeó Odiseo, susurrándome en la oscuridad—. Se merece cuando menos un regaño.

—No necesito que me digas qué hacer —dije.

—¡Ya, pequeño! —personificó Odiseo, irónicamente— Deja de molestar, o el tío Ulises te sacará las tripas y se las dará de comer al perro —luego hizo un cambio de voz—. Y no está jugando. Una vez le reventó el cráneo a un joven por puro aburrimiento. ¿Lo recuerdas?

—¡Silencio! —dije.

—¡Sí! —exclamó Odiseo con mi voz— ¿Cómo se olvida la primera vez?

Mi cabeza pareció quedar vacía un segundo entonces.

Sentí el caminar de seis patas por mis nudillos y cual cocodrilo acechando a un antílope a la orilla del río, con mis ojos bicolores visualicé al niño frente a mí, clavando su mirada en la mosca que recorría mis artejos sonrosados casi de forma fosforescente.

—Ahora, niño —dijo Odiseo seriamente—, deja de mirarme, o haré que te comas tus propios dedos y cortaré tus párpados para que veas cómo lo haces.

Imaginar eso me asqueó.

—¡Basta!

El niño miró al insecto en mi mano y alargó sus brazos para espantarla.

—¡YA, CON UN DEMONIO! —grité—. ¡YA DEJA DE MIRARME, MALDICIÓN! ¡ME ESTÁS VOLVIENDO LOCO, CARAJO!

Llamé inmediatamente la atención de la mitad del vagón que iba con nosotros, y de paso, desperté de su aletargado vaivén entre los sueños y la realidad a Diego que se apoyaba en mi hombro.

Rasguñé mi cara levemente con mis uñas cortas y el rastro enrojeció hasta deformar completamente mis párpados inferiores, la línea de agua se volteó y mis carúnculas parecieron hincharse hasta verse dos o tres veces más grandes de lo normal, como si fueran a reventar o salirse, directamente de la comisura en que se encontraban.

—¡Mamá! —gritó el mocoso.

Lo miré directamente mientras apretaba los dientes y el color blanquecino de mi ojo izquierdo lo hacía temblar al inyectar en su persona el negro carbón de mi iris irritado por la penumbra en que la inconstancia me había puesto. Mi ojo pardo en tanto, como por azar, indescifrable y discordante con la sincronía natural de su función, bailaba de un lado a otro, de aquí para allá, de arriba abajo, mirando a una mujer, asustada y enojada, al estúpido chiquillo a punto de llorar, a un viejo de saco y maletín negros, a dos chicas abrigadas, de falda ploma y pantis del mismo color, a unos chicos con orejeras para el frío, otros con audífonos, otras viejas con faldas y botas de agua. A Diego y Jason, confundidos, intentando entender lo que había ocurrido en esa fracción de segundo y deseando que todo terminara.

Que acabara de una vez.

—¡Aléjate de mí! —dije— Por lo que más quieras.

Y el niño me miraba, con lágrimas en los ojos, temblando de miedo al ver en mí esa gama de colores tan maquiavélica que seguramente desde aquel día, lo despertaría cada noche. Que transformaría cada uno de sus sueños en un infierno vivo en donde sus deditos serían consumidos por él mismo.

—¡Me quiere quitar las tripas y dárselas de comer al perro! —gritó, rompiendo en llanto.

¿Cómo diablos sabía eso? ¡Ese mensaje lo anunció Odiseo! ¡En mi mente, por Dios! El maldito mocoso no tenía cómo enterarse. A no ser que…

La gente se sobresaltó. La mujer que lo acompañaba abrió los ojos grandes como platos y se anonadó. Noté su ira, pero como toda persona que clavaba su mirada en la mía, no pudo sino más que tragarse sus palabras. Comérselas vivas y olvidar que todo había pasado.

Entonces me apeé y el mareo producto del movimiento asincrónico de mis ojos y posiblemente del cambio repentino de la presión debido a la rapidez con que me levanté, me ladeó hasta casi desplomarme de no ser porque Jason me tomó de los brazos y me aprisionó contra su pecho.

—¡Tranquilos, por favor! —dijo, guardando la calma— No pasa nada. Solo es un ataque de ansiedad.

Una vez se paró, se abrió paso rápidamente entre la gente que me insultaba. Que grosera, sustrajo desde lo más profano de su peyorativo repertorio de zafiedades las maldiciones más temidas por el infierno y las lanzaban, sin el más mínimo reparo, culpa ni escrúpulo sobre mí, y yo pensaba, pensaba que, si bien merecido creían que tenía cada uno de sus insultos, no los podía culpar por ello.

El gentío parecía cerrarse a medida que avanzábamos, pero Jason era Jason y por alguna causa que no podía ni pude nunca explicar, aunque mucho odio tuvieran contra mi persona y fueran capaces de lincharme con las peores injurias de las llamas del averno, la sola mirada a mis ojos bastaba para el que temor los corrompiera y se desasosegaran. Odiseo era el experto en que su ojo izquierdo lograra aquella impresión. Yo solo lo mostraba al mundo.

A medida que avanzábamos empecé a sentir frío.

Percibía el gélido aliento de la inestabilidad reptando por entre mi oreja y mi cuello, arrastrando su lengua viperina y venenosa, erizándome la piel mientras los latidos del corazón de Jason eran lo único que me hacía entrever la calma en medio de la tormenta apocalíptica de emociones en el vagón del que a solo dos metros se encontraba la salida.

La cabeza había comenzado a dolerme de nuevo y los nudillos de la mano derecha me ardían. Sentía el escozor insoportable y deprimente, esa picazón de dimensiones incalculables que poco menos me obligaba a rascarme, a rascarme con tantas ganas que seguramente me desgarraría la piel, pero me aguantaba, intentaba ser fuerte y trataba de alguna manera, inhibir ese mundano deseo que empeorase el estado infeccioso de mis dedos.

—¡Yaaa! —grité— ¡Me pican! —exclamé, escondido en el pecho del argonauta.

—¡Quieren matarte! —escupió Odiseo.

Me tapé los oídos para evitar escucharlo, pero fue inútil.

—¡Escúchalos! —dijo— ¡Quieren lincharte!

Jason me agarró fuertemente y me acurrucó cada vez más a su tórax, donde el sonido del tumulto parecía esfumarse en el latido de su corazón.

Escapamos del vagón del que los silbidos, abucheos y pifias llovían a cántaros, medio respiramos en la plataforma que había delante de nosotros y como pude, intenté recuperar la compostura frente a la hiperventilación que entumecía mis extremidades.

—¿Qué pasó ahí? —preguntó Diego, confundido y asustado, pero no enojado.

Lo miré a los ojos, y en los suyos no veía ni el odio ni el temor de la gente que habíamos dejado atrás.

—No —dije—. N-n-no l-lo s-s-sé —tartamudeé.

Y era la verdad.

No podía explicar lo que había pasado.

Solo sabía que Odiseo tenía algo que ver al respecto. Pero no sabía cómo.

Entonces escuché. Escuché una voz familiar a un par de metros de mí que, no pude evitar buscarla. No logré aludir la idea de encontrarla hasta que mis ojos bicolores enfocaron en todas direcciones y contemplaron, poco más allá de mí, una magnífica polilla.

Una tétrica y hermosa asimetría de alas superiores e inferiores, de gama oscilante entre los grises, cafés y sonrosados como el del ojo de Odiseo.

Una bella mariposa Esfinge.

4

Lo que ocurrió a continuación fue extraño, pues, una vez vi los ojos del ignoto al que días antes incluso saboreé la Monroy del palqui que tenía tatuada en su brazo, no pude dejar de seguirlo.

Pero no por acercarme y sentir su cuerpo, ni su piel u olor, ni si quiera esa voz engañosamente agradable al oído humano que nada tenía que ver con su apariencia.

No. No podía arriesgarme a acercarme tanto a él. No podía permitir que, al matarlo, me asociaran con su persona.

Si lo seguía con la mirada, era por la mariposa. Porque sabía que en su brazo tenía tatuada esa hermosa Monroy del palqui, esa belleza incontenible de esfíngido que me enamoraba, aunque, para mí en particular, la Esfinge de la muerte era el lepidóptero más atractivo de la familia de las Sphingidaes.

Era mi preciosa Cola de golondrina verde.

Danielle, Danielle, Danielle.

Exhalé. ¿Qué iba a decirle?

—¿Estás mejor? —preguntó Diego al cabo de un rato.

Pero yo pensaba en la mariposa que revoloteaba por ahí, a mi acecho.

—¿Eh? —despabilé— ¡Sí!, ¡sí!

—¿Hace cuánto tienes crisis de pánico? —consultó Jason, acercándose a mi con un vaso blanco de plumavit y que humeaba exquisito.

—No lo sé —contesté, a la par que mi párpado izquierdo palpitaba—. Estos días ya había tenido uno, pero anterior a eso, nunca.

Los chicos arrugaron sus ojos.

—Eso es extraño —comentó Diego—. Deberías considerar ver un doctor.

—¡Oye, oye! —dijo Odiseo— ¡Te está tratando como un loco! ¡Como un trastornado!

—No es extraño —dije—. Más de una persona ha de tener crisis de pánico.

—¿De un momento a otro? —preguntó Jason, entregando un vaso de plumavit a Diego.

—Soy una persona normal —dije.

—Nadie dice que no lo seas.

—Por eso prefiero cazar mariposas.

—Ulises, amenazaste a un niño —observó Jason—. ¡Un niño, por Dios!

—Tal vez se lo merecía. Me irritaba. Estaba volviéndome loco.

La pierna derecha comenzó a moverse involuntariamente. Igual que en el vagón.

—Jason, no creo que sea el momento —mencionó Diego, notando el incesante movimiento de mi extremidad.

—¡Es que, acaso perdiste la cordura!

El ojo bailaba incesante.

—En serio, no creo que sea el momento para hablar del tema.

Odiseo estaba ahí, como una serpiente entre las sombras.

—Pudiste haber terminado en manos de todo ese gentío, ¡maldición!

—¡Ya, no! —dije— El mocoso está bien, vivo, sano. Allá sacará de quicio a alguien que tenga más paciencia.

—¡Solo por eso perdiste los estribos! —exclamó Jason.

—¡Ay!, ¡ya cállate! —espetó Odiseo, palpitándole incontrolablemente el párpado del ojo izquierdo, apoderándose de mí, pero, aguardando extrañamente la calma— Deberías dar gracias —dijo—. Todo pudo haber terminado mucho peor.

Capítulo XI

El beso

1

Poco después de haber llegado a la tienda, deshacerme del móvil del muerto entre el gentío de las líneas del metro, despedir y agradecer a los chicos por todas las molestias supuestas desde la noche pasada y asumir que mi día sería una auténtica mierda debido a la gran presencia inquisitiva de Olivia, yendo y viniendo de aquí para allá entre los estantes de libros ordenados y por ordenar, además del maldito entrar y salir de la gente que ese día en particular se había propuesto preguntar por ejemplares de los que no disponíamos y alegar por el precario stock en nuestras dependencias, ya me había hecho a la idea de que mi paciencia había sido puesta a prueba por el cósmico karma que resultaba de haber cometido un homicidio la noche anterior.

El problema radicaba en que, ¡el homicida no era yo!, ¡sino Odiseo!

Yo solo tenía las ganas, y justificadas bajo el verídico hecho de completar mi única y artística colección. No era culpa mía que los idiotas que lucían los ejemplares de mariposa se las hubieran tatuado en el cuerpo, y que la única forma de conseguirlas fuera matándolos para posteriormente despellejarlos. No era como que pasara un día frente a ellos y les preguntara: «—Jason, hola, ¿puedo desollar tu tatuaje? ¿Y el de Patricia?» ¡cielos, no! ¡Claro que no! «—Tú, chico ladrón del metro, buenas tardes. Ya sabes a lo que vengo».

¿Ves lo ridículo que suena, querido lector? ¡¿Ya lo ves?!

Aunque, claro, existía la posibilidad de secuestrarlos, drogarlos hasta la inconsciencia y solamente quitarles el tatuaje, pero ¿sería realmente factible?

Era una pregunta seria. Mucho muy seria.

Tanto que, una vez hubo pasado por mi mente, se incubó en el inestable raciocinio de Odiseo para analizar cada pro y contra de lo que podría llegar a ser tanto una buena como catastrófica idea.

Pero no sabía ni tenía idea de cómo ni dónde ni con quién conseguir burundanga.

Un chico de mediana edad se me acercó.

—Hola, disculpa —miró el nombre en mi polera— ¿Ulises?

—Hola, buenos días —me vi dispuesto a sonreír una vez el chico me hubo traído de vuelta al mundo real.

—Estoy buscando un ejemplar de R.L. Stevenson —dijo.

Murmuré dubitativo.

—Tenemos algo —sonreí mientras dejaba una copia de Dan Brown encima de un mostrador.

—El extrañ… —y supe de qué libro se trataba.

—¿El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde? —farfullé.

El chico rio.

—Sí.

—Sí —asentí—. Lo tenemos.

Nos acercamos a los estantes del fondo de la librería y el entre las repisas cubiertas de polvo encontré una serie de publicaciones y reediciones de la misma novela corta.

—Hay varias ediciones, ¿buscas alguna en particular? —pregunté.

Óscar atendía a una muchachita en medio de la tienda.

—N-no —contestó el chico—. Es para el colegio. Lectura del mes —irguió los hombros tras el dato.

—¡Aaah! —exclamé— Entonces te recomiendo esta.

Hurgueteé entre las repisas otro poco, busqué por todas partes mirando con los fondos bicolores de mis ojos todos los lomos dispuestos bajo la misma firma de autor para cada edición hasta encontrar la encuadernación en tapa dura que necesitaba.

—Ten —le tendí al chico una edición de la novela de Stevenson, un tanto más gruesa que las otras.

El joven la tomó.

—¿Cuánto cuesta? —preguntó.

—Es un poco más cara, pero te garantizará la nota más alta de la clase. Es una edición ilustrada. Tipo cómic —expliqué—. Entenderás mejor la historia, y te mantendrá interesado en caso de que leer no te guste mucho.

Una sonrisa se dibujó en el rostro del chico.

—¡Ey! —saludó Óscar acercándosenos.

—¡Ey! —saludé.

—¡Vaya! —exclamó al ver el libro— Excelente historia para narrar el trastorno de personalidad múltiple.

—Disociativo, cariño —corregí—. Hace tiempo dejó de llamarse TPM —sonreí.

El joven torció agradablemente las comisuras de su boca.

—¿Me prometes una nota excelente? —preguntó.

—Te lo garantizo —afirmé sonriendo mientras el chico se alejaba, esperando a que le hiciera la boleta por el ejemplar y poder marcharse rumbo a sus clases.

Entonces Óscar rio un segundo, antes de que las comisuras de su boca se torcieran. Una idea oscura se cruzó por el fondo de sus ojos, como un alma en pena, como el fantasma de un personaje olvidado en el lecho de su memoria, que no descansaba en paz ni en la misericordia de cruzar las puertas de san Pedro, como un reflejo moribundo, espectro impío que traspasaba la realidad desde el albino color de mi ojo izquierdo.

¡Odiseo!

¡Había descubierto que en mí habitaba algo más!

¡Alguien más!

Y me miró directo a la cara cuando una noticia se escuchó en el televisor dispuesto a un costado de la escalinata principal de la librería:

Hace apenas unos minutos, vecinos del sector dieron con el paradero de este joven, quien fue reportado como desaparecido la tarde del pasado día luego de que no llegara a su domicilio tras su salida del colegio —comunicó el reportero mientras se subía el cuello del abrigo—. Todo esto, debido a un horroroso escenario pues, una jauría callejera se encontraba riñendo por una de las extremidades que lograron arrancarle a este chico de tan solo diecisiete años.

¡MIERDA!

Y yo que quería darles de comer a Olivia.

—¡Oye, oye, oye! —exclamó Odiseo— No hay POR QUÉ decir malas palabras.

El móvil. ¡Agradecía haberme deshecho del puto teléfono!

—¡Dios! —exclamó Óscar a mi lado.

Me quedé impresionado. Pasmado. Completamente congelado.

Sentí en mi interior la macabra sonrisa de mi doppelgänger mientras, en lo profundo de la mesura que a mí me pertenecía, es decir, en la consciencia misma de Ulises Giordano, un amasijo ahogado de extrañas emociones comenzaba a brotar, como un inquieto desasosiego, un desenfreno de sensaciones que explotarían de formas inexplicables e indescifrables incluso para mí.

Era yo.

Era el producto de mis manos lo que estaban dando a conocer a través de la televisión. Era mi macabro acto el que los inspectores de la brigada de homicidios estaban investigando, yendo y viniendo de un lado para otro, algunos tantos con overoles blancos y desechables para no contaminar la escena mientras otros pocos cubrían con cintas amarillas el perímetro que prohibía el paso en tanto se ubicaban, poco a poco, algunos guardias para controlar el desfile de gentes que sin pudor miraban como presenciando un fantástico espectáculo de circo la escabrosa escena allí acontecida.

Se notaba la aglomeración de viejas y mocosos, unos en pijamas, batas y camisas de dormir, otros listos para irse al colegio y algunos señores paseándose con el cuello torcido en dirección a la escena del sombrío acto que en ese momento me estaba revolviendo las tripas.

Me estaba asqueando, pero, Odiseo en el fondo de mí, me obligaba a mirar.

—Mira —me susurró—. Fuimos nosotros. ¿Recuerdas?

Cada vez, me convencía más de que lo que habitaba dentro de mi mente, ese tumor maligno, esa mancha negra, vil y aborrecible era una encarnación viva de la literatura, la personificación calcada en yerra del señor Hyde.

¡MALDITA SEA!

Y en el fondo, por alguna clase de interacción cósmica sin explicación, me hacía a la idea de que podía vivir con él, de que podía entenderlo, incluso justificarlo. Cada parte de mí se acostumbraba tanto a tenerlo que, parecía que podría llegar a quererlo.

…, las autoridades no descartan que este sea uno más, de los homicidios catalogados como “crímenes de odio” en contra de la comunidad gay de Santiago puesto que, según algunos antecedentes, el muchacho mantenía una relación dentro del establecimiento educacional con otro chico, motivo por el que, en más de una ocasión ya habría sostenido riñas tanto dentro como fuera de la institución educacional.

—¡Válgame! —empezó a cuchichear la gente.

—¡Por Dios Santo! —dijeron por otro lado.

—Por desviado —dictaminó una mujer, ya vieja.

Y se armó todo un ajetreo.

Todo un barullo.

La gente del local comenzó a aglomerarse frente al televisor, como si la noticia fuera la narración de la primera vez que una barbarie de tamaña índole se diera a conocer en la capital de la nación.

¡Manada de idiotas!

Si algo me ha fastidiado siempre, querido lector, y espero que no seas de esa clase de personas, son las gentes que suelen inmiscuirse en todo, por el mero placer de inyectar ponzoña, de criticar sin haber sido solicitada su opinión y más aún cuando la desinformación reina en aquellas mentes de colador.

—¿Ocurre algo? —preguntó Olivia una vez vio algo alterada a la multitud tras la noticia— Si les incomoda, cambiaremos el canal.

Pero el reportaje en directo prosiguió.

Quería saber más del chico al que había asesinado la noche anterior.

No hay, aún, mayor información acerca del deceso del chico, más que un comentario del capitán de la comisaría que se trasladó a la ubicación, y que constata, de momento, la presunta muerte por un impacto de objeto contundente no identificado. Según informes del SML tampoco se ha logrado definir la hora de la muerte debido al mal clima, el actuar de los carroñeros del sector y el hecho de que el cuerpo se encontrara a la intemperie probablemente desde el momento de la muerte, lo que ha entorpecido, en cierto aspecto, las indagaciones del caso.

—¿Te importaría esperar a que termine la nota, Olivia? —dije, sin pensarlo.

Me miró con indiferencia, intentando esbozar una sonrisa patética y torcida, con el furibundo rastro de su odio hacia mi persona mal disfrazado, o quizá, debido a que yo ya sabía cuánto me detestaba, tal vez era normal detectar a simple vista su vaga hipocresía.

Frunció los labios y cojeó en otra dirección. La pústula del pie debía de dolerle como un carajo, y yo anhelaba que la infección la hiciera vivir un verdadero infierno.

Se lo merecía, después de todo.

Y de un segundo a otro la nota acabó.

El caso se encontraba abierto, informarían a medida que se fuera esclareciendo la situación, si es que lograba suceder, y una silueta se acercó a Óscar y a mí.

Tanto mirar la pantalla me había hecho doler la vista.

Me saqué los anteojos y solo pude reconocer la voz con acento extranjero de horas antes. Entrecerré la mirada para enfocar y que el difuminado producto de mi ceguera se disolviera un poco, pero fue inútil.

—¡Hola! —saludó.

Y lo reconocí, pero solo su voz.

—¡Ey! —exclamó Óscar— ¿Qué hay? —preguntó amable.

Yo en tanto, miré en dirección de nuestro visitante a la tienda, me puse los lentes y enfoqué nuevamente. Pero en lugar de contemplar la sonrisa radiante de Diego, su barba de un par de días, sus piernas gruesas y de contextura atlética, solo vi al chico de la noche anterior. Admiré con horror el albino color de la tez cadavérica producto de la intemperie, las ropas rasgadas y enlodadas, el brazo sangrante arrancado de cuajo por los perros callejeros que el locutor de la televisión había dado a conocer, el cráneo reventado a la altura de la sien, el oído destruido y el ojo casi colgándole de los músculos y nervios internos, dejando para mi asombro, la cuenca casi vacía.

Arrugué los ojos y agaché instintivamente la cabeza, producto del miedo. Del terror.

Odioseo estalló en una carcajada al interior de mi mente.

El chico era inocente. No tenía nada que ver con mis mariposas. Y, aun así, pagó un precio por cruzarse en el camino de Odiseo.

—¡Oye, oye, oye! —barbulló Diego.

—¿Estás bien? —preguntó Óscar, agachándose hacia mí. Preocupándose seriamente por mi estado.

Y mi mente se volvió confusa.

Recordé la mariposa saliendo de la boca del chico, cuando se posó en mi dedo y luego voló. Recordé la pelea con Odiseo y que, al despertar, solo había desaparecido. Volvieron a mi mente las imágenes de cuando nadé en las aguas de la galaxia y la verdad se revelaba en mis sueños, dándome a entender que mi doppelgänger
había manipulado la verdad de mi alrededor solo para su cruel cometido.

—¿Te sientes bien? —preguntó Diego, mientras Óscar me palpaba un hombro y la espalda, intentando enderezarme, pero siendo inútil.

Y sonreí. Pero no era yo quien sonreía.

—¡Mejor que nunca! —exclamé, torciendo leve y lentamente el cuello, alzando la vista en dirección a Diego, mientras los mechones de mi cabello oscurecían mi semblante y analizando a mi alrededor. Oliendo algo. Algo distinto en él.

Se desasosegó cuando tras la sombra que producía mi revoltoso cabello, contempló un brillo escalofriante y gutural en mis ojos.

Un brillo azul eléctrico que rodeaba un iris negro como el alma de los condenados a muerte y a su alrededor, una mancha de un rojo bermellón que se sonrosaba a medida que se alejaba del borde.

Odiseo estaba ahí, y había tomado el control.

Otra vez.

2

Óscar y yo nos vimos un par de veces entre los estantes, debatimos algunos libros que había por aquí y por allá entre los libreros desordenados, me preguntó un sinfín de veces por mi estado emocional, si me sentía bien o no. Si necesitaba algo.

Varias veces me desordenó con cariño el cabello, acarició mis mejillas y me abrazó en incontables ocasiones más, demostrándome todo un meloso sentimiento que yo podía corresponder, solo que, en aquel lugar, me desasosegaba un poco por obvias razones.

Y, platicando tras una repisa estábamos cuando los pasos incansables de Olivia, pesados como los de un gato mórbido, arrastrando esa pústula que cada vez me asqueaba más y más, acompañada a esas horas del turno en que la librería se encontraba previa a cerrar sus puertas, —a pesar de que había todavía un flujo de gente relativamente mayor al común— con el putrefacto olor de su transpiración, y un hedor horrible a vodka barato que desde hacía varios días había estado percibiendo en compañía del pestilente rastro de un whisky común y corriente que compras fácilmente en una licorería clandestina, se sintieron cerca, tan cerca, que de un momento a otro noté cómo dejó ver sus ojos entre las rendijas de los libreros y el piso superior de la repisa en que se encontraban más tomos en exhibición.

—¿Y ustedes? —preguntó con viva antipatía.

—Nosotros ¿qué? —dijo Óscar.

—No les pago para que estén parados —dijo ella—. Sino para que trabajen.

—Ni si quiera pagas tu propio sueldo, Olivia —respondió Óscar con sorna—. Te paga el dueño de la librería. ¡JA,JA,JA!

Sonreí.

Por algún motivo, Óscar solía contestar a todo lo que Olivia insinuara y, salir ileso de sus propias palabras.

—¡Ya, ya, ya! —exclamó— ¡Muévanse! —dijo, agitando las manos— Aún quedan clientes en la librería.

Y Óscar blanqueó los ojos, sonrió enseñándome los Braquets al punto que quise besarlo; besarlo hasta que se me acalambrara la boca y los labios, y partió dejándome allí mientras Olivia se marchaba en otra dirección a hostigar a otro vendedor, a hacer algo por su vida y atender ella misma a algún cliente o quizá a cortarse las gruesas y amarillentas uñas de su feo pie y guardarlas en la caja de madera que solía tener en el primer cajón de su escritorio en la oficina de arriba.

Cavilaba en ese asqueroso pensamiento entonces, cuando mi móvil vibró y me percaté de una llamativa notificación de Instagram.

Una burbuja de chat.

Era Jason.

El corazón me dio un brinco cuando noté su nombre en el perfil del chat y recordé el ejemplar de mariposa que se posaba entre su hombro y su cuello, más o menos bordeándole la clavícula. Su cuerpo desnudo y tonificado, luciéndolo, en lo que el Monarca ahí, sentía, probablemente, el acecho del azulado mirar de Odiseo. Poseyéndola.

Los dos insectos primeros que tuve al alcance y que, al cabo de dos días aún pensaba y pensaba en cuándo llegaría la oportunidad de poder arrebatárselos, o si llegaría a mí la ocasión por pura compasión de los Dioses ante mi larga y horripilante espera.

¡Jason, Jason, Jason! —suspiraba su nombre— Si tan solo tuviera Braquets en su dentadura, sería el hombre perfecto. Ni siquiera lo mataría, lo secuestraría para tenerlo para mí mismo. Para contemplar su tatuaje y admirarlo a él posándolo. Enjaulado solo para mi romántico y lascivo deleite.

Pero también me recorrían los escalofríos. Se me erizaban los vellos del cuerpo de tan solo pensar que, probablemente estaba al tanto de mi ilícito acto de vigilancia días antes. Tal vez, una cámara en la que no reparé, ¿un vecino que me vio saltar la pandereta?

¡No! Imposible, llovía a cántaros, nadie andaba cerca.

Contesté.

Contestó casi al instante.

Como si estuviera al pendiente.

No negaré que, tanto como me agradaba notar su extraño interés, también me inquietaba.

Miré a mi alrededor y, Olivia no se apareció por ningún lado.

Ojeé los libros a mi alrededor y busqué algunos que estuvieran desordenados encima de los mostradores, así tendría tiempo para atender a Jason sin que nadie me dijera nada, sin levantar sospechas.

Era un empleado más ordenando los libros que la gente dejaba tirados.

¡Y Óscar!

Debía estar al pendiente de Óscar. Que no se me acercara de repente.

El móvil volvió a vibrar.

¿Algo? —¿Algo como qué?—.

¿Algo como qué, con quién?

No era una mala idea, para nada.

Salvo que, no sé. Había algo ligeramente aterrador en sus palabras, algo que no terminaba de convencerme del todo; y Odiseo, por Dios. Me inquietaba pensar en que tal vez, podría aparecerse como ocurrió en la tienda con Maycol, o en el callejón a cuadras de mi casa. ¡O ese mismo día, horas antes con Diego!

¿Y si volvía a tomar el control de mí y algo más ocurría?

Nuevamente no se hizo esperar.

¡Demonios!

—¡Sabe todo de cuando lo acechaste! —me gritó Odiseo— ¡Es una trampa!

—¡Calla! —espeté en mi interior.

¡Maldita lucha interna! No podía permitir que me carcomiera la cabeza cuantas veces quisiera.

Pero el maldito hijo de puta lo lograba.

Me desesperaba.

Casi media hora después, Óscar y yo salimos de la librería.

El flujo de gente que circulaba por el paseo Ahumada había disminuido considerablemente los días previos a aquel. Ahora con mucha suerte se veían cinco o diez personas rondando la calle, delante y detrás de nosotros, subiendo y bajando. Producto del frío repentino, a eso de veinte paras las nueve de la noche, ya todo era un desolado llano que culminó con el tronar de la lluvia sumiéndose sobre nosotros a una cuadra de la estación del metro en que ambos tomaríamos nuestro transporte.

—¿Por qué línea te irás? —preguntó, mientras la lluvia se hacía gradualmente más fuerte.

—No lo sé —contesté.

—¿Te acompaño? —me dijo, esbozando una tierna sonrisa.

Lo pensé.

¿Podría llevarlo con Jason?

—¡No, idiota! —espetó Odiseo.

El móvil me vibró.

¿Estación MANQUEHUE?

¿Comuna de Las Condes? ¿Por qué?

Él vivía en Maipú. A 32,3 kilómetros de la ubicación que acababa de enviarme.

¡Qué demonios pasaba ahí!

Escondí el teléfono sutilmente y miré a Óscar.

—No lo sé —le contesté—. Creo que te mereces descansar —dije.

—¿Estás seguro? —preguntó.

—¡Claro! —exclamé.

Sonreí a la par que la lluvia acrecentaba el ritmo.

El agua neblinosa de hacía un minuto se volvió pesada. Y la llovizna pesada pronto se transformó en un fenómeno potente que nos obligó a correr hasta la estación en tanto impactaba con el suelo y estallaban las gotas, como en un campo de minas, empapándonos, mojándonos los huesos, pero, en cierta forma, haciéndonos sentir como niños. Como criaturas pequeñas e insignificantes hasta que mi mano sintió el tacto de Óscar y en pleno aguacero nos quedamos quietos, mirándonos. Observando sus ojos oscuros, sus braquets azules que relucían a la luz pública y en la que se formaban pequeños arcoíris casi imperceptibles.

Me rodeó la cintura empapada.

—Te quiero —me dijo, mirándome, observándome tan fijo que sentía cómo se me movían las tripas.

Sentía esa frase retumbándome en la cabeza: estar enamorado se siente como mariposas en el estómago.

Y las sentía. Sentía la belleza de las mariposas que significaba que estaba enamorado de Óscar. Y también recordaba el desvergonzado acto de Odiseo del día anterior. Me hizo ver una mariposa salir de un cuerpo sin vida. Y entonces pensé: ¿qué tal que, las mariposas en nuestro estómago son reales?, ¿qué tal si son el producto de todas nuestras emociones? ¿Puede ser que su belleza sea la que nos mantenga vivos y, al morir, sean libres? ¿Es posible que, su indiscutible e indescifrable atractivo sea el significado tangible de nuestra alma? Dicen que el cuerpo humano pierde 21 gramos al morir, ¿puede ser que las mariposas de nuestro estómago sean las responsables de ese peso que perdemos al dejar de existir? Solo nos dejan. Se van. Y con ellas esos gramos que nadie ha podido explicar.

¿Era posible?

Le miré los labios y su barba de un par de días. Su barba gruesa que me encantaba, que me hacía sentir ese anhelo de rasparla, de tocarla, de sentirla en mis mejillas y besarla, olerla. De hacer tantas cosas.

—Yo también te quiero —le dije.

Nos miramos un segundo más.

Me di media vuelta y continué mi camino rumbo a la estación, caminando lentamente en medio de la lluvia.

Hasta que su mano tomó mi brazo y me volteó para perderse en mis ojos bicolores. Para perderse en mi mirada y rodearme la cintura otra vez.

Y besarme.

Por fin besarme.

Por primera vez, darme un beso, él a mí y yo a él, juntando nuestros labios deseosos de hacerlo y sin explicación aparente más que el cariño indescifrable.

Me besó con ganas. Con ansias. Con dulce apego.

Con ternura, preocupación. Felicidad.

Y yo lo besé de la misma forma. Me perdí en sus labios mientras me rodeaba al tiempo que acariciaba su cuello y apegaba su cuerpo junto al mío, sintiendo cosas dentro de mí y algo más que palpitaba en su pantalón. Sonreí y no supe qué decir o qué hacer, más que seguir besándolo.

Y cuando el momento pareció terminar, estábamos empapados.

La lluvia nos mojaba y el trayecto nos esperaba.

—¿Entonces? —dijo.

—Creo que continuaré por la línea 1 —contesté.

Él sonrió.

—Y procura acomodarte —insinué, llevando mi mano a mi bragueta pero, aludiendo a la suya.

Óscar abrió los ojos de golpe, se subió el cierre y se acomodó la erección.

Era la primera vez que veía algo así en él. Y me pareció tierno en lugar de lascivo.

Entramos a la estación, ambos esperamos los respectivos metros camino a nuestras casas y, como la vez anterior, el de Óscar pasó primero.

—Adiós —me dijo, una vez cruzando las puertas al andén.

—Adiós —respondí sonriendo, pensando en el lugar al que Jason me llevaría desde la estación a la que me había citado.

—¡Ya vete! —musitó Odiseo, con rabia.

Y la puerta del vagón se cerró.

Odiseo me habló una vez más, torciendo la comisura izquierda de mi boca en una horripilante sonrisa.

—¡Al fin! —dijo— ¡Tendrás una mariposa! —exclamó con efusiva maldad.

3

El vagón del metro se encontraba, al igual que afuera, casi desierto de no ser por un par de personas que viajaban aturdidos por el mal clima.

Casi sentía el estrepitoso titilar de las gotas impactando contra el techo del vagón de no ser porque el trayecto era subterráneo. Pero lo imaginaba y, ese ruido, acompañado del pensamiento dudoso de la dirección que Jason me había brindado para nuestra repentina reunión, me sobreponía en un incipiente estado de tácita alerta.

Seguía pensando, una y otra vez, en cada momento, de un hemisferio a otro de mi cerebro, qué tenía aquel lugar. Qué había cerca. Si él vivía en Maipú, una comuna un tanto alejada de la parada de metro que me había propuesto, ¿por qué me había hecho saber que ese sería nuestro punto de encuentro? ¿Había algo cerca? ¿Algún bar?, ¿pub? ¿Restaurant?

¿Una discoteca?

¿Salsoteca?

¡Algo, maldición!

Noté entonces de un momento a otro que los lugares cerrados tenían un mal efecto en mí. Desde el fortuito descubrimiento de Danielle, las plataformas del metro se me hacían casi claustrofóbicas. El condenado encierro me producía una deplorable desesperación que se agitaba en mi cabeza. No temía a la estancia en aquel lugar, pero sí me inquietaba pensar que sobre nosotros había montones de vehículos, buses y gente que, en algún momento, en la posición indicada, el momento preciso y peso fluido, podrían provocar el colapso de la estructura sobre la que viajábamos y terminar sepultados como miserables hormigas dentro de un hormiguero.

—¡Toc, toc! —dijo Odiseo solo por molestar.

Comencé a mover una pierna, inconscientemente.

Las personas de mi alrededor iban cada uno en su propio mundo.

Un poco más arriba, sentada hacia la derecha, una pobre mujer ya anciana, tapada con ropajes de catedral, devota y a la antigua, pasaba lentamente hoja por hoja las palabras de una biblia que traía consigo. A su lado, pero de pie, un muchacho afro parecía escuchar música a todo volumen a través de los auriculares escondidos tras las orejeras mientras buscaba, tal vez, el siguiente tema en Spotify o revisaba sus redes sociales en el móvil. Frente a ellos, iba un hombre delgado, de mediana edad entre los cuarenta y cuarenta y tantos, vestido de pantalón y saco café claro, con una bufanda a tono en el cuello y unos Airpods de Apple, color blanco que seguramente transmitían alguna emisora en vez de la música sin fin de YouTube, Amazon o incluso Apple Music. También descorría las hojas de un bien cuidado libro cuyo título ignoré, pero que en el lomo reinaba el apellido «Doyle».

El buen Sherlock —suspiré—.

Una joven que soplaba sus guantes se encontraba frente a mí y miraba de reojo cada cierto tiempo en todas direcciones, además de torcer el cuello hacia atrás cada vez que el vagón se detenía en una estación.

Existía la posibilidad de que estuviera perdida.

Tal vez no fuera de la ciudad o, no había salido nunca más allá de su área de confort.

Tal vez ni si quiera había usado antes el metro.

—¡Mátala! —gritó Odiseo.

¡Con un…!

—Qué puto cáncer más detestable eres al cabo de un rato —le espeté.

Me caía bien, lo odiaba, le temía y a veces deseaba con anhelo estrangularlo hasta que se le salieran los ojos, sin embargo, lo cierto era que, pertenecía a mí. Siempre sería la personificación de mis deseos más íntimos, oscuros y que no desvelaba a nadie. Seguía siendo YO.

Miré la hora en mi reloj.

El viejo Orient Crystal 21 Jewels de 3 estrellas marcaba las nueve con siete de la noche. La estación siguiente era TOBALABA. Allí podría combinar y dirigirme a casa, o continuar el camino indescifrable que Jason había puesto a mi disposición para sepan los Dioses qué cosas y que mi curiosidad, oscilando entre el miedo y la incertidumbre propios del morbo, me obligaban a decidir qué hacer.

Seguir, o marcharme a casa.

Próxima estación: Tobalaba —dijo la voz del metro.

Mi mente estaba indecisa.

Cavilaba entre proseguir a ciegas por un rumbo marcado únicamente por las palabras de Jason o marcharme al refugio de mi hogar de una buena vez. Hacer de cuenta que no había ocurrido nada. Que nunca me habló para quedar y, por tanto, jamás acepté. Sin embargo, algo me punzaba en la consciencia, como éxtasis edénico.

Era la mariposa. La hermosa mariposa Monarca que tenía sobre su pecho, entre el cuello y el hombro. Me atraía hacia sí, haciendo crecer mi deseo, cada vez más, y más, y más.

Y no lo soporté.

Escribí a Jason una respuesta precisa para dejar de comerme la mente:

Redacté pausadamente el mensaje, pensando durante cada letra si realmente estaba seguro de aceptar. Luego agregué el emoticono de los ojos para no verme tan, ¿formal sería el término adecuado?

Para que no leyera el mensaje haciéndome ver tan rancio. ¿Habría sido una buena idea?

No hubo respuesta inmediata, de modo que guardé el teléfono en el bolsillo de mi pantalón y maldije por lo bajo a Jason una o dos veces, de forma leve. Un idiota por aquí y un imbécil por allá fueron las palabras que empleé para referirme a él mientras refregaba mis manos una contra la otra, en tanto mi pierna derecha bailaba incontrolable sin percatarme y la gente de mi alrededor parecía completamente ajena a todo lo que ocurría en el vagón.

Comencé a sentir frío a la altura de la estación ALCÁNTARA, cuando las puertas de la plataforma se abrieron para dejar entrar a unas cuantas personas que no lograron atestar el vagón. Reparé en sus miradas cansadas, cuerpos friolentos y ropas mojadas. Noté el diminuto pestañear de la luz del foco fluorescente que se encontraba sobre nosotros y cómo lentamente el aire cálido de los climatizadores se iba esfumando. Tuvo una cierta similitud con «El exorcista» de 1973.

El contoneo del trayecto me estaba fatigando, las curvas leves repletas de altibajos me revolvían las tripas y sentía que en cualquier momento Odiseo terminaría escupido en el piso del metro en forma de vómito. Esa extraña percepción de que algo no iba bien se acrecentaba dentro mío, y se debía únicamente a mi gradual aversión a la humanidad.

—¡Mátalos! —dijo mi psicológico compañero.

—¿Cómo pretendes que lo haga? —pregunté.

— Solo —pensó—, déjame salir —sonrió.

Odiaba saber que subiría más gente conforme avanzaran las estaciones, pero, gracias a los Dioses solo quedaba una parada más y, a la siguiente ya podría bajarme a esperar que este maldito hijo d…

Espléndido.

Ahora era un idiota bilingüe.

Texteé para avisarle las paradas que me faltaban y, que se armara con una bolsa por si las dudas respecto a mis incontenibles ganas de vomit… ¿Odiseo había dicho «déjame salir»?

El movimiento del vagón continuó. El abrupto ondear de las subidas y bajadas me revolvían tanto la bilis que podía sentir la presión de los fluidos arrastrándose entre la boca de mi estómago y mi garganta. Podía notar cómo se me inflaba el pecho a la par que la indescriptible sensación de tener algo atrapado queriendo salir me hacía palpitar con irremediable dificultad el corazón.

A veces deseaba que existieran más maldiciones e improperios de los que conocía.

¡Qué puto asco!

Me había puesto nervioso y el pálpito de mi ojo izquierdo no se hizo esperar. Levemente se hizo notar al culminar el viaje, mientras me atrevía a levantarme de la butaca para desaparecer del vagón al punto que, el cien veces maldito movimiento involuntario de mi ojo me descorrió los lentes antes de cruzar y arremetí accidentalmente con mi hombro derecho sobre el borde de la puerta automática.

Maldije por lo bajo y me arreglé el lente.

El flujo de gente aumentó un poco en el transcurso de la caminata hacia las escaleras, sintiéndome atropellado en una, dos o tres ocasiones, mas, sin embargo, una vez estuve cerca de la superficie, pude notar el poco concurrido y friolento escenario que se apreciaba.

Subí, peldaño tras peldaño los últimos metros mientras pensaba qué escribir a Jason, aunque, claro, él ya estaba ahí esperándome. Lo noté desde lo bajo, parado al final de la escalera —en la superficie, claro está—, sosteniendo un paraguas oscuro y él vestido enteramente como si pretendiera ir a una excéntrica fiesta de gala al puro estilo hollywoodense.

Esbocé una gran y sorpresiva sonrisa al notarlo.

—¡Ey! —exclamé— ¿A qué premiere
vamos? —pregunté.

Las luces del exterior lograban iluminar su semblante pese a su vestimenta. Me observaba desde lo alto de la desembocadura en lo que mi memoria me decía era la calle O’Connell.

Al llegar arriba le abracé a modo de saludo y noté el festín de iluminarias por todas partes. El alumbrado público, el ruido de los vehículos que transitaban por la avenida Apoquindo mientras en el otro extremo, como dos cofres del tesoro abiertos, se lograban apreciar las entradas del metro debido a los techos de cristal. Adornaban el paseo los jóvenes liquidámbares cubiertos de lluvia entre blanquecinos y amarillentos tonos de luz producto de las farolas y las luces de las tiendas, del mediano banco de retail frente a estos y otros tantos locales más de los que no daré detalles.

—¿Cómo estás? —preguntó Jason, tendiéndome la mano.

—¡Un poco cansado, y tú! —grité, producto del ruido.

—Esperándote desde hace un rato —contestó—. Con tu bolsa —añadió, levantando un trozo de plástico negro aludiendo a mis deseos de vomitar.

Me sonrió y me tendió la mano para que lo siguiera.

Pensé en más de una ocasión, durante el trayecto el lugar que visitaríamos y en el que aún no reparaba, ni reparé hasta que, inocentemente pensando que cruzaríamos la avenida, mencionó todo lo contrario.

—¿Cruzaremos? —le dije.

—¡Para nada! —sonrió bajo el paraguas.

Comenzó a avanzar lentamente por la calle O’Connell, entre la oscuridad fluida que se mezclaba con los característicos colores en neón de las residencias y estacionamientos erigidos en aquella dirección.

Los verdes y anaranjados oscuros que parecían esfumarse, algunos toques en amarillo que jugaban con la clorofila de la arboleda, el azul blanquecino y el azul fosco tipo cabaré que se veía desde donde nosotros estábamos, haciendo juego con la negrura del cielo lluvioso que se cernía sobre la comuna en la que, por los Dioses, se encontraba el lugar que no había advertido hasta que estuve parado por fin frente a él, siendo que Jason ya lo había visitado antes y yo lo sabía.

¡Sabía incluso con quien había estado allí, maldición!

A medida que caminamos, con cada zancada se apreciaba entre los tonos azules oscilantes entre el blanco, celeste y marino, en grandes y luminosas letras —simples, aunque hábilmente reconocibles—, que bordeaban de un rojo o rosa tipo fosforescente, el gigantesco nombre del ICON HOTEL.

—¡Wow! —exclamé sorprendido.

—Alucinante ¿no? —preguntó Jason, cerrando el paraguas viendo que el agua se disipaba un resto.

Era increíble notar la fachada completamente de cristal y el efecto que las luces más el ambiente nocturno lograban mezclar para el deleite.

—Adelante —dijo luego—. Lo pasaremos increíble.

Y avancé sonriendo, anonadado.

Sintiéndome pequeño.

Tras entrar y brindarle mis datos al joven guardia de seguridad en la recepción del hotel, nos asomamos al ascensor indicando cierto piso para posteriormente cruzar, en cuanto a palabras, lo mínimo un par de tragos que tenía previamente preparados.

—¿De qué cerveza eres más amigo? —preguntó Jason, desabrochándose un poco el chaquetón que vestía, dejándome ver una camisa ajustada, posiblemente producto de su musculatura y notándose en su hombro y clavícula, la mancha que producía el tatuaje de su mariposa tatuada.

—Esto, eh —no sabía qué responder—. La verdad, no soy muy amigo del alcohol en general —entrecerré mis ojos, como pidiendo disculpas.

—¡Oh, vamos! —exclamó— Compré algo especial y, si no lo bebes, terminaremos bebiendo en el bar del hotel y haciéndonos amigos de una serie de idiotas que no conocemos y que están hospedados aquí.

Sonreí.

—Tal vez, aparezca algún chico especial —erguí los hombros.

—Querrás decir una «mariposa».

Se ubicó frente al espejo del ascensor.

Inspiró hondo y se descubrió un poco más el chaquetón, enseñó la camisa ajustada y la sombra que producía el tatuaje de la Monarca.

Desde donde estaba, lograba apreciar escasamente parte de la flor que goteaba sangre y lo que podían ser, tal vez, las hermosas y tiernas antenitas del lepidóptero cuya leyenda me enamoró de la cultura mexicana.

Jason se desabrochó un botón de la camisa y esta se abrió de golpe. Tragué saliva en señal de nerviosismo, pero no sabía si él lo había notado. Me inquietaba verlo ahí, estando solos, él y yo, pudiendo aprovechar la oportunidad para matarlo, o tocar el tatuaje, sentir la calidez de su piel, la masa incontenible de sus músculos; soportando el deseo de apretar con fuerza, de morder aquella área, de tocarlo con infinita liviandad, lascivia, ¡AAAHHH!

—¿Quieres tocarlo? —preguntó, volteándose hacia mí, trayéndome de regreso al mundo real, mientras me enseñaba el tatuaje, espléndido ejemplar alado que volvía mis tristes fantasías en una única y hermosa oportunidad.

—¿Que qué? —dije, sorprendido— ¡Oh, Dios! ¡No!

Pensé, un segundo. Un segundo nada más.

—¡O sea, claro! Pero ¡No! ¡No sé cómo ex-x-xpl-plica-arme!

¡NOOO! ¡CON UN PUTO DEMONIO!

Se acercó a mí y, su barba de un par de días casi me rosó las mejillas.

—¿Seguro? —preguntó, haciéndome sentir el aroma de su blue seduction.

—M-m-ma-ma-man-ntén t-t-tu d-di-dis-s-sta-ancia, por favor —dije.

Pero en el fondo no quería.

En todo mi interior quería que se acercara más, con toda lubricidad, ahí dentro mismo del ascensor y descubrir su tatuaje para rosar mi lengua en él y sentir su sabor antes de llevármelo y quedármelo para siempre.

Mi párpado comenzó a temblar y mis nervios aumentaron otro poco.

—Yo sé que quieres. ¡Adelante!

Se descubrió otro poco más, y se llevó mi mano izquierda por debajo de la ajustada camisa, entre sus abdominales rosando cada vello que lo cubría hasta su pecho.

—Jason yo… —musité.

Pero la campanilla anunciando nuestro piso me interrumpió.

—¡Llegamos! —exclamó, y una vez abiertas las puertas, quitó mi mano de su abdomen, se reacomodó la ropa calmadamente y salió por el pasillo, esperándome hasta poder alcanzarlo para luego dirigirnos por entre las habitaciones que se encontraban a nuestro alrededor.

—Adelante —dijo—. Penúltima habitación a mano derecha.

—¿Tu no vienes? —pregunté inquieto.

—Te sigo —contestó.

Y caminé mientras se dirigía a ciegas tras de mí, como un perro de caza tras su presa, salvo que, aunque me incomodara en cierto aspecto su actuar frente a mi persona, estaba completamente seguro de que, en todo momento fue él la presa y yo el depredador al acecho, salvo que no había tenido oportunidad alguna para demostrarlo. Aunque eso podía cambiar en cualquier momento. Las variables eran cientos de miles.

Y el efecto mariposa me hacía sentir en que todas las variaciones terminarían cediendo a mi favor.

Todos a mi alrededor habían llegado a mi gracias a una mariposa.

Las luces amarillentas y gradualmente tenues alumbraban el pasillo y extrañamente, gracias al silencio reinante más la incertidumbre incrustada en mi consciencia todo el escenario parecía el trasfondo del Overlook bajo la minuciosa mirada de cómo King hubiera realmente dirigido «El resplandor» de 1980.

Nos acercábamos a la penúltima puerta a la derecha.

El corazón me palpitaba rápido. Tanto que no lograba contar los latidos por minuto, y eso me desasosegaba.

El silencio incontenible pese a lo cerca que nos encontrábamos de una avenida era repudiable.

Odiseo, que no se aparecía por ninguna parte pese a que lo necesitaba. Por primera vez quería, añoraba que estuviera presente y el maldito bastardo hijo de puta se encontraba perdido en quizá qué recónditos lugares de mi puñetera cabeza.

Precisaba de su voz en mi mente en ese momento exacto, y la única forma de hacerlo llegar allí era golpeándome la frente en las paredes del hotel, pero sería llamar excesivamente la atención.

Si lograba matar a Jason esa misma noche y atraía a Odiseo para que me ayudara de esa forma, seguramente más de alguien me recordaría. ¡Claro! Dirían: —«la víctima estuvo con un chico raro, que traía ropas con un Pingüino apoyado sobre una «A» —». Y la siguiente pregunta de la policía sería: «—¿cómo lo recuerda?», a lo que muy seguramente contestarían: «porque el muy idiota se desnucó a cabezazos en las paredes del hotel quien sabe por qué motivos, mire usted», y entonces los inspectores verían el mar de huecos formados por los reiterados golpes que habría de haberme dado en las paredes.

¡Por los Dioses!

Ahora tenía la idea de que seguramente me haría amigo de la cerveza.

—Esto que, ¿tienes la llav…? —dije erguido frente a la puerta, mientras me volteaba y Jason se abalanzaba sobre mí.

Ágilmente abrió la puerta introduciendo la llave de una sola vez y sosteniéndome de tal forma que no pude articular palabra alguna.

Apoyó su cuerpo contra el mío tapándome la boca y entrando rápidamente para luego cerrar el portal de una patada con su pie derecho, caminó junto a mi hacia adelante por un angosto pasillo que desembocó en la recámara que tenía una pequeña lámpara de lava encendida sobre un hermoso velador barnizado al natural que reflejaba la luz sobre las sábanas blancas levemente desordenadas. Había unas copas de vino acompañadas de una botella frente al ventanal que miraba en dirección a la cordillera, unos cojines de plumas en el suelo y una manta en la que se encontraba todo aquello. En medio, haciendo juego, una bandeja metálica con uvas blancas, pan integral y algunos bombones varsovienne aún dispuestos en la caja.

Era todo enigmáticamente extraño. Cuando reparé en todo ello.

¡Cielo Santo! ¡Querido lector!

He vuelto a omitir un detalle.

Aún inmóvil y sin poder gritar estaba bajo el apretado y musculoso abrazo de Jason cuando pensé que, en algún momento, seguramente dejaría de besarme, sin embargo no ocurrió y entremedio de esa ola de calor corporal reparé entonces en el extraño pero romántico escenario de aquella habitación del ICON HOTEL: había tres cojines dispuestos en el suelo, tres copas de vino y dos de ellas a medio beber, además de algunos otros cócteles en la misma medida de tres personas, una barra en la que descansaban algunos extraños pero reconocibles artefactos que logré identificar gracias a la película del señor Grey
y, entonces, de pie bajo el umbral de una puerta a la que no llegaba el más mínimo haz de luz para identificarlo, un chico cubierto únicamente con una toalla blanca de la cintura hacia abajo nos miraba a Jason y a mí, sumidos bajo el extraño beso que no podía definir.

El exótico visitante traía el pelo mojado, y el agua escurría por entre los tostados músculos de su velludo, pero apetecible abdomen.

Entonces se acercó a nosotros y en medida que sus zancadas se acercaban, la toalla mal puesta se resbalaba de su cintura.

Besó a Jason en los labios. Comió su carne y bebió su saliva como un hambriento ser excitado hasta la locura. Me acercó hasta a ellos y nos besamos los tres. Mordió mi labio inferior y metió su lengua en mi boca para jugar con la mía.

Y entonces me di por bienvenido.

—Al fin llegan —saludó Diego, mientras la toalla de la cintura terminaba de caérsele y no se inmutaba en lo más mínimo por volver a cubrirse.

Capítulo XII

La habitación

1

La situación en ese momento era obvia.

Lo supe cuando sentí los labios de Diego tan cerca de los míos, exhalando el inescrutable buqué de un empolvado vino tinto, una mezcla de chocolates con frutilla y otro aroma a alcoholes que embargaban, briagos, cada uno de mis receptores olfatorios. Erizó cada uno de los vellos de mi cuerpo cuando su lengua rosó mi cuello, acarició apacible mi oreja izquierda y poco a poco sus manos palparon mi abdomen hasta el cinturón de mi pantalón.

Avivaba el cosquilleo de mi erección la fricción tentadora de abrasiva lujuria de sus manos, en tanto los brazos poderosos de Jason, me rodeaban por la espalda, sosteniéndome del pecho con los músculos de su extremidad izquierda y ahorcándome lentamente con su mano derecha, irguiendo mi cuello y asomándose con su lengua también a los confines erógenos de mi piel húmeda por la lluvia y ardorosa por el deseo.

Diego continuaba acariciándome, mordiéndome, tirando de los cuántos vellos de mi pecho sobresaliendo del cuello de la polera de la tienda y sintiendo sus ganas de destrozarla, pero logrando únicamente palpar mis genitales con las yemas de sus dedos, subir poco a poco mi prenda de vestir a fin de sacudir con su lengua el vello de mi abdomen y masticar con descontrolada gazuza.

—Esto —musitó—, será divertido —agregó volviendo a lamer los centímetros de mi estómago donde apenas sí, se comenzaban a apreciar leves rastros de carnadura en proceso de visible formación.

Jason se aproximó a mí otro poco más, dejó sentir todos sus músculos tras mi espalda y exhaló en un gemido. Notaba la dura extensión de su miembro cruzar sobre mis glúteos y su mano derecha ahorcándome, me giraba bruscamente hacia la izquierda, donde sus labios me esperaban y consumían mi sed en su saliva, mi hambre en la carne de sus bezos y de repente toda esa mezcla se transformaba en un cálido hormigueo que crecía al son de una agradable humedad en mi glande.

—¡Oh! —gemí— ¡Dios! ¡Qué puta!

Cerré los ojos y arrugué el entrecejo por puro placentero éxtasis de indescifrable explicación. Alcé mis manos al aire hasta encontrar los leves rizados cabellos de Diego, los apreté entre mis dedos hasta enredarlos y consumí su cabeza en dirección a mi pelvis. Comió mi erección completa en tanto el cosquilleo subía por mis caderas, acariciaba mis costillas y calentaba mis pezones. Jason lo notó y los apretó con sus dedos sin querer soltarme la boca, sin alejarse de mi trasero y acercando cada vez más su pene erecto hacia mí, marcándolo en mi espalda a cada que mis zancadas se deshacían de mis pantalones y su viva lujuria me iba despojando también de la polera en que el Pingüino apoyado sobre la «A» mayúscula se perdía por ahí entre los muebles de la habitación.

—¡Vamos! —gemí— ¡Quítate la ropa! —dije.

Transpiraba excitación en cada gemido, la mano con que sujetaba mi pecho se acercó a la bragueta de su pantalón y la descorrió para sacar su ingle al cálido ambiente que estábamos provocando en la habitación. Volvió a acercarse a mí y, una tras otra y otra vez palpó con sus caderas mis glúteos. Fue deshaciéndose poco a poco de los botones de su camisa blanca hasta abrirse en totalidad en tanto mis manos seguían presionando la cabeza de Diego contra mi pelvis, volviendo a mi erección prisionera del roce de su lengua hasta percibir cómo obstaculizaba el paso del oxígeno por completo.

Se ahogaba.

Y eso me gustaba.

Empujaba cada vez más fuerte, hasta sentir sus arcadas, su saliva brotar por las comisuras de su boca lubricando la piel de mi erección y sus dientes clavándose levemente para no soltar mi pene, acariciando con pura lascivia la úvula que colgaba en medio de su garganta.

—¡Mmm! —gimoteé, exhalé dejando brotar el exquisito calor de mi cuerpo, curvando mi estómago hasta la cadera y apretando los glúteos al consumir mi miembro en el roce de su paladar.

—¡Qué culazo! —gimió Jason, bajando su erección y posándola entre mis nalgas, acariciando por debajo del rafe perineal.

Mordió mi cuello por la izquierda en tanto el pulgar de su mano derecha presionaba mi carótida común, mareándome, produciéndome un leve tambaleo que disfrutaba en demasía, en viva excitación desbordante de locura. ¡Aaah! ¡Maldición!

¡Dios! Ese roce candente de armonía erótica que bailaba entre mi ano y mis testículos me confundía, me hacía perder la cabeza la puta caricia demente del glande de Jason. Las paredes de las mejillas de Diego parecían de terciopelo y cada vez que chupaba parecía que se anclaba mi miembro en sus amígdalas.

Arrodillado frente a mí, me enloquecía, tanto que levanté la pierna derecha y la pasé sobre su hombro, empujé con fuerza mi cadera y aprecié entonces el impacto de su nariz contra mi vello púbico.

—¡Aaah! ¡Puto seas! —grité excitado, siseando de locura.

Jason pasó su lengua por mi cuello una vez más, lamió mi transpiración en tanto soltaba mi cuello y sus manos se desprendían de la camisa que tenía abierta, con las mías aprisionaba su cabeza sobre mi cabello mientras él subía al cabo de un rato por mis caderas y mimaba los centímetros de mi piel.

—¡Chúpalos! —me dijo, tendiéndome los dedos.

Lamí uno con lentitud.

Luego me tendió otro y rocé con mi lengua.

—¡Oooh! —gimió— Así —sonrió levemente—. ¡Así, maldición! —agregó, exhalando, quitándomelos de la boca y escupiendo en su palma.

Empapó en saliva su mano y acarició la cabeza de su pene con esta, lubricó levemente mi culo y entonces experimenté ese dulce dolor que me obligó a arrugar el entrecejo, a apretar la mandíbula mientras gemía de placer y mi mano acercaba más y más la boca de Diego en mi erección. Jason cruzó sus brazos entre los míos para deslizarlos hacia atrás y arriba, obligándome entonces a permanecer inmóvil, contemplando el aroma amaderado del vello de sus axilas.

La cabeza de su pene estuvo dentro mío un instante y salió un segundo para volver a entrar un poco más.

—¡Aaah! —exclamé— ¡Mmm! —gemí— ¡Qué rico! ¡maldita sea!

Su boca continuaba lamiendo mi cuello, sus brazos seguían inmovilizando los míos, el vaivén de su cadera penetrándome se hacía cada vez más feroz e introducía cada instante un milímetro más de tronco en mi culo.

Diego jugaba con mi pene, masturbándolo y deslizando su lengua por la línea del rafe hasta mis testículos, metiéndose uno a la boca y luego el otro, golpeándose las mejillas con la erección y luego acercándose hasta el pequeño monte entre los testículos y el ano. Lamía gustoso un segundo mientras acariciaba el escroto de Jason hasta interponerse incluso, entre la penetración que me daba.

¡Por Dios! Lamiendo o escupiendo, disfrutando cada puto segundo del gustoso sexo que estábamos teniendo.

—¡Quiero! —dijo entonces, irguiéndose delante de mí, comiéndome la boca a dulces besos con sabor a líquido preseminal, juntando su erección con la mía y acercándose a mis axilas para también saborearlas en tanto nos iba empujando, a Jason y a mí, paso tras paso hasta la cama de blancas sábanas tenuemente desordenadas detrás de nosotros.

Tras el instante mismo de caer al colchón, noté ese vacío que me producía el que Jason ya no estuviera dentro mío. Diego seguía besándome, tocando mi cuerpo como si no hubiera mañana, subiendo y bajando sus manos hasta mi trasero, nalgueándome, produciéndome un ardor agradable que me hacía gemir por más, por otra palmada, por un poco más de sabroso dolor, presionando sus dedos en la carne de mis glúteos, acercándose al centro, apretando y dejando al descubierto todo cuanto pudiera para que Jason —¡Aaah!—, acercara su boca y me besara, lamiera y me permitiera saber lo que siente cruzar una nube en plena caída libre.

—¡Dios! —exclamé—¡Aaah! —grité luego, cuando Jason comenzó a masturbarnos, tanto a Diego como a mí, a la par que nuestras erecciones se rozaban.

Y lo hizo un largo rato, haciéndome sentir mil cosas, cientos de diversas sensaciones, haciéndome experimentar nuevos sabores, colores y aromas, nuevas fragancias, sentimientos y emociones. Haciéndome descubrir un extravagante nuevo mundo de fluidos tan ricos como indescriptibles que me embriagaban más que el añejado vino que sentía en los labios de Diego.

—Quiero metértela —musitó Jason, palpándome el culo y volteándome, dejándome darle la espalda a Diego, quien se acercó a mi y posó también su pene entre mis testículos y mi ano, reposando en la línea del rafe perineal.

Me arrastró a la cama y me abrió las piernas para dejarme encima de él, cubriendo su erección.

—No te dolerá —dijo, volviendo a empaparse la mano con saliva.

Arrugó los ojos y exhaló en un gemido.

Diego le chupaba el pene, acariciaba sus testículos con una mano y se masturbaba con la otra, dejando su miembro reposado, haciendo palanca en la cama.

Luego sentí el abrasador cosquilleo de su lengua palpándome el trasero, mordiéndome los glúteos.

Se detuvo un segundo y prosiguió.

Se detuvo otro instante y ahora ubicó el pene de Jason justo en mi culo. Su primo comenzó a mover la cadera lentamente hasta que el miembro estuvo dentro mío y mi respiración entrecortada se normalizó, mis gemidos fueron calmándose un poco y la sensación de dolor se volvía de placer.

—¡Sí! —siseé— ¡Oh, Dios! —gemí, sintiendo las piernas de Jason chocar con mis bíceps femorales.

Escuchaba ese mojado palpar, sentía sus testículos chocar en mis nalgas y las palmadas que los excitaban. La lengua de Diego recorría entre Jason y yo nuestros genitales descubiertos hasta que se acercó a la almohada en la cabecera de su primo solo para darle de comer su erección cubierta de líquido preeyaculatorio.

Las embestidas que estaba recibiendo eran deleite divino. Ver a Diego desnudo dándole de mamar a Jason era excitante y contemplarlo a él, luciendo la mariposa Monarca macho que días antes había jurado poseer, me volvía ciego de incomparable placer.

¡Oh, por Dios! ¡La mariposa!

¡Era hermosa!

Ahora podía notarla, contemplarla, admirarla. En completo e inigualable esplendor. En vida desnudez.

Me acerqué a ella, y besé uno de los pezones de Jason. Lo apreté levemente con los dientes hasta hacerlo gemir de ligero dolor mientras mamaba la verga de Diego. Inhalé su sudor, pasé mi lengua por su piel tatuada, por encima de las patas de la mariposa, de sus alas, de su cuerpo y sobre las gotas de sangre que bebía. Mis caderas se fueron soltando poco a poco y sin darme cuenta, era yo quien subía y bajaba sobre la erección. Ya no había vaivén de la pelvis de Jason, era un subir y bajar de mi culo sobre su polla.

Un automático y delicioso movimiento que lo hacía retorcerse. Que lo hacía gemir de deleite.

Irguió sus manos hacia Diego y lo tomó por las caderas, lo posó sobe sí y comenzó a lamerle el culo. El chico gimió, frunció el ceño y arrugó la nariz en placentero cosquilleo. Se masturbó un segundo mientras Jason le comía el ano, se acercó a mi para besarme y entonces la temperatura del ambiente subió. Nos empapó las vísceras hasta hacernos mover las caderas involuntariamente, solo por sentir su lengua y su polla en nuestros culos, levantamos las manos para sentir que volábamos, para liberarnos y expresar el puto placer, lívido, lujurioso. El maldito acalorado deseo sexual de que metiera más su lengua y su pene dentro de nosotros.

¡AAAHHH!

Y entonces la vi.

Estaba allí, tatuada bajo su pezón, entre la costilla y la axila. Como una constelación en una noche oscura. Era un poema plasmado en su piel, dibujado en el perfecto lienzo de un cuerpo tonificado —y pasivo—. Una belleza de incalculable predilección entre los lepidópteros de su color.

¡Una hermosa Tronadora azul!

La Hamadryas amphinome me miraba transpirada. Y yo ya la deseaba, posado sobre las alturas del pene de Jason.

Dos espléndidos y exóticos ejemplares de mariposa mientras hacía el amor con aquellos dos malditos hombres de exquisitos cuerpos, sudados, velludos, aromatizados en madera y vinos añejados, sexualmente imparables y deliciosos. Chicos joviales que producían locura con cada centímetro de verga, capaces de enloquecer los más mundanos y oscuros deseos entre todos los sodomitas.

Me excité.

Fue tanto el calor que, monté a Jason como un caballo semental salvaje, un espíritu libre sin dueño sobre las montañas. Acerqué a Diego nuevamente a mi boca y escupí sobre él. En su cara y sus labios, apreté su carótida duramente, mientras yo iba y venía sobre el miembro de Jason. Tomé el cabello de su nuca a la par que mis movimientos de vaivén me hacían disfrutar solo para acercarlo nuevamente a mi pene, duro, a punto de explotar, sintiéndolo tan caliente que incluso dolía.

¡Pero, Dios!

Apreté su cabeza contra ella para que llorara, para que gimiera, para sentir que podía dejar de respirar y quitarle la Tronadora azul que tenía entre la mama y la axila.

Jason me nalgueó. Apretó mi culo y comenzó a meter con más fuerza.

Respiraba entrecortado, disfrutando, gimiendo, exhalando. Penetrando con imparable excitación. Produciéndome un ardor delicioso. Haciéndome gritar.

Diego se desprendió de mi polla y se irguió. Levantó los brazos para cruzarlos sobre su cabeza permitiéndome contemplar su vello axilar de tan profundo y apetecible aroma.

—¡Sigue! —exclamó— ¡Sigue, sigue, sigue! —farfulló, retorciéndose a la par que gritaba, masturbándose al tiempo que su pene explotaba.

Manchó el vientre de Jason en semen blanquecino transparente. Sus piernas tiritaron levemente y mis ojos se desviaron nuevamente a la mariposa. Su cabeza se agazapó hasta el ombligo de su primo y arrastró la lengua sobre sus propios fluidos.

—¡Qué rico! —gimió.

Hubo un silencio mientras mis ojos veían a la Tronadora azul.

—¡DIOS!, ¡qué rico! —volvió a exclamar, con una voz ronca y rasposa que se acercaba a mí al momento que volvía a erguirse.

El chico del día antes se volvió a aparecerse frente a mí. Con la cara reventada por el impacto de la roca, su ojo derecho casi colgándole de la cuenca, la tez pálido-cadavérica producto de la intemperie, la parte blanca de los ojos volviéndose sonrosada y los iris ennegrecidos tanto como el de Odiseo. Su sonrisa parecía podrida, los dientes amarillentos astillados, consumidos por la tierra y el sarro.

Di un respingo nervioso.

Pero unas manos me sostuvieron sobre la erección de Jason.

Estaba tendido, parecía muerto. Tirado con su piel abundando en un color azul pálido.

Los dedos que me retuvieron eran largos y prominentes, arrugados como el cuerpo de una oruga y de uñas sucias como un pordiosero jugando en la tierra.

—¡Shhh, shhh, shhh! —chitó Odiseo— No irás a ninguna parte, ¿no es así?

El chico del día antes sonrió.

Era el cuerpo de Diego, pero el rostro de otra persona. La Tronadora azul había desaparecido de su piel.

—¿Escuchas? —preguntó Odiseo, envenenándome el oído con sus palabras.

No oí nada.

—¿Es…? —dijo— ¿Acaso un aleteo?

Una sombra se proyectaba frente a mí.

Algo parecía sobresalir de su espalda.

¿Alas? ¿Eran alas?

¿Podían ser alas?

El otro chico seguía sonriendo, como si estuviera demente. Enloqueciendo lentamente en el olvidado purgatorio donde vivía su alma.

—¡La mariposa! —dijo.

—Quítasela —observó Odiseo.

—Debes hacerlo ahora —completó el joven.

—Es tu oportunidad.

—¿Qué? —pregunté inseguro.

—¡Mátalos! —dijo el chico.

—Deshazte de ellos.

—¿Cómo? —pesquisé.

—Como te deshiciste de mí, puto marica.

Y me dolió la cabeza.

Sentía el batir de las alas de mariposa que Odiseo tenía en su espalda. Escuchaba su bullicioso aleteo de polilla nocturna. Escuchaba su maldita transformación solo para romperme la cordura casi al borde del colapso.

—¡Me duele! —dije, aludiendo a mi mente— Se me parten los pensamientos, Odiseo.

El niño me miró apacible un segundo más.

—Anda —dijo—. Mátalos.

Y me volvió a mirar, esbozando una sonrisa muerta.

—¡AHORA! —gritó, escupiéndome tantas mariposas como pudo, entre tipos de Jezabel pintada, Monarcas, Colas de golondrina, Ulises, Alas de pájaro.

Todas y cada una más hermosa que la anterior, peligrosas como solo mi mente podía concebirlas al amainar en mi rostro, metiendo sus probóscides en mis ojos, entre los lagrimales y hambrientas como nunca al succionarme los fluidos que lentamente drenaban de mi cara.

—¡AAAHHH! —grité asustando, irguiéndome en la cama donde Jason dormía apaciblemente a mi derecha y Diego a mi izquierda.

Estaba tapado con una sábana blanca, desnudo entre dos de los más hermosos Dioses griegos que en mi vida antes había visto. Estaba sudando, llorando, alerta, pensando que Odiseo tal vez estaría allí.

—¿Qué ocurre? —preguntó Diego, acercándose a mí.

No contesté.

—¡Nada! —dije, al cabo de un rato— ¡Nada, nada! —reiteré.

—¿Seguro? —quiso saber, somnoliento.

—Completamente —musité, mirándolo entre la poca luz de la lámpara, viendo su tatuaje entre la axila, la costilla y la mama.

La hermosa mariposa casi caleidoscópica que tenía me hacía feliz y adicto a su piel.

Por eso la acaricié. Por eso la besé. Por eso lo convencí de que solo había sido un mal sueño y que había que hacer el amor una vez más, lejos de Jason. Solo nosotros. Él y yo.

Su mariposa y yo.

¡Oh! Iba a matarlo esa misma noche.

Era perfecta. Y solo mía.

2

No recuerdo haber visto reloj alguno colgando de las blancas paredes.

Ni si quiera en las mesas de noche a los lados de la cama o en algún lugar de la habitación. Con excepción de aquel que, sin cesar, se enmarcaba por la cadena de televisión en la que transmitían una breve nota informativa, y cuya luz me empapaba los párpados, encegueciéndome, irritándome tanto la vista que lo único que hacía, era arrugar mis pálpebras automáticamente a la par que mis oídos se agudizaban y mi mano derecha dejaba de abrazar un gigantesco torso de fino vello frente a mí, solo para cubrirme los ojos de la molesta luz del smart TV.

El reloj de la izquierda en la pantalla del televisor indicaba las 02:37 de la mañana.

El torso velludo que abrazaba, no lo era, sino más bien, una ancha almohada de terciopelo azul rey que imitaba a la perfección la piel tersa de Jason, quien recuerdo, rodeaba con mis brazos antes de que todo se volviera borroso y termináramos sucumbiendo al cansancio post complaciente acto sexual con Diego.

—¡Demonios! —exclamé.

Sentí una respiración dificultosa. Un inhalar rasposo en las cercanías en tanto al erguirme, una luz blanca proveniente de un par de metros hacia el frente chocaba justo con mi rostro.

—¿Jason? —pregunté.

Pero nadie contestó.

Diego se encontraba a mi lado, abrazándome, desnudo envuelto únicamente por las sábanas de la cama y cubriendo mis piernas con las suyas. Parecía no querer soltarme y se aferraba, duro, a mi cintura mientras yo intentaba sentarme sobre la litera.

—Diego —susurré—. ¡Diego! —exclamé en un murmullo— ¡Pst!

Pero no despertó.

—Cinco minutos más —dijo adormilado.

Refregué mis ojos en tanto la luz dejaba de lastimarme. Observaba hacia el ventanal el inmenso mar de ampolletas encendidas en los edificios vecinos, en las calles, en cada vehículo que hacía sonar la bocina intentando apresurar al conductor de enfrente, encabronando al chofer de atrás y así en un bucle interminable.

—Ese bullicio no tiene fin —comentó Jason, acercándose desde lo que, adiviné, era el baño.

Caminó hacia nosotros apagando la luz del cuarto, permitiéndome ver en mayor lucidez el extraordinario caos que había bajo nosotros.

—No lo puedes creer ¿verdad? —dijo.

Inhaló rasposo, restregó su mano bajo las fosas nasales y apretó con sus dedos el tabique de su nariz. Pareció aguantar un estornudo.

—Es difícil notarlo cuando eres parte del tumulto allá abajo —dije, sintiendo los ojos pesarosos—. Cuando eres una pieza más de la anarquía.

Contemplé la ciudad.

—La paradoja de la serpiente —comentó Jason, notando mi interés en el caos bajo el Olimpo en que nos encontrábamos.

—El Uróboros —mencioné—. El eterno ciclo de las cosas. El interminable caos que nos rodea.

—Suena interesante, chico Wikipedia —dijo Jason, acercándose a la cama.

—El griego ourobóros significa: serpiente que se come su propia cola, y pues, la premisa solo consta de hacernos ver el resultado de una cadena infinita de instantes que mueren y vuelven a renacer. Es el carácter cíclico de las cosas. La concepción de que la existencia es una fase que siempre vuelve a comenzar.

Sonreí antes de notarlo.

Jason parecía tener la mandíbula apretada, ligeramente desviada y la nariz le moqueaba un poco. Las pupilas dilatadas me parecían extrañas, sobre todo cuando al rato su desorientación terminó por convencerme de que se encontraba bajo los exagerados efectos de algún narcótico, alucinógeno o alguna sustancia similar.

Había inhalado algo.

Ese respirar dificultoso de hacía un rato.

—C17H21NO4 —musité, dejando entrever mi duda.

Jason rio.

—¡No! —exclamó— No era cocaína.

—¿C10H14BRNO2? —pesquisé.

—¿Eh?

—¿Tusi? —sonreí— ¿Sabías que, ese nombre es un hispanismo horrible de 2CB en inglés? ¡Two CB! —torcí las comisuras de la boca— «Tusibí».

No tenía idea.

—Es una feniletilamina psicodélica de la familia de la 2C. La misma a la que pertenecen la MDMA, MDA y demás anfetaminas. También se le conoce como bromo-mezcalina, nexus, eros y otros lindos apelativos.

«Ahora se utiliza como droga recreativa, pero, lo cierto es que Alexander Shulgin la utilizó en 1974 dentro de la psiquiatría».

—Excelente uso para la «coca rosa».

—¡Oh, no! —dije— Ese es otro error común. No tiene relación alguna con la cocaína.

—Dormir —musitó Diego—. Ya dejen dormir.

La cabeza me bombeaba ligeramente. El solo aroma del alcohol en los labios de Jason y su primo me habían aturdido. Y, a decir verdad, no recordaba mucho de lo que había sucedido más allá del exquisito momento.

¿Me habrían drogado?

—¿Pudieron haberlo hecho? —preguntó una voz en mi cabeza.

¿Quién demonios era?

—Ya ¿no? —dijo Diego, soltándome de la cintura, irguiéndose y notando el televisor.

Yo pensé. La voz que escuchaba en mi cabeza la había oído antes. O sea, ¿cómo explicarlo? La conocía, pero no podía asociarla en ese momento, ¡maldición!

Me quedé contemplando el rostro de Jason y la perfección de su cuerpo de Dios griego.

¡Griego! ¡Odiseo!

¡Sí! ¡Ese hijo de puta que escuchaba en mi cabeza se llamaba Odiseo!

—¡Ey! —exclamó Diego— ¿Ese no es tu barrio, Ulises? —agregó, despertando un poco más al notar el gigantesco televisor frente a nosotros.

Y la sola pregunta acaparó toda mi atención. Desvié mi mirada hacia el smart TV y una reportera abrigada hasta por si las dudas en la compañía de un paraguas, se encontraba frente al desolado callejón en que el chico que me perseguía hacía una noche había muerto a manos de Odiseo.

Son escasas las informaciones que el personal policial ha podido desvelar respecto a este brutal crimen acontecido hace indeterminado tiempo aún, ya que, el equipo del Servicio médico legal: SML
tampoco ha hallado mayores rastros post mortem, ni en la escena del crimen ni en el cuerpo del chico.

La sangre se me helaba.

Mi atención estaba centrada en ello. En la nota.

—Se confirmó la muerte instantánea luego del impacto con un objeto contundente no identificado, salvo por las esquirlas de arcilla con variables cantidades de óxidos de hierro además de otros alcalinos como: óxido de calcio y magnesio.

Hubo un incómodo silencio.

—¿Un ladrillo? —preguntó Diego.

—¿Y eso? —pesquisó Jason.

¡Dioses!

La información era errónea. Era claramente un delito conta la paz celestial que el puto mocoso necesitaba el dar a conocer tan falaz información como fidedigna. Como certera y sin omisiones de ningún tipo, cuando en realidad, el golpe que le había proporcionado entre la oreja y la sien había sido efectuado con una piedra de proporción similar a un mazo para la construcción, con el solo fin de quitarle la vida en el instante mismo que le impactara el hueso.

—Es —tartamudeé, con el vello de la nuca erizado, recorriéndome un frío casi inhumano por la espina hasta los hombros y allanándome el corazón en negro temor—. E-es u-u-un c-c-ca-as-o q-qu-e oc-cu-cu-urr-rrió en m-m-mi b-ba-a-arrio.

Y sentí la fulminante mirada de Odiseo tras mi consciencia.

Podía percibir las sobrehumanas ganas que tenía de enviarme al infierno mismo, tal y como había hecho con ese chico la noche anterior, sin pudor, sin temor, sin pensarlo si quiera y sin sentir ni un microscópico ápice de remordimiento por ello.

Sentí un extraño pálpito sobre mi ojo izquierdo.

El maldito palpar del párpado. ¡Lo había olvidado!

Los anteojos estaban tirados por ahí, en algún lugar de la habitación, y perdía gradualmente el sentido de la vista mientras reparaba en ellos. En tanto intentaba buscarlos sutilmente.

—¿En serio ha sido en tu barrio? —preguntó Jason con asombro— ¿Cerca de tu casa? —quiso saber.

Un paio di strade di distanza —contesté.

—¿Qué tantas calles? —pesquisó Diego, entendiendo mi italiano.

—Dos o tres —respondí.

Jason se levantó de la cama, desnudo.

Dejó ver su espalda junto al blanquecino suave de su trasero hacia nosotros, y enseñó su miembro a través del ventanal a quien quisiera mirarlo desde los edificios vecinos.

—Ha de ser terrible, ¿no? —suspiró—. Morir así.

—¿Así cómo? —pregunté— ¿Joven? ¿Estudiante?, ¿lejos de casa?, ¿desolado?, ¿tirado en un llano? No lo sé, hay muchas posibilidades —dije.

—Inocente —contestó Jason.

Entonces perdí la consciencia un instante. Desperté con Jason y Diego mirándome penetrantemente a la cara. Recordaba vagamente una carcajada inmersa en la burla del más peyorativo éxtasis tras una frase.

Odiseo debió de cagarse encima solo de risa. Sus putas carcajadas llenas de puñetera sociopatía.

—¿Por qué la risa? —preguntó Diego.

—¿Risa? —consulté.

Pensé un instante, intentando recordar.

—¿Piensas que no era inocente? —preguntó Jason.

—No. Creo que los medios te dan información idealizada solo para hacerte ver y pensar lo que ellos quieren que veas y pienses.

«¿Qué tal si el chico resultaba ser un psicópata, violador o narcotraficante de «el tren de Aragua»? Existen muchos escenarios».

Diego me quedó mirando desde el otro extremo de la cama, meditó un instante y quiso hablar, pero, en su lugar, solo se acercó para apoyarse en mi vientre.

—¿No estás siendo demasiado exagerado? —dijo luego.

—¡¿Exagerado?! —exclamé— ¡Para nada! —contesté— Mira nada más, abajo hay un sinfín de gente vuelta loca que transita por las veredas y en coches. Y no tienes ni puta idea de la realidad que vive cada una de ellas a diario. Puedes aventurarte, claro que sí. Puedes indagar, con toda seguridad, pero ¿qué tan fidedignas serán tus fuentes? ¿Qué tan segura será la información que te den, interpretes, manejes y entregues? Es todo un caos. ¡Efecto mariposa en todo momento! ¡Caos en cada instante! ¡premisas manipuladas!

—¿Entonces? —preguntó Jason— ¿Dices que los medios no están diciendo la verdad? ¿Qué la nota es una farsa?

—¡Pero si se dedican al periodismo! —exclamó Diego.

—¡Claro que no! —exclamé— Se dedican a darte su versión de los hechos. El tipo está muerto. C’est fini. Esa es la historia, la pregunta real es POR QUÉ.

«Pero, no estamos del todo seguros si lo que nos están diciendo es realmente lo que sucedió.

Todo pasa por algo. ¿Por qué crees que lo mataron?»

Se hizo el silencio.

—Ahora justificas al asesino —observó Jason.

—Claro que no —respondí.

—¿Por qué crees que lo mataron? —repitió Diego, aludiendo a mi pregunta, con un ademán de extrañeza— Me huele a que le estás echando la culpa al crío. ¡Era un espermatozoide!

—Algún motivo habrá dado —observé.

Otro pequeño silencio.

—¿Dices que, el fin justifica los medios? ¡Matar a alguien, por Dios!

—¡No, no, no! ¡Jamás he dicho eso! —no dije ni insinué aquella idea tan egoísta— Y tengo una concepción muy distinta respecto a los medios justificados para alcanzar tus propios fines.

«Lo que intento explicarte es algo muy distinto de esa idea. Más bien de la «verdad» que están metiéndote a pulso en los sesos—analicé, inspiré hondamente cerrando los ojos a la par que el pálpito de mi párpado izquierdo se detenía suavemente tras ver mis lentes. Y así, me sumía en un silencio insondable donde no veía nada, donde no había nada sino más que el letargo del sonido de una voz entre la oscuridad, una voz similar a la mía, más oscura y cenicienta, negra como el hollín—. No ha existido jamás, hecho realmente fehaciente —dije—, más que la percepción de lo que consideramos LA VERDAD».

Y los chicos solo me miraron.

Me miraron y nada más.

Intentando comprender, tal vez, mi postura respecto a la generalizada autenticidad que nos rodeaba a cada instante. En todo momento.

A todas horas y en cada segundo.

La incertidumbre de sus dudas se proyectaba como un poderoso haz de luz en mis ojos, en cada ventana de mi alma toda, toda mi alma, poseída allí, por un demonio enviado por el tentador a los confines desolados de mi demacrado espíritu, a los infinitos llanos atestados por la peste que Odiseo incubó allí, como un parásito maligno, como una enfermedad incurable que se alimentaba de mi pobre lucidez.

—La verdad no es absoluta —agregué—. Es cuestionable, porque incluso ésta llega a manipularse —comenté, al cabo de un rato.

Jason miraba por la ventana. Diego se apoyaba en mi vientre, escuchando mis tripas crujir y gruñir producto del hambre.

—Creo que saldré —dijo el argonauta.

Caminó hacia la cama mientras buscaba su ropa. Un calcetín sobre las almohadas, otro en el suelo. Su bóxer entre las sábanas cerca de mis costillas y los pantalones del otro extremo de la habitación, cerca de la mesa de noche.

—Tu razonamiento me produce un interés excesivo para estas horas. Necesito una pastilla para el dolor de cabeza —agregó, una vez vestido y listo para salir.

En tanto Diego y yo nos quedamos en el cuarto, mirándonos, observando la luz del televisor, las bombillas encendidas de los edificios cercanos, acercando nuestros labios, inhalando nuestros aromas, nuestros perfumes, acariciándonos los alientos.

E hicimos el amor una vez más.

Una más antes de matarlo.

3

La nota acerca del homicidio en mi barrio había terminado hacía rato, sin embargo, las pequeñas cápsulas de otros incidentes no terminaban, aun cuando ya eran casi las tres y media y Jason llevaba poco menos de una hora desaparecido sin que tuviéramos una idea previa de adónde había partido.

—¿Siempre suele tardarse tanto? —pregunté.

Diego me miró desde abajo, todavía abrazado a mi vientre.

—¿Ah? —preguntó— ¡Eh, no! ¡No! Es la primera vez que, que desaparece tanto rato.

Odiseo no se había vuelto a aparecer.

¿Y si lo hacía y me obligaba a matar, sin premeditación alguna a Diego? ¡Todos los ocupantes del ICON se enterarían!

—Deberías matarlo, ¿no? —propuse a Diego, sin saber qué mierda había dicho.

No lo recordaba.

—¿Qué? —preguntó Diego, extrañado.

Hubo una pausa extraña, como una laguna mental, de aquellas que Odiseo amaba producirme.

—Que, d-de-deb-berías ll-lla-llam-arlo —tartamudeé.

—¡Claro! ¡claro! —exclamó, como si la idea no hubiese sido lo suficientemente obvia— ¿Dónde está mi móvil? —preguntó.

Y miró en todas direcciones, en ambas mesas de noche.

Pero no lo encontró.

¿Jason se lo habría llevado? Pero ¿para qué?, ¿con qué fin?

—¡Oh! ¡Aquí está! —dijo al instante, rebuscando entre las sábanas y ropas tiradas a un lado de la cama.

Me transpiraba la frente a pesar de no sentir calor alguno.

—¿En qué momentos tartamudeas? —preguntó Diego al cabo de un rato.

Lo miré fijamente a la cara.

Él observó cada uno de mis ojos bicolores y se sumergió en la miseria de ambos. Aprecié el aliento cortante de su boca arrastrarse, secándole la garganta.

—Solo cuando estoy nervioso.

—¿Y por qué lo estás? —consultó Diego.

No supe que responder.

Una mariposa se asomó a su hombro desnudo. Meneaba sus antenas y las alas le vibraban aletargadas.

Tenía frío.

—N-n-no l-lo e-s-es-est-t-toy —volví a tartajear.

—¿Y en italiano también tartamudeas? —a qué venían tantas preguntas.

Me sentía mojado únicamente con el sudor de la frente.

—No lo sé —dije—. Nunca me he percatado.

Sentía las gotas de transpiración filtrarse entre mis patillas y escurriendo en dirección a mi mentón. Lograba escuchar el impacto sordo de la exudación en las sábanas blancas mientras me sentaba y cruzaba mis piernas frente a Diego que seguía mirando el extraño color de mis ojos.

—¿Es difícil tener heterocromía? —preguntó.

Pero me colmé de sus preguntas.

—¿Por qué no llamas a Jason? —dije— Que no haya llegado aún me tiene desasosegado. Y tú como si nada.

Dio un respingo.

—¡Cierto! —exclamó— Perdón.

Se irguió en la cama y partió rumbo al ventanal, desnudo como Jason previo a su partida del hotel, mientras yo me quedaba tambaleando entre las ropas, intentando cerrar los ojos y concentrarme en la oscuridad interrumpida por los haces de luz del smart TV, los postes de alumbrado público y las ventanas de los edificios vecinos.

Pero por alguna razón, no podía.

La transpiración me consumía, tenía cansancio en los ojos arenosos y, aunque no fuera así, podría jurar que el pálpito de mi ojo izquierdo se estaba agudizando. Un extraño malestar se apoderaba de mi cráneo, como si me estuvieran torturando, entremetiéndome un picahielos por el párpado.

¡Demonios!

Me refregué las palmas de las manos por la cara, pero, no servía de nada. Debía mojarme un poco. Humedecerme y enfriarme un tanto, mientras Diego lograba hablar con él.

—¿Me disculpas si, ¡ejem!, voy al baño? —dije.

—¡No! —exclamó— Para nada. ¡Ve, ve! El móvil está marcando.

Y me paré. Me erguí medio tambaleándome solo para dirigirme al baño frente a nosotros, pasando por un pasillo al lado de smart TV y escuchando las voces de los presentadores de las cápsulas informativas. ¿Es que no se cansaban de mentir?

Un zumbido me raspaba los oídos y parecía ser que más se me metía en la cabeza cuando cerraba los ojos. Busqué a tientas el interruptor de la luz y la encendí a duras penas.

Me miré en el espejo frente a la llave del lavamanos un segundo, antes de presionarla. Me mojé las palmas y luego introduje mi cara en el recipiente. Aguanté la respiración mientras la humedad limpiaba mis pensamientos, o al menos eso parecía, hasta que al volver a respirar me percataba que el dolor y malestar continuaban.

El zumbido.

El puto zumbido.

Y entonces miré. A un lado del grifo había un par de líneas mal dibujadas con rastros de un polvo denso y suave color flamenco, una billetera canela con un cocodrilo a un costado además de los documentos de identidad de Jason y, el maldito ruido que provenía desde un teléfono tirado en el suelo, bocabajo y encima de un pequeño charco de agua.

La notificación.

Giacomo: llamado.

—Diego —dije.

Y en el espejo, él me miraba.

—Sabes qué hacer —musitó Odiseo, observándome con ambos ojos del color de la nieve, con esquirlas de hielo profundo e iris ennegrecido como el carbón.

Y el dolor se hizo denso. Más intenso.

Penetró el malestar en ambas cuencas hasta la nuca, como un balazo directo en la retina incapaz de matarme, pero sí de dejarme al acecho del tormento indiscutible. Como si el mismo señor del abismo me anclara sus garras en el pardo color de mi mirada.

—¡Diego! —dije entonces, acuclillándome para tomar el móvil— ¡Diego!

Grité de nuevo, pero no me escuchó.

—¡Maldición! —exclamé.

—¡Oh! Al fin, tienes una exquisita oportunidad —me susurró Odiseo.

Y entonces noté una hoja de afeitar en el otro extremo del lavamanos. Ahí estaba, tirada y empapada en algunos gruesos vellos de barba rasurada, junto a una crema para afeitar de marca elegante —a medio abrir y endureciéndose poco a poco—. Las manos me tiritaron, entre tomar el móvil o la hoja de rasurar. Debía lavarla bien, limpiar todo lo que pudiera dejar un rastro de Jason. O tal vez dejarlo, en caso de que quedaran restos de él en el cuerpo de Diego, él sería el responsable, aunque, por otro lado, si descubrían que los primos se habían acostado antes de su muerte, sería una prueba forense sin gran relevancia. Y el cabello, si estaba rasurado sin raíz no serviría. El ADN que podrían extraer sería mitocondrial, útil únicamente para pruebas de maternidad o parentescos biológicos con ella.

¡Oh! ¿Qué iba a hacer?

—¡Hazlo, idiota! —murmuró Odiseo.

—¡Cállate! —le dije, y torcí la cabeza hacia arriba, tomando una decisión y abriéndome paso hacia la habitación donde Diego aún miraba por el ventanal hacia la desconocida capital que tenía frente a sí—. No te contestará —agregué.

Y se volteó con el semblante ennegrecido, sombrío y asustado.

—¡Se fue! —dije— ¡Drogado y sin teléfono! —exclamé.

Salimos a medio vestirnos de la habitación y nos encaminamos hasta el ascensor, sintiendo que cada maldito segundo era una eternidad, hasta que las puertas se abrieron.

Me puse una campera —cortesía de Diego—, arreglé mi mochila en ambos hombros y luego, a toda prisa, avanzamos hasta el frontis del hotel, donde el guardia de turno ahora era un viejo de edad excesivamente madura, bigote al estilo Hitler y ojos celestes, como los de un buitre buscando carroña. Le meneamos de reojo la cabeza y al salir, el frío nos golpeó vilmente la cara.

—Tú a la derecha y yo a la izquierda —dije a Diego.

—Quien lo encuentre llama al otro y nos vemos en el hotel —agregó.

—En caso de cualquier eventualidad, nos enviamos la ubicación en tiempo real por WhatsApp.

—¡Perfecto! —exclamó Diego.

Andiamo!

Y nos separamos, solo para perderlo levemente de vista, cruzar la calle y continuar en su dirección desde la vereda vecina. Iba a seguirlo sigilosamente como un gato negro y gordo persigue a un ratón.

—Es irónico, ¿no crees? —me dijo Odiseo.

—¿Por qué lo dices? —pregunté yo.

—Pues, porque lo acechas igual a como te perseguía el mocoso del otro día. Al que reventaste una piedra en la cabeza.

Sonreí sin darme cuenta.

—La verdad de los medios es que, fue un ladrillo. Eso implica que no tienen idea de nada aún.

—¿Y tú les crees? —preguntó el doppelgänger— La verdad es manipulable, lo dijiste. Tal vez, asumen que creerás esa información para que el «asesino» baje la guardia.

Sentí que, si hubiese estado frente a mí, habría levantado los hombros, totalmente indiferente.

Podía tener algo de razón. ¿Y si, esa información realmente había sido petición de la policía? ¿Un despiste? ¿Y si ya sabían que había sido yo?

—¿A dónde va? —preguntó Odiseo, señalando a Diego.

Se acercó a unos chicos que pasaban cerca de él, les enseñó el móvil y estos negaron con su cabeza. Él volvió a enseñarles el teléfono una vez más, pero la negativa fue réplica a la respuesta anterior. No habían visto a Jason.

Me escondí tras un árbol y miré cuidadosamente a Diego. Se dirigió nuevamente calle abajo —arriba, en realidad—, en tanto la vereda vecina se sumía en la oscuridad absoluta, ocultándome de su vista, orando yo a los Dioses por paciencia, sin adivinar hasta donde llegaría, o a dónde me llevaría.

Lo escuchaba gritar el nombre de Jason a ratos mientras en otras ocasiones, se acercaba a gentes que desconocía completamente solo para mostrarles posiblemente alguna de sus fotos y consultar si lo habían visto.

¡Dios! ¿Se le habría ocurrido decirle a la policía?

¡No! ¡Imposible! Jason se encontraba bajo los efectos de la 2CB. Si avisaba y lo encontraban drogado, sería blanco de una detención inminente y sin espectadores.

Le texteé al WhatsApp que previamente me había facilitado. Le consultaría si lo había visto y en dónde se encontraba. Tal vez me dijera algo más. Algo como…

Sacó inmediatamente su celular y no tardó en responderme.

¡Demonios! ¡Maldición! ¡Qué puta!

Se demoró un poco más en contestar. Miró en todas direcciones. Arriba y abajo. El visto apareció instantáneamente, pero, cavilaba en su respuesta. No sabía exactamente qué responder a mi pregunta. Tal vez no pensaba en que se la haría o, quizá no tenía claro hasta dónde llegaría.

¿La ribera del río? —sonrió Odiseo—. ¡Méndiga suerte la tuya, maricón! —me dijo luego.

La ribera del río Mapocho se encontraba calle arriba. Desconocía la distancia, pero, estaba completamente seguro de que, desde el hotel hasta llegar, no sobrepasaría la hora de caminata. Cuarenta minutos serían suficientes, claro, si no preguntaba cada cinco segundos por el paradero de su cugino.

Entonces lo pensé mejor y, calculé una hora de andanza hasta llegar al puente donde podría por fin hacerme de mi hermosa mariposa.

Al estar al tanto de su parada final, me apresuré un poco más, siempre haciéndome de guardia y mirando de reojo hacia atrás. Su andar presuroso me desasosegaba, sus preguntas por Jason me encolerizaban. ¿En serio le importaba tanto? ¿Por qué no cambiaba de vereda?

¿Se habría dado cuenta de que lo seguía?

Entonces reparé en la calle lejana a la que íbamos llegando. Nueva costanera estaba cruzando frente a nosotros y, a un par de cuadras por fin escucharía el crepitar de las aguas del río que, alguna vez desató el caos durante las lluvias de invierno.

—¿Qué sigue ahora? —preguntó Odiseo.

—No lo sé —contesté—. No pensé que llegaría tan lejos. Ahora, si pretendes ponerme nervioso, no lograré hacer nada.

—¿Quieres que me calle? —consultó.

—Quiero que desaparezcas —contesté.

Pero se rio.

—¡Ja, ja, ja! Me necesitas, estúpido. ¿No pretenderás darle también una pedrada en la cabeza? ¿O sí? Para que la policía asuma que fue el mismo móvil, el mismo modus operandi. Que logren conectar los dos crímenes contigo. Uno en tu barrio y otro con el primo de tu follada de una noche.

¡POR QUÉ EL MALDITO HIJO DE PUTA DEBÍA TENER RAZÓN!

—Allí —señaló.

Había una reja deshecha y vandalizada.

Un par de polines se encontraban quebrados y astillados. ¿Podría cruzarle un astillazo en las costillas para que se desangrara mientras le quitaba el tatuaje?

—¿Y que grite mientras lo haces? —dijo Odiseo.

¡Cielos!

Un alambre de púas medio oxidado, o eso parecía. Podría cortarlo fácilmente doblándolo una y otra vez. Luego me lo enrollaría y cuando Diego menos se lo esperara, ¡BUM!

Me inmiscuí sigiloso hasta la reja y, traté de ocultar mi vista en todo momento del frontis del lugar, no sabía si había cámaras de seguridad y, en caso de que las hubiera, no iba a arriesgarme a que lo notaran y luego me identificaran.

Estiré las manos hasta el viejo y herrumbroso alambre de púas, doblé una vez, otra más y nuevamente ejercí la misma acción hasta el cansancio. Transpiré arduamente hasta que el trozo de cable metálico se calentó y mis dedos se quemaron tenuemente. El frío del ambiente me inquietaba, miraba en dirección a la calle y notaba el andar inquieto pero aletargado a causa de los depresivos ánimos de Diego.

¿Qué iba a suceder?

Moriría, claramente.

El alambre se había enfriado. Otra vez doblé y doblé hasta que se hubo calentado nuevamente, pero, en aquella ocasión, no me importó quemarme los dedos sino hasta que el trozo de casi un metro o poco más se hubo cortado de la cerca. ¡Nadie iba a notarlo! Ya estaba vieja y desvaída.

Miré hacia atrás en busca de Diego. Pero no apareció. No lo vi.

Frente a la calle tampoco se encontraba y sin percatarme, casi ciento y algo metros más adelante, solo una persona avanzaba al trote, gritando un llamativo, común e imponente nombre.

—¡Puta! —exclamé.

—¡Alcánzalo!

Y nos dirigimos entonces, Odiseo y yo hacia Diego, hasta la calle en rotonda donde cruzó al parque Bicentenario y desde donde se podían contemplar las luces incandescentes de la municipalidad de la comuna a un lado, el hotel NOI Vitacura de otro y el ruido caudaloso del Mapocho frente a nosotros.

—¡Es tu oportunidad! —me dijo— ¡Mátalo!

—¡Shhh! —chité.

Diego estaba aún a varios metros delante de nosotros.

No había gente. Ni un alma vagaba, silenciosa o con prisa por los parajes desolados del parque o cercanos a la municipalidad.

Podría haberle dado un balazo y nadie se habría enterado quizá hasta cuándo. No por la escasa vigilancia policiaca, sino por el nulo movimiento de personas de esas horas.

Faltaba para las cinco de la mañana.

¿Qué más se iba a pedir?

Diego se quedó quieto un momento, avanzó hasta la cerca que separaba el parque de la autopista Costanera sur. Podría tirarlo al río. Agua había. Poca para arrastrarlo, pero, la suficiente para ocultarlo un par de días. ¿O lo dejaría ahí, en medio de la nada para que lo encontraran al día siguiente?

¿Qué habrías hecho tú, querido lector?

Me acerqué con cuidado, siempre a su espalda, ocultándome de su vista tras los juegos de niños. Siempre detrás de los columpios y toboganes, entre las redes de las telarañas o los pocos árboles. Siendo una sombra en la penumbra.

Él se sentó en una banca, mirando en dirección a la carretera, pero clavando la vista en su teléfono.

—¡Perfecto!— pensé, justo cuando estiraba el alambre de púas delante de mis manos, sujetando un extremo y otro, listo para solo sorprender…

—¡MIERDA! —exclamé a viva voz cuando mi móvil sonó y vibró, cuando el tono predefinido se escuchó tan alto entre el bolsillo de mi pantalón que Diego se volteó al instante mismo en que yo me paralizaba, con el alambre entre las manos, apretándolo hasta que las púas por poco y se me incrustaban en las palmas, en el preciso instante en que me disponía acabar con él.

—¡Mátalo! —gritó Odiseo a través de mi garganta, frunciendo el ceño de Diego solo de confusión y haciéndome sentir igual de perturbado que en mi primer asesinato.

—¡Ulises! —exclamó Diego, a duras penas, cuando por inercia inexplicable, Odiseo se apoderó de mis extremidades, arremetió con el alambre de púas sobre la cabeza de Diego y le abrazó el cuello con el cordón metálico.

Su fuerza era increíble, pero Odiseo lo era aún más. Sentía en mi interior su risa sociopática, una carcajada inestable, atiborrada de demencia. Los brazos de Diego aletearon para intentar soltarse de mí, del alambre, sus manos intentaron llegar hasta mi pelo y patillas, a mis ojos, chocando con mis lentes y quitándomelos incluso solo para largarlos lejos de donde estábamos.

Odiseo apretó con más fuerza, las manos de mi víctima fueron a su cuello para intentar soltar la hebra, pero fue inútil. Sentí su lengua bailar de arriba abajo, sus ojos desorbitándose, la sangre escurriendo de su cuello, ¡maldita sea! El éxtasis era infinito, solo quería saborear esa muerte, pasear mi lengua por su sangre y beberla, tomarla para sentir que hacía el amor con él una vez más.

Pero estaba muriendo.

Agachó la cabeza un momento en lo que sus brazos dejaban de aletear, sus manos se desasosegaban, pero Odiseo, desconfiado, apretaba más y más. Cada vez más fuerte.

—¡Odiseo ya! —dije.

—¡NO! —gritó— ¡Está mintiendo!

Volvió a dar otra vuelta por el cuello de Diego con el alambre y lo amarró como una bufanda.

—¡JA, JA, JA!

En cierto aspecto, era delicioso.

—¡Ahí tienes! —exclamó Odiseo— ¡Te gusta lo que ves, ¿eh?! —me dijo— ¡JA, JA, JA!

La boca de Diego comenzó a excretar saliva, sus ojos se habían reventado y desorbitado, en tanto su lengua, ennegrecida por la sangre, se encontraba mordida e hinchada. Sentía el agua escurrir bajo mis pies y, no fue necesario oler más para saber que también se había orinado.

Pronto sería víctima de un priapismo.

—Ya, suéltalo —dije a Odiseo.

Pero no lo hizo.

No desistió hasta que Diego dejó de moverse por completo y solo en ese momento, lo dejó caer al suelo para mí. Para que yo levantara su ropa con sumo cuidado y analizara su costilla. Para que olfateara su fragancia y encontrara el tatuaje de mariposa que ahí tenía.

La Tronadora azul que tan bella se me hacía.

Que tan hermosa parecía ser a mis ojos.

—Es todo tuyo —murmuró Odiseo una vez hubo terminado.

Y en mi cruda sensates, saqué de mi bolsillo la hoja de afeitar que Jason había dejado —probablemente—, en el lavamanos del baño. La luz de un poste bañaba levemente el cuerpo sin vida de Diego y sus ojos desorbitados miraban esa amarillenta esencia inerte.

Analicé la hoja de afeitar un segundo y calculé las dimensiones que necesitaría desollar. Cuatro centímetros y medio bastarían para mantener el tatuaje intacto. Raspé la hoja al aire, inhalé un segundo o dos y la ubiqué a una sana distancia de las alas del lepidóptero, dejé caer mi mano firmemente por la costilla hasta que esta sangró y el corte certero me permitió comenzar a despellejar con cautela, centímetro a centímetro, luego los bordes rectos, como la perfección de un ambigrama illuminati.

Y como noches antes, ahora una Tronadora azul se asomó por la costilla herida, por entre la carne desollada del chico muerto ahí en medio del parque. Las alas de la mariposa vibraron, como si hubiera salido recién de su crisálida. Tiritaron un momento y luego emprendió el vuelo, se posó en un ojo desviado de Diego, sus antenas se alargaron y ya voló nuevamente, dejando un destello azul celeste y caleidoscópico a su paso, en su aleteo hermoso que ahora se encontraba capturado entre mis manos.

—¡Es precioso! —dije para mí.

Y reí.

Sonreí como un loco, con las manos al aire, alzando el tatuaje de cara a la lluvia fina que comenzaba a caer.

—¡Ya es mío! —volví a gritar— ¡MÍO! ¡JA, JA, JA! ¡MÍO!

Y grité.

Y volví a gritar, sin deseo alguno de callarme. Estaba excitado, empapado de obsesión por la oportunidad que había aprovechado.

Y volvería a pasar.

Estaba seguro.

Volvería a matar.

Capítulo XIII

El interrogatorio

1

El tiempo que caminé, lo desconozco totalmente.

Avancé en dirección al sur desde el hotel un rato antes de dignarme en consultar la hora en mi casi descargado móvil: las cinco y fracción de la mañana.

Un par de minutos antes envié dos o tres mensajes al móvil de Diego, el que me encargué de apagar previo a mi retirada, por cierto. En ellos pregunté si había logrado averiguar algo sobre Jason, y que yo ya había indagado con un par de personas por el camino, algunos vagabundos y otros ebrios que no supieron darme una respuesta concreta. Pregunté —claro está, para cerciorar más tarde mi real ubicación cuando necesitara que alguien la comprobara—, a algunas gentes con las que me topé en el camino y logré solo gracias a la desconfianza que produce encontrarse con un desconocido a esas horas por la calle y caer en la seguridad que no comprobarían la hora por la que consultaba, inserir quince minutos antes de la hora real que marcaba en ese momento, mi reloj.

La idea para luego era simple, llegar a casa pronto, guardar mi valioso tesoro donde nadie pudiera encontrarlo, resguardarlo con inmensurable sigilo bajo la cantidad de llaves necesarias para posteriormente perfeccionarlo, o bien, hacerlo todo en el instante mismo de mi arribo a la seguridad de mi hogar.

Llegaría y vaciaría los estantes de toda la casa buscando el frasco que necesitaba, después de todo, según me comentaba mi memoria, debía quedarme, oculto por ahí entre los estantes y cajones del garaje, una pequeña botella de líquido transparente perfecto para la ocasión y que hacía tiempo no utilizaba. Lo que me recordaba que, al día siguiente debería ir a la farmacia una vez saliendo de la librería, en caso de que mi ánimo se encontrara firme para asistir, de lo contrario, llamaría a la morsa bigotuda de Olivia y le diría que había amanecido enfermo. Si la muy estúpida me creía o no, sería decisión suya, después de todo, pretendía ir al médico después de producirme una jaqueca y que me diera a lo más, un día de reposo. Solo si no me encontraba preparado para emplear mi cargo en el trabajo.

Eso haría. ¡Sí!

Entonces, para intentar hacer que todo transcurriera ligeramente a mi favor, caminé un poco más de veinte minutos entre las calles —que desconocía completamente—, y al cabo de un rato, después de preguntarme si el 5% de mi batería bastaría para descargar la aplicación de Uber en Google Play, solo atiné a hacerlo, crear un perfil y solicitar uno desde mi ubicación actual hasta el paradero cerca de mi casa.

Un viaje de casi treinta minutos, a una distancia de poco más de quince kilómetros —en el caso de que tomáramos la ruta que mentalmente había predestinado—, podría superarlo, el costo no me importaba en lo más mínimo, sin embargo, había un detalle que me incomodaba, y al cabo de un rato, cuando estuve sentado en el asiento trasero del vehículo, pareció pegarme de golpe en la cara.

—¿Siente ese olor? —me preguntó el tipo del auto negro en que me había subido. Un chico alto y delgado, de barba gruesa pero dispareja y tes semi amarillenta.

—¡La piel! —me gritó Odiseo.

—¡Qué! —exclamé, asustado, volviendo a la realidad de un azaroso ensimismado pensamiento.

—El olor —repitió el conductor—. ¿No lo siente? —preguntó.

Inhalé profundamente hasta penetrar en mí, los aromas de la piel recién desollada. La humedad que la recubría, la sangre que tenuemente escurría, la descomposición. ¿Sabes cómo se pudre la piel, querido lector? ¡No! ¡Pues, muy sencillo! La infección, a la que llamaremos necrosante de tejidos blandos, aparece cuando las bacterias entran al cuerpo, en este caso, por el despellejamiento con arma cortopunzante, o a causas de una herida menor. Las bacterias comienzan a multiplicarse y a liberar toxinas que destruyen los tejidos y afectan el flujo sanguíneo en la zona.

—¡No! —contesté, sonando lo más normal que pude, sosteniendo fuertemente el bolso en que traía el pliego de piel con el tatuaje— Lo siento, tengo un dilema nasal y, mi olfato no es precisamente el de un sabueso —sonreí tímidamente.

—Se siente un olor —el chofer inhaló—, ¿extraño? —volvió a inhalar, esta vez, más profundamente— ¿En serio no lo percibe?

Me miró por el espejo retrovisor. Pasamos nuevamente frente al supermercado que indiqué como punto de encuentro en la App.

—Para nada.

—Seguramente debí pisar mierda al entrar al auto —mencionó—. Le pido disculpas de antemano en caso de que, le incomode el hedor si lo llega a oler en algún momento.

—¡Tranquilo, tranquilo!

Y miré por la ventana, apegando a mí el recipiente en que iba tan maravilloso ejemplar capturado de mariposa, pensando en que quedaba una más. ¡Una más volando libre!, aleteando tímidamente entre los edificios de Santiago mientras yo, pensando iba, atrapando mis sentidos en su belleza, recordando su divinidad.

¡Cielos! ¡Era hermosa!

Y ahora debía planificar cómo capturarla.

2

No tuve ni tengo en la memoria remembranza alguna de cómo fue que aparecí, tan si quiera, en la puerta de mi casa, observando con desierto aspecto en mis facciones, el agujero que, por obligación casi absoluta, tuve que hacer la noche anterior, cuando Odiseo y sus juegos terminaron por sacarme de quicio.

—¡Estúpido! —exclamé con cierto recelo, perdido todavía en el agujero que había en la puerta de cristal— ¡Maldición! —exclamé, casi quebrando el vidrio por completo.

Tomé la llave que traía siempre en mi muñeca y abrí el portal de corredera para inmiscuirme al interior de la casa hasta sentir ese agradable vacío junto al silencio abrasador que tanto me agradaba.

Pude inhalar la armonía de sentirme seguro cuando me acerqué a la mesa en el centro del cuarto de estar, dejé mi mochila en esta y por un segundo me pareció todo en calma. Me olvidé, incluso, de que debía prender la luz de la habitación.

Estaba todo bien así.

Hasta que la ansiedad apareció, inundando mi cabeza, mi cuerpo.

Me brotó por cada poro y se apoderó de cada célula.

Abrí rápidamente el bolso y saqué de él, el pliego de piel desollado, lo estiré sobre la mesa sin importarme cuánto mancharía la sangre que aún manaba y vislumbré la belleza que mis acciones habían traído conmigo.

—¡Es hermoso! —exclamé— ¡Maravilloso!

En la cocina de la casa rebusqué entre los estantes y muebles, en una serie de cajones en los que nunca había metido la nariz, pero que, sin embargo, gracias a las andanzas de Amalia por cada vez que cocinaba, recordaba haber visto frascos de cristal que podían contener más o menos medio litro en su interior.

Tal vez, poco menos, y si así era, sería fantástico, puesto que el botellín de químico que mi memoria me gritaba que existía en las dependencias de la casa, era de apenas 250 mililitros.

No veía nada.

Entre cada cajón, mueble, repisa, estante, tablero. Ni un asomo del artefacto que estaba buscando.

—¡Maldición! —exclamé.

Tuve entonces en la nuca la sensación de que alguien me miraba. Pude presentir tras ese frío álgido y punzante que, una esencia me observaba desde la penumbra abrasiva del comedor, donde el tatuaje descansaba, inseguro e indigno de su belleza sobre la mesa opaca y llena de gérmenes y enfermedades.

—¿Para eso lo querías? —preguntó Odiseo— ¿Para tirarlo como un trozo de carne cruda?

—¡No! —dije— ¡No, no, no!

Y destruí la cocina por completo, de arriba abajo, y cada recoveco del lugar hasta encontrar el contenedor que necesitaba. Posterior a eso, mi camino se dirigió al garaje, donde con mayor seguridad sabía que encontraría el formaldehído, la solución que utilizaba para conservar ciertas, ¡ejem!, cosas, animales en su momento, además de alguna especie de la que no entraremos en detalle.

—¡Sí! —la botella era de 250 ml— ¡Aquí está!

Y volví a sentir los ojos sobre mi nuca. Otra vez casi inhalé un aliento que se frotaba contra mi oreja sobre mi hombro. Pero no quise mirar. Por algún extraño motivo, me inquietaba la soledad. Mi ojo izquierdo parpadeó un segundo y mi respiración entrecortada tartamudeó.

—Es-es-t-t-toy s-s-so-o-olo.

Respiré con temor y cerré mis ojos un momento.

La oscuridad frente a mí no bastaba. Necesitaba ocultarme en mi propia negrura. En la que yo era dueño y señor.

—¿Qué haré? —me dije como un niño entristecido— ¡Por qué!

Me rasqué la cabeza, arrugué los ojos un segundo y me los refregué con un dedo producto de la sensación arenosa a causa del sueño. Inhalé limpiándome la nariz con la mano derecha y luego de un rato, respiré profundamente.

—¡Excelente! —exclamé luego, al notar una segunda botella de producto con la misma cantidad.

Y en menos de un segundo la cocina se había convertido en el lugar para dejar reposando mi adquisición. Me había puesto los guantes quirúrgicos para manipular la piel junto a la botella de formalina, a la par que ponía el pedazo de piel en el frasco, acomodando firmemente un tubo de vidrio en su interior para que la piel quedara completamente inmóvil.

Tenía miedo en cierto aspecto debido a la desconocida reacción que pudiera tener la formalina con la pintura del tatuaje, sin embargo, aún estaba a tiempo de decidirme por cal viva para el efecto, el problema radicaba en que, no tenía ni un puñado en toda la puta casa.

Inhalé profundamente antes de verter el líquido de la botella en el frasco. Rogué a los Dioses que todo funcionara bien y, sin darme cuenta, el recipiente se había llenado con ambos botellines, la pintura estaba aún en su sitio y la piel adoptaba una especie de consistencia dura, sostenible e irrompible.

Todo había funcionado.

Había conseguido atrapar una nueva mariposa para mi colección. Y pronto estaría creciendo más y más.

3

Eran las siete de la mañana cuando la alarma de mi recámara sonó estrepitosa, despertándome no del sueño, sino de la inconmensurable alegría luego de estar, sepan los astros cuántas tiempo, contemplando mi Tronadora azul que resplandecía bajo los filtros de luz que el formaldehído transparente hacía aparecer a su alrededor producto de las luces blanquecinas que se habían encendido esa misma mañana.

La sonrisa de mi rostro no desaparecía.

Tenía los pómulos casi acalambrados.

Y recordé entonces el móvil con casi extinta carga a la hora de llamar al Uber esa madrugada.

Hacía poco más, tal vez, de una hora que había llegado, realizado los movimientos con la piel, me dejé hipnotizar por la belleza del ejemplar y me quedé allí, sentado. No había puesto el móvil a cargar ni me había bañado.

¡Y Titán no había comido! ¡Mi hermoso gato!

Busqué mi teléfono entre los lugares que había recorrido y me sorprendió encontrarlo con un desagradable 1% de carga, con un signo de exclamación en rojo al interior del ícono de la batería, y un par de mensajes en WhatsApp que no logré abrir puesto que, apenas deslicé el dedo dibujando el patrón de desbloqueo, el móvil se volvió negro.

Rápidamente lo conecté al cargador y me deslicé entre los pasillos hasta encontrar el recipiente de la comida de mi gato, vacío quizá desde cuándo y, haciéndome a la idea de que debía pedirle disculpas por tenerlo tan inhumanamente olvidado los últimos días.

Metí el plato de la comida en un saco de alimento y Titán se apareció casi instantáneamente, maullando y ronroneando entre mis piernas, diciéndome, tal vez, que tenía que alimentarlo. Agregué un pote con agua y me dirigí al baño, debía darme una ducha y, si todo salía bien, encontraría en poco tiempo un viejo polar que me habían dado en la librería cuando comenzó mi primera temporada de otoño para poder ponérmelo e ir a trabajar, si es que las energías humanas lograban llegar a ese punto.

Y la verdad, lo dudaba. Pero me revitalizaba pensar en la mariposa.

¡La mariposa, por los Dioses!

Estaba en el frasco que yacía quieto en la mesa del comedor, y en su interior, bajo la luz que se filtraba por el cristal, la Tronadora volaba. Volaba delicada, esparciendo belleza, empapando el ambiente en augur de inquebrantable armonía.

Estaba viva.

La mariposa dentro del frasco vivía.

4

La pupila de mi ojo izquierdo se encontraba en el justo y crítico punto de la incertidumbre, en ese opaco escenario, entre la espada y la pared de socializar, inconscientemente o no, con la gente que había a mi alrededor dentro del vagón del metro. Apoyado sobre el cristal de la ventana, observa con cierto recelo al exterior, encerrado a su vez en los acordes de las canciones cuyas letras ignoraba y sintiendo que el agua, resbalando del vidrio, quería solo llegar hasta a mi cara, claro, antes de consumirnos en las penumbras del subterráneo que tanto me recordaban a los rincones oxidados en que Odiseo se ocultaba al interior de mi mente, en los que vigilaba, como un sicario de todo despejo, la oportunidad exacta para asaltarme.

Después de haber hecho un par de cambios en ciertas estaciones, de pasarme de andén en andén tratando de no caer producto de la falta de sueño, aún con los ojos arenosos, con ojeras gigantescas y la extraña sensación que picaba en mis párpados, cerrándomelos poco a poco, sucumbiendo al trémulo palpar de mi párpado izquierdo, al onírico mundo de las mariposas que rondaban mi cabeza, fui saliendo de entre la cuantiosa muchedumbre que me rondaba en la última estación de mi viaje.

La librería se encontraba poco más arriba de la estación UNIVERSIDAD DE CHILE. Vi la hora en mi viejo y desgastado Orient antes de asomarme por la boca del subterráneo y que las pequeñas gotas de lluvia me salpicaran, entonces me aventuré a predecir lo furiosa que seguramente estaría Olivia.

07:57.

Óscar quizá me había llamado o escrito en algún momento, pero no había revisado ni quería tampoco arriesgarme a ver el móvil, aunque mi perfecta excusa sería la poca carga que traía, —antes de acostarme lo conecté y, luego me dormí. Y esta mañana cuando lo revisé, ¡Dios! ¡Había quedado mal enchufado!—, se lo creería. Esperaba con creciente convicción que así fuera —Luego, mientras me duchaba, pude cargarlo un poco. Aquel agradable 7% de batería—, y luego le sonreiría como un estúpido.

Sonreí levemente.

La ventolera me azotó salvaje y entonces encumbré mi rumbo por la calle, la excusa era leve pero creíble, sin embargo, había otra más que rondaba mi cabeza y seguramente Odiseo ya había pensado en ella, aunque hasta ese momento no me había hecho mención alguna todavía.

Y seguramente ese mismo día debería utilizarla.

Si ese titánico vendaval abofeteándome la cara podía soplar a mi favor, existía la grata posibilidad de que las preguntas entonces fueran pocas.

Porque sabrían de sobra que yo había sido el último en verlo con vida.

Ahora solo tenía que esperar a que llegara la policía.

5

Cuando crucé las puertas de la librería, Óscar se me abalanzó de golpe, abrazándome como si desde la última vez que habíamos cruzado palabra hasta la fecha, hubiese transcurrido una eternidad.

—¡Ey! —saludó.

—¡Ey! —sonreí yo, torciendo levemente mis comisuras.

—¿Cómo estás? —preguntó, soltándome el cuello y avanzando un par de diminutos pasos hacia atrás— Esta mañana te escribí y, no me contestaste los mensajes.

—Bien, gracias —contesté a su primera pregunta—. ¡Cielos! —exclamé luego, palpándome la frente y rosándome la cara con las manos, poniendo en marcha mi primera excusa— Acabas de recordarme una mañana del ¡CARAJO!

Pareció sorprenderse.

—¿Por qué? —preguntó.

Inspiré.

—Pues, anoche al llegar a casa, conecté el móvil para cargarlo y, esta mañana me di cuenta de que, el puñetero cable había quedado mal conectado—arrugué el entrecejo—. ¡Qué rabia, con un demonio!

Óscar me quedó mirando atónito antes de soltar una carcajada enseñando los Brackets azules que tanto me gustaban.

—¡Eres un bobo! —me dijo— Puedes cargarlo aquí.

Lo miré un momento.

—Antes de ducharme volví a conectarlo. ¡Y sí! Me cercioré de que sí estuviera cargando la batería.

—¿Cuánto alcanzaste? —pesquisó Óscar.

—Un agradable 7%.

La cojera de Olivia se hizo notar.

Venía caminando como si a cada paso se le cruzara un agujero en la tierra, tenía un asqueroso vello creciéndole sobre la comisura izquierda y, no pude evitar imaginarme una mala y gigantesca versión femenina de Mario Moreno, un poco de mermelada o algo dulce y pegajoso sobre su labio cerca del vello y un poco más de azúcar flor en la barbilla.

—¡Ulises! —exclamó con su dulce saludo de todos los días.

—Olivia. ¡Qué gusto de verte!

Levantó el labio superior izquierdo y noté un horrible rastro de sarro.

—¿Por qué demonios llegas tan tarde? —preguntó, como si realmente le interesara mi respuesta— Sabes que la tienda se llena rápido de clientes.

—Sí, claro —dije—. Como si a alguien le interesara leer algo en estos días —me enfoqué en ella e hice un esfuerzo por no responderle de mala manera— Tuve un percance, Olivia —contesté—. ¿Tienes algo preparado para lo que ayudarte?

Pensó un momento.

—Necesito que hagas un inventario del stock no rentable y otro con los ejemplares más vendidos. Hay que reponer bastante y, tu memoria, aunque me desagrades, es lo único rescatable de todo este asqueroso lugar.

Odiseo agudizó su ojo izquierdo.

—¡Vieja bruja! —escupió en mi mente.

Cerré los ojos y sonreí ante su tono mental de voz.

Pensé en lo agradable que sería apretarle un cordón de zapato entre los pliegos de la sotabarba.

—Está bien, Olivia. Lo haré cuanto antes.

Y me quedó observando un breve instante más en que el negro carbón del iris de mi doppelgänger
la desasosegó, como cada vez que reparaba en él y, producía en mi ese efecto, esa sensación extraña que me gritaba y alertaba que posiblemente conociera todas mis intenciones.

Así fue entonces como me deshice, al cabo de un rato, de mi móvil, dejándolo en la caja de la tienda mientras se cargaba y me ocupaba yo en tanto de anotar todo el stock de libros poco rentables que, en realidad no eran tantos, además de todos aquellos de los que ya quedaban pocos ejemplares y habría que hacer una nueva solicitud a las editoriales conque trabajábamos.

Óscar se me acercó en más de una ocasión durante la mañana, nos dimos más de un beso en más de una oportunidad y conversamos varias veces durante todo el transcurso del primer turno hasta que, al mirar el reloj de mi pulsera, la hora de la comida ya estaba prácticamente tirándome de los tobillos.

Me acerqué a la caja donde había dejado cargando mi móvil, miré de reojo la cantidad de batería que tenía y procedí a desconectarlo, busqué a Óscar con la mirada y, al notarlo atendiendo a un par de jóvenes en la esquina contraria a la que yo estaba, me dirigí a los vestidores solo para descansar un momento, inhalar con tranquilidad, cerrar los ojos y comenzar a prepararme mentalmente para el incómodo y sorpresivo momento en que la brigada de homicidios llegara a la tienda a cuestionarme —tal vez— las andanzas de mi noche anterior, a poner en dudas todas mis palabras y posiblemente a tacharme tajantemente como el puto homicida de Diego.

¡Diego, Diego, Diego!

¡Cielos! No pude evitar sentirme culpable por un delito mucho peor en ese preciso instante. Aunque totalmente erotizado por el mundano deseo, los besos de Óscar me llenaban de una ternura sin precedentes que, me enloquecían de un sentimiento indescriptible y, aquella noche me había dado exactamente lo mismo.

¡No podía permitir que se enterara de ello! ¡Jamás!

Entonces respiré hondamente un segundo más y desvié la mirada a la papeleta de reposiciones. Al stock más vendido y el no rentable para la sucursal. Había un ejemplar que no se encontraba en ninguna de las listas. Un extraño y raro libro que había desaparecido de los estantes de la tienda. Seguramente de todos los mostradores y repisas, pero, era imposible. En mi mente pensaba y repasaba lo imposible que podía significar que alguien lo hubiera tomado. ¡Que a alguien le hubiera interesado llevárselo y lo hubiera comprado!

Me levanté rápidamente de donde estaba y me dirigí al epicentro del catastrófico acontecimiento.

—¡Dónde está! —pregunté a Maycol con Odiseo a pro de brotar— ¡Dónde demonios está! —repetí, no de la mejor forma, con una voz en crescendo que seguramente me metería en problemas.

Él me miró con la boca y ceño fruncidos, como si se preguntara a qué me refería y en qué momento perdí la noción de la realidad y mi poca cordura.

—¡DÓNDE CARAJOS ESTÁ! —dije de nuevo, hurgueteando entre los libros del estante a la par que el televisor encendido comenzaba una ventana invormativa.

Miré concentrado cada lomo de cada tomo, todos y cada uno de los libros que allí estaban. De arriba abajo, de izquierda a derecha, pero no la encontré. No hallé por ningún lado la guía de campo que tan maravillado me había dejado días antes.

—¿Qué diablos te pasa, marico? —dijo Maycol, aún confundido.

Entonces dirigí mi mirada azul celeste hacia él, con la pupila desbordando deslate en demasía. Demencia continua que se expresaba claramente en el único e inigualable contoneo de mi párpado izquierdo, bailando hasta cerrarme el ojo por completo. ¡Volviéndose a abrir de golpe y proseguir con su maldito pálpito!

—¡SABES A QUÉ ME REFIERO! —grité entonces, tomándolo fuertemente del pecho, zamarreándolo a pesar de ser más grande que yo y clavando en serio, inyectando el veneno de mis ojos en los suyos— ¡Dónde está la guía de campo!

Se hizo el desentendido e intentó zafarse, pero la fuerza de mi doppelgänger me acompañaba, razón por la que se le hizo más difícil deshacerse de mí.

—¿Dónde está? —preguntó él a través de mí— ¿Dónde están mis mariposas?

Y se hizo el silencio.

Uno gélido y sepulcral. Uno tan absoluto que solo lo acompañó una brisa fría que se colaba por ahí, por algún lugar.

Hasta notar la vista de todos clavadas a mis espaldas, incluyendo la de Maycol. Mi pérdida de estribos era obvia y, haber mencionado a las mariposas había sido una mala idea.

El silencio prosiguió treinta segundo más mientras yo, sin querer moverme y teniendo a Maycol ahí, tendido del pecho y sin querer soltarlo, me negaba a la idea de mirar el centro de atención tanto de los clientes como del personal.

Hasta que la voz se escuchó.

—¿Ulises Giordano? —preguntaron— Necesitamos que nos acompañe, por favor.

Y me volteé para mirar. Solo para observar a un corpulento hombre, de contextura atlética, peinado urbano, pero relativamente formal, mirada seria y que perdía afanosamente la jovialidad que seguramente poseía. Estaba parado al lado de la puerta de entrada por donde se colaba una fría brisa invernal. Afuera otro oficial le esperaba. Ambos vestían el mismo uniforme.

El momento de mi coartada había llegado.

—Si no le importa —dijo—, queremos que hacerle algunas preguntas.

6

Me quedé quieto una fracción de segundo en tanto mi ojo azul continuaba temblando, enfocándome en el oficial erguido frente a nosotros. Su mirada parecía congelada e inexpresiva, pero olfateaba inquietud en ella. Su cortaviento azul marino ondeaba con las corrientes que entraban por la puerta y hacían levemente visible su arma de servicio en el cinturón del lado derecho.

—Agradable predilección por las mariposas —dijo, esbozando una sonrisa, aunque inexpresiva, torciendo una de sus comisuras.

Me lo quedé mirando.

—Fascinantes criaturas —contesté—. Artrópodos lepidópteros. Insectos con alas escamosas. Una belleza inigualable.

Sonreí.

—¡Prepárate! —musitó Odiseo.

El oficial exhaló.

—Claro, claro —enarcó sus cejas en despectiva señal—. ¿Podría decirme si reconoce a esta persona? —agregó, sacando una fotografía de su chaqueta y enseñándomela.

Recibí el papel fotográfico en las manos y noté el rostro de Diego levemente diferente al del día anterior. Estaba más ¿joven? ¿era esa la palabra? Sonreía enseñando ampliamente su perfecta dentadura, tenía la piel tostada tipo canela y su barba parecía recién afeitada, no obstante, se apreciaban algunos duros filamentos astillados que indicaban un rápido crecimiento de su vello facial. Su mirada era segura y precisa clavada en la mía, a pesar de que su ojo izquierdo se encontraba tenuemente desorientado a la siniestra.

—Claro —contesté—. Es Giacomo.

—¿Perdón? —preguntó el policía, confundido.

—Diego. Es el primo del novio de una colega de otra sucursal de nuestra librería.

—Ya veo. Podría decirme ¿cuándo fue la última vez que lo vio? —quiso saber.

La gente a nuestro alrededor seguía mirándonos. Estaban al pendiente de las preguntas y los hechos pronto a narrarnos.

—Esta mañana —contesté, pareciendo levemente confundido, a propósito— ¿Por qué? —pregunté— ¿También se extravió? —sonreí.

—¿Esta mañana? —pesquisó el oficial— Explíquese.

—Así es —dije—. Ayer tuve un ligero inconveniente. Jason y él llegaron hasta mi casa para cuidarme. Luego Diego me visitó aquí y, antes de salir de la librería Jason me invitó a tomarnos unas cervezas. No tenía idea de que estaría Diego hasta llegar al lugar —erguí los hombros—. Así que, compartimos hasta la madrugada.

—¿Inconveniente? ¿Qué inconveniente? —arrugó otra vez el entrecejo y cruzó sus brazos al pecho, produciendo un molesto sonido al frotar la tela del cortaviento.

—Nos juntaríamos en un parque y, al llegar a casa con un dolor y jaquecas terribles no pude asistir. Jason me llamó para confirmar y, algo hablamos hasta que me desmayé. Cuando desperté él y Diego estaban en mi casa.

—¿Y la tarde de ayer? —consultó.

—Ya se lo comenté —dije—. Jason me invitó a tomarnos unas cervezas. Me esperaba en la estación y…

—¿Qué estación?

—MANQUEHUE

—¿Y dónde estuvieron?

—Llegamos al hotel ICON. Ahí me enteré de que Diego sería nuestra compañía.

El párpado izquierdo me tembló.

—Extráñate. Pregunta qué sucede —dijo Odiseo.

—¿Qué ocurre? —pregunté nuevamente.

—¿De modo que se reunieron los tres? —preguntó el policía.

—Sí.

—¿Qué hizo entre las 03:00 y las 04:00 de esta mañana?

—Seguía en el hotel.

Rodeé lentamente al funcionario, frunciendo el ceño en señal de extrañeza, intentando sonar incluso estúpido.

—¿A qué hora se marchó? —preguntó

—Pues, no lo sé. Entre las 04:00 y las 04:20 más o menos.

—¿Solo usted? ¿Sus amigos seguían en el hotel?

—No —contesté—. Antes vimos una nota sobre un crimen acontecido en mi comuna. Comentábamos cómo los medios controlan la veracidad de los hechos y nos venden información manipulada. Luego de eso Jason se largó. Entre las 03:00 y las tres y algo más.

—Entiendo. ¿A qué hora volvió? —quiso saber el oficial.

Miré hacia afuera. El otro uniformado se encontraba apoyado en el capó de un todoterreno completamente negro, con los brazos cruzados y desviando mi atención a sus lentes también oscuros. No tenía idea acerca de las leyes del tránsito, pero ¿podían encontrarse parados en esa calle?

—No volvió —contesté—. Digamos que, mi forma de pensar lo mareó un poco. Cuando nos dimos cuenta llevaba casi una hora sin volver. Me dirigí al baño y, vi su teléfono celular tirado en un charco de agua. No lo llevaba consigo y, como andaba bajo los efectos de algo, pues, salimos a buscarlo.

—¡Ah! —exclamó el oficial— De modo que, eso nos deja a otro posible sospechoso.

—¿Sospechoso? —pregunté— ¿Sospechoso de qué?

—Ulises Giordano. Tengo una causa probable para detenerte por el homicidio de Diego Lombardi —quitó unas esposas de su cinturón, por la parte de atrás.

Odiseo entonces asomó su irritante tono de voz por mi boca.

—¡Ja, ja, ja! —rió— ¡Causa probable! ¡No fui yo el último en verlo vivo, estimado y agradable oficial! —dijo Odiseo.

—Acaba de confesarnos que salieron juntos del hotel, y se dirigieron al lugar del deceso.

—¡Oh! ¡Oficial! —exclamó mi doppelgänger— Ya ve por qué están catalogados de manera tan inútil y corrupta. ¡No ponga palabras en mi boca! ¡Si hubiera sido yo, ¿cree que habría sido tan estúpido de confesarlo libremente?!

—Pero ¡qué! —exclamó el uniformado.

—¡No, no, no! —dijo Odiseo— Salimos del hotel, juntos. Sí. Claro que sí. Pero nunca dije que nos hubiéramos dirigido juntos en busca de Jason el argonauta. Él avanzó hacia la ribera del río. Yo en dirección sur. Seguramente podrá corroborarlo en las cámaras del hotel. O con el guardia. La última persona en verlo vivo debió ser alguien a quien le hubiere preguntado por el paradero de Jason. Lo andábamos buscando, de modo que, si tuvo oportunidad de preguntarle a alguien por él, seguramente lo habrá hecho. ¿No lo cree?

El policía me miró ceñudo.

—Sigo teniendo una casa probable a menos que, puedas corroborar lo que me relatas.

—¡Diablos! —exclamó Odiseo— ¡Sabía que algo me faltaba!

El policía sonrió.

—¡Oh!, ¡cierto! —dijo luego— Después de darme por vencido intenté contactar a Diego, pero, no contestó mis mensajes. Así que decidí venirme a casa.

—¿A qué hora fue eso? —preguntó el policía.

—No lo sé a ciencia cierta —respondió Odiseo—. Las cuatro y algo para las cinco.

—Entonces he de suponer que no tienes alguna prueb…

—Le sugeriría revisara mi historial de Uber —tendí mi móvil—. Solo he viajado una vez ya que, ayer mismo descargué la aplicación. Notará que, me encontraba en un supermercado a 700 metros del ICON. Y también encontrará los mensajes que envié a Diego.

—¿Cómo es que usted se encontraba a 700 metros del punto de partida mientras el occiso a casi 3 kilómetros y medio?

—No lo sé, oficial. Ese será su trabajo averiguarlo. Yo le ayudaré cuanto pueda. Como ya he hecho hasta el momento. Si gusta puede comprobar lo que le he dicho consultando al chofer del vehículo. Pobre. Lo recuerdo porque sentía un olor desagradable en el auto y me pidió disculpas un par de veces. Puede encontrar sus datos en el mismo historial. Y, a no ser que tenga otra causa probable que me ubique en el parque Bicentenario, dudo que pueda serle de más ayuda.

—¿Cómo sabes dónde encontraron el cuerpo? —preguntó con asombro.

Odiseo sonrió.

—¿No es acaso esa su escena del crimen? —señaló mi doppelgänger al televisor de la librería, donde la nota de hacía un rato anunciaba el descubrimiento de un cuerpo, asfixiado con un alambre de púas y ya identificado como Diego Lombardi.

—¡Demonios! —exclamó el oficial— Si no tiene algo más que pueda corroborar su paradero —me dijo—, cualquier otra cosa puede ubicarlo en la escena y ya no será necesaria una causa probable.

—¿Ya hablaron con Jason? —pregunté, sin gran interés— Porque pregunté por él a un par de chicos en el camino. Tal vez, si continúa averiguando, dé con las personas que me negaron haberlo visto.

El oficial se dirigió fuera de la librería.

—¡Oh, él lo pasará peor que usted! —contestó, gesticulando al otro policía— Hasta entonces, cuidado. Algo me dice que, las mariposas me seguirán trayendo a su paradero, Ulises.

—Hermosas criaturas —agregué.

—Lo son, sin dudas. Pero incluso una de ellas puede provocar una tormenta.

Capítulo XIV

La carnada

1

No negaré que una vez los oficiales hubieron partido y estuve —como cada vez que algo producía en mí una desconfianza absoluta—, seguro de que no volverían, por lo menos dentro de un buen par de horas o días mientras continuaban investigando el deceso de Diego y no lograban encontrar alguna pista que diera lugar a una conexión conmigo, mi única preocupación fue atender a los pocos clientes que quedaron en nuestras dependencias luego de aquel infortunado encuentro mientras seguía, a la par, las ventanas informativas en los canales de televisión de ambos crímenes que, prácticamente, eran ya de conocimiento público, razón única y suficiente por la que el morbo de presentarlos como un espectáculo era la competencia de la mayoría de conductores en todos y cada uno de los programas matinales, después del almuerzo y los de antes, durante o posterior a la cena. Evidente razón, además, por la que Olivia, aunque mucho se esforzara en mantener fuera de nuestro alcance las noticias cambiando las estaciones televisivas de una en una, estas terminaran repitiéndose en el siguiente programa informativo, desviándonos las miradas y siendo la omisión de los detalles la menor preocupación de cada uno de los conductores que presentaban las notas al encontrarse siendo prácticamente, cobertura nacional de forma casi ininterrumpida, y llamando así, forzosamente el interés de todos quienes allí nos encontrábamos.

De momento no era mucho más que un par de datos acerca de lo que pudieron haber sido las últimas horas de Diego lo que cada animador ofrecía, tan ágil y sagaz a sus espectadores. No podía, yo en tanto, considerarnos más estúpidos por ello. Estar veinte, treinta o cuarenta minutos escuchando, de entre todos los detalles, el nombre del occiso, los años que tenía, dando a conocer lo que hacía, dónde se encontraba y todo ello mientras repasaban un par de videos de la escena del acontecimiento —algunas de ellas hechas por transeúntes creyéndose reporteros—, para que nuevamente, ahora con sinónimos, nos repitieran exactamente la misma versión de la historia.

¡Me parecía ridículo en demasía!

Y cavilando entre el televisor y el leve gentío, por cuestiones que desconocía, nuevamente, al igual que el incidente de días antes cuando la mocosa cuyo alboroto terminó por destruir siete libros dentro de la tienda y no recibí regaño alguno por explotar tan notoriamente durante aquella eventualidad, noté que Olivia no se había aparecido por mi alrededor desde el incidente del medio día, siendo incluso que, el individuo aquel —al que por cierto ni si quiera le noté la placa—, me tuvo las esposas casi rodeándome las muñecas, motivo aparente por el que la encargada del local seguramente habría de sentirse amenazada y en su afán de odiarme, posiblemente declarara que mi condición para con el público era una amenaza latente.

¡No me extrañaría!

Y entonces alguien palpó mis hombros.

Desperté del lóbrego pensamiento entre lo que había sucedido y las notas informativas que poco a poco irían causando más consternación, induciéndome en un estado raramente fuera de mí.

—¿Disculpa? —un chico de rasgos medio orientales llamó mi atención.

—Lo siento —me escusé.

—Tranquilo —sonrió—. ¿Podrías ayudarme, por favor? —dijo— Necesito un libro y, no logro encontrarlo en las estanterías.

—¡Oh! —exclamé— No hay problema —dije, dejando una pluma sobre la tablilla en que hacía la lista de libros que Olivia me había solicitado—. ¿Qué buscas?

Miré en todas direcciones viendo a los demás vendedores, pero ni Maycol ni Óscar se apreciaban por ningún lado, los demás en tanto, atendían a algunos clientes que por ahí se hallaban.

—¿Tendrás algún ejemplar de «La guerra de los mundos»? —me consultó el chico arrugando un ojo, como si su solicitud fuera realmente extraña y supiera que sería difícil tener un ejemplar tan viejo en la librería.

—¡Uf! —exhalé algo desanimado— Es la primera vez en mucho tiempo que alguien pregunta por ella —sonreí.

El joven también esbozó una sonrisa. Luego dio un leve respingo cuando sus ojos se cruzaron con el fondo tras mis lentes. El párpado me palpitó un segundo o dos. Sentí en el ambiente un extraño pesar. Una sofocante densidad que se cargaba en mis hombros a la par que la garganta se me resecaba. Cerré los ojos un momento e inhalé, sin darme cuenta, el asqueroso hedor del humo, el repugnante olor de las hojas resecas en los libros empolvados y guardados hasta que, el chico frente a mí pareció, tal vez, incomodarse.

—¿Te sientes bien? —me preguntó arrugando el entrecejo.

—¡Sí, sí! —contesté al instante— Es solo una leve jaqueca —agregué—. Y, según yo, debería quedarnos un ejemplar del libro que buscas en el tercer mostrador al lado de la escalera de caracol —señalé—. Creo que hay una compilación completa de la obra de Wells.

—No —exhaló el joven—. Vengo de ahí. Queda solo un ejemplar de «El hombre invisible».

Inhalé en señal de cansancio, y justo cuando Óscar cruzaba las puertas de la librería, recordé, además, que debía indagar por un libro cuya solicitud me había hecho hacía un par de días una bella Tronadora azul. Y, ¡diablos! ¡Aquella mañana estuvieron ambas frente a mí! ¡Y no me percaté! ¡Ni el mal nacido de Odiseo tampoco! La bella donna que buscaba el antiquísimo tomo de «El martillo de las brujas» mostró para mí la mariposa de su vientre, en tanto Giacomo, la escondía en su costilla, entre la mama y la axila.

¡Qué belleza tan caótica! Ambos ejemplares, macho y hembra siempre estuvieron ahí para mí sin haberme percatado al respecto.

—Dame un segundo, por favor —solicité al chico, cuyo nombre desconocía e intentaba aludir a él, pero, no sabía cómo—. Ya vengo.

—¡Abraham! —exclamó— Y, claro —agregó sonriendo—. No te preocupes.

Me aventuré hacia Óscar por entremedio de los mostradores y llamé su atención con un leve grito.

—¡Ey! —dije— ¿Te importaría, por favor —supliqué—, ir a ver un ejemplar de «La guerra de los mundos» a la bodega? —consulté— Necesito hacer una llamada para encargar otro libro.

—¡Claro! —Óscar sonrió y sus comisuras ondearon levemente— Yo me encargo, no te preocupes —agregó guiñándome un ojo y lanzando un tierno beso a la distancia.

Noté la facción de repulsión de Maycol pero, nada me importaba menos.

Me acerqué entonces a una estación de atención y googleé el nombre del libro tanto en latín como la traducción que la desconocida chica que me había dejado sus datos en una tarjeta hacía un par de días me había dado. Cuando aparecieron algunos resultados frente a mí, descolgué por fin el teléfono, presioné el número de una editorial conque trabajábamos y que posiblemente pudiera tener alguna publicación del ejemplar, tal vez antigua o de un par de años y que no se hubiera logrado vender antes. No te daré los detalles de la conversación, pero agregaré que, en efecto, tenían algunos tomos —olvidados, como supuse, pero existían—, de modo tal que los buscarían y los harían llegar únicamente a nuestra tienda en un plazo máximo de tres días o podría ir yo a buscarlos antes, a la bodega de la imprenta. Cualquier opción servía y, fue entonces cuando el tan despectivo modo de prejuzgar que nos caracteriza como humanidad, me hizo recordar —teniendo aún el teléfono al oído escuchando algunos otros datos—, un detalle que me ayudaría a encontrar a la compañera de la mariposa que tenía en casa. La dulce muchacha cuya inocencia no le permitía notar la diferencia entre una Morfo y una Tronadora, lucía en su cuello una singular pieza decorativa, única de un solo lugar que había visitado y que conservaba aún la vieja costumbre londinense de reconocerse entre las prostitutas.

La gargantilla negra que lucía en su cuello la joven cuyo interés por el «Malleus maleficarum» me hizo tacharla como bicho raro, me gritaba ahora entre recuerdos, incesante, que podía, tal vez, encontrarla en la plaza de armas de Santiago intentando seducir, posiblemente, a algún pobre, viejo y necesitado diablo con los recursos necesarios para hacerse de la mano con una agradable dama de compañía —por no decir una puta—, hasta altas horas de la noche.

—¿Estás ocupado? —dijo Óscar a la distancia, con un rostro extrañamente distinto al de hacía unos minutos atrás.

Me volteé aún con el auricular en la oreja, entrecerré los ojos e hice una seña con mis manos para que me diera un par de minutos más.

—¿Lo despacho? —me preguntó con mímicas, refiriéndose a Abraham cuya compra ya estaba casi lista.

Asentí.

—En caso de cualquier cambio, le avisaremos —fue lo último que mencionó la señorita que me atendía al teléfono antes de colgarme sin permitirme si quiera hacer alguna pregunta al respecto. Fue una acotación que culminó con la atención en seco.

Anoté en un pósit las posibles fechas en que llegarían o cuándo podría ir a buscar los libros a la editorial o imprenta y la dejé adherida en una de las paredes del mueble en que me encontraba. Inspiré hondamente para darme ánimos y entonces el dolor de cabeza volvió a pegarme duro. Pareció acrecentarse en mis sienes una especie de golpeteo que me aquejaba acompañado de una extraña náusea que me inducía al vómito, pero me contenía con todas mis fuerzas a la par que las luces de la librería parpadeaban una, dos y tres veces hasta volver a suceder, causando entre nuestros visitantes un ademán de extrañeza que ninguno de nosotros podía explicar. Sentía el golpeteo de las zuelas en el piso de baldosas partiéndome los oídos. Entraban y salían clientes murmurando, hablando por teléfono, texteando, escuchándose el maldito sonido sordo de los pulgares tecleando, la voz de cuatro o cinco asistentes de Google ayudando a los visitantes a recordar el libro que buscaban y, la locura, ¡oh! ¡Mierda! Me volvía loco el puto ruido que estaba soportando. ¡Me inquietaba como carcomiéndome la mente!

—¡Mata! —murmuró Odiseo desde mis entrañas— ¡Mata, con un demonio!

Su voz serpentina me raspó los tímpanos, arrugué mis párpados solo del dolor penetrándome la consciencia mientras en mi mente se me cruzaban imágenes del crimen contra Diego. Contra el chico del callejón. Lo que podría llegar a hacer contra la chica del «Malleus maleficarum» para quedarme con su tatuaje.

El dolor. La jaqueca. ¡Me dolía! ¡Me punzaba!

Me volteé de la estación de atención tirando un lapicero repleto, y miré en todas direcciones. Me sostuve la cabeza con la mano derecha a la vez que los dedos medio y pulgar presionaban mis sienes en ese primitivo instinto de pausar, controlar o detener el dolor, pero, fue inútil. Apreté mis dientes al mismo tiempo que el sudor brotaba y la escena se volvía familiar a la del tren.

¡Odiseo! ¡Odiseo!

¡¿Qué demonios quería Odiseo?! ¡¿Salir?! ¡¿Eh?! ¿Como un monstruo de las profundidades del tártaro? ¿Del averno sepulcral en que yacían mis recuerdos, tortuosos, adonde él mismo los había dejado solo para encerrarme bajo el inhumano control de sus deseos?

—¡Agh! —gemí casi en un murmullo— ¡Dios!

Un trueno se escuchó a la distancia, como un ruido sordo y pesado que incluso retumbó bajo mis pies. Las luces de la librería pestañearon un par de veces más y un destello azul eléctrico recorrió toda la tienda antes de que el batir incontenible de un rayo lejano destruyera, posiblemente, la fuente de energía que nos proporcionaba la electricidad con que tan amenamente alimentábamos el local.

—¡Ulises! —me gritó Olivia desde un rincón de las escaleras de caracol, justo cuando nos sumíamos en la oscuridad absoluta y el grito de pavor entre los asistentes me destruía los tímpanos.

—¡QUÉ, CON UN DEMONIO! —grité, casi espetándole lo repugnante que me parecía su presencia mientras intentaba bajar de los últimos peldaños de la escalera de caracol, sacando una linterna de bolsillo que poseía en su llavero y alumbrándome la cara transpirada, dolorida, punzándome de lado a lado, rezumbando aún el eco del relámpago que nos había aturdido, enceguecido todavía por la luz que había entrado a robarse la electricidad, pero consciente de que el ojo perteneciente a Odiseo causábale un terror absoluto cada vez que el amarillento tono del haz de la linterna contraía más y más el iris negro en la pupila que, sonrosada, entre el azul pálido y el blanco absoluto, la miraba fijamente a la cara— ¡QUÉ! —agregué tiritando, como un fiero perro enrabiado.

Y apareció entonces el silencio mientras inhalaba con dificultad. En lo que una gota gruesa de sudor me recorría la patilla y resbalaba hasta la barbilla.

Olivia tragó saliva con perceptible recelo, analizó un momento el ambiente y luego desvió su mirada de la mía. No pretendía ni quería, tal vez, doblegarse a los inquietantes sentidos de Odiseo cuyo anhelo por destruirla por el mero hecho de respirar y caminar entre nosotros con su feo, maloliente y pustuloso pie, igualaban o superaban con creciente repulsión, los míos.

—Sube a mi oficina —alegó ella, tajante.

La librería quedó entonces sumergida en el lóbrego y literal dominio de las tinieblas. En el tétrico encanto del silencio, corrompido únicamente por el viento sibilante entre los edificios de la vía.

—¡Qué esperas! —me espetó a medio peldaño.

Me palpitó el párpado del ojo izquierdo e hice una mueca irascible, estiré las manos en señal de querer terminar afanosamente con su vida cuando nadie me miraba y me preguntaba si seria, tal vez, capaz de hacerlo.

¡Claro! ¡Nadie estaba pendiente de lo que ocurría! ¡Todos estaban atiborrados de temor por el apagón!, escuchando el titilar de las primeras gotas de lluvia. Podría haberla acabado en ese mismo instante si hubiese querido. Haberla enviado en ese preciso momento a cruzar las puertas de san Pedro, directo a las manos del creador y conocer al Padre.

Tuve entonces un instante de lucidez en que la calma acompañaba al silencio.

Una fracción de segundo en que sonreí por tan amena fantasía.

—¡MATA A LA PUERCA! —y Odiseo estaba de acuerdo conmigo. ¡JA, JA, JA!

2

El despacho de Olivia era un chiquero.

Era un espacio donde el significado de «impoluto» se desconocía en todos los libros que descansaban en las repisas, mientras que, en cada diccionario de las estanterías, este se encontraba tachado al igual que sus sinónimos. Sentía una pestilencia proveniente de entre los cajones del escritorio, y el hedor repulsivo de la fruta pudriéndose, amainaba en mi nariz. Una manzana a medio comer reposaba en una esquina del mesón donde el tenue y amarillento haz de una vela casi por completo consumida por la llama alumbraba la pulpa oxidada del fruto en tanto que sus semillas se esparcían hasta llegar a un viejo y mugriento cenicero casi repleto y desbordándose, mientras un cigarrillo moribundo, en cuyo filtro se apreciaba un extraño color carmín, esparcía la horrida fetidez de la muerte en el humo que nebuloso cubría parte de la habitación.

—¿Qué fue ese espectáculo del medio día? —preguntó Olivia, secante y rodeando el escritorio, corriendo el asiento para echarse.

—¿Espectáculo? —dije, pretendiendo no saber a qué aludía.

—¡Sabes a qué me refiero! —exclamó mientras se sentaba— El policía de esta tarde. ¡Te tuvo las esposas puestas, por Dios!

Inhalé.

—¡Perdón! —exclamé—. Me hizo un par de preguntas, pero no tuv…

—¡Preguntas! —gritó— ¡Preguntas! —dijo otra vez— ¡Querían arrestarte Señor Jesucristo! ¡¿Sabes lo mal que se vio eso?!

Las sienes me volvían a palpitar. El ambiente lóbrego me irritaba, me sacaba de quicio y el humo del cigarrillo junto al olor del tabaco mezclado con alquitrán y los venenos para rata me rasguñaban las fosas nasales.

¡Me estaban destruyendo las neuronas!

—¿Serías tan amable de apagar esa cosa? —solicité, señalando el cigarrillo en un notorio malestar.

El humo. ¡Maldición! ¡El humo!

Me hostigaba. Sentía cómo reptaba por mis pulmones y entraba en el torrente de mi cuerpo intoxicando mis sentidos, dejándome a la intemperie en un abismo de hórridos recuerdos, un siniestro recoveco de brumosos pensamientos donde las sirenas de un carro llegaban a mi encuentro y las luces rojas y azules se filtraban por entre las persianas de mi cuarto.

Olivia tomó el cigarrillo, lo puso entre sus dedos y absorbió el humo.

—No —contestó a mi solicitud mientras exhalaba hacia mi cara la fétida mezcla de la fumarada y la concentración de tonsilolitos en sus amígdalas.

Un choque estrelló mi mente en más vagos momentos. El ruido no me dejaba tranquilo. No había serenidad y, el olor a quemado inundaba todo a mi alrededor.

La cabeza. ¡Me dolía!

—Ulises —dijo Olivia al cabo de un segundo—. Esta semana nos has dado más de un quehacer —soltó el cigarrillo y apoyó los asquerosos pliegos de cuero de sus brazos en el escritorio.

Volvió a inhalarlo.

—Primero explotaste contra la pobre niña que, nos tenía a todos hastiados, pero ¡Dios! ¡Tuviste suerte que convenciera a su madre que no te demandara!

La jaqueca crecía. Los recuerdos. ¡Qué era! ¡Qué había sucedido!

—¡Mata! —gruñó Odiseo.

—Después ocurre que te peleas con Maycol en los baños de la librería. ¡Válgame! Puedo soportar que seas mariquita, pero ¿hostigarlo?

Odiseo lamió mi oreja. Consumió su bífida lengua inyectando su ponzoña.

—¡Qué! —dije, confundido entre los recuerdos, el dolor y la presencia tentativa de mi doppelgänger— Yo no… —un dolor punzante me penetró los ojos—. Jamás he hecho tal…

No soporté. Mi mano derecha tapó mi ojo izquierdo y entonces noté lo nublado que se encontraba. Odiseo estaba entre nosotros. Y él era más fuerte que yo. Me quité los anteojos al cabo de un segundo para evitar el mareo.

—No bastando con eso, después pierdes los estribos con Maycol nuevamente por un libro que ni si quiera era tuyo. ¿Por qué? ¡Para qué! ¡Con qué fin!

Odiseo me susurró.

—Sé que quieres matarla —dijo—. ¡Hazlo! Puedes hacerlo.

—¡Y más encima, llegas ahora a ser considerado un homicida!

—¡HAZLO! —sentí a Odiseo estrellar sus manos sobre el escritorio y rasguñar la madera mientras me ordenaba, incansable.

Olivia hizo un ademán de levantarse, se acomodó en la silla, dio un par de contoneos de aquí para allá y viceversa hasta que finalmente decidió apoyar sus pies sobre el escritorio. La luz volvió a parpadear hasta encenderse dos o tres segundos, permitiéndome notar la maldita buba de su dedo gordo antes de volver a sumirnos en la penumbra.

—¡YA! —Dios mío. Odiseo— No tardarás nada.

—No eres santo de mi devoción, muchacho —dijo Olivia dando otra bocanada del cigarrillo—. Pero estás dándome demasiado trabajo y no para bien, precisamente.

El dolor. ¡El humo, maldición! ¡Los recuerdos de cuando…!

¡Odiseo quería! ¡Él quería!

—Mátala —murmuró.

Pretendía que yo.

—Tú puedes —dijo a mi oído.

Me incitaba.

—Cerda infeliz —aludió a ella.

—Eres una asquerosa mariposa —espetó Olivia, refiriéndose a mi homosexualidad.

—¡DESTRUYE A LA RAMERA! —Odiseo me motivó, gritándome en los sesos.

—¡AAAHHH! —exclamé furioso mientras la transpiración sobrepasaba mi frente.

Me abalancé por sobre el escritorio hasta tomar un lápiz que sobre él había y lo incrusté sin pensarlo en la pústula maloliente y repugnante de Olivia, arrancándole un grito que disfruté extasiado mientras la sangre brotaba mezclándose con la nauseabunda materia amarillo-verdosa que chorreaba por la herida. ¡Y su cara regordeta! ¡Ja, ja, ja! Jamás olvidaré cómo oscilaba entre lo pavoroso y terrorífico que la presencia sociopática de Odiseo inspiraba en mí.

—¡¿Mariposa?! —le grité, corriendo el escritorio de una patada— ¡¿MARIPOSA?!

La tiré del asiento mientras la extremidad le seguía sangrando.

—Eres una desgraciada puta —espeté, sin saber si era yo u Odiseo—. ¡ZORRA!

Se marchaba a gatas mientras dejaba el rastro de sangre en el suelo y de su rostro surgían lágrimas de dolor, temor o incluso ambas.

—¡Ya! —gritó— ¡Ya, ya, ya! —farfulló desesperada en lo que volvía su rostro hacia mí y la mugre de la sala se le impregnada en los mocos que escurrían de entre su nariz.

Gateó hasta la pared del final y se arrinconó entre los estantes que amortiguaban el ruido del resto de la librería.

—¡No me hagas nada! —dijo— Por favor, te lo suplico. ¡Por favor! ¡POR FAVOR!

Recordé al chico de dos noches atrás. La escena. Era la misma. Pero Olivia se lo merecía. Tomé la vela del escritorio y me acerqué a ella sin pensarlo siquiera.

—Abre la boca —dije.

Pero entre llanto, se negó.

—¡Que abras la puta boca! —espeté.

Continuó sin hacerlo.

—¡Maldita infeliz! —maldije, alzando el arcaico artilugio entonces sobre sus ojos y salpicándole sin pudor la cera caliente en ellos.

Sufría. Le dolía. Y me encantaba saborear su dolor. Sentirlo en el ambiente, respirarlo, inhalarlo. Escuchar sus terroríficos gritos de agonía transformándose en exquisito elixir de Dioses.

¡MALDICIÓN! ¡SABÍA TAN PUÑETERAMENTE BIEN! ¡AAAHHH!

Entonces la realidad nuevamente golpeó a mi puerta.

Ella se encontraba frente a mí, charlando despectiva desde lo alto de su glorioso trono de impía vanidad, con sus frías palabras intentando menoscabarme, pero, estando tan acostumbrado a ello, solo conseguía que mi mente hiciera funcionar los gélidos engranes de mi lóbulo frontal para imaginar qué tan exquisito sería acabar con su asquerosa vida.

Nada más.

Hablándome de los incidentes que, producto, tal vez, de mi inestable estado social cometí involuntariamente, se encontraba cuando la puerta de la oficina sonó un par de veces previo a un nuevo pestañeo de la luz.

—He estado charlando con los administrativos de la cadena, Ulises —dijo—. Y no podemos seguir tolerando tus faltas. Sin embar…

—Disculpa, Olivia —Óscar asomó su cabeza.

—¿Sí? —dijo ella.

—Acaban de llamar de una imprenta, dicen que hay unos ejemplares de un libro en latín que, alguien solicitó.

—¿En serio? —preguntó, mirándome directo a la cara, adivinando que era un encargo mío— Bien —agregó sin igual—. Déjame terminar y, Ulises irá por ellos.

Luego dé, la puerta se cerró. Un nuevo parpadeo de la luz apareció y se encendieron todas a la par, con excepción de algunas en los logos del Pingüino apoyado sobre la «A».

—Te consideran un buen trabajador, Ulises, por eso rechazaron mi maravillosa idea de despedirte. Sin embargo, estás advertido.

Sentí una extraña calma en las vísceras. Un nudo que desaparecía, como un extraño vacío que ya no se encontraba. Como si hubiera todo y a la vez nada.

—Gracias por la consideración, Olivia —dije sarcástico—. Siempre tan linda —agregué con más sarcasmo.

—Recuerda, Ulises —dijo antes de terminar de voltearme para abandonar la oficina—. No me agradas, y estás advertido. Un escándalo más, y te irás.

—Entendido, Olivia —contesté.

Avancé un par de pasos antes de que volviera a hablarme.

—Y ve por esos libros. Nadie excepto tú, solicitaría algo que nadie más pueda leer. Luego te vas directo a tu casa. Mientras menos te vea, mejor para mí.

Y mientras mi espalda saludaba repulsiva el rostro regordete y despreciable de Olivia, tanto Odiseo como yo, de algún modo, haciendo las paces por una breve fracción de segundo, sonreímos al saber que podríamos indagar si nuestra Tronadora azul se encontraba prostituyéndose ya a esas horas en las calles de Santiago, y una carnada literaria nos acercaría a ella. Tenía una idea que podía funcionar, y de ser así, todo sería perfecto.

La acecharíamos. Sin duda.

Hasta que fuera nuestra.

3

Bajo el calor de los climatizadores y el agradable encanto de la luz eléctrica sobre nosotros, me acerqué a Óscar para mencionarle la cruel tarea que Olivia me había encomendado —nótese mi sarcasmo—, y por si las dudas, hacerlo partícipe de mi satisfactoria nueva coartada al dejarlo como testigo de mi hora aproximada de salida. Aunque, si bien era cierto no había presenciado como tal, la vergonzosa eventualidad que habíamos vivido a eso del medio día no era necesaria más que mi sola negativa ante el hecho para convencerlo de mi inocencia y solicitarme a su vez, un difuso cuidado para evitar con total certeza llegar a ser partícipe de alguna azarosa nueva incidencia en mi camino que terminara lastimosamente conectándome otra vez con alguna escena bajo el torpe ojo policial en que me encontraba.

—¿Llegarás tarde? —preguntó Óscar, con total naturalidad y preocupación en sus ojos.

—No lo sé —respondí—. Olivia me dijo que, podía ir a buscar el libro y luego irme a casa —inspiré—. Luego mencionó que, mientras menos me viera —sonreí—, sería mejor para ella.

Óscar también lo hizo.

—Bien —exhaló—. Solo cuídate, ¿sí?

Torcí mis comisuras y una álgida brisa me recorrió la nuca. Sentí invisibles manos paseándose tras de mi cabeza, arrastrándose entre mi oreja hasta las mejillas y empapando mi cara.

Odiseo quería estar allí.

—Mata —siseó ponzoñoso.

Lo ignoré.

—¡Claro! —dije a Óscar entonces, acercándome a él para besarlo y respondiéndome él tan ameno y gustoso como esperaba que sucediera.

Olivia nos miró desde la ventana de su despacho en el segundo piso. Su mueca asquienta me causó gracia. Ella guardaba las uñas de sus pies en el primer cajón del escritorio. Y eso era repulsivo.

Revisé la hora en uno de los relojes de las paredes y me preocupé de que Óscar también la viera. Un cuarto para las siete. A las ocho y fracción estaría todo listo, podría así marcharme a buscar a mi Tronadora, pero antes debería pasar a algunos otros lugares en busca de los implementos necesarios para hacerme de ella y así conservarla digna y poderosa, como se encontraba en el vientre de la agradable puta en que yacía impregnada.

Me despedí de Óscar con otro leve topón de labios y me marché. Bajo el frío ambiente que frecuentó las últimas horas, había un augur de lluvia que me hacía sentir una amena estancia entre las calles de Santiago mientras caminaba por la esquina de la avenida Moneda donde había, gracias a los Dioses, un cajero automático disponible en el que retirar dinero para sutilmente gestionar una cantidad que no levantara sospechas, comprar mi formalina en una farmacia con efectivo para que no rastrearan mis adquisiciones, además de algo para las jaquecas que Odiseo producía en mí, y seguramente algún otro producto que llamara mi atención en las tiendas que habría por el camino.

¡Un café!

Debería comprarme un café. Me estaba dando frío, y las ligeras gotas de lluvia, aunque agradables, no eran de mucha ayuda para evitarlo.

Apenas crucé la puerta de vidrio hacia donde se encontraban los cajeros, noté una pequeña fila de dos personas antes que yo para utilizar dos de tres dispositivos disponibles. El tercero tenía una gran hoja de oficio con un escrito en que se informaba que no disponía de dinero.

La estancia fue corta, procuré mostrar mi rostro a las cámaras de seguridad en el probable caso de que el inspector cuyo nombre desconocía, nuevamente llegara a mí si por alguna razón lograba conseguir la Tronadora aquella noche y sus deductivas daban como resultado una conexión entre la muchacha y yo, aunque esta vez, intentaría algo menos impulsivo, si Odiseo no se desataba en la locura, claro.

El monto fue de cinco ceros. Suficiente para comprar mi químico, algunas cosas para comer —¡mi café! ¡alimento para Titán!—, y tal vez algo bonito para Óscar. Emprendí el rumbo en dirección a la imprenta que se encontraba, por suerte, no muy lejos de la plaza de armas, y debido a la hora, si alguien me veía correr el motivo suficiente se justificaría con el hecho de que el edificio cerraría pronto, aunque poco me importaba a su vez, encontrármelo ya cerrado.

Troté por entre las calles que intersecaban con Ahumada, pasé a galope por entre las tiendas mientras la lluvia poco a poco se desataba, mientras el viento sibilante volvía a sentirse sobre los edificios, entre las ramas y copas de los árboles que imponente se erguían entre nosotros, y de mi cuerpo…, de mi cuerpo brotaba el calor producto del cardio.

Rápidamente fui dejando atrás las grandes casas comerciales con que me cruzaba a cada paso en lo que el trote me proporcionaba, a la par, unas malditas fatigas musculares del carajo debido a la poca costumbre deportiva, sin embargo, la adrenalina de matar y conseguir mis mariposas, lo valía todo. Lo compensaba todo. Si no, dime tú, querido lector, ¿no valen acaso la pena, todos tus sacrificios cuando consigues por fin el fruto de tus anhelos?

4

A una cercana distancia del palacio de Bellas Artes, a eso de aproximadamente cinco o seis cuadras de la plaza de armas de la que venía, podía observar el enorme portón de acero —en cuya cadena pendía un gigantesco candado de bronce uniéndolas—, y de la que colgaba un pobre letrero anunciando el horario de atención que me comunicaba, además, que en esos momentos precisamente, la imprenta ya se encontraba cerrada al público.

Nada podía hacer al respecto más que intentar conversar con el joven guardia que me atendía con el único fin de que notara en mí, los característicos rasgos que podrían definirme en cualquier caso para con la policía y que posteriormente lograra identificarme.

—Deberían haber dejado algo para mí —dije—. Ulises Giordano. Llamé esta tarde.

—Lo siento —dijo el joven—, aunque así sea, las entregas las hacen directamente los funcionarios de la imprenta. Yo trabajo para una empresa de seguridad privada.

Exhalé mientras el chico daba vuelta la cadena hacia el interior del portón, sentía cómo abría el candado y salía a asomarse.

—Entonces, ¿no tienes acceso a los libros que solicité? —pregunté, quitándome los anteojos.

—No —contestó—. Lo siento —agregó, mirando mi rostro bajo la luz amarillenta de un foco de luz pública y en el que mi ojo albino volvíase extrañamente más aterrador al ser el único visible.

Sentí su sorpresa al notar el tenebroso oscilar cromático de mis globos oculares.

Tenía mi nombre y la identificación de mis ojos bicolores para hacer mención a la policía cuando el oficial volviera a conectarme con la prostituta que buscaba, aunque claramente esperaba que eso no sucediera.

La asesinaría, le quitaría mi mariposa y luego este joven guardia cumpliría la función de fiel testigo.

Decidí hacer una llamada a mi agradable jefa para mencionárselo estando aún con el guardia de la imprenta frente a mí. Eso sería una coartada más fiable.

La respuesta de Olivia fue seca y específica. Al día siguiente al llegar a la librería, debería solicitar los libros y que los fueran a dejar a nuestras dependencias. Finito.

—Bueno —dije al chico—. Gracias de todas formas —hice un amago de sonrisa.

Acto seguido, mostré sutilmente el logo de mi uniforme. Por si las dudas. Al instante me encaminé nuevamente rumbo a la plaza de armas. Era poco más de las ocho de la noche y, ya estaba fuera del horario laboral, podía desplazarme a comprar el formaldehído, algunas otras cosas y buscar entusiasta mi mariposa Tronadora.

Di un par de pasos al azar antes de decidirme en caminar por la calle Monjitas y escribir a Óscar desde allí.

Noté la hora en el mensaje. Pensé que sería, tal vez, un poco más temprano.

Óscar me respondió casi al instante.

Envié un mensaje inmediatamente.

No me contestó. Caminé un par de pasos y, me propuse mientras tanto, comprar mi formaldehído. Algo haría en tanto me contestaba que sí aceptaría mi propuesta. Porque, eso ocurriría.

Rebusqué entre mis bolsillos la tarjeta que la extraña chica de la librería me había dado para contactarme con ella una vez que tuviera algún indicio del libro que quería, y me parecía una idea estupenda llamarla en esos momentos, para citarla y que Óscar sirviera como espectador a la par del resto del gentío que seguramente habría.

A una cuadra de la plaza de armas, yendo hacia allí por la avenida Monjitas, me detuve en seco al notar, por primera vez, una farmacia no perteneciente a las grandes cadenas con las que solía cruzarme a diario, motivo suficiente para indagar si existían, tal vez, botellas de formalina en el establecimiento.

El local estaba casi vacío de no ser por tres o cuatro personas que rebuscaban entre las estanterías algún medicamento que, sepan los Dioses, cuáles eran. No lo sabía y no me interesaba tampoco. Yo solo aguzaba la vista entre las repisas buscando algún pequeño contenedor transparente con etiqueta blanca. Pero no había nada. ¡Nada, maldición!

¡NADA!

—¿Necesita algo, señor? —me preguntó una mujer, adulta. De unos cuarenta y algos.

—¿Eh? —dije, confundido— ¡No, no! —tartamudeé— Bueno, en realidad, sí.

—¿Algo en particular? —inquirió.

—Sí —contesté—. Necesito formol.

—Tenemos botellas de 250 mililitros, solución al 37%, y de solución al 40% en botellas de 1 litro. Bidones industriales también tenemos, pero solo por encargo los traemos.

Aquel comentario me causó interés.

—¿Bidones? —dije— ¿De qué cantidades?

—5 litros al 10% y 20 litros al 37% ¿Quiere encargar alguno?

—¡No, no, no! —farfullé. Viajar con un bidón de 20 litros de formalina llamaría excesivamente la atención en todas las líneas del metro— Deme tres botellas de 1 litro, por favor.

Así me caerían en la mochila y, no levantarían sospechas de ningún tipo. Nada en absoluto. No abultarían —y sonreí—.

En un instante, la simpática mujer tuvo las botellas en el mesón de atención.

—¿Algo más? —pesquisó.

Pensé en alguna pastilla para el dolor de cabeza. Cada vez que Odiseo pretendía salir o salía de mí apoderándose de mi cuerpo y mi mente, las jaquecas posteriores resultaban insoportables.

—¡Naproxeno! —dije— ¡Un naproxeno, por favor!

Me miró con cierto recelo.

—Claro —dejó sobre el mesón una caja con las tabletas.

—¿Podría darme dos, por favor? —solicité, pensándolo un poco más.

—¡Sí! —sacó otra caja con comprimidos— Debe tomarse…

—Una cada ocho horas —mencioné.

La mujer me miró ceñuda nuevamente.

—Sí —dijo—. Así es. ¿Algo más? —volvió a preguntar.

Cavilé entre los arrebatos de Odiseo durante un segundo y me quedé contemplando un punto fijo frente a mí, mientras la química farmacéutica caía en la desagradable frialdad del horizonte en mis ojos.

—¿Tendrá doxilamina? —dije.

Y solo me la tendió sin preguntar nada siquiera.

Me dio el total de todo, pagué con el efectivo del cajero y me entregó los artefactos en dos bolsas distintas que me apresuré en guardar dentro de mi mochila.

La lluvia se había detenido, sin embargo, el frío parecía aumentar sin detenerse a la par que el viento frío circulaba por las calles, atormentando a todo aquel que no estuviera preparado, como yo, por ejemplo, que mis ropas no eran suficientes para sentirme abrigado.

El móvil me vibró.

Lo saqué de mis bolsillos y noté un mensaje de Óscar.

Me pareció tierno. Ciertamente tierno.

Preguntó. Y no pude evitar pensar en su piel morena, con barba de un par de días que lo hacía parecer rudo, sus Brackets azules que me encantaban y preguntándome ¿on tas?, así, como un niño chiquito.

Dije, esperando que se demorara un poco más en responderme mientras yo llegaba a la plaza de armas.

Me paseé durante un momento entre las palmeras de la plaza —para acortar un poco la ruta—, notando desde ese momento, la presencia de algunas prostitutas que avanzaban de lado a lado, cazando incautos calientes y sin el menor pensamiento moral sobre su familia —en caso de que la tuvieran—, o en qué tan desesperados habían de encontrarse para asistirse con una de aquellas chicas cuyo cuerpo dependía, seguramente de alguna de esas infrahumanas almas de la noche.

Pero no tengo nada en contra de ellas, querido lector. Nada en contra de las putas, quiero decir. Creo fielmente que son gente incomprendida y abandonada a su suerte por la sucia sociedad que las rodea.

Había aún algunos retenes, vehículos de la policía —por donde quise pasearme a propósito—, y otros tantos oficiales patrullando la serenidad de aquel transitado destino turístico, entre la estatua de Pedro de Valdivia —despreciable violador de indígenas, ensalzado por los mestizos que se creía, creen y creerán sucesores de la sangre azul—, y la catedral de Santiago —templo de los encubridores durante la colonización—.

Todavía entre las palmas, veía algunos toldos erigidos para cubrir algo de sol durante el día y la aguada brisa nocturna que comenzaría pronto. Poco antes, se observaban las luces salir de la boca de la estación, donde Óscar se encontraba, mirando en todas direcciones, luego su teléfono pensando tal vez en llamarme o escribirme. Una de dos.

Avancé entre la gente que circulaba todavía a esas horas, entre los toldos y mesas bajo estos. Siendo la mira de las personas a quienes incomodaba al rosarlos o a quienes perturbaba cuando cruzaban sus ojos con mis albinos lunares del ojo izquierdo.

Entre la caminata, antes de llegar frente a Óscar, procuré llamar entonces a Natalia —ya dejaremos de llamarle la chica de la Tronadora—, para informarle que estaría en la plaza y que, necesitaba conversar con ella acerca de su encargo. ¡Mi carnada estaba preparada junto a mis sutiles coartadas! Ahora el pez gordo solo debía morder el anzuelo.

Finalmente, me propuse invitar a Danielle para compartir un agradable café. Sentía que había pasado mucho sin saber de ella. Y había transcurrido mucho tiempo sin saber de Jason ni Patricia. ¡Mis Monarcas estaban olvidados!, y aquello me producía un extraño malestar. Un presentemiento de mal augur. Eso no podía suceder. ¡Claro que no!

Pero seguramente debían estar sumidos en la tristeza inevitable producto del deceso de aquel infeliz que tanta alegría me produjo la noche anterior al entregarme su tatuaje.

Sufrirían en paz por ese día. No me molestaba.

Y antes de siquiera darnos cuenta, Óscar y yo estábamos sentados bajo los toldos de una cafetería frente a la estación, disfrutando el sibilar del viento, el crepitar de las hojas secas, el murmullo de las copas de las palmas, el zumbar de los pasos de la gente mientras reíamos comentando nuestro día —evitando el desagradable actuar del funcionario de la PDI—, mientras a lo lejos, mis ojos bicolores notaban un singular rastro de pecas alrededor de una nariz, formando magníficas constelaciones, y la sonrisa afable, radiante y risueña acompañada de la ventolera que revolvía un cabello como si jugaran en armoniosa poesía, me recordaba al verde pradera de los campos en que de niño me divertía.

Ella extendía sus manos nada más al verme en señal de saludarme, agradable y gentil al mismo tiempo que yo hacía exactamente lo mismo.

Danielle estaba allí.

¡Oh!, ¡Mi bella, bella Cola de golondrina verde!

Capítulo XV

Bajo la tormenta

1

Largo rato estuvimos conversando, compartiendo nuestras anécdotas del día, bebiendo cafés y capuchinos, y perdiendo yo muchas veces la vista en la oculta clavícula entre las ropas de Danielle, recordándome cómo era que el encanto de su ser se definía únicamente en aquella mariposa. Su hermoso tatuaje. Extraordinario y responsable de todas mis fantasías desde que lo descubrí en aquel ordinario viaje en tren. El punto inicial de la colección que necesitaba tener para mí, que con tanta inquietud anhelaba. ¡Oh!, la bella selección de lepidópteros que me embriagaban en deseo y locura tan solo al imaginarlos en mi poder cada vez que los veía. Cada vez que soñaba haciéndome de ellos para la inigualable compilación que estaba reconstruyendo.

Que reconstruía. Sí.

Me descubrí pensando de vez en cuando en aquella ocasión.

¡Amalia, maldición!

—¿Desean algo más? —preguntó una mesera de rubia cabellera amarrada en una cola de caballo, oculta tras un delantal que abultaba producto de la gruesa ropa que llevaba a causa del frío.

Desperté de mi ensueño mientras Óscar la miraba, Danielle me observaba a mí y entre los tres nos preguntábamos si habría algo más que quisiéramos beber.

—¿Un pastelito? —invitó Óscar— ¿O algo para comer?

—¡Ja, ja, ja! —sonreí— Otro café para mí, por favor —dije a la muchacha.

—Yo aceptaré tu invitación —accedió Danielle refiriéndose a Óscar.

Y fue mientras respondíamos a la camarera que mi móvil sonó. El Sol menor de Bach me indicó el llamado de alguien.

—¿Bueno? —contesté.

Óscar y Danielle me miraron con los ceños fruncidos, la camarera aún tomaba nuestra nueva orden y todo parecía un común encuentro. Casual e informal momento de amigos después del trabajo, inmersos en la agradable compañía del frío invernal previo al dominio de la tormenta.

Y las luces de toda la plaza pestañearon llamando mi atención.

Todos miramos en diversas direcciones.

La camarera yacía con su cuello torcido, enseñando una ilustración de lo que podían ser aves sobrevolando. Observaba sobre sí las luces de la cafetería, el gigantesco anuncio de neón parpadeaba a causas del contoneo del voltaje. Óscar miraba hacia la estación y Danielle al alumbrado público.

—Tenebroso —dije, aludiendo al poco común nuevo parpadeo de las luces mientras el llamado de mi teléfono cesó antes de haber recibido respuesta de mi interlocutor en los 13 segundos que estuve esperando su voz—. Esto es algo que no ocurre a menudo —agregué mirando la pantalla de mi móvil.

—Nunca, es decir demasiado —agregó Óscar.

Y allí la vi, a la distancia.

Como una pobre criatura, muerta de hambre y de frío en la soledad del gentío que recorría la plaza central, Natalia miraba en mi dirección, sollozando pesarosa, con lo que podía ser rímel tal vez, o algún otro cosmético corriéndole por la cara a causa de las lágrimas, el rostro empalidecido, cabizbajo, atiborrado de temor cuyo origen incierto consternaba mis pensamientos.

¿Qué le sucedía?

—¡Chicos! —exclamé— ¿Me esperarían un momento? —dije— ¿Por favor?

Y me encaminé hacia ella sin esperar respuesta ni de Óscar ni Danielle. Solo me apeé de la silla bajo el toldo y avancé por entre la gente a las afueras de las cafeterías, siendo presa del viento que traía hacia mí el lóbrego clima de la ausencia.

Nuestras miradas se cruzaron y antes de poder acercarme a diez metros de ella, las piernas le temblaron.

Temblaron hasta que se desmayó frente a mí y corrí.

Llamé a Óscar y Danielle para socorrerle y abrazarla entre mis brazos, levantarla del húmedo suelo cubierto de heces de paloma e intentar recuperar su consciencia del reino de Morfeo.

Respiraba, ciertamente que sí, pero su lucidez se disolvía. Escapaba de nosotros como la lluvia entre los dedos.

Se amontó gradualmente un gentío a nuestro alrededor sin ni un ápice de ayudar. La intención de socorrer a Natalia en un ahínco desesperado de devolverla a la realidad superaba expectante la fina línea que separaba siempre la realidad con la ficción, por lo menos de mi parte. Había una mezcla de invasoras emociones entre ella y yo, Óscar que corría, Danielle que se arrodillaba a mi lado, la gente que se seguía acumulando como moscas en la mierda. La problemática que significaba estar allí sin entender nada.

—¿Qué ocurre? —consultó un policía que había visto previo a mi encuentro con Óscar en las inmediaciones de la plaza.

Llegaban juntos.

Notó mi presencia a un lado de ella. Tomó su radio y aludió a la escena con sus códigos de uniformado.

—¿Qué pasó? ¡Qué le sucedió! —consultó algo expectante.

—Me llamó por teléfono —dije—. Me colgó apenas contesté, pero la vi desde la cafetería —señalé en su dirección—. Luego me acerqué, parecía asustada y, antes de llegar aquí, se desmayó.

Sentí un sobresalto.

El policía se extrañó. Tenía una cicatriz sobre su ojo derecho. Un piercing tal vez, una etapa de rebeldía durante su adolescencia o bien riñas gajes del oficio. Ser policía no te hace de muchos amigos. ¡Claro que no!

—¿Natalia? —pregunté asustando.

¡El tatuaje! ¡Su tatuaje! ¡La Tronadora azul! ¡No la podía perder!

Volvió a sacudirse como en pro de un cuadro epiléptico.

—¿Natalia? —dije otra vez, pero no contestó.

Su cuerpo volvió a temblar una vez más.

—¡MIRANDA! —gritó a mi lado abriendo los ojos, llorando, tiritando, asustada— ¡Miranda! ¡AAAHHH! —gimió aterrorizada— ¡Mirandaaa!

Y lloró.

Y tembló.

En tanto, Odiseo parpadeaba en mi ojo izquierdo. Me dolía la vista. Entre mis brazos debí despejar una mano y quitarme los lentes. Me pesaba el párpado.

¿Miranda?

Odiseo miró a Natalia a través de mí. Su voz firme hacía amago de simular la mía.

—¿Miranda? —preguntó extrañado, observando a su alrededor— ¿Quién demonios es Miranda?

2

—Aquí tienes —dijo Óscar, tendiéndole a Natalia una taza de café recién servida.

Ella le miró. En sus ojos había cansancio y tristeza.

—G-gr-gr-a-acias —fue lo único que dijo, en un tartamudeo y aún con tercianas.

—No te preocupes. Si quieres algo más —Óscar me miró—, solo pídenoslo, ¿sí?

Volvió a observarle con los ojos carcomidos por el temor.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Danielle.

Le tendí a Natalia mi polerón de la tienda. Más le valía a Olivia entender el motivo de no asistir con él al día siguiente, de lo contrario, la dulce y aromática fantasía de aquella tarde se transformaría en cualquier momento en una desagradable y horrenda realidad.

—Y-yo —tartamudeó—. M-m-mi-i Miran-nda d-d-des-sa-ap-pareció —agregó—. S-s-e-se l-la-a ll-lle-va-a-lleva-aron

—¿Se la llevaron? —preguntó Óscar— ¿Quién? —arrugó el entrecejo.

—¿El tipo que te tiene en la plaza? —dije intentando no sonar soez.

Óscar y Danielle me miraron. Produjeron en mí una sensación de culpa, aunque sus ceños no acusaban la pesadez de mis palabras, sino la duda de lo que ellos podían considerar una vaga conjetura.

—N-no. Fue en la n-n-o-no-oche.

Los dientes le castañeaban. Estaba relativamente cuidada. No había marcas ni indicios de maltrato en su cuerpo. Sus vestiduras parecían intactas y sobre toda ella no amainaba prueba alguna de algún infortunio físico más que el frío que le congelaba los huesos producto de las ligeras tenidas para actuar y reconocerse más allá de la gargantilla negra que rodeaba su cuello y el de sus compañeras.

El televisor de la cafetería abrió una ventana informativa.

Hace breves instantes
—comenzó el reportero—, fue encontrado el cuerpo sin vida de una joven identificada con las iniciales A.T.H —el viento vibraba en el micrófono de la televisora—, notificada como desaparecida desde el pasado viernes. Su cuerpo fue avistado por vecinos desde las alturas del puente Pío Nono en vía del río Mapocho.

Al igual que en la librería con las notas que abarcaron el caso del joven psicópata que me perseguía en el tren y el deceso de Diego, la gente se calló por completo, expectantes contemplando el emergente cuadro informativo.

Natalia parecía estupefacta.

Sus ojos derramaron un par de lágrimas que nadie vio. Que nadie contempló más que el amargo caos en la mira de mi doppelgänger.

—Alba —murmuró con la mirada perdida en el televisor.

Desde allá —el reportero señaló el puente iluminado—, desde la base del Pío Nono, nos confirmaron algunos transeúntes que se emplazaron tras el descubrimiento, se lograron ver algunas de las extremidades de la joven que causaron gran duda y consternación al ser avistadas sobresaliendo de una bolsa de basura negra encallada en las arenosas orillas previo al ascenso del torrente producto de la tormenta. Tras la duda, ¿no?, fue notificado y convocado al lugar personal policial donde aún a estas horas, incluso con la corriente del río subiendo notoriamente, se hacen los esfuerzos por levantar el cadáver y enviarlo próximamente al servicio médico legal correspondiente.

«Se encuentran en el lugar: cuerpo de bomberos de la decimotercera compañía de Providencia, personal de la decimonovena comisaría de la comuna y agentes de la PDI, quienes confirmaron la identidad de la joven, además de un macabro hallazgo. Se trataría de un mensaje críptico oculto en la boca de la muchacha encontrada y que se encuentra indescifrado por el momento.

Pronto seguiremos informando sobre este infortunado atentado.

Adelante estudios».

—Suerte la tuya —musitó Odiseo dentro de mi cabeza—. Deshazte de la puta y, conectarán su caso con el de la otra cerda.

Era una buena idea, pero…

—O conectarán a la otra cerda con esta puta y a mí con ellas —aventuré.

Odiseo gruñó.

—¿Pío Nono? ¿Providencia? —preguntó Danielle— ¿No es raro?

—¿Raro? —dijo Óscar.

—Sí —Danielle miró a Natalia—. Ustedes suelen trabajar aquí ¿no? ¿En la plaza?

—Yo no, no q-q-qui-iero hab-blar de esto.

Tenía miedo. Claramente. Habían encontrado a una prostituta casi sepultada en las orillas del río y su otra ramera amiga se encontraba perdida.

—Puedo ser la siguiente —inspiró hondamente.

—Tranquila —calmó Óscar.

¡Pero era cierto! ¡Podía ser la siguiente! Y al morir ella perdería yo también mi mariposa. ¿Podría ser tal vez efectivo quitársela y dejarla a la muerte del psicópata de las putas? O dejársela a él y encontrar luego el tatuaje. ¡No! ¡Maldición! ¡Qué tan probable sería que ese escenario se diera! ¡Cuánto caos favorable habría de existir para que coincidieran todas las variables para mí! ¡Cientos! ¡MILES!

No iba a arriesgarme. La mariposa sería mía.

Mi teléfono vibró.

Una burbuja de chat de Instagram apareció, cuyo contenido único y solemne apelaba únicamente a mi nombre. A mí y solo a mí, como un viejo fantasma del pasado visitándome al alero de la muerte.

Me sentí como un niño pequeño junto a una red.

¡Un campo de mariposas completo a mi merced!

Aquel mensaje era algo que no me esperaba tan si quiera, pero era un escenario fortuito. Imaginaba todo cuanto pudiera ocurrir a mi favor o manejar los engranes de la noche para que actuara en mi beneficio. El párpado izquierdo me pesaba dolorosamente. Ya no era un malestar típico producto de las añoranzas sociopáticas de Odiseo. No. Era un dolor, una inquietud imperturbable cuyo carácter podía ya catalogar como médico.

¡Demonios! ¡Había que calcular con precisión! Matemáticamente todo cuanto pensara y de lo que dispusiera debía tener una sincronía exacta con las variantes de las que dependiera.

Mi ojo comenzó a palpitar nuevamente. El estrés.

Me quité los anteojos por incontable oportunidad para descansar la vista. Odiseo estaba molesto y estresado al igual que yo.

Bien. Nos veríamos. Pero más tarde.

Podría llegar a ser un testigo que validara mi coartada al igual que Óscar, además de la presencia del policía y todos quienes me habían visto en la cafetería. Revisaría su placa y con ello debería bastar. Todo sería suficiente por esa noche.

Y ahora una mariposa volaba cerca de mi red.

Esta noche sin duda alguna cazaría otra vez.

Las jaquecas se habían vuelto algo habitual, pero no lograba acostumbrarme a ellas todavía. Arrugaba mis ojos con imperativo disimulo, pero aquello no bastaba o conseguían apenas, deficientemente, su cometido sembrando más dudas que seguridad respecto a mis repentinas fatigas oculares.

—¿Te sientes bien? —preguntó Óscar, acercando su mano a mí.

—S-s-sí —dije.

—Claro —contestó con sarcasmo.

—¿Necesitas algo? —Danielle se ofreció a ayudarme.

—Solo es un dolor de cabeza —contesté con un poco de congestión que traía desde hacía unos días.

El policía de la cicatriz en la ceja entró por el frente de la cafetería. Su arma estaba enfundada y el débil seguro de la vaina causábame un irregular llamado sociopático, distintivo sello de Odiseo al manipular mis realidades, pero, me sentía vago. Solitario. Había en mí una ausencia que no podía relacionar con él o alguien o algo ni dentro ni fuera de mis sentidos.

Su placa ponía: RAMÍREZ

—Disculpe —dije a la camarera que nos atendió fuera del local— ¿Podría darme un vaso de agua, por favor?

—En seguida —accedió amablemente.

Óscar y Danielle fruncieron el ceño. Pero tampoco podía soportar más. Sentía la cabeza abombada.

Pedí a Danielle que me tendiera la mochila con el cuidado absoluto de procurar no abrirla ni enseñar yo demasiado lo que su interior contenía. Saqué cuidadosamente la caja de naproxenos y esperé el vaso con agua.

Eso me calmaría.

—¡Salud! —brindó Odiseo.

—Por qué no te callas —murmuré sin percatarme.

—¿Perdón? —dijo el policía apostándose a mi lado.

—Lo lamento, señor —me excusé—. No, no le decía a…

Me miró receloso. Cruzó la sorpresa por su rostro cuando reparó en mis ojos hasta decidir ignorarlos solo para volver a sentirse menos perturbado.

—¿Estás mejor? —consultó a Natalia.

—S-s-sí —contestó ella.

—Bien —el policía atrajo su radio—. Necesito una patrulla frente a la salida sur de la estación PLAZA DE ARMAS, por favor —luego de ello nos miró—. Andando.

Natalia se paró de la silla, dejó su café y me entregó el uniforme de la librería.

El policía salió de la cafetería y la Tronadora azul voló tras él.

Miré el polar que podía significar una oportunidad de volverla a ver.

—¡Natalia! —exclamé acercándome a ella hasta las afueras del local con la excusa de ofrecerle la prenda de vestir— Adivinaré que volverás aquí esta noche —dije, lejos de los chicos y el policía.

—Así es —contestó—. No puedo dejarme doblegar por esta situación y, Gael me obligará a volver de todas formas. No es como que le importemos mucho.

—Te veré en la estatua de Pedro de Valdivia a las once. Debo ver a alguien y, de paso te entregaré algo que te subirá el ánimo —mentí descaradamente.

Esbozó una sonrisa.

—¿En serio? —preguntó— ¿Qué es?

—Veo que, la memoria no es una virtud para ti —mencioné sosteniéndome la cabeza.

Me miró y pensó. Trató de recordar, posiblemente, a qué me refería.

—¡NO! —exclamó sorpresiva— ¿Encontraste una copia?

Reforcé su afirmación únicamente con una sonrisa.

—A las once en punto. No lo olvides.

Y mientras tanto, sentí un golpe en las sienes. Ni si quiera un pálpito, o una fina punzada que normalmente me indicaría actividad sobresaliente de mi doppelgänger. Esta vez era algo más fuerte, tanto que me sacudió de lado a lado hasta casi desvanecerme mientras Natalia se perdía al interior del retén frente a nosotros y Óscar se acercaba junto a Danielle.

—Chicos —dijo ella—, creo que me iré. Esta cosa aún me pica —agregó.

Se soltó un poco la ropa y raspó con su palma sobre la clavícula. ¡Oh! ¡Gracia de los Dioses! La bella Cola de golondrina adornaba, poderosa y delicada, el esquelético altar en que se dibujaba. Su majestad. Era divina.

—Claro —dije yo, sonriendo pesaroso.

—Creo que tu deberías dormir —añadió antes de despedirse de mí.

—No te preocupes —agregué.

Se despidió de ambos antes de encaminarse poco más allá y desvanecerse lentamente por la entrada de la estación.

—¡Ey! —exclamé a Óscar.

—¡Ey! —me sonrió— No creo que te sientas muy bien —dijo, acercando sus manos a mi frente y mejillas. Analizando mi temperatura.

—Ni yo —le abracé rodeándole la cintura—. ¿Te apetecería cuidarme esta noche?

Me miró una fracción de segundo, antes de besarme y sentir el sabor metálico y delicioso de sus Braquets en mi lengua.

—Claro —sonrió.

Y nos perdimos lentamente por la calle rumbo a la estación que frecuentábamos. Tendidos de la mano. Estaba feliz, y tenía más de un motivo para estarlo.

3

El trayecto fue el más corto en mucho tiempo desde que había adoptado la costumbre de viajar en las agitadas líneas del metro. En un abrir y cerrar de ojos tanto Óscar como yo nos encontrábamos cruzando el umbral de la puerta cuya llave siempre traía colgada de mi muñeca y, como un rayo surcando el cielo recordé en ese momento preciso el frasco de vidrio que había quedado apostado sobre la mesa del comedor. El frasco en cuyo interior debía encontrarse la mariposa que la madrugada recién pasada con tanto anhelo y sacrificio había logrado quitarle, literalmente del pellejo, a Diego —Requiescat in pace—. ¡Qué iba a hacer! ¿Óscar se fijaría en ella? ¿La notaría?

¿Cómo diablos la ocultaría de su vista?

—¡Ey! —me dijo amablemente antes de asomarnos por la puerta del frente, aquella cuyo vidrio se encontraba roto a causa de mis estribos inestabilizados por los ánimos de Odiseo.

—¿Sí? —contesté, volteándome hacia él mientras un par de gotas de lluvia se cernían sobre nosotros.

—Me gustas —agregó mientras tomaba mis mejillas con ternura y sus labios chocaban con los míos haciéndome sentir nuevamente el sabor metálico de sus Braquets.

En aquel mojado beso estábamos cuando las gotas que caían sobre nosotros se engrosaron y del ennegrecido cielo cubierto de nubes acolchadas de grafito se difuminaban los pesados sonidos de los truenos que la tormenta traía consigo.

—¡Entremos! —sonreí— O nos mojaremos.

Pero Óscar volvió a besarme bajo la lluvia.

Y era romántico, pero teníamos que entrar.

A las once de la noche debía estar en la plaza de armas para a las once y quince llegar al museo de Bellas Artes. Y aquella situación ocurriría con Óscar estando conmigo. Debía quedarse y ser testigo de que yo dormía junto a él.

La doxilamina se encargaría.

Tomé a Óscar de las solapas de su polerón y apresuradamente metí la mano por el agujero del ventanal roto, descorrí el seguro para entrar y sin más ya nos encontrábamos al interior de la vivienda de Amalia. Con gran disimulo entre la oscuridad encendí la linterna de mi móvil y me apresuré a avanzar hasta la mesa donde el frasco de formalina conservaba mi espécimen de Tronadora azul macho.

¡Oh! ¡Magnificencia de los Dioses!

Estaba intacta. Aún revoloteaba dejando un celestino destello a su alrededor.

La oculté entre el polar que me quitaba mientras me acercaba al interruptor de la luz y la encendía para esclarecer todo a nuestro alrededor.

—¡Eh! —exclamó Óscar al hacerse la claridad— ¡Gatito!

Titán.

El pobrecillo debía odiarme por la cantidad de días que llevaba trayendo conmigo las ideas de Odiseo. Mis continuas batallas entre él y yo, desapareciéndome días y noches solo para satisfacer mis lepidópteras necesidades.

—Es Titán —dije a Óscar.

—¡Eh, Titán! —le llamó—. ¡Qué bonito nombre! ¡Histórico!

—Es hijo de un gigante —dije—. Siempre me gustó la mitología griega.

—¿Cronos? —preguntó Óscar— ¿Se llama Titán por Cronos?

—Sí —contesté, metiéndome a mi recámara para ocultar el frasco en algún lado.

—Fue cruel, pero también mi favorito —dijo—. De niño tuve un cachorro de nombre Zeus.

Dentro de mi alcoba analizaba todos los lugares posibles. Todos los rincones en que podría ocultar el frasco con la mariposa. No me arriesgaría —claro era—, a esconderla en algún lugar que alguien pudiera encontrar ni por casualidad o, aunque supiera que algo oscuro había entre los muros de la vivienda y lo buscara con impetuosa sagacidad y sapiencia.

—¿Entre los muros? —pensé, sorprendido.

No pude evitar recordar el fatídico desenlace de «El gato negro». Acto más maquiavélico que emparedar a la dueña de tus sueños por culpa del desgraciado estado colérico que origina la encarnación de tu más fiel y querido amigo. ¿Podría llegar a sucederme eso? ¿Titán me sacaría de quicio algún día hasta producirle la muerte? ¿Sería acaso él el responsable de derrumbar mis cabales hasta eliminarlo? No. claro que no. Y aunque así fuera, jamás explotaría contra mi gato. Los humanos somos despreciables. Clara y obviamente al punto de haber cientos de miles de argumentos irrefutables al respecto. Yo soy la prueba viva de ello. Asimilo, querido lector, que soy un miserable y aborrecible ser que caminará en su momento rumbo al cadalso cuyo infrahumano destino será parecer frente a las abrasadoras puertas del infierno.

Pero los animales no. Ellos heredarán nuestra muerte para ser finalmente libres.

—Óscar —dije desde mi recámara—. ¿Me esperarías un momento, por favor?

Salí de mi habitación asomándome lentamente solo para observarlo jugando con Titán, de panza al cielo mientras Óscar le sobaba el vientre.

Me miró un segundo.

—Tengo que dejar unas cosas en el sótano —sonreí como un idiota con los brazos repletos de ropa limpia que hice parecer sucia.

—Claro —agregó él, sonriendo también—. ¿Te ayud…?

—¡No! —exclamé de pronto— ¡No, no, no! —barboteé— No es necesario. Pero, si quieres —pensé—, puedes preparar unas golosinas y, luego tal vez, vemos una película —agregué irguiendo los hombros, insinuando algo más que solo eso.

Volvió a mirarme unos segundos más.

—Claro —sonrió con notoria sensualidad en las comisuras de sus labios.

—En la cocina hay de todo —y por todo me refería incluso al envase de formalina vacío. ¡Demonios!— También un poco de leche. No me vendría mal —sonreí como idiota.

Pero la botella de formaldehído estaba vacía. Cuando mucho me preguntaría qué era y para qué servía. Y si me preguntaba la razón de su uso, mencionaría la verdad. El perro de Amalia había muerto y, pretendía taxidermizarlo. Su cuerpo estaba en el garaje. Pero le faltaban los ojos. Aún no los compraba y, me perturbaba un poco verlo en aquel estado.

La visita fue relativamente breve.

Bajé al sótano por la puerta trasera a la derecha, frente al pasillo de la entrada de vidrio. El lugar estaba oscuro y empolvado, pero tampoco me detendría a realizar una limpieza profunda. Dejé el frasco de vidrio en una repisa vacía, lejos de cualquier herramienta metálica, de algún borde u orilla que significara su destrucción con tan si quiera un roce o movimiento telúrico por leve que fuese.

Y entonces poco a poco la escuché.

—¡Ulises! —Amalia me gritaba, temerosa— ¡Ulises! ¡Sube! —estaba aterrada.

—¡No! —grité yo, encolerizado y atiborrado de miedo al igual que ella.

—Sube, por Dios —dijo, bajando las escaleras del sótano y tomándome de un brazo.

Había humo. Había olor a libros quemados. Pero no había llama prominente alguna.

—¡Me necesitan! —dije— ¡Las salvaré!

—¡Ulises! —gritó de nuevo.

Y la voz de Óscar se sintió en la puerta del sótano. Gritó mi nombre desde arriba para preguntarme por la leche. Devolviéndome en fracción a aquella negra habitación de tenebrosa y confusa realidad.

En ese momento avanzaba lentamente entre sábanas, toallas y ropas sucias tendidas en cordeles que cruzaban el sótano de lado a lado, rajando el camino impidiendo el paso libre hacia las paredes con calados en que había siete u ocho repisas tal vez. Todas y cada una de ellas adoptada de forma tal que ubicaban un enorme trozo de plumavit cubierto con alfombra de color azul marino, enmarcada por un grueso madero abisagrado y del que pendía un vidrio reventado por un motivo desconocido aparentemente, por lo menos en mi cabeza.

No había nada allí más que horridas marcas producto del fuego. Trozos de plumavit derretidos, gigantescos agujeros ennegrecidos bordeados de café.

Y alfileres. Cientos de alfileres metálicos en fila que descansaban en los pedazos que el fuego no había logrado alcanzar.

—Ulises —dijo Óscar de nuevo—. ¿Estás bien? —preguntó.

Y yo miraba las pizarras de exhibición. Me resultaban extrañamente familiares.

—No —murmuré para mí, perdido en ellas, tomando un trozo de papel bajo un alfiler.

El nombre científico de una mariposa aparecía grabado a lápiz con mi letra.

Intenté vagamente recordar lo que había sucedido, pero ninguna respuesta lógica fue capaz de llegar a mi cabeza más que el sueño embriagador que había sumido a Odiseo y que pronto me atraparía hasta llevarme consigo.

4

Sobre la mesita al lado de la cama, había una fuente todavía repleta con algunas golosinas que mi gato quisquillosamente había olfateado, aunque Titán se encontraba ahora dando vueltas de un lado para otro en la cama, entre las ropas de Óscar y las mías, decidiendo qué lado estaba más caliente y acogedor, para ser el anfitrión ideal y seguro con quien pasar la noche.

Junto a la fuente, descansaban las tazas de leche caliente que mi vista afanosamente clavada analizaba precisando encontrar algún microscópico rastro de las tabletas de doxilamina que previo a ser ingeridas, con sigiloso cálculo logré disolver y entregarle a Óscar para que lo alcanzara el profundo sueño que en esos momentos lo dominaba.

Sumido en los brazos de Hipnos.

Acompañado de las fantasías de Morfeo.

Y no había rastro alguno del medicamento en su taza.

Sentía el arrullo de un reloj. El TIC TAC estable y soberano que marcaba el augur de mi noche. Que me indicaba con afanosa impaciencia cual Conejo blanco en el brillante inframundo de Alicia
que llegaría tarde a mi destino.

—La mariposa —murmuró una voz.

Erguí la cabeza de entre las retorcidas fantasías que mi mente, en compañía de Odiseo, figuraban para mí.

—La mariposa —repitieron—. Síguela.

—¿La mariposa? —pregunté.

Reparé en el reloj cuyo sonido me mantenía bajo el trance que me retardaba. Las nueve cincuenta y dos. Tenía que salir en diez minutos para lograr llegar a tiempo a la Plaza de armas y cometer el crimen.

Sentía un vago murmullo en mi oreja. Zumbaba a mi alrededor un aleteo impaciente cual mosca rondando la pútrida carne de quien hubiere sido presa. Y la mosca susurraba en mi mente que ya era tarde, que debía partir. Que debía estar ordenando mis cosas para marcharme ya, mientras el efecto de la doxilamina mantuviera a Óscar dormido.

Antes de siquiera pestañear y percatarme del tiempo transcurrido, el televisor de la recámara alumbraba tenuemente mostrando el catálogo de Netflix para Óscar, oculto entre las sábanas, dándome la espalda, acurrucado entre las ropas de la cama donde entre sus omóplatos y el cuello, medio a medio entre las vértebras cervicales, dos líneas casi simétricas llamaron mi atención hasta acercarme un centímetro al frente desde la puerta de la habitación en que estaba y desde donde lo miraba.

¿Podían ser…? ¿Serían tal vez…?

Me acerqué otro poco más. Un centímetro más.

Estaba casi encima de él cuando mis manos frías tomaron las sábanas para correrlas un poco entre su piel, pero mis dedos palparon con singular ternura sus hombros hasta producir un involuntario movimiento.

—¿Ulises? —preguntó adormilado, inconsciente.

—Shhh —chité en un murmullo—. Duerme —murmuré acurrucándolo de nuevo.

—¿Estás bien, Ulises? —dijo, con los ojos entreabiertos, buscando una conexión con la realidad. Con el mundo de los vivos y despiertos.

—Tranquilo —susurré nuevamente—. Ulises no está —dijo Odiseo—. Pero le daré tu recado.

Luego de ello simplemente desaparecimos.

Envié un mensaje para recordar el momento exacto del encuentro en el museo y el siguiente fue un chat cuya duda me generó un ansia indescriptible por abofetearme. Pretendí enviar un texto instantáneo a Natalia para recordarle que nos veríamos en la estatua de Pedro de Valdivia, sin embargo, si iba a asesinarla, no podía darme el lujo de dejar un rastro que la policía pudiera seguir. Ese fue el motivo por el que le pedí cara a cara que nos viéramos en aquel lugar en primera instancia.

El cielo ennegrecido garuaba. Las luces del alumbrado público parecían más tenues y frías que nunca. Más débiles que en cualquier otra instancia.

Al salir de casa troté casi dos o tres cuadras previo a mi llegada a la estación. No quería mojarme, pasaría a rostro descubierto entre las cámaras, tenía una coartada que en cualquier momento podría rectificar con mi amable junta de esa noche. Y estaba tranquilo por ello.

Al subir las escaleras a la parada de metro, un trueno bullicioso surcó el cielo. Sentí su poder inmiscuyéndose hasta en mis huesos y poco a poco la garúa nocturna transformábase en lluvia moderada con gran probabilidad de cántaros. Y era un clima precioso. Magnífico. Un clima que amainaba gloriosamente bajo el significado latino de mi nombre.

Ulises: «aquel que guarda rencor». O «el que está bajo la lluvia».

Deslicé la tarjeta por el lector del torniquete y me encaminé hacia el andén. Se sentía una brisa bajo presión y el ruido ahogado de un gran artefacto acercándose a la distancia.

Sonreí cuando el metro que me llevaría dos estaciones arriba hasta VICENTE VALDÉS y de allí directo hacia la Plaza de armas, se detuvo frente a mí. Los cambios psicopáticos y sociopáticos entre Odiseo y yo me cansaban, de modo era que, sentía cuánto se tardaba el tiempo en transcurrir a mi alrededor en algunas ocasiones.

—Matar —dijo una voz sibilante.

Los vagones del metro pasaban frente a mí, pero no se detenían.

—Matar —susurraron de nuevo.

La brisa producto de la inercia de los vagones arrastraba basura de todo tipo. Un sinfín de papeletas, hojas de diversos diarios, envolturas de golosinas.

—Sangre —murmuró en mi oreja.

—¿Odiseo? —pregunté.

Una papeleta llegó a mis pies.

Era un folleto de alguien extraviado. Una chica. Una joven cuyo perfil similar al de Natalia me hacía penetrar una duda. Natalia. La chica del río. El cartel que tenía en mis manos era de otra persona.

SE BUSCA

ANNELIESE ERRÁZURIZ

Cualquier información

9 7982 8106

Hasta que reparé en su gargantilla. La gargantilla negra que identificaba a todo el arsenal de prostitutas que trabajaban a expensas de, ¿cómo había dicho Natalia? ¡Gael! En las inmediaciones de la plaza.

La chica también era una prostituta desaparecida que nadie extrañaría.

Alguien había estado secuestrando o asesinando personas de alto riesgo. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Con qué fin?

¿Que nadie repararía en sus ausencias? ¡¿EH?!

La chica de la fotografía tenía las cejas delineadas. Los colores se divisaban en blanco y negro, pero yo los imaginaba. Los ojos pintados en tonos violetas y azules, pómulos sonrosados, labios de color carmín, bermellón sanguinolento y atractivo.

El tren aún no se detenía. ¡Qué demonios sucedía! ¿Por qué Odiseo jugaba tan bruto con mis pensamientos? ¡Diablos!

Me erguí del suelo tras tirar el folleto de desaparecida al instante en que un vagón paraba frente a mí, enseñándome una vívida imagen del chico psicópata que me había seguido días antes, con su cráneo sangriento, destruido y carcomido. Diego le acompañaba, con las marcas de derrame petequial en sus globos oculares, signos de estrangulamiento. Los agujeros que el alambre de púas produjo en su cuello y su boca cubierta de sangre. ¡Dios! ¡Cuánta tortura como precio de mis insectos!

—¡AH! —exclamé de pronto. No de temor, pero sí de inquieta sorpresa.

Solo me miraron y sonrieron, como si perseguirme hasta desasosegarme y hacerme perder la cordura fuera su misión única, encomienda de los Dioses para cruzar las puertas del cielo.

Me volteé para corroborar su inexistencia.

Y estaba en lo correcto. Estaba solo. Solo y nadie más a una sana distancia de un par de metros que rondaban los quince o veinte. Un anciano de grises vestiduras lejos muy lejos. Dos chicas cuchicheando que bajan las escaleras desde los torniquetes. Un cura cuyo paso lento recordábame a Lancaster Merrin
y el murmullo de mis pensamientos acompañado de las psicóticas imágenes que Odiseo depositaba para mí, ambientaban a Pazuzu
en «El exorcista».

Y otros más en cuya existencia solo divagué debido al alcance de mis anteojos.

Volví a mirar en todas direcciones antes de reparar en el cristal de las puertas del vagón que me indicaban que estaba solo. Parado junto a la nada. Acompañado de la soledad absoluta.

—¡Cielos! —exclamé.

Hasta que mi doppelgänger me tiró del pelo hacia atrás, dejando mi cuello descubierto y su cuerpo tras el mío se reflejaba en el vidrio de la puerta del vagón como una enorme polilla negra, de alas extendidas hacia la negrura que abarcaba la estación.

—¡MATA! —ordenó furioso.

—¡Aaah! —grité temeroso.

Y repentinamente, la gente salía del vagón casi desierto. Si no entraba en ese preciso momento tendría que esperar otro tren. Entré presuroso e intenté no mirar los vidrios, ni un lugar que reflejara mi ser, que proyectara negrura, pero no podía no pensar en las alas que Odiseo me había mostrado. Eran de una polilla. Una Escalapha odorata, un lepidóptero ditrisio de la familia de las Erebidaes.

—¿Por qué haces esto? ¡eh! —dije. Pero no contestó— La polilla —murmuré.

Miré mis manos temblorosas. El párpado latente. La vista cansada que se borraba como si fuera a desmayarme.

Exhalé con notorio desasosiego. Soplé en mis manos para calentarme.

Moví mi pierna derecha inconscientemente, una y otra vez. Troné las coyunturas de mis dedos, movía mis dedos, inquieto. Miraba en todas direcciones corroborando que Odiseo o las fantasías que el cansancio enviaba a molestarme, no se aparecieran.

Estaba nervioso, ¿pero por qué? ¿Por matar? ¡No! ¡Era imposible! Ya había matado dos veces antes y en ningún momento tuve esa desagradable sensación. Aunque…

Le frente me transpiraba.

En ambos casos estuve con Odiseo. Él había tomado el control.

Ahora en cambio.

—Estás solo —susurraron tras de mí.

Me volteé aterrado y en el cristal de la ventana, hacia las afueras del túnel, una polilla descansaba, mirándome, murmurándome. Augurándome cuanto infortunio llegara a imaginarme.

Mictlanpapalotl —musité aterrorizado.

Eso fue todo, y nada más.

5

Con la vista clavada al suelo, mi única conexión con la realidad era la voz del altoparlante infomándome que la estación siguiente era PLAZA DE ARMAS, por consiguiente, debía bajar del vagón y sumirme a la tempestad que afuera se desataba para emprender el camino hacia el mefistofélico fin que dominaba en ese momento mis acciones. Aunque, siendo claramente objetivo, no podía catalogar tan despectivamente mis anhelos. Era por una causa fiel a mis convicciones. Fuere como fuere, y si piensas que es egoísta actuar frente a todo pronóstico sin dimensionar las consecuencias, el comentario único que podría narrarte al respecto seguramente me haría parecer un monstruo.

«No creo que el fin justifique los medios, querido lector. Pienso firmemente que el criterio objetivo respecto a un determinado fin es suficiente para respaldar el modo de alcanzarlo».

Cuando salí de la boca de la estación, mi primer pensamiento fue recordar que hacía un rato había estado en la cafetería frente a esta. Las terrazas demarcadas se hallaban ahora vacías y solitarias.

—La puta —mencionó mi doppelgänger en un murmullo sibilino.

Estaba ahí conmigo.

—Encuéntrala —murmuró en mi mente.

La lluvia caía a cántaros, caminé hasta inmiscuirme entre las palmeras de la plaza, saqué de mi mochila una vieja navaja para rasurar que previamente había afilado y la metí entre mi ropa.

La idea era sencilla para con Natalia.

Le rajaría la garganta y mientras se desangraba hasta la muerte, cuyo fin médicamente desconocía, le quitaría la mariposa del vientre, lo depositaría en el frasco y me iría.

Traía conmigo dos pares de guantes. Me pondría un par clínico y sobre ellos, unos de lana para despistar cualquier duda de Natalia aludiendo al clima, aunque pensándolo, no tenía forma de excusar mi falta de paraguas siendo que la tempestad sacudía en todas direcciones y previo al encuentro ya había grandes augurios de fuertes tormentas. ¿Por qué me prepararía solo con guantes y no con paraguas?

No me carcomería la mente pensando. Así había sido y punto.

Crucé tal como había hecho horas antes —en lugar de dirigirme hacia la catedral y caminar desde allí directo hacia el monumento—. Me inmiscuí entre las prostitutas que se acercaban a coquetearme ofreciendo sus exóticos servicios, enseñándome todo cuanto la escasa ropa que traían puesta, pese a la lluvia, les permitía enseñar a quien se les cruzara. Hice de cuenta que ninguna de ellas existía. Me puse los audífonos del móvil y escuché un poco de música en el corto trayecto que me disponía a caminar. Isole
de Tancredi le daba un aire especial, jovial y fluorescente a aquel lóbrego clima capitalino que bajo la lluvia lograba disipar un poco esa amarga aura que hacía de Santiago tan asquiento e insoportable.

A la distancia noté una silueta a los pies del corcel monumental. Sentada en la base de la estatua, Natalia me esperaba, abrigada bajo la lluvia y con un paraguas que prácticamente volvíase inútil por mucho que intentara detener el agua.

—¡Ey! —exclamé, sonriendo verdaderamente, echándome a trotar cubriéndome un poco.

—¡Ey! —saludó ella, apeándose de la base de la estatua.

Nos miramos un segundo, antes de besarnos las mejillas.

—¿Cómo estás? —pregunté— ¿Mejor? —aludí al incidente de aquella jornada.

—Un poco —murmuró casi inaudible debido al bullicioso titilar de la lluvia.

—¿Buscamos un lugar menos expuesto? —propuse riendo.

Ella sonrió.

Me cogió del brazo y me ubicó bajo el paraguas a la par que caminaba en dirección a la plaza.

—¡Eh! —exclamé— En la otra dirección —señalé la avenida Monjitas, donde horas antes había adquirido el formaldehído—. Debo juntarme con alguien —agregué haciendo un amago de sonrisa—. Acompáñame un par de cuadras.

—Ulises —dijo ella, queriendo acceder, pero temerosa—. No puedo. Sabes que tengo que quedarme aquí.

—¡Por favor! —supliqué— Solo un par de calles. En el camino te entregaré el Malleus maleficarum.

Aquella idea parecía agradarle.

—Solo un par de cuadras. Gael se enojará si no estoy aquí o, con algún cliente por lo menos

Sonreí otra vez. Saber que mi mariposa estaba tan próxima a ser mía me contentaba como un niño visitando una dulcería.

—Tranquila —le dije—. Esto será breve —sonreí con una lúcida malicia que Natalia no notó.

Caminamos lentamente por la orilla de la calle, bajo la techumbre que nos refugiaba de la tormenta.

—¡Ya! —exclamó Odiseo— ¡Mátala!

—Silencio —murmuré bajo la lluvia.

—¡Hazlo, inútil! —ordenó.

El corazón me palpitaba rápidamente, acelerando incansablemente su pulso.

—¡No! —dije— ¡Espera!

—¿Dónde conseguiste el libro? —preguntó Natalia.

Le miré sonriente, intentando olvidar que Odiseo estaba allí.

—Llamé a algunos amigos de las imprentas conque trabajamos.

—O sea que, es un libro que no se encuentra a disposición del público.

Cruzamos un ventanal que indicaba, posiblemente, que los dueños del local aún se encontraban dentro, puesto que las cortinas metálicas debían estar bordeando el suelo y, ello aún no ocurría.

Mis ojos relucían de un azul eléctrico. De un azul celeste cargado de energía violenta y sangrienta, indicándome que Odiseo perdería los estribos si no le hacía caso, pero yo no era su títere. Yo no era su muñeco de juegos. Él me pertenecía a mí, no yo a él.

—Es un libro extraño. Eso es todo.

El corazón me palpitaba más y más rápido. Sentía el filo de la navaja entre los bolsillos llamándome, indicándome que la tomara y la utilizara para el maravilloso fin que la esperaba.

¡Oh, gloria de los Dioses!

—¡Ya, mátala, con un demonio! —gritó Odiseo— ¡Mátala, puerco inútil y degenerado!

La lluvia me escurría por la cara. Natalia me miraba desde mi izquierda y el reflejo de los ojos de Odiseo me empapaban de un aterrador miedo al hacerme presa, por primera vez, del ansia de asesinar a alguien por mi cuenta. Por mi mano. Sin que él tomara control más que para motivarme —cruel y despectivamente—, a hacerlo.

—¡Espera! —musité.

El ruido de los cántaros amortiguaba mi riña interna.

—¿Te sientes bien? —preguntó Natalia.

—¡Sí! —dije, volviendo a la realidad.

Unas chicas venían en nuestra dirección desde la cuadra siguiente. Escasamente las notaba debido al paraguas sobre ellas, la luz amarillenta que envolvía en sepia el ambiente y la lluvia que nos enceguecía.

—¡Anda! —volvió a decir Odiseo— ¡Hazlo!

—¡Shhh! —chité, volviendo mi cara hacia un lado.

—¿Seguro? —preguntó Natalia arrugando el entrecejo.

Era una acción recurrente que lograba encasillarme bajo el término de «emocionalmente inestable». Ver en los rostros esa señal de duda referenciando que algo anormal había en mí, me causaba y causa aún hoy, un enojo que extrañamente no puedo explicar. Una repulsión visceral que, no tiene definición aparente, pero que puedo controlar y hacer parecer como que no me importa o afecta.

—¡Sí, sí! —exclamé— Estoy seguro.

Avanzamos otro par de metros hasta una esquina. La calle Enrique MacIver estaba prácticamente frente a nosotros. La calle hasta donde seguí a Danielle la primera vez. La primera vez que una mariposa tan bella había dominado mis sentidos. Que me había enceguecido al punto de esquivar mi ruta solo por apreciarla, por contemplarla. Por hablarle hasta hacerla mía.

La mirada fija en la nada, más allá de Natalia, levantó en ella otra vez la duda insaciable.

—En serio —me dijo—. ¿Te sientes bien?

Pero no le contesté.

Me quedé quieto y callado. Recordando la Cola de golondrina verde.

—Sabes, creo que será mejor que, vuelva a la plaza.

—¡No! —exclamé.

—¡Mátala! —gritó Odiseo en mi interior.

—Ulises, otro día me entregas el libro, ahora quedará mojado y, en serio, será mejor que…

—Dije que no —la tomé del brazo, nos inmiscuimos por la calle MacIver y en todas direcciones nadie nos miraba.

—¡Me lastimas! —exclamó.

Odiseo susurraba tras de mí. Tras de mi oreja.

—Córtale la garganta. Rebánale el tatuaje y vete. ¡Hazlo! —dijo.

—Cállate —murmuré.

El corazón se aceleraba todavía, el párpado me temblaba y los anteojos mojados se empañaban.

—¿Qué había en el papel que le encontraron a tu amiga? —pregunté en un tono indiferente, casi sin expresión.

—¿Qué? —preguntó Natalia confundida.

—Sí lo sabes —observé—. Sabes a qué me refiero.

Se quedó callada, mirándome.

—Una serie de números. Unos y ceros —contestó al cabo de un segundo.

—¡MATALA YA, MARICA! —espetó Odiseo.

—¡Que te calles! —grité a mi doppelgänger, ofuscado notoriamente, mirando hacia atrás como si…, como si allí estuviera. Como si detrás de mí se encontrara, sacándome de quicio como las moscas que oía zumbar en mis oídos. ¡Maldito sea!

Y Natalia me quedó mirando, aturdida, anonadada. Estupefacta.

—¿Qué dices? —sus ojos se llenaron de temor en lágrimas.

—¡Mata a la puta! —Odiseo hablaba a través de mí, fuerte y claro como aquella noche en el callejón.

—¿Qué? ¡Qué dices! —la chica intentaba zafarse de mis manos— ¡Suéltame!

—¡No! —dije— ¡Tú tienes algo que es mío! —aludí a ella y su tatuaje.

—¡Ya, maldición! —gritó Odiseo, nuevamente con mi voz.

—¡Que te calles, Ulises! —dije, pero refiriéndome a mí. ¿Por qué? ¿Por qué lo había nombrado con mi apelativo?— ¡Esta vez yo la mataré!

—¡Pues hazlo, maricón inútil! —su soez motivación era fundamento suficiente para que el odio dominara mis acciones.

—¡Ulises! —exclamó Natalia.

Sentía en mis dedos el calor de los guantes pese a lo empapados que estaban. La puta miraba mis ojos bicolores relucientes bajo la lóbrega luz de los amarillentos postes del alumbrado público.

Era mía.

—Suéltame, por favor —suplicó.

—¡Córtale el cuello! ¡De una vez! ¡Solo hazlo!

—¡Déjame solo! —le grité, casi desgarrándome la garganta. Raspando las cuerdas vocales tanto mías como de Odiseo. Quedando arenosas cual desierto atacameño bajo la ira de un sol furibundo.

Y en un abrir y cerrar de ojos, un ángulo perfecto apareció ante mí.

Me quité los guantes de lana con total naturalidad hasta quedar al descubierto el par clínico. Natalia arrugó el entrecejo, asustada y confundida. Era obvio.

Y no fue necesario más que erguir mi brazo fuertemente hacia ella y cruzar de lado a lado con la navaja firme entre mis dedos a través de su garganta.

Un escupitajo de sangre brotó de su boca en el instante mismo que caía de rodillas al suelo cuando nadie nos miraba. Cuando mis lentes empañados me producían el escalofrío de desollar errático el tatuaje.

Pero estaba muerta y la Tronadora azul ya era mía.

Me hice del fresco entintado sobre su piel tanto como la deseaba. Guardé el pliego de piel en el frasco que pronto llenaría de formalina y conservaría perpetuamente, como un sagrado lienzo o la pintura más importante de Rafael Sanzio.

Y así como en las otras ocasiones, una mariposa salió volando del trozo de piel faltante en su cuerpo. De su vientre.

—Eres hermosa —le dije al ejemplar.

Y su rastro azuloso fosforescente, similar a la literaria similitud con el fulgor de un polvo de hadas, desaparecía entre la lluvia. Entre la tormenta. Entre los cielos ennegrecidos cargados de truenos y relámpagos. Entre los destellos amarillentos que superaban la barrera del sonido ante cada estrepitoso crujir del viento sobre nosotros.

Y entonces lo noté.

Noté inquieto la escena frente a mí.

Natalia me miraba.

Estaba muerta, sí. Pero sus ojos cargados de amargura, tristeza y pánico se enclavaban en los míos, con la expresión del terror augurándome horridos desenlaces. Como la polilla del tren. Como aquella magnífica pero pavorosa mictlanpapálotl.

¡Oh, por los Dioses!

—¿Y tú qué me ves? —preguntó Odiseo, perdiendo los estribos. Despectivo y peyorativo.

Pero desasosegado. Inquieto.

Estaba inquieto. Y eso me asustaba.

Capítulo XVI

El encuentro

1

Cuando me erguí completamente convencido de que Natalia estaba muerta, su tatuaje estaba seguro en el frasco y la mariposa que había salido de ella ya había volado lejos entre la tormenta, me limpié los anteojos empañados para autoconvencerme de mi solitaria presencia en aquella calle que durante el día notábase enteramente concurrida.

Y en efecto lo estaba. Nadie más que víctima y victimario se hallaban en la penumbra de aquella avenida.

En el silencio profundo de aquel oscuro ambiente la quietud callaba, perturbada únicamente por el crepitar inquieto de la lluvia que ahora llegaba a parecerme incluso estrepitoso y profano, después de acallar en él el gimoteo lastimero que con tanto auxilio solicitó anteriormente quien ahora se había transformado nada más que en materia inerte.

—El código —murmuró Odiseo en mi mente.

Recordé entonces qué debía hacer a continuación.

Gracias al actuar de los inoportunos periodistas que habían detallado el hallazgo de una secuencia numérica en la anterior prostituta, y a que Natalia la había descrito como una sucesión indescifrable de unos y ceros —probablemente al azar—, arranqué de un cuaderno que traía conmigo en la mochila una hoja, recorté cuatro mitades y en una de ellas añadí un par de números consistentes con lo que la muerta que ahora yacía en el suelo había definido.

Unos y ceros.

Imprecisos. Inconcretos. Vagos y al azar.

Lo doblé un par de veces aún con los guantes clínicos puestos y lo escondí entre sus bolsillos. La caligrafía sobre el papel mojado, la tinta descorrida y el pulso apretado producto del artefacto quirúrgico, había cambiado completamente la forma de plasmar mi letra en aquella deshecha superficie.

—Con eso bastará.

Y una presencia me bufó en la nuca. Sentí el aliento pesado y caliente rozar mi cuello hasta la oreja y erizarme la espalda hasta el interior de la médula.

Una punzada penetrante acaeció en mi ojo izquierdo hasta producirme tal dolor que sin pensarlo si quiera, apreté mis dientes ahogando un grito rasposo mientras que, con las manos enguantadas y aun así empapadas en sangre, me presioné la cuenca imaginando que aquella vaga acción limitaría el dolor hasta atenuarlo o exterminarlo por completo.

—¡Por Dios! —exclamé adolorido— ¡Aaah! —grité ahogado— ¡Duele!

Y me erguí.

Me apeé del suelo en que yacía tirada Natalia mientras sus ojos abiertos y fríos se llenaban de agua, escurriendo como lágrimas a la par que rosaban su garganta llenándole la boca.

—¡Deja de mirarme! —le dije.

Pero ella continuaba. Me miraba culpándome. Insinuando silenciosa cuanto agravio, egoísta y sin escrúpulo alguno corría por mi mente.

—¡Deja de mirarme, maldita puta! —le grité irascible.

—¡Cállate, imbécil! —exclamó Odiseo, sin saber si en mi cabeza o entre mi garganta.

Pero no podía evitarlo.

Natalia estaba ahí, tendida, con sus ojos gélidos y empañados mirando directamente a los míos, penetrando mi ser, mi alma toda que, queda se encontraba, arrinconada en un estado incontrolable de insuficiencia viva, incapaz de relacionar la realidad con la imaginación o la situación cuya agravante falta ahora me situaba en el llano recoveco de un pecado.

Sentía una severa falta en mi consciencia. Pero ¿por qué? ¡No había hecho nada malo!

¡NADA MALO!

¡Nada!

—¡Por qué! —grité entonces, intentando desahogarme— ¡Por qué!

La lluvia me mojaba. Me empapaba por completo.

—¡Por qué, maldita sea! —exclamé de pronto, con tanta ira sobre mí, sobre todo yo, que fui incapaz de evitar patear el cuerpo sin vida de Natalia tirado en el suelo— ¡No me mires! —le dije— ¡Deja de mirarme! ¡Deja de verme!

Y lo pateé otra vez. Y otra vez más.

No había nadie que constatara lo que ocurría. Que apreciara con horrible encanto cuanto odio desencadenado en mis acciones me acercaba más y más a la ruta del cadalso en que mi vida seguramente terminaría.

—¡Que no me mires, puta! —maldije otra vez entre las miles de veces que lo había hecho antes.

Y una voz me murmuraba.

La calle estaba desierta. Solo Natalia y yo, apartados en la negrura de la avenida. Pero una voz me hablaba, me murmuraba hechizado por la fantasía del crimen.

—Bien hecho, Ulises —me decía, casi paternal.

—¿Quién anda ahí? —pregunté.

—Perfecto, muchacho —dijo otra vez—. Lo has hecho perfecto.

Miré a Natalia, tirada en el suelo.

El rostro se me desfiguró de nuevo y la volví a patear. Me hinqué para golpearle el rostro y sus ojos otra vez se cruzaron con los míos.

Estaban enrojecidos. Impregnados con la pavorosa sensación del miedo incrustada en la retina.

—¡YAAA! —grité— ¡Tus putos ojos! ¡Deja de mirarme!

Y el silencio apareció nuevamente. El pulso en mi párpado. Diferente al de siempre, pero, ahí estaba. El dolor de hacía un rato se aminoraba. Podía respirar, contenerme y recuperar mi cordura.

Y la voz tras mi oreja me habló.

Susurró sibilino mientras me quitaba los anteojos.

—¡Quítaselos! —murmuró entonces.

2

En cuanto asomé mi desgraciada presencia a los límites del museo Bellas Artes, noté que nunca acordé el lugar exacto de encuentro. Si en el frontis por la calle José Miguel de la Barra, o en el costado por Ismael Valdés Vergara.

Sentí cómo Odiseo palpaba con irritada decepción su cara al haber omitido un detalle con relativa importancia, pero opté sanamente por sonreír ante el hecho, abrir el paraguas que sustraje sin remordimiento alguno de las frías y rígidas manos de Natalia y avanzar por la avenida cuya vereda próxima limitaba con la escalinata de acceso al museo.

La lluvia salpicaba ligeramente menos que durante el tenso deceso de quien fuere la mujer cuya mariposa en su vientre la había atraído hacia mis manos hasta la muerte. El paraguas crepitaba sintiéndose un murmullo ahogado, como el molesto chasquido al salpicar una caja de cartón.

Pero a pesar de todo sonreía.

Sonreía contento, feliz. Como si los motivos sobraran a mi alrededor.

Me hallaba enteramente inmerso en la alegría de tener en el dominio de mi ser dos fantásticos lepidópteros que contemplar por toda la eternidad: mis bellas Tronadoras azules.

Tras cada paso que daba hacia el palacio, el monumento de Rebeca Matte Bello «Unidos en la gloria y en la muerte» se hacía más grande. La imagen de Dédalo sosteniendo la inerte figura de su hijo Ícaro me rompía el corazón. Era una escultura preciosa, cuya simbolización de la ambición y caída, ascenso y descenso por medio de estos personajes pertenecientes a mis griegas aficiones, llenábame de incomprensibles sentimientos. ¡Oh!

Aquel rincón de mundo se volvía mágico a cada instante. Frente a la escultura y cruzando la avenida, se erigía cada vez más imponente al acercarme, como emergiendo de la negrura del parque forestal, la titánica figura cuya presencia magnífica e impertérrita, desencadenaba más emociones de inexplicable goce para mi sola persona la «Estatua a la gloria» de Guillermo Córdova.

Para mí solo.

Desde allí lo miraba. Contemplaba enteramente expuesto a los sentimientos, emociones, fantasías y temores que los escultores quisieron plasmar para le aterradora perpetuidad.

—Son hermosas ¿no? —preguntó alguien tras de mí, acercándose poco a poco hasta que nuestros paraguas chocaron en los tacos de sus varillas.

—¡Ey! —exclamé— ¡Cómo estás! —pregunté.

Luego hubo silencio.

—Lo siento. Creo que —una pausa—, que la respuesta es obvia. ¿Cómo está Jason?

Y Patricia me miró con sus ojos apenados, fijos en la escultura frente a nosotros, pero con la luz amainando en su expresión de fría tristeza.

—¿Sabías que, esta escultura fue donad…?

—¿Donada por la comunidad francesa en el centenario, en 1910? —dije quisquillosamente.

Patricia sonrió.

—Claro que lo sabías.

—La diseñó Guillermo Córdova junto al arquitecto francés Henri Grossin. El conocido «Monumento de la colonia francesa al centenario de Chile».

Y Patricia volvió a sonreír.

—Pero algo me dice que, no estamos aquí para hablar de escultores, esculturas ni arte —dije al cabo de un silencio pulcro que ni la lluvia lograba interrumpir.

Y el crepitar de las gruesas gotas crujían en las calles. Explotaba en la acera, en el duro suelo cimentado en piedra mientras el viento desviaba el aguacero en diagonal.

Pero, aun así, parecía presa del sigilo.

—Él no lo mató —dijo Patricia fríamente.

Y tanto Odiseo como yo, aguzamos el oído. Penetramos con nuestras miradas a pesar de la tormenta y nos sumergimos entre los pensamientos del cuerpo en cuya clavícula posaba magnífica, la mariposa Monarca que también tanto quería. En su juicio denso y robusto, como arboleda del parque al otro lado de la calle.

—¿Qué? —pregunté con la mirada congelada en aquella breve oración.

«Él no lo mató».

—Esta mañana la PDI llegó hasta la librería preguntándome por Jason. ¡Lo buscan por el homicidio de Diego, Ulises! —sollozó Patricia— Y, me hicieron preguntas. Muchas preguntas. Entraron a mi casa pensando que yo lo estaba ocultando —sus ojos brillaban llorosos aun en la oscuridad.

—¿Tenían una orden de cateo?

—Un motivo aparente para allanarme —dijo—. P-p-o-po-or-por-q-ue-e s-s-o-so-m-mos p-pa-a-pa-are-parej-a —tartajeó

—No me extraña —dije—. También nos visitaron a nosotros y, Olivia casi sufre un infarto de la sorpresa que le produjo el que me consideraran sospechoso de homicidio. Pero no entraron a mi casa. No había causa justificable.

Odiseo me murmuró.

Al pendiente le presté atención, pero sin dejar de oír a Patricia.

—Está oculto —comentó Patricia.

— ¿Dónde? —pregunté a mi interlocutora.

—No puedo decírtelo —sollozó—. Si te lo digo, estarás obligado a mencionárselo a la policía —tragó saliva—. Pero mientras lo ignores, no les estarás ocultando información y no podrás decirles nada fuera de lo que ya les has dicho —inspiró hondamente—. Pero, él no fue. Puedo asegurarte de que él no mató a Diego. ¡Se amaban!

—Créeme que lo sé —dije sin un ápice de suavidad, aunque sin insinuar nada al respecto.

—Jason estuvo en el momento y lugar equivocados. O, ni quiera. Estaba drogado, tú lo sabes. ¡Estuviste con él! ¡Pero no recuerda nada! ¡Ese es el maldito problema!

«Mencionó que hablaron de lo que había consumido y, luego de unas cosas relativas a otro crimen y las cadenas de televisión. Luego salió a tomar un respiro hasta que, no recordó cómo volver y, despertó bajo unos juegos en la Plaza del Inca».

—Casi estuve a su lado —murmuré recordando la ubicación de aquel lugar.

—¿Qué? —preguntó Patricia, sollozando todavía.

—¡Sí! —exclamé— Yo avancé hasta un supermercado a 700 metros del ICON. ¡La plaza del Inca está a casi la misma distancia!

Luego exhalé. Me palpé la frente mojada y respiré de nuevo.

—No puedo creerlo —dije—. De haberlo recordado, tal vez lo habría encontrado.

Patricia inspiró hondamente otra vez.

—Él no fue.

—Me causa extrañeza que la policía no lo hubiera encontrado. Se supone que, el patrullaje en Santiago suele ser algo más —busqué la palabra o expresión—. Expedito en función de la ley.

Patricia caminó hacia las escalinatas del museo. Había un par de bancas a disposición, vacías todas debido a nuestra única presencia, pero aun así decidió sentarse en el tercer escalón frente al palacio. Sacó una cajetilla de cigarrillos y puso uno de ellos entre sus labios, que solo hasta aquel entonces noté estaban pintados.

—¿Tienes fuego? —preguntó poniendo el cigarro en su boca, escondiéndolo de la lluvia para evitar que se mojara y buscando algún encendedor por entre todos sus bolsillos.

—No fumo —contestó la inercia primitiva, producto de contestar tantas veces aquella pregunta en la misma situación.

Patricia encontró lo que buscaba.

—¿Por qué cuando nos preguntan por fuego, quienes no fumamos respondemos lo mismo?

«No fumo —contoneé los ojos—. Es un problema.

Y cada persona o institución tiene una acción automática para diversas situaciones estándares. Ya ves: los no fumadores inconscientemente contestamos que no fumamos cada que una persona con un cigarro nos pregunta si tenemos fuego. Ustedes las mujeres siempre alegan que todos los hombres somos iguales cuando sus parejas hacen algo que por X motivo, las enerva —reí al decirlo—. La policía tilda de maníacos asesinos, psicópatas, ladrones o cualquier otro apelativo peyorativo común para delinquir a cualquiera que se les cruce frente a una investigación. ¡Aludiendo a una causa probable! —reí más fuerte— ¿Sabes? Ahora creo que las causas probables solo son una pésima excusa para justificar la ineptitud de dar con los responsables reales de un crimen».

Patricia, encendió el cigarro, sorbiendo el filtro y echando una bocanada de humo que hacía parecer la obra de Rebeca salida de entre las tinieblas.

Me paré frente a ella. Odiseo murmuró tras de mí otra vez. Estaba relativamente más activo, centrado y analítico. Observé a Patricia en silencio mientras mi doppelgänger hablaba a mi estado consciente, saqué entonces mi teléfono del bolsillo y miré la hora: eran más de las once y veinte, pero, en su lugar, entré a los ajustes del móvil en lo que Patricia daba largas bocanadas a su cigarro, cambié sigilosamente la hora automática por la manual, y retrasé once minutos la hora exacta.

En lugar de las 23:20, eran las 23:09.

—¿Crees que haya algo que podamos hacer? —preguntó Patricia.

—¿Algo como qué? —dije.

—Es inocente. No es un homicida. Pero lo acusarán y culparán de todas formas.

Dio un último sorbo a la barra de tabaco.

—¿Sabías que, le quitaron un trozo de piel a Diego?

Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Cada vértebra de mi columna se llenó de una fría sensación que hormigueaba y agradaba como el cosquilleo de un escalofrío. Solo que, este no advertía una mala sensación, sino todo lo contrario.

—¡Oh! ¡Cómo olvidarlo! —musitó Odiseo— ¡Sus ojos desorbitados! ¡Su lengua hinchada! ¡LAS PÚAS INCRUSTADAS!

—Prosigue, Odiseo— dije para mí —¡Prosigue!

—El tatuaje, desollado. Maravilloso. La mariposa que salió de su costado —Odiseo inspiró excitado.

—¿Qué trozo de piel? —pregunté a Patricia, completamente sumido en la ignorancia más realista que pude representar.

Se apeó de las escaleras y caminó hacia la obra de Rebeca Matte.

—Tenía una mariposa en la costilla. Un tatuaje. Y se lo quitaron.

¡MI PRIMERA TRONADORA!

—¡Cómo crees que Jason iba a hacer tamaña atrocidad! ¡Por Dios! —exclamó luego.

Y mi rostro interno reflejaba deseo. Representaba una auténtica felicidad por su mariposa, bien conservada en los confines de mi casa que pronto erguiría un refugio absoluto entre las sombrías paredes subterráneas que la mantenían en pie, junto a su compañera, a su igual que ahora llevaba tras mi espalda, en la mochila junto a la maldita mirada de Natalia.

¡Sí! Sus ojos también iban allí.

—¿Sabes? —dije— La estigmatofilia es una parafilia, no sé qué tan común, pero, que se caracteriza por la excitación producida por los tatuajes, perforaciones o cicatrices en general. Aunque en algunos casos, llega a ocurrir solo por una de estas características.

Patricia me miró extrañada y aterrada.

—¿Dices que Jason es un…, parafílico de los tatuajes?

La miré un segundo.

—No, no, no —farfullé—. Digo que, la persona que mató a Diego puede tener algún raro fetiche con los tatuajes —saqué mi teléfono nuevamente para desbloquearlo y ver la hora que previamente había manipulado.

Patricia y yo vimos las once y dieciséis de la noche.

—Los programas de criminales me han dado muchas ideas al respecto —sonreí.

—Eres como el doctor Reid —esbozó una sonrisa, o al menos un amago.

Ella se acercó otro poco más la estatua frente al museo y dejó la colilla de cigarrillo entre algunas de las grietas. El filtro estaba ligeramente manchado producto del pintalabios, y pensé que, tal vez, podría servirme que ocultara un poco más aquella basurita para que fuere imposible de sacar.

—Creo que, se me ocurre algo para ayudar a Jason —dije.

Patricia me miró desde la sombra que proyectaba el monumento. Su paraguas estaba ladeado por el viento y el agua nos empapaba de igual forma a ambos.

—Te has preguntado alguna vez ¿qué pasaría si, tus cualidades mentales las utilizaras en contra de la humanidad?

Los lentes se me empañaban y las gotas resbalaban por el cristal delante de mi cara. Mis ojos se borraban y el ocelo izquierdo brillaba. Destellaba en un azul frío, eléctrico y fulgurante que imponía inquietud.

—¿Crees que el asesino vuelva a actuar? —preguntó luego.

Odiseo estaba al pendiente de la conversación, y volvió a murmurar.

—Sí —dijo a Patricia—. Claro que sí.

3

El sótano estaba sumido en la total penumbra mientras yo emergía de él, como un demonio que abandona el ameno abismo de la miseria. Cerré la puerta silenciosamente, aunque el maldito chirrido aullaba hasta casi hacerme perder la paciencia y dar un estrepitoso portazo. ¡Cómo odiaba aquella situación!

La Tronadora azul reposaba deslumbrante en un frasco de iguales dimensiones al que contenía la mariposa de Giacomo. Ambas estaban sumergidas en formalina, sobre una repisa y ocultas tras un velo que pronto no sería necesario ya que, pretendía prontamente comenzar la construcción de un estante al interior de la pared cuyos relieves la ocultarían de cualquier ojo fisgón que se introdujera por motivo cualquiera en el subterráneo de la casa. ¡Ja, ja, ja!

Me dirigí a la cocina por un vaso de agua alumbrando únicamente con la linterna del móvil, inmerso en la agradable oscuridad que día a día, pensamiento tras pensamiento se mimetizaba en la amarga aura de mi alma, en la negra y lóbrega mancha de hollín que teñía mi consciencia de tizne, pero que me hacía sentir como preso de una agradable sensación. Una delirante percepción de felicidad que vibraba en mis huesos mientras el agua de la llave llenaba el vaso para beber.

La dopamina.

Sonreía a causa de la alegría.

Excesiva, desmedida, superflua y excedente felicidad.

—Ulises —dijo Óscar, acercándose hacia mí, rodeándome la cintura y atragantándome con el agua mientras tragaba—. ¡Lo siento! —exclamó al notar el incidente.

—¡Ey! —dije— Te hacía dormido —agregué recuperando el aliento de aquel incidente que no vi venir.

La doxilamina había cometido su acción a la perfección.

Óscar me volteó hacia sí, se adentró en el color tenue de mis ojos y contempló el brillo que producía la baja luz en compañía de las emociones que previamente había comentado. Besó mi frente un segundo, asimilándome como un pobre animal herido tal vez, como si estuviera en la posición de un indefenso ser sin objetivo claro o definido por el que protegerse.

Sin embargo, se equivocaba. Pretendía estar al pendiente de todo mientras Odiseo, activo, reaccionaba sin un vago ápice de remordimiento por nuestras acciones.

—Te quiero —me dijo.

Cerré los ojos un momento.

—Te quiero —murmuré, acercándome a su pecho mientras sus manos bajaban hasta las mías y el roce de sus dedos escoció en las heridas todavía frescas de la noche en que rompí mi ventana para poder entrar a casa— ¡Sss! —siseé de dolor empuñando mi mano derecha.

—¡Qué! —preguntó Óscar en un respingo— ¡Qué ocurre!

—Mi mano —dije, levantándola para ponerla bajo la llave del agua.

Le di la espalda al tiempo que se acercaba otro poco más a mí, abrí el grifo y puse la extremidad bajo este para atenuar tan si quiera un poco el escozor palpitante.

—Deberías tratarte esos cortes —dijo—. ¿Cómo fue que te los hiciste?

Apoyó su mentón en mi hombro y miró el agua correr encima de mi herida. El roce de su barba me raspaba, agradable, me hacía sentir un cosquilleo que hormigueaba hasta mis costillas y producía un involuntario movimiento, retorciéndome hasta sentir toda cercanía de él.

—Se me quedaron las llaves de la casa en el polerón de la tienda, y no tuve más que romper la puerta de corredera para entrar —me volví hacia él—. Parece un chiste mal contado —agregué mientras el roce de nuestros cuerpos aumentaba la temperatura. Su pecho desnudo, semi velludo transpiraba. Se apreciaban unas tenues gotas de sudor.

—¿Lo olvidaste en la tienda? —preguntó acercándose otro poco más a mí.

—Te dije que era un chiste mal contado —sonreí—. Se me olvidó mencionar el detalle que rompe el esquema de la realidad —añadí—. Estaba algo enfermo y, no noté que las puertas del vagón se habían cerrado con un trozo del polerón atascado entre ellas, así que rápidamente me lo quité y, el vagón se fue con mi polar colgando.

Óscar se rio.

—Tengo que ir a por él —dije.

—Sí —convino—. Mientras tanto, creo que no deberías preocuparte tanto.

Y se acercó otro poco más.

Estábamos siendo presa de nuestros instintos. No podía evitar sentir el calor de su cuerpo. Expelía un esquicito aroma, los vellos de su pecho me gritaban que los besara, y nuestras erecciones juntas, escondidas aún bajo los bóxeres parecía que no se contenían.

—¿Quieres? —dije, entrecortado por el deseo.

Me miró un segundo. Me besó la frente y sonrió. Exhaló una risa que me enseñó sus Brackets azules. Mi móvil se encendió notificando la batería baja y la hora manual que había manipulado: siete minutos para la medianoche.

—Quiero todo —me dijo—. Hacerte todo cuanto se nos ocurra.

Y me besó, se echó encima de mí mientras nuestras erecciones se rozaban gozosas, en lo que mis manos recorrían su espalda desnuda y tonificada pese a su lánguida apariencia sobre la ropa. Me acarició con ganas, me tocó sin la menor reserva y no me molestaba para nada que lo hiciera. Me llenaba de locura que apretara con fuerzas mis glúteos bajo mi ropa interior, o que enérgico, me sentara sobre el mueble del grifo.

Y lo besé yo. Y la ropa desaparecía.

Hasta que nos detuvimos frente un incómodo acontecimiento.

—Qué inoportuno eres, Titán —dije a mi gato, que silencioso aparecía para rozarse entre las velludas piernas de Óscar.

Y tanto él como yo sonreímos. Nos besamos otra vez y nos detuvimos. Dejamos que Titán comiera algo de su plato y allí quedó, recostado en la cocina.

Óscar y yo nos acostamos otra vez, nos besamos de nuevo y luego otra vez.

Y en ese momento sí hicimos el amor.

4

Cuando notamos lo tarde que era para llegar a la estación rumbo a la librería, Óscar y yo apresuramos nuestro paso al punto de no notar que habíamos tomado erróneamente nuestros paraguas.

Él el mío y yo el suyo.

De ello me percaté cuando, en el trayecto del metro por la línea 4, el roce de la mano de Óscar me ardió en los nudillos y noté algunas opacas manchas escurridizas color bermellón arrastrándose por sus dedos. Mi primer pensamiento fue que quizá el sangrado de mis heridas se había adherido a él, sin embargo, tras revisar el cicatrizado menor en mis heridas y confirmar que no era de ellas que brotaba aquel rastro sanguinolento, desvié la mirada hacia el oscuro paraguas que sostenía y confirmé entonces, el utensilio que tenía en sus manos pertenecía a la incrédula puta cuyo miedo por terminar igual que su amiga, sumida en la ribera del río la acercó a mí la noche anterior, para generar la excusa cuyo fin fue no más que el portentoso crimen que en aquel momento llenábame de goce tras permitirme arrancarle del pellejo la mariposa que ahora, arrullada en un frasco de formalina, descansaba junto a su compañera siendo partícipes, la pieza primera del crecimiento que adoptaría poco a poco mi colección.

Recordé el viaje de la noche anterior. La visualización tan real de la Ascalapha odorata que presagiaba para mí, un mal porvenir y, no podía permitir que mi mente comenzara a jugar con el límite entre la realidad y el desvarío en ese momento.

Las puertas del vagón se abrieron y cerraron, cerré mis ojos y volví al momento en que, pensando en Olivia, en lo desgraciada que era y en lo insoportable que solía volver a veces mi vida, mis ojos cayeron bajo el encanto de la Cola de golondrina verde en la clavícula de Danielle. ¡El encanto!

Sonreí antes de que las luces pestañearan un par de veces en unos segundos.

Aquel extraño acontecimiento había sucedido muchas veces en cosa de dos días.

Al llegar a la estación PLAZA EGAÑA Óscar notó otro breve apagón.

—¡Ey! —exclamó llamando mi atención— Bajemos aquí —dijo.

—¿Aquí? —pregunté extrañado— ¿Podemos llegar a la librería desde aquí?

Sonrió.

—¡Claro! —dijo— Esta estación tiene combinación con la línea 3. Y en UNIVERSIDAD DE CHILE hay otra unión con la línea 1 —se irguió de hombros.

Me lo quedé mirando un tanto extrañado.

—¡Ya! —exclamó— ¡Apresúrate antes de que haya otro apagón!

Tomó su paraguas manchado levemente de sangre y me hizo dar pequeños pasos hasta afuera, caminamos un poco, subimos y bajamos algunos escalones hasta llegar a un nuevo andén donde tomamos otro metro, nos amontonamos entre el maldito gentío y el agobiante viaje final comenzó.

Entre la multitud asfixiante y la ventila del aire caliente funcionando parecía sentir un extraño mareo que no pretendía desaparecer, sin embargo, intentaba hacer de cuentas que nada ocurría, que todo marchaba bien y que la cantidad de putos idiotas que me empujaban de un lado para otro no se hallaba más que en una opaca y diminuta mancha gris en mi cerebro.

—Todo es psicológico —dije para mí.

Se apretaron hacia nosotros un par de personas más. Chicos que iban al colegio, hombres de traje elegante que partían al trabajo, mujeres de pantalón de tela y blazer a tono rumbo a sus estaciones del banco. Y los típicos personajes camino a hacer cuanta diligencia les causara incomodidad en su diario vivir.

—Disculpa —dijo un hombre a mi lado luego de haberme estrellado.

Le miré por sobre mi hombro.

Inhalé. ¡Mi mochila! ¡Cuidado con la mochila!

—Sigues odiando el transporte —sonrió Óscar.

—Lo haré toda mi vida —agregué.

Se abrieron las puertas del vagón, un nuevo gentío salió, otro más grande entró y nos apretamos nuevamente hasta casi exprimirnos los unos a los otros.

—¡Puedes tener un poco más de cuidado! —dijo una mujer cuarentona a un chico de más o menos mi edad.

—Perdón —se disculpó el joven.

—¡Eh, tío! —exclamó un muchacho de acento español— Cuidado con las manos, joder. ¡Que esto no es una casa de putas!

El contoneo del metro se hacía más brusco conforme se llenaba el vagón. Con cada parada, más pasajeros nos echábamos involuntariamente unos sobre otros.

—¡Que pares, te digo! —volvió a reclamar la tipa cuarentona de minutos antes.

—¡Es que yo no he tenido la culpa! —volvió a disculparse el zagal.

En MATTA, las cosas estaban color de hormiga.

El vagón se había convertido literalmente en una lata de sardinas, nos volvíamos escombros por montones además de la poca paciencia que teníamos algunos y la maldita puta de los cuarenta y tantos que no dejaba de cacarear como una gallina poniendo un puñetero huevo.

—¡Joder! —exclamé al cabo de un rato— ¡Usted no es la única que va en el metro, señora! —le dije.

Óscar me miró ceñudo, luego abrió sus ojos gigantes, como platos, me advirtió con ello que no produjera un escándalo, pero la escandalosa era la vieja bruja que nos tenía a todos ya con los nervios de punta.

—¡Qué te has creído! —gritó— ¡Maldito insolente!

—Doña —le dije en tono soez—. Esta cosa tiene 136 estaciones y 7 líneas activas para 243 trenes conformados por 1.425 vagones. Circulan diariamente 2,6 millones de pasajeros y cada vagón tiene la capacidad para 260 personas aproximadamente. Poco más o pocos menos —comenzó a oírse un abucheo en crescendo—. ¡Ninguno de nosotros viene cómodo! Y si tanto le apesta que a cuanto mayor masa, mayor es la inercia producida, quéjese con Newton y sus leyes, o con la administración del Metro de Santiago y cámbiese de carro, ¡maldición!

Se armó un escándalo en contra de la vieja. Todo el mundo en el vagón hablaba, gritaba, expresaba descontento bajo las injurias más impuras que incluso Lucifer habría detestado pronunciar, sin embargo, la tipa se lo merecía.

—Vamos 317 personas en este carro. Y sí, las he contado a todas —dije—. Así que, háganos un favor, ¡y cállese, por los Dioses! —agregué.

Me miró un segundo. Un segundo tan si quiera, y su arrugada cara de insatisfacción junto al desconocido significado de la felicidad, se deformó en una mueca de total desagrado hacia mi persona.

—¡Infeliz desgraciado! —alegó entonces, y se acercó a mí para abofetearme.

Pasó a llevar al joven con quien había estado discutiendo producto de los roces a causas del contoneo del vagón, pasó por encima de una mujer y su hija y empujó sin corazón alguno a un anciano. Óscar se interpuso entre ambos, la muchedumbre se abalanzó sobre ella y el abucheo con improperios yendo y viniendo además de golpes, zancadas y patadas aumentó. Sentí las uñas de la vieja arrancándome las costras de la mano derecha causándome un alarido —poco doloroso pero que Odiseo pretendía utilizar— y su alegato en mi contra por motivos que debido al bullicio no logré distinguir hasta una nueva parada que produjo inercia, y, por consiguiente, un estrellón de todos contra todos al interior del vagón.

—¡Estás muerto! —me dijo la mujer— ¡Estás muerto, maldito estúpido! —gritó.

Unos hombres la sujetaron y salieron con ella del metro.

—¡Te buscaré, te encontraré y te mataré! —aulló desde fuera.

Y el ojo izquierdo me palpitó.

—Si me hubieras dejado salir —murmuró Odiseo—, ella estaría tirada en el vagón mientras todos, sorprendidos, habrían pensado que tuvo un infarto.

—Envenenada por su propia ponzoña —musité.

—¡Está loca! —dijo Óscar.

Respiré. Sentía mi cara acalorada. Estaba enrojecida.

—¿Estás bien? —me preguntó.

—Sí —contesté.

—¡Estás sangrando! —exclamó.

Y tomó mi mano derecha.

Tenía la mano impregnada de sus rasguños y las postillas blandas casi todas arrancadas. Las heridas enrojecidas me palpitaban, me picaban. Había en ellas un escozor que ahora, mientras disminuía la adrenalina, me hacía sentir el insoportable y ardoroso dolor.

UNIVERSIDAD DE CHILE.

—Te manché —agregué, y justifiqué el sangrado en las manos de Óscar.

Bajamos intentando evitar la dirección en que habían partido con la inestable vieja de sociopático lenguaje, subimos lo más rápido que pudimos hasta la superficie y nos encaminamos por la calle Ahumada con intersección en la avenida Moneda.

—Déjame ver —dijo Óscar.

Y le tendí la mano.

Aún escocía. Picaba y dolía.

—Tendré que ponerte algo. Una venda u otra cosa para evitar que te rasques o te pases a llevar por accidente.

Óscar sonrió.

Me miró un segundo y su entrecejo se frunció en señal de dubitativa extrañeza.

—¿Qué? —dije— ¿Qué ocurre? —pregunté.

—Tus ojos —dijo—. Son de distinto color —observó.

¡Genial! ¡Ya me lo habías dicho!

—Ya lo sabías —sonreí.

—Que tenías uno de cada color. Sí —mencionó—. Sí lo sabía —luego me acarició el pelo para descorrerlo y ver con mayor facilidad en su interior—. Pero, no sabía que tenías tres colores.

¿Tres?

Y una sorpresa más noté frente a nosotros.

A la entrada de la librería, el mismo todoterreno negro del día antes estaba estacionado nuevamente.

La habían encontrado.

Enrique MacIver era una calle concurrida. Hubiese sido extraño que no hubieran hallado a Natalia cinco minutos después de haberla tirado.

Ni si quiera pude ingresar a la librería con normalidad antes de que el oficial del día anterior, apostado frente a un mostrador quitara la vista de un ejemplar de «El principito» de Antoine de Saint-Exupéry y me sonriera con la expresión de felicidad que me decía de forma casi subliminal, que había encontrado «algo», un opaco rastro tan si quiera, para conectarme con la muerte de Diego o Natalia.

Se acercó lentamente a nosotros. Sonriendo agriamente.

—«Lo esencial es invisible a los ojos» —citó cerrando el libro—. Le dije que volvería a verlo, Ulises —dejó el ejemplar en un mostrador cualquiera—. Se lo dije.

Capítulo XVII

Estación YUNGAY

1

—¿Tuvo o tiene usted, por casualidad —dijo el oficial luego de haber dejado el libro en el estante y acercándose lentamente a Óscar y a mi—, alguna relación con Mayra Fuentes? —preguntó.

Odiseo, Óscar y yo arrugamos el entrecejo.

—¿Quién? —preguntamos los tres a la par, bajo el penetrante rastro de la duda arraigado en nuestras caras.

—¿Quién diablos es esa? —pesquisó Odiseo despectivamente desde el fondo de mí.

El oficial nos invitó a pasar más adentro.

—Lo lamento —se disculpó—. Sé que no tengo motivo aparente por el que detenerte aquí y formar el escándalo que ambos sabemos continuará acrecentándose si nos ven charlando como ya está sucediendo —y era cierto, los pocos clientes que ya había dentro de la librería pululaban entre ellos fingiendo, sin éxito alguno, hurguetear entre los estantes, irguiendo los cuellos, mirando por sobre las gafas o haciendo de cuentas que buscaban algún libro entre los mostradores—. Sin embargo, sería de mucha ayuda que nos respondieras algunas preguntas, Ulises —agregó, sonriendo patético, con la sorna cosquilleándole en las comisuras del hocico.

Lo miré un segundo nada más.

Una fracción de segundo mientras se me apretaba la mandíbula imperceptiblemente.

—¡Claro! —exclamé y sonreí.

Nada más pasar a un metro de Olivia, su despreciable mirada impregnada de repulsión reflejando en ella la advertencia del día anterior, me cosquilleó en cada una de las vértebras bajo la nuca.

—¡Tranquilo! —dijo el oficial— He hablado con ella y, le hice saber que solo queremos saber algunas cosas para aclarar este asunto del chico del hotel —continuó con paso firme hasta inmiscuirnos al interior de la bodega de la tienda. Nadie nos molestaría allí—. Tal como nos comentaste ayer, es nuestra responsabilidad averiguar la verdad y, según recuerdo, mencionaste que estarás dispuesto a ayudarnos. Tanto como ahora.

Intentaría sonsacarme cualquier testimonio errático para vincularme con Diego o Natalia. ¡Estaba seguro! ¡Y el frasco con sus ojos! ¡Estaba en mi mochila!

—Desde nuestra visita ayer, todo fue un escándalo tremendo —dijo—. No pretendíamos que los reporteros llegaran tan rápido al lugar —exhaló—. Menos que dieran a conocer los detalles que serían de alcance únicamente forense —inhaló—. O eso pretendíamos.

—Suele ocurrir con la gente entrometida —comenté.

Me miró un segundo, solicité me dejaran apartar mis pertenencias en el camarín de caballeros de la librería, y en un breve intertanto, me encerré en el mismo cubículo del baño que días antes fue testigo del violento actuar con Maycol, saqué de mi mochila el frasco con los ojos de Natalia, y los dejé reposando al interior del estanque de descarga del WC. No había ningún motivo por el que alguien lo abriera. Estaban seguros allí, y en mi interior sonreí. Salí al instante de cometer el acto y dejé mi bolso colgado de uno de los percheros, a vista y paciencia de quien pasara por el lugar.

Al segundo siguiente, entramos por el pasillo del fondo de la librería y pasamos directo a la bodega con libreros para reposición de ejemplares. Había dos oficiales de bajo rango custodiando el acceso.

El piso alfombrado volvía silente cada una de nuestras zancadas. Había una mesa dispuesta en medio del pasillo, apoyada frente a la puerta y la pared entre los libreros volviendo la sala extrañamente familiar.

Aquel mueble transformaba toda la bodega en una biblioteca.

Sobre ella había un vaso con agua.

—Por favor —el oficial señaló una silla descorrida de la mesa.

Me senté plácidamente pero no por ello menos molesto al sentir su jugarreta sorpresa. Aunque debí imaginarlo, claramente.

—Como dije antes, Ulises —mencionó el oficial, cuyo cortaviento azul marino sostenía las iniciales PDI estampadas en amarillo—. ¿Tuvo o tiene alguna relación con Mayra Fuentes?

Tras preguntarlo, se acercó a la mesa y apoyó ambas manos en esta. Su mirada no parecía acusatoria, pero había visto suficientes capítulos de «Mentes criminales», «C.S.I», «Castle», «NCIS» y algo más del catálogo de AXN como para saber que seguía sospechando de mí.

—Primero, si me deja preguntar —le miré un segundo, realmente bajo los claros efectos de la duda—. ¿Quién es Mayra Fuentes?

El oficial dio un respingo.

—¡Oh! ¡Perdón! —exclamó— ¡Lo siento tanto! —se disculpó— Tal vez, es posible que la conozcas bajo otro apelativo.

Se volteó hacia la puerta y le tendieron una angosta carpeta, cuyo contenido, como supuse, se trataba de fotos y expedientes de la desconocida.

—¿Frecuentas prostitutas, Ulises? —preguntó naturalmente.

—¡Este marica! —exclamó Odiseo en mi mente— ¡JA, JA, JA! Si las palmas de su mano lo fueran, entonces sí —agregó.

—¿Es un chiste no? —pregunté.

—Me temo que no, estimado —contestó—. ¿Las frecuentas? Según parece, Mayra y tú se habían visto antes. Un par de veces.

Exhalé y sonreí con ironía.

—Oficial —dije—. Soy gay. La única prostituta que frecuento es mi mano izquierda cuando Óscar no está conmigo —contesté siguiéndolo con la mirada.

El señor PDI dejó la carpeta sobre la mesa.

—¡Bien, bien! —exclamó— Gracias por el detalle mental —agregó.

—No —añadí—. No conozco a ninguna prostituta con ese nombre. ¿Y cómo es posible que afirme que nos frecuentábamos?

Abrió la carpeta ante mí.

—Tal vez la conoces por el nombre de Natalia.

Y me asombré entonces. El policía enseñó una foto de ella, viva. Luego abrió la carpeta y hurgueteó. Había fotos. Fotos de Natalia, de su cuello degollado y su vientre desollado. E imágenes varias de las cuencas de sus ojos. Sus órbitas vacías contemplando la nada, recordándome el frasco pequeño con agua que debía tirar prontamente al drenaje y que con sigiloso cuidado pude transportar desde mi casa, imperceptiblemente junto a Óscar y el paraguas ensangrentado. En las fotos —que parecían instantáneas—, traía la misma ropa conque le había quitado la vida, además de algunas otras en que, como prueba del delito, un papel mal escrito en una secuencia de unos y ceros esparramados al azar se encontraba dentro de una bolsa de plástico.

—¡Oh, por Dios! —exclamé— ¡Natalia! —dije— ¡Claro que la conozco!

—¿Eran concurridos? —preguntó.

—No —dije—. Nos conocíamos, claro. Pero no nos frecuentábamos.

—¿Bajo qué circunstancias se conocieron? Dijiste que eres gay y, por ende, la comunidad de prostitutas de Santiago no ha de ser un círculo cercano.

—Claramente, señor —dije—. Ella visitó la librería hace unos días. Buscaba un extraño libro que, para serle franco, no existe impreso desde la edad piedra —di un respingo—. ¡Lo siento! No pretenda comprenderlo literalmente en el informe —sonreí.

—¿Qué libro? —abrió una pequeña libreta negra.

—«Malleus Maleficarum» —contesté.

Noté la indecisión para escribir el nombre en latín, así que se lo deletreé.

—«El martillo de las brujas» —agregué—. Si lo prefiere en español.

El oficial me miró ceñudo.

—Bien —dijo—. ¿Sabes por qué o para qué lo quería?

—Lo ignoro. Le mencioné que no lo teníamos y, que sería en extremo difícil conseguirlo, sin embargo, me dejó una tarjeta para contactarla en el caso de que pudiera dar con el paradero de algún ejemplar que existiera en algún lugar —luego lo miré a la cara, sabía que los ojos de Odiseo tenían un perturbador efecto en la gente—. De hecho, Óscar, Jason y Diego pueden corroborar… ¡Oh! —exclamé al darme cuenta.

—Lo tendré en consideración —dijo—. Solicitaremos una ouija para verificar tu coartada con el fallecido joven. Y en cuanto al primo de la víctima, se encuentra prófugo —pensó un instante antes de volver a hablar—. ¿Volvieron a verse?

—Con Jason, no. Con ella, ayer —contesté.

—¿Alguna situación especial?

Hice un vago amago de pensar en el motivo de nuestro encuentro.

—Bueno, ayer mismo llamé a una imprenta conque trabajamos y que podía tener alguna vieja copia del libro que necesitaba, y durante los apagones luego del regaño de mi jefa a causa de su gratificante trato para conmigo aludiendo a que soy un psicópata homicida —contoneé los ojos tras ello—, me envió por ellas casi al punto que llamaron para decirnos que podía ir en ese preciso momento a buscarlas.

—¿A qué hora fue eso? —preguntó.

—Un cuarto para las siete —respondí—. Conversaba con Óscar antes de irme.

—Fuiste por los libros entonces, ¿eh?

—Así es —dije—. Llegué tarde, para colmo. El guardia que me atendió abrió el portón de acceso y me atendió solo para mencionarme que, trabajaba para una empresa externa y, él no manipulaba los encargos que hicieran a la imprenta.

—¿Puede confirmarlo?

—¿Él? —pregunté aludiendo al guardia. El oficial asintió— Supongo. Le dije mi nombre en el caso de que le hubieran mencionado que iría a buscarlos, además del susto que se llevó al verme los ojos.

—¿Disculpa? —pesquisó el oficial desviando la mirada de la libreta.

—Ya sabe. El distinto color de mis ojos. La heterocromía causa algo más que curiosidad a veces —me quité los lentes para que notara el profundo color, diverso en ambos ocelos—. Luego llamé a Olivia para comentarle el incidente. Creo que vendrán pronto a dejar los ejemplares, la jefa lo solicitó expresamente.

—Claro.

—Luego me dirigí a la plaza —continué—. Llamé a Óscar para decirle que nos viéramos allí y nos tomáramos algo. Fue más o menos entre las ocho y ocho con algo más. Nos juntamos en una cafetería frente a la estación y, allí Danielle nos hizo compañía.

—¿Danielle? —preguntó el oficial.

—Sí —dije—. Es una amiga. Nos vimos, conversamos, bebimos café y, luego el móvil me notificó una llamada. Cuando contesté nadie habló, pero Natalia estaba frente a nosotros. Me levanté para ir a verla y, en ese momento en mitad de la plaza, se desmayó. Danielle fue hacia nosotros y Óscar llegó con un policía.

—¿Con un policía? —preguntó el oficial, confundido.

—Eh, ¿sí? —contesté dubitativo.

—¿Viste su placa? —quiso saber.

—Ramírez.

—¡Oh! —exclamó— ¡Gael Ramírez!

¡Gael!

Recordé lo que Natalia me había dicho —Gael me obligará a volver de todas formas—. ¿Sería posible que fuera el mismo personaje? ¡Que aquel oficial fuera el maldito cabrón que la tenía prostituyéndose!

—¿Qué le ocurrió? ¿Por qué se desmayó?

—No lo sé —dije—. Mencionó a una chica —recordé el nombre—. ¿Aura? ¿Aurora? ¡Alma! No, espere —pensé otro poco—. No era Alma.

—¿Alba?

—¡Sí! ¡Alba! Estaba desaparecida y, justo en la cafetería apareció una nota informando que la habían encontrado en el río. Por eso estaba asustada. Mencionó que, temía que fueran a por ella al ser también prostituta.

—Pensamos lo mismo —comentó el oficial

Odiseo se burló.

—¡Suerte la tuya, maricón!

—Sin embargo, Mayra no tenía más que el mensaje críptico de unos y ceros en su haber. Lo único que la conectaba con la Alba.

—¿Había más? —pregunté sorprendido.

—Mucho más —respondió el policía—. Los ojos de ella y algunas otras se han visto envueltas en una sustancia azul eléctrico. Una especie de derrame que, desconocemos, pero que estamos seguros es un efecto adverso del consumo de una droga nueva o experimental, tal vez.

—¿Experimental? ¿No le parece eso muy «Expedientes secretos X»?

—¿Sabes algo de una sustancia llamada «Flamenco azul»?

—No —contesté. Y era verdad—. Jamás la había escuchado.

—Bueno, ese es el nexo común de todas las prostitutas que hemos encontrado hasta ahora, además del mensaje en clave y otros aspectos que, no tengo por qué hacerte saber. Salvo Mayra, alias Natalia. Ella solo tenía el mensaje críptico, lo que nos hace pensar que, probablemente implantaron esa evidencia como medida contra forense.

—Óscar puede relatarles todo cuanto les comenté ahora. Incluso en el café, o el oficial que ayudó a Natalia en la plaza. El guardia de la imprenta. La mesera.

El oficial sonrió.

—Claro, claro —dijo—. Tranquilo. Lo haremos.

Arrancó una fotografía de la carpeta.

—¿Sabes qué tienen en común Diego y ella, sin embargo? —preguntó.

Lo miré un segundo o dos.

—Lo ignoro —contesté.

Omitió el detalle de los tatuajes.

—¿Dónde estuviste ayer entre las once y doce de la noche? —preguntó, alejándose un poco de la mesa.

—Estuve con Óscar, luego se durmió y, Patricia me mensajeó temprano para que nos viéramos, así que, estuve con ella.

—¿Patricia? —preguntó el oficial.

—La novia de su causa probable prófuga —mencioné—. Quería hablar conmigo para comentarme sobre Jason. Dice que es inocente ¿sabe? Yo le creo, pero mientras dure la investigación, no hay nada que pueda hacer para ayudarle.

—¡Es imposible! —exclamó.

—¡Claro! —dije— Nos vimos en el frontis del museo Bellas artes. Acordamos vernos a las once y platicamos hasta las once y algo, luego me fui a casa en bus. ¡Fue un viaje agotador! Óscar me vio luego de llegar y…

—¿Qué te ocurrió en la mano? —preguntó el oficial, con el rostro frío cayendo en la desesperación.

—¡Oh! —exclamé— Es una historia dividida en muchas partes. Hace unos días, enfermo, salí de una estación, mi polar quedó enganchado en las puertas y, me lo quité antes de que saliera a la estación siguiente. En él estaban mis llaves —negué con la cabeza—. Cuando llegué a casa tuve que romper el cristal para poder entrar y, como llovía, usted comprenderá, debía hacerlo rápido. ¡Y esta mañana! —reí—. Esta mañana, una mujer nos ofuscó a todos en el vagón en que viajábamos, así que la increpé, no le agradó y se me tiró encima hasta rasguñarme todas las manos. ¡Y justo la que ya tenía en mal estado!

—¿Puedes confirmar eso?

—Supongo —dije—. Habrá cámaras en la estación. ¡Y debo recuperar mi polar! Además, no creo que nadie olvide fácilmente a esa mujer. ¡Estaba loca!

Y me lo quedé mirando. Lo miré con el azul de un ojo impregnado en los suyos y el pardo del otro adivinando que estaba realmente destruido en huecos que debía llenar con evidencia.

—¿Dijo algo? —preguntó. Y Odiseo estaba allí, preparado para contestar.

Se hizo un silencio sepulcral entre ambos, mientras sentía en el espacio vacío que nos distanciaba al oficial y a mí, una interferencia eléctrica, una especie de escopaestesia que no se definía como la mirada en la nuca.

—¿Qué fue lo que dijo? —gritó, acercándose a mí.

Y entonces asimilé que aquella sensación, era la frívola mirada de Natalia penetrando la mía. Y Odiseo se agudizó.

—Que me mataría —respondió.

2

Óscar yacía pálido.

Enteramente blancuzco de pies a cabeza, sumido en los nervios que le había producido corroborar para el inspector de la PDI la historia real que hacía unos minutos yo acababa de narrarle.

—¡Es que me causa nervios! —exclamó— Tan solo ayer estuvimos con ella y, ahora… ¡Está muerta! —gritó.

—¡Tranquilízate! —dije— Es lamentable, sí. Pero así es la vida. Aquí en Santiago, sobre todo. Hoy vives y al segundo siguiente ¡quién sabe! —me erguí de hombros.

Nos acercamos a unos estantes antes de que, por la puerta de cristal, entrara un sujeto cuarentón, de barba prominente y los pocos rasgos sin vello facial, del mismo tono pálido que recubría a Óscar.

—¡Hola! —saludó a María, una vendedora que estaba cerca de él— ¿Te importaría recibir estos libros? —dijo— Nos los pidieron ayer.

Ella le sonrió. Solía ser así con todo el mundo.

—¡Claro!

Miré a Óscar un segundo y le señalé al sujeto.

—¿Quién es? —preguntó.

—Al parecer, el tipo de la imprenta en la que pedí el libro que nos encargó la difunta Natalia —contesté—. Iré a recogerlos —agregué.

Caminé entre los estantes entonces y, di un ligero llamado a María para que se avecinara hacia mí.

—¿Te importa? —le dije— ¿Son los ejemplares del Malleus maleficarum? —pregunté al repartidor.

—Así es —contestó el sujeto.

—¡Perfecto! —exclamé— Ya, los recibiré yo, María —dije—. Llamé ayer a la imprenta —sonreí con la boca torcida—. Son un encargo mío —luego me rasqué torpemente la cabeza.

—¡Estupendo! Debes firmarme aquí —dijo el tipo, entregándome una tabla con una planilla de recepción certificada—. Y en la otra página —agregó—. Y la firma y timbre de la encargada de la librería en ambas hojas.

—¡Muy bien! —contesté una vez puse mi identificación en ambas planas— Ya voy por la firma de Olivia.

Me encaminé hacia su despacho, el mismo en el que el día antes, durante aquella fantasía entre los cortes de suministro eléctrico, atravesaba su purulenta hernia del pie.

Seguía enojado —aunque ya mucho menos—, con el oficial de la policía, por aparecerse tan pronto en la librería para llevar a cabo su interrogatorio disfrazado haciendo de cuentas que yo era su único y más viable sospechoso, y que, de paso, yo no me percataría de ello.

Sonreí notoriamente en el trayecto tras revisar la planilla de recepción certificada. No era un amago indefinido en mis facciones, sino realmente una sonrisa que cruzaba de oreja a oreja todo mi rostro. El tiempo que durara mi visita en la oficina de Olivia, donde se encontraba con el señor PDI observando la prueba indiscutible de mi única relación con la occisa y que, además, se encontraba justificada bajo los horarios que había relatado previamente durante nuestro encuentro sería para mí, todo un deleite.

Me detuve frente al portal y golpeé un par de veces.

—¡Estoy ocupada! —exclamó Olivia, no de la mejor manera.

—¡Es importante! —dije— ¡Necesito que firmes una orden de recepción!

Entonces el oficial me abrió la puerta.

—¿Qué estamos recibiendo? —preguntó ella desde su escritorio, despectiva como siempre mientras sostenía su cabeza con ambas manos.

El lugar seguía hecho un completo chiquero.

—Los ejemplares del «Martillo de las brujas» —contesté—. El que te avisé ayer por teléfono —agregué risueño—. A eso de las ocho un cuarto, más o menos —esbocé una sonrisa maliciosa sin mirar al inspector— ¿Lo recuerdas?

—¡Ah! —exclamó contoneando los ojos— Tu libro en latín.

Entonces miré al oficial y le enseñé la orden.

—¡Como lo ve, señor! —le dije— La orden estaba hecha.

Me sonrió despectivo, fingiendo con carente afán sus deseos de golpearme hasta hacerme mencionar algo respecto a Diego o Natalia.

—¡Bien! —dijo Olivia— Trae aquí —me quitó la hoja, firmó el documento y plasmó violentamente el timbre bajo su identificación—. Iré a dejarlo, nos han pedido más ejemplares de novelas… ¡EJEM! —nos miró a ambos—. De detectives.

Pretendí seguir tras ella, pero, el oficial me contuvo.

—¿Nos continuará ayudando, Ulises? —preguntó.

—¿Disculpe? —pregunté.

—Como le dije antes —inspiró—, creo que nos seguiremos viendo.

Caminó hacia el ventanal del despacho de Olivia que daba a toda la librería.

Desde allí, se lograba contemplar todo el paisaje de estantes repletos de libros, la mayoría de ellos buenos ejemplares, realmente sujetos al tipo de publicación que las respectivas editoriales buscaban. Efectivamente asustaban todos los libros macabros, enamoraban cada uno de los tomos románticos, excitaban las decenas de novelas eróticas. Informaban bien los tomos enciclopédicos. Era una maravilla.

—Esto es algo más grande de lo que parece, ¿no? —pregunté.

—No lo sabemos —contestó—. Si el asesino usó la medida contra forense de la serie numérica, tal vez sea alguien que conoce nuestros pasos.

Observé a Olivia despachar al tipo que me había tendido la papeleta de recepción certificada. Realmente era grandiosa la vista que se apreciaba desde ese despacho. Al segundo siguiente, alguien se notó a su lado. Ella meneó la cabeza un par de veces, me inquieté, pero ¿quién era el visitante?, ¿qué quería?, o ¿por qué me desasosegaba tanto? No había motivos por los que alguien me solicitara expresamente mí.

Tal vez estaba siendo excesivamente egocéntrico.

¡Nada fluía ni giraba a mi alrededor! ¿Entonces?

Inspiré profundamente a la par que volvía a sonreír hacia mis adentros.

—Él vendría a mí —musité—. ¡Dije que vendría a mí!

Y el policía miró por sobre su hombro al abrirse la puerta del despacho.

—Siento la demora —dijo Olivia al oficial—. Y tú —agregó dirigiéndose a mí—. Un chico te necesita abajo —su cara regordeta borró ese amago amigable—. Te pago para trabajar —hizo una pausa—. No para hacer amigos.

—¡Claro, Olivia! —exclamé— Tú me pagas —murmuré mientras me volteaba y pretendía salir del despacho, con cierta duda y recelo imperceptibles en mi rostro, únicamente para no llamar la atención del sujeto que, a mansalva, vigilaba cada paso que diera en mi haber—. Ahora bien, si me disculpa, oficial —me excusé—. Hay una Sphingidae que requiere de mi atención.

3

Una vez entre los estantes de libros nuevamente, sumergido en la indomable marea enciclopédica que yacía en nuestros mostradores, me acerqué a Óscar para comentarle la leve plática que había tenido con el oficial y cómo sutilmente había generado un comentario que podría si no bien llevarme a la horca, lograría tal vez ponerme bajo el agreste aumento de la lupa de la PDI.

—¡Estás loco! —me dijo.

—Por ti —agregué yo, intentando parecer poéticamente enamorado.

Óscar sonrió y me enseñó los Brackets azules.

—Oye que, te quería decir algo —dijo—. Disculpa, primero, por no haberlo mencionado antes, sobre todo después del escándalo que se formó cuando te percataste de que faltaba una enciclopedia en los estantes.

Se hizo un poco de silencio entre ambos.

—Bueno, lo que pasa es. Esto, ¡eh! Lamento el incidente de ayer por la enciclopedia que faltaba y es que, ¡fue mi culpa!

—Tranquilo —le dije.

Puse mis manos en sus hombros mientras se mordía tenuemente los dedos causándose hijillos en el pulgar derecho.

—¡No! ¡En serio lo siento!

Continuó apenas sí dos o tres segundos antes de que unas niñas nos interrumpieran para solicitar ayuda con la búsqueda de unos tomos que teníamos guardados, llenándose de polvo en la bodega donde el inspector de la policía de investigaciones me había hecho previamente el interrogatorio a causas del deceso de Natalia.

Óscar se ofreció a ir por ellos mientras yo, con la excusa de atender a alguien más que lo necesitara, me quedé observando, buscando agudo bajo la mirada de Odiseo, al chico cuya familiaridad no podía identificar más que con el cotejo de la mariposa Esfinge en el brazo de un crío que había causado en mí, hacía cosa de unos días, un éxtasis incomprensible incluso para el exuberante raciocinio de mi doppelgänger.

Al desviar la mira en dirección a las escaleras que llevaban a la segunda planta, junto al despacho de Olivia, su prominente cojera llamó mi atención descubriendo para mí también la compañía del oficial de la policía. Aún no se había marchado y necesitaba deshacerme pronto de los ojos de la criatura que hasta ese entonces sentía clavados en mi nuca, vigilándome, aunque yacieran encerrados bajo el cristal de un frasco sumergidos en la negrura de uno de los estanques del camarín de varones.

Sentí un empujón proveniente tras de mí.

—¡Ey! —exclamé.

Un sujeto de más o menos mi altura se disculpó.

Traía la cara cubierta con unos lentes de sol y una gorra, su cuello reposaba sobre una bufanda de lana peruana —típica adquisición de las avenidas—, y una mochila color caqui con el cierre medio abierto.

—¡Lo siento! —se disculpó mientras seguía caminando.

Y Óscar me topó los hombros.

Las chicas estaban felices con las copias de sus libros escritos por grandes influencers del momento —que, en lo que a mí respecta, no son realmente buenos, sin ánimos de ofender a ninguno—, y Óscar, frente a mí, sostenía un gigantesco artefacto envuelto en papel de regalo. Un papel de regalo color verde claro con flores y mariposas. Un pliego de papel de regalo color verde claro, con flores, mariposas y una cinta en azul que tenía una nota dedicada a mí.

Para: chico Wikipedia

Con cariño

^.^

Y me sonrió al instante en que reparé en ella.

—Que te quería pedir disculpas —me dijo, retomando la plática de momentos antes—. Por haberte hecho creer que esto había desaparecido, y no habértela entregado ayer mismo —terminó, tendiéndome el regalo.

Olivia nos miró desde las puertas del frontis en compañía del oficial de la PDI, a quien despidió agradablemente, sonriéndole, pero no por ello, ocultando su pestilente esencia interior.

Abrí cuidadosamente el papel.

—¡Rásgalo! —exclamó Óscar.

—¡No! —le dije sonriendo, y todavía en shock por el gesto que acababa de tener para conmigo.

Cada vez con mayor cautela fui despegando los trocitos de cinta adhesiva que pegaban los bordes de papel unos con otros. Sonreía para mis adentros en tanto iba poco a poco observando un plástico transparente recubriendo la tapa dura y medio blancuzca de lo que podía ser.

—¡Ábrelo! —dijo Óscar— ¡Ya!

Y ahí estaba yo, sonriendo como un idiota.

Mi inherente exclamación llamó la atención de las niñas con las miradas perdidas en las páginas de los libros de YouTubers.

—¡De prisa! —solicitó Óscar.

Y sonreí de nuevo.

—¡Ya, ya, ya! —farfullé, rasgando entonces el papel y descubriendo en el centro de la tapa blancuzca mate tipo cenicienta, una majestuosa mariposa Alas de pájaro rodeada por un Almirante rojo o Vulcana, una larva de otra especie, algunas Sphingidaes y más y más mariposas.

—¡Oh, por Dios! —exclamé sorprendido.

Realmente sorprendido.

—¡Sorpresa! —exclamó Óscar, sonriendo de oreja a oreja, enseñándome sus Brackets—. El día que fuimos de camino al centro comercial, noté cómo mirabas esa enciclopedia y, me pareció muy tierno que la quisieras tanto —suspiró—. Así que decidió regalártela.

—¡Óscar! —dije— Y-y-y-o-yo —tartajeé.

Y mis ojos se volvieron vidriosos y empañados.

—¡Ay, qué marica! —murmuró Odiseo en mi consciencia—. ¡Miren todos! —chilló en un falsete— ¡Soy un putito mariquita y tengo un libro de mariposas!

Lo odiaba de formas inimaginables en ciertas ocasiones.

—¡Gracias! —exclamé, y me acerqué a Óscar para besarlo.

Y la reacción de las niñas fue la más melosa de todas.

En cuanto mis labios sintieron el sabor metálico de los frenos de Óscar, ellas chillaron como una horda de manifestantes en una marcha del orgullo LGBT, y aunque me agradaba la idea de ser aceptado por mi orientación y que Óscar hubiera tenido ese detalle tan bello conmigo, no negaré que el párpado me palpitó producto de los nervios y el estrés.

Sentía que no todo podía ser tan maravilloso como lo pensaba.

—¡Ulises! —exclamó Olivia tras mi espalda— ¡Acércate!

Y la sonrisa, aunque por dentro continuaba viva, por fuera, desapareció.

Tenía razón. No todo podía ser tan perfecto.

Cuando me acerqué a ella, no pude evitar —como cada vez—, mirarle la erupción maloliente del pie. ¡Era asquerosa!

—¿Sí? —pregunté nada más acercarme, no sumido en el miedo o desasosiego, pero sí tenuemente extrañado.

Óscar nos miró desde donde estábamos, inmerso en una facción de rotunda desaprobación para con el actuar de la encargada de nuestra sucursal. Algo había en mí, que al parecer le llamaba la atención, y Odiseo tras la nuca me siseaba con ponzoña las injurias que seguramente se merecía, aun así, opté únicamente por quedarme quieto y esperar. Esperar a escuchar cuanto tuviera que decirme y volver a los estantes de la tienda.

—Segunda vez —mencionó ella—. Una más, y te irás —agregó gesticulando con su regordete dedo de salchicha.

La miré una breve fracción de segundo, abstraído en la nada, en un ambiente vacío que la rodeaba y asentí. Asentí como un perro esperando una galleta.

Me di la vuelta lentamente y a medio camino, al interior de mis bolsillos noté un trozo de papel que, según todos mis yo, no debía estar allí.

—¿9 P.M? —pensé para mí— ¿Estación YUNGAY?

¿Qué demonios?

De todos los recorridos que había hecho en el metro de Santiago desde que me había radicado en la capital, jamás había escuchado nombrar el paradero en el que era solicitada mi presencia. Y la cosa, además de incierta, era ¿quién había dejado el papel en mis bols…?

¡Lo siento!— recordé que me había dicho un individuo tras rozarme levemente hacía un rato.

¡El ladrón del metro! ¡El chico de la mariposa Esfinge! Y entre recuerdos, reparé en él. En la polilla de su brazo. La Monroy del palqui que tenía tatuada. ¡Era el ladrón! El chico cuyo nombre no suponía para mí sino más que una incógnita revelada bajo el apelativo de «ignoto», aquella silueta que había considerado antes como tan familiar dentro de la tienda. ¡La escuela de las siete campanas! Solo que, en vez de robarme como hacía a diario en el metro, se había tomado la molestia de visitarme incógnitamente para pedirme una audiencia en…, aquel lugar.

9 PM aquí. Estación YUNGAY.

Calle Catedral, entre las avenidas Libertad y Rafael Sotomayor.

Pero…

—¿Qué habría estado haciendo aquí? —pregunté para mis adentros.

¿Su solo fin había sido entregarme aquel vago documento?

Seguía pensando en la estación donde mi persona era requerida.

No había sido parte de ninguno de mis recorridos antes. Estaba seguro. Y repasaba todas las paradas del metro mentalmente:

Línea 1: 27 estaciones con 6 combinaciones. Ninguna YUNGAY.

Línea 2: 26 estaciones con 5 combinaciones. Ninguna YUNGAY.

Línea 3: 21 estaciones con 6 combinaciones. Ninguna YUNGAY.

Línea 4: 23 estaciones con 4 combinaciones. Ninguna YUNGAY.

Línea 4A: 6 estaciones con 2 combinaciones. Ninguna YUNGAY.

Línea 5: 30 estaciones con 7 combinaciones. Ninguna YUNGAY.

Línea 6: 10 estaciones con 4 combinaciones. Ninguna YUNGAY.

Me dolía la cabeza.

Pensaba, calculaba, y menos todas las combinaciones repetidas, me resultaban los 136 paraderos del metro que conocía, y ninguna de ellas era en la que debía presentarme a las ocho y media de la noche de aquella jornada.

¡Dónde mierda estaba ubicada aquella puta parada! ¡Y para qué demonios me quería en ella el crío ese! O sea, identificaba las paradas QUINTA NORMAL y CUMMING, pero no había nada entre ellas.

—¿Pasa algo? —me preguntó Óscar, notando algo raro en mi aspecto.

—¿Qué? —inspiré— ¡No, no, no! —farfullé— ¡No!

Exhalé sin saber si sería realmente buena idea preguntarle a Óscar por el paradero de la estación fantasma que acababa de encontrar en mis bolsillos como punto de encuentro para…, ¿fantasma?

Me lo quedé mirando un momento, mientras mi párpado izquierdo parecía temblar, pero, sin molestarme como en otras oportunidades.

—¡Fantasma! —dije para mí— ¡Es una estación fantasma!

Y besé a Óscar otra vez, y otra más.

Y los ojos se clavaron en mi nuca nuevamente.

La mirada de Natalia continuaba latente sobre mí, erizándome los vellos entre las vértebras y el cráneo. Me vigilaba de forma tal que, presentía cómo en cualquier momento mi cordura sucumbiría al indecoroso anhelo de su espíritu para hacerme caer en la locura, sin embargo, debía manejar con prominente ahínco aquella insoportable sensación.

¡Sus ojos, maldición!

Tenía que deshacerme de ellos.

Pronto.

Capítulo XVIII

La Mictlanpapálotl

1

¿Sabes lo que es la escopaesthesia, querido lector?

Conocido comúnmente como el efecto de «mirada en la nuca», es eso justamente. Un supuesto fenómeno que nos permite detectar de forma extrasensorial si alguien o algo se encuentra mirándonos fijamente a nuestras espaldas.

Y durante el día así fue.

No hubo un momento posterior a encontrar el mapa de la estación fantasma donde debía presentarme, que no sintiera la mirada de Natalia clavada tras de mí, observándome desde la negrura inerte de las sombras entre los estantes, o desde las puertas que a causa de las corrientes de aire se entreabrían delante o a mis espaldas. No existió instante alguno en el que, mientras me lavaba las manos en el camarín de caballeros, no sintiera que me observaba desde la rendija entreabierta de la puerta del baño en cuyo estanque su mirada reposaba, inmóvil, haciéndome llegar incluso a destapar el depósito de agua para verificar que sus ojos seguían allí, y aguantara de forma casi inhumana el deseo de tirarlos por el drenaje. No ocurrió instante, por minúsculo que fuere, que no tuviera sobrenaturales deseos de echarlos por el inodoro rumbo a lo más profundo de las alcantarillas infestadas de ratas.

Pero no. Tenía otra idea en la cabeza.

Había un plan cuyo fin agradaba mucho más fríamente a mis oscuras fantasías.

La jornada fue por más, una de las más silentes desde que había ingresado a trabajar a la librería. El gentío común al que estábamos acostumbrados fue minúsculo al punto de casi pelearnos por atender a los pocos clientes que desde media mañana iban entrando a las dependencias.

Una parte de mí se convencía de que el boca a boca por parte de quienes nos habían visto charlando con el tipo de la PDI, era el probable responsable de tergiversar —monumentalmente— el escenario que durante las pasadas ocasiones se pintó para con mi persona al interior del recinto. Sin embargo, poco y nada me importaba lo que la gente discutiera al respecto. Incluso, la nada misma me interesaba la opinión que Olivia seguramente habría de estarse formulando al respecto.

Y en aquello cavilaba cuando el televisor dispuesto al interior de la librería anunció una ventana informativa para el matinal de un canal privado.

Resonó debido a la poca concurrencia, el tema musical de introducción, hasta que una reportera apareció en lo que alcanzaba a distinguir como la avenida Monjitas.

Buenos días, gente
—saludó—. A todos quienes nos miran desde sus casas, trabajos, chicos en el estudio —una leve ventolera sacudió su cabello, se lo quitó de la cara y tomó con fuerza el micrófono frente a la cámara—. Nos encontramos el día de hoy en la calle Monjitas donde esta mañana, fue encontrado el cuerpo sin vida de una chica, a breves metros de la intersección con la avenida MacIver.

¡Qué! ¡Cómo era posible! Si el cuerpo había quedado tirado en…

Me corrijo, ¡perdón! En la calle MacIver, a breves pasos de la esquina Monjitas, fue encontrado el cuerpo sin vida de esta joven, no identificada aún según lo que nos confirma la policía de investigaciones en la zona.

Maldito oficial. ¡Ocultaba la información! Ya sabía quién era, a lo que se dedicaba, cómo era conocida, cómo había muerto y algunos detalles más.

Y cuando la prensa obtenía algún rastro, los medios la moldeaban a su antojo.

Se trataría de un homicidio producto de causas desconocidas, aunque no se descarta un asalto a mano armada con artefacto cortopunzante y, como se obvia la situación, con resultado de muerte.

Había dos o tres clientes entre los estantes que, dejaron sus cosas a un lado únicamente para prestar atención a la información. Óscar y yo nos acercamos en un leve abrazo por nuestras cinturas y los demás chicos de la librería miraban con cierto recelo la noticia.

Nos encontramos a la espera de que la PDI nos brinde más información respecto a la víctima y el suceso que nos convoca en estos… —se tapó el oído en el que tenía el in-ear—. ¡Un segundo! —exclamó— Me informan… —volvió a quedarse callada—. Me informan que la chica era una joven, eh, trabajadora frecuente de la plaza de armas de Santiago —suavizando el término «puta» para adecuarlo al horario familiar—, de nombre Mayra Fuentes quien fue vista por última vez a eso de un cuarto para las once de la noche aproximadamente, rondando el perímetro norte a la altura del monumento a Pedro de Valdivia. Posterior a ese horario, asumen que se dirigió, probablemente en compañía de un cliente o el propio victimario hasta esta dirección, donde se le dio muerte.

La gente de la librería comenzó a cuchichear.

Se oía el molesto murmurar que me erizaba los vellos de la nuca.

Debido a las veces que el oficial de la PDI había ido a visitarnos, me daba la impresión de que la gente susurraba en realidad en mi contra más que comentar el hecho acontecido que informaban las noticias, aunque, básicamente tratara de la misma situación.

Se descartó por completo otro lugar de deceso ya que, según se evidencia —seguía presionando el auricular in-ear—, no hay indicios de que hubiesen movido el cuerpo hasta la locación actual post mortem. La causa aparente de muerte sujeta a la primera impresión forense en el lugar sugiere el deceso por desangramiento. Según nos informan de forma interna, habrían degollado a la víctima hasta desangrarse. Se desconocen más lesiones y, esta no es aún la causa oficial puesto que, posterior a las pericias primarias, el cuerpo será enviado al SML próximo para determinar el motivo principal del deceso.

Se observaban en la pantalla un sinnúmero de oficiales con overol blanco, igual que cuando el cuerpo del chico que me seguía en el tren fue descubierto por culpa de los perros que le arrancaron una extremidad, terminando de acordonar el área con cinta amarilla indicando la prohibición del paso a la escena del crimen.

El oficial de la policía de investigaciones se acercaba a la reportera poco a poco mientras ella proseguía relatando pasivamente intentando no evidenciar la poca información que tenían al respecto.

¡Oficial! —le llamó— ¡Oficial!
—volvió a gritar, esta vez con más énfasis— ¿Hay alguna información que quiera compartirnos? —le preguntó, mientras algunos otros policías hacían retroceder al gentío en que se encontraba inmersa la reportera.

Acordonaron ese lugar a una distancia relativamente larga desde la que se apreciaba la manta blanca cubriendo el cuerpo de la chica cuyos ojos yacían en el estanque de un baño de la librería.

¿Tienen alguna pista con respecto al paradero del culpable? ¿Quién, cómo y por qué lo hizo?

Hizo preguntas, pero ninguna era del interés para que el oficial las contestara.

¿Es el mismo responsable que asesinó a la chica del río la tarde-noche de ayer?

Entonces el policía la miró. Se acercaron algunos otros micrófonos de otras tantas casas televisivas que buscaban, competitivamente, ser los primeros en entregar la escabrosa primicia.

No —contestó—. No es el mismo responsable.

La reportera se acercó el micrófono nuevamente para formular la siguiente pregunta. El camarógrafo enfocó al inspector en todo momento.

¿Cómo lo sabe? ¿Lo deducen? ¿O hay alguna pista que lo avala?

No hay pistas que lo garanticen —dijo—. Por eso sabemos que no es el mismo responsable.

Los micrófonos se acercaban. Algunos aéreos, otros tantos de mano. Las cámaras se apreciaban enfocando otras cámaras y las de más cerca, miraban en dirección del cuerpo cubierto con la manta blanca mientras bloqueaban el área.

¿A qué se refiere conque no hay pistas que lo garanticen? ¿Cómo puede esa ser una prueba fehaciente y sustentable para respaldar la posible hipótesis que hayan formulado al respecto?

El oficial la miró con cierto recelo. Inspiró hondamente y se preparó para contestar. El camarógrafo lo enfocó en todo momento y el cortaviento con las iniciales PDI parecía ondear a favor de la brisa que a esas horas recorría la calle.

Encontramos en la víctima un único indicio conectivo con la víctima encontrada la noche de ayer en la ribera del Pío Nono identificada con las iniciales A.T.H, sin embargo, aunque el patrón es relativamente similar, el mensaje críptico encontrado suponemos, fue plantado como contramedida forense por el victimario, razón por la que creemos se trata de una persona con conocimiento, si bien no total, por lo menos parcial, del caso antes mencionado.

¿Plantaron una prueba?

Así es. Con el único fin de despistar la dirección de la investigación.

¿Cómo lo deducen? ¿Cómo afirman que fue plantado y no se trata del mismo victimario?

La víctima del Pío Nono contaba con el mensaje críptico que, gracias a Dios, fue el único indicio que se filtró a manos de la prensa, sin embargo, existen otros traumas que, luego de las pruebas forenses, se concluyeron como perimortem y conectan con otras tantas víctimas que no se han dado a conocer aún, más que a los familiares cercanos de las mismas y que aluden a una misma clase y círculo sociolaboral.

¿La víctima no compartía estos rasgos sociolaborales? ¿O tenía hematomas que diferían del patrón?

No hay mayor detalle
—mintió el oficial. Sabía que la había golpeado después de matarla hasta casi deformarla por completo.

¿Se conecta con algún otro caso, o es este un hecho aislado?

Es probable que no se trate de un hecho cien por ciento aislado, sin embargo, el cuerpo será enviado al SML correspondiente y se someterá a un análisis para cotejar los resultados de la necropsia con otros casos de los que, sospechamos puedan pertenecer a la mano del mismo asesino.

El viento comenzó a correr a toda prisa.

Los cabellos de la reportera bailaban a la par de la brisa y le cosquilleaban en el rostro al inspector de la policía de investigaciones. Unas luces rojizas parpadearon a los lejos y otras más en las caras de quienes se hallaban frente a las cámaras.

Levantarían el cadáver de Natalia en ese momento para enviarlo a la morgue.

¿Qué clase de resultados pretenden encontrar? —preguntó la reportera.

Piel —contestó el oficial, fríamente, como si continuar respondiendo las preguntas fuera la menor de sus preocupaciones en ese momento—. Y es posible que algo más.

No mencionaron la falta de los globos oculares de Natalia ni el tatuaje.

¿Hay algún rastro que indique el motivo por el que asesinaron a esta chica?

Lo creemos —dijo el inspector—. Como te digo, el cuerpo será enviado al Servicio Médico Legal correspondiente. Luego de eso, descartaremos, tal vez, los traumas que se consideran post mortem para enfocarnos en los rasgos que den positivo como conexión con los demás casos que sospechamos, puedan atribuirse al mismo individuo.

No había brindado información al respecto, y los reporteros pronto harían conexiones con los incidentes recién pasados, de hecho, estaba totalmente seguro de que, antes del siguiente crimen, la prensa ya tendría incluso un nombre adecuado para llamarme en todos los medios de comunicación mientras durara en el anonimato.

Cuando el oficial se alejó, los micrófonos continuaron acercándose, estirándose en su dirección con el solo fin de llamar la atención de la autoridad y que respondiera, a lo sumo, una pregunta más.

Solo una más.

Como viles parásitos, alimentándose de una vida, ninguno se movió del lugar hasta conseguir alguna fuente de información. Y la encontrarían.

¿Se trata de un psicópata?
—preguntó la reportera una última vez.

Pero el oficial solo se marchó.

—¡Claro que sí! —gritó Odiseo, dentro de mí— ¡JA, JA, JA!

Y rio con malicia.

2

Poco después de las ocho y fracción de la noche, Maycol ya se había ido, no se había visto por ningún rincón de la librería desde hacía rato; María cruzaba el portal principal del local traspasando la persiana metálica junto a otra de las vendedoras; Óscar me esperaba apoyado en uno de los estantes puesto que nos iríamos juntos a comprar algunas cosas al supermercado, y mi presencia en la estación fantasma cuya ubicación yacía en el bolsillo izquierdo de mi pantalón, citaba a las nueve de la noche, así que debía hacer tiempo. Olivia se hallaba en el segundo piso, buscando la forma de hacernos la vida imposible la jornada siguiente, cortando sus uñas para guardarlas en su cajón especial, o bien viendo pornografía aprovechando la completa soledad en que se sumiría la tienda. ¡Nadie en su sano juicio sería capaz de tocarla! Así que lo hacía por su propia cuenta.

Y a esas horas seguía sintiendo su mirada. No la de Olivia. No.

La de Natalia.

Noté la mancha negra de sus ojos clavados en mi cuello al acercarme a Óscar, recordando el momento en que me encerré en el cubículo del camarín y destapé el estanque para sacar el frasco de agua. Ese silencio profano que se colaba por mis oídos producíame un escalofrío de ultratumba.

El par de ojos me miró extendiendo la culpa a mi consciencia, pero me daba exactamente igual cuanto temor o pesar acusando a mis pecados insinuaran, mi reacción no era sino más que el flojo pensar sobre qué haría con ellos en unos cuantos instantes más.

Llevaba en mis brazos el regalo que Óscar me había hecho. La enciclopedia de mariposas reposaba sobre mi pecho a la par que mi sonrisa irradiaba felicidad por tenerla en mi poder como fuente de sabiduría para continuar catalogando cuanto lepidóptero llegara, al vuelo, cerca de mi área de caza. Y así prontamente sería, solamente tenía que deshacerme del testigo fiel pronto a confirmar la coartada que aseguraba mi viaje emprendiendo como rumbo el arribo a mi hogar en lugar del desvío que pretendía tomar en dirección a CUMMING.

Cedimos al interruptor gradual de luz en la tienda y las bombillas quedaron alumbrando en un tenue color sepia los estantes de la librería. Los rincones opacos se volvieron oscuros y aquellos lugares de mayor visibilidad se transformaron en laberintos difíciles de transitar.

Sonreí al imaginar a Olivia caminando entre ellos y darse un grandioso golpe en el purulento dedo del asqueroso pie. ¡Es que si lo vieras! ¡Era un asco! ¡HORRIBLEMENTE ASQUEROSO!

—¿Estamos? —me preguntó Óscar.

—¡Estamos! —dije, saliendo junto a él, abrazando cada vez más fuerte la enciclopedia de mariposas.

—Te gustó, ¿eh? —dijo sonriendo.

—¡Es fascinante! —exclamé, acercándome a él para besarle la mejilla rasposa de barba de un par de días— ¿Cómo es que tu barba nunca crece, pero sí raspa?

Me miró mientras atravesábamos la cortina metálica y avanzábamos en dirección a la avenida principal Ahumada.

—La mantengo —dijo—. Cada tres días me la rebajo —irguió los hombros.

Según mis cálculos, el tiempo a pie desde la librería hasta la estación sería de tres minutos aproximadamente, de modo que a las ocho con diez ya estaría embarcándome en el metro hasta la siguiente parada y el cronómetro debería empezar a correr.

Repasé los tiempos que había memorizado durante el día:

20:05: salir de la librería. ✓

20:10: tomar el metro desde UNIVERSIDAD DE CHILE en dirección a TOBALABA. ✓

Íbamos rumbo a la parada y llevábamos buen tiempo. Estaba tranquilo e inspiraba profundamente. Óscar no aventuraba nada, el policía de la tarde no había hecho más preguntas y tampoco se había vuelto a aparecer más que en la televisión.

20:24: arribar a la estación TOBALABA y dirigirme al mall Costanera Center.

20:40: salir del mall, despedir a Óscar por la línea contraria del metro y escabullirme hasta el andén en dirección a la combinación con la línea 5.

21:03: llegar a CUMMING y caminar hasta la puñetera estación YUNGAY que, según mis cálculos se encuentra a 700 metros más o menos, lo que en tiempo me destinaría unos siete u ocho minutos.

21:11: llegar donde el puto crío con la mariposa Esfinge tatuada en el brazo.

Eso era. Así de sencillo. Nada saldría mal. ¡Nada!

Solo debía pensar…, pensar en que todo marcharía bien y así sería.

—¿Estás bien? —preguntó Óscar, apoyado desde una de las barras aéreas del vagón en que viajábamos, notando mi cara algo decaída.

—¿Tú qué crees? —contesté, con una notoria mueca de malestar.

Podía sentir una relativa mejoría respecto a los tantos otros viajes dentro del sistema de transporte, pero, aun así, mi cara asquienta evidenciaba el reacio goce de subirme a esos gusanos metálicos sumergidos en el subterráneo de Santiago.

—Creo que, vomitaré —me quejé.

Era el contoneo. Ese puto vaivén que iba y venía.

Me dolía la cabeza como cuando Odiseo me acechaba con sus pretensiones de salir a la superficie. Pero esta vez no era él. Era algo más. No era la primera oportunidad en que ocurría. Y la laguna reciente. No podía tener otra explicación.

No recordaba el momento en que eme había subido al metro. ¡Ni si quiera sabía en qué puta estación estábamos!

Estiré el brazo izquierdo al aire y observé las manecillas del viejo Orient Crystal 21 Jewels de 3 estrellas.

Eran las ocho con diecisiete. Habrían de faltarnos dos estaciones, tal vez. Lo averiguaría en cuanto el carro se detuviera y pudiera observar con claridad el nombre dispuesto en las paredes de la parada.

—Te ves horrible —observó Óscar—. ¡Otra vez! —exclamó— ¿Seguro te sientes bien? —preguntó.

—¡Sí, sí! —contesté, acercándome a él y apoyando mi cabeza en su pecho mientras él, fuertemente se afirmaba de las barras aéreas.

El metro comenzó a detenerse lentamente. A la par que la voz femenina del altoparlante de cada carro anunció la estación a la que llegábamos.

Estación: LOS LEONES.

Tal como había aventurado, faltaba una parada más para mi destino.

Abracé otro poco más la enciclopedia que el día antes tanto extrañé.

¿Por qué me dolía la cabeza? ¿Por qué tenía aquella laguna?

—¿Odiseo? —pregunté para mí.

Pero solo hubo silencio. Silencio y nada más. Solo un eco murmurante que resonaba en las paredes de mi mente, asechándome como la irritable interferencia de las señales electromagnéticas.

—¡Odiseo, con un demonio!

Pero no había nadie.

Absolutamente nada más que mi soledad cubierta de oscuridad.

—Creo que, estoy embarazado —dije a Óscar.

Él sonrió mientras me erguía de su pecho y lo miraba a los ojos.

—¿Bromeas? —me dijo— ¡Usamos protección!

Y luego me besó. Sentí el tacto de sus Brackets y el sabor metálico me recordó levemente algo. Me insinuó que ya había tenido en mis labios una sustancia exquisita y similar.

—Deberías ir al médico —dijo luego.

El tren avanzó lentamente hasta alcanzar la estable velocidad que nos permitía arribar entre estaciones en un tramo de cinco minutos.

—No estoy tan mal —respondí.

—No, no —soltó una de sus manos y la llevó hasta mi cabello, lo descorrió de mi cara y su mirada penetró en la mía—. Tu ojo —mencionó—. Ya no tiene ese color albino con manchas azul eléctrico —observó—. Ahora tienes —arrugó el entrecejo para aguzar la vista—. Tienes azul eléctrico y un verde tipo eh, veneno.

¿Era posible que mi color de ojos, ya distinto, volviera a cambiar? Desconocía completamente la respuesta. Desde que tenía uso de consciencia el color de mis ojos había sido distinto, siendo el motivo de las burlas en el colegio y de causar el inquietante desasosiego de quien me mirara al punto de marginarme por completo durante, prácticamente, toda mi vida.

Averiguaría en algún momento de qué se trataba este cambio tan repentino.

—La mariposa —y me susurraron al oído—. Las mariposas huyen, Ulises. Búscalas.

Me volteé bruscamente asustando a Óscar.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Ya no vuelan —siseó—. No hay mariposas en la Antártida.

Y de repente sentí un aleteo tras mi oreja.

Rápidamente sacudí mi mano para quitarme el insecto que sobre ella se hubiera posado y noté en mis dedos un polvillo negruzco pero brillante tipo ceniza. Junté mis dedos para restregarlo y la suavidad que produjo al tacto me hizo descubrir el origen de este.

Eran escamas. Escamas de las alas de un lepidóptero.

Otro revoloteo llamó mi atención y luego otro más. Recordé la mosca que rondaba mis nudillos cortados hacía unos días, cuando le advertí al niño del metro que le quitaría las tripas y se las daría como comida al perro. ¡Ja, ja, ja!

Un aleteo más me llamó la atención, pero esta vez una sombra se paseó por el vagón.

La gente parecía no advertir la situación y entonces me percaté. Había quietud. El vagón se hallaba detenido entre dos estaciones, la oscuridad asechaba afuera y adentro, las luces pestañeaban a la par que algo gigantesco y alado iba de un lado a otro.

—¿Hola? —pregunté.

Pero nadie me contestó. Ni si quiera Óscar que se encontraba allí, parado, con la vista enfocada desde el cristal de la ventana hacia afuera.

—¿Qué miras? —le dije.

Nuevamente hubo silencio. Me acerqué a él y miré en la dirección que él lo hacía.

Los leves destellos de luz apenas sí lograban alumbrar el contorno del letrero que anunciaba una estación: YUNGAY.

Y el aleteo de nuevo se sintió. Me contoneé en todas direcciones para espantar al insecto que estuviera inestabilizando mis emociones, y nuevamente me enfoqué afuera. Observé tres especies de saco tipo pupa en medio de la estación. Eran crisálidas gigantes. Como las de una mariposa.

—¿Qué mierda? —me pregunté extrañado.

Y antes de darme cuenta, una mictlanpapálotl
chocó con la ventana.

—¡Aaah! —grité al asustarme de pronto.

Eran de mal augurio. Una mariposa de la muerte solo podía significar horrores. Y aunque no era precisamente supersticioso, todo cuanto tuviera como referencia a un ejemplar tan bello, era digno de respeto para mí. Así que no me arriesgaría, menos cuando otra polilla chocó con la ventana y al otro lado del vagón, una más tuvo el mismo destino.

Poco a poco, una tras otra y otra fueron apareciendo, como queriendo entrar, alimentarse de la luz que había dentro del carro, pero nadie más las veía. Nadie más las notaba, y sentía en mi cabeza sus aleteos demoniacos. Escuchaba en mi mente que me susurraban cosas. De la ventila del aire sobresalían patitas, pequeñas extremidades queriendo entrar, y yo no entendía nada. ¡No sabía qué pasaba!

—¡Odiseo! —grité— ¡Ya para!

Me quería volver loco. ¡Un sueño! ¿Era un sueño?

No. ¡No! ¡No lo era! ¡No era un sueño!

Y los sacos del fondo se movían lentamente, rajándose de lado a lado enseñándome los brazos magullados de quien estuviera dentro. Las luces pestañearon un par de veces mientras las polillas queriendo entrar se amontonaban en demasía. Y eran todas, la misma especie de magnífico insecto. Solo mictlanpapálotl. Todas y cada una de ellas.

Los brazos intentaban sostenerse de algo a la par que salían de las pupas gigantes, el miedo me recorría la espina vertebral, se me erizaban los vellos de la nuca, la presión en el pecho no me dejaba respirar. Era como si estuviera teniendo un ataque de pánico. Pero estaba confundido. Lejos de todo, lo único para lo que había espacio entre mis neuronas era confusión. ¡Maldita sea!

—¡AAAH! —grité a más no poder— ¡YA BASTA! —dije—. ¡YA BASTA!

Y entonces el caos cesó.

Dejé de sentir el golpeteo incesante de las polillas contra los cristales, las patas anteriores asomándose por las rendijas que tenían a disposición, esa sombra irguiéndose por el vagón interfiriendo en el camino de la luz.

Inspiré hondamente mirando a todas partes, y aunque la confusión repentina parecía haberse extinguido, todos seguían mirando en dirección a las enormes crisálidas en medio de la estación.

—¿Qué demonios? —susurré para mí.

Y las polillas quebraron los cristales, las tapas de las ventilas salieron disparadas, las escotillas de los techos se destruyeron. Consumieron el vagón en totalidad, me consumieron, posándose sobre mí, sobre Óscar y la gente que iba con nosotros. Cubrían las bombillas de la luz sumiéndonos en un zumbido incesante al batir de sus desesperantes aleteos.

¡Qué horror!

—¡Aaah! —grité. Solté la enciclopedia que tenía fuertemente abrazada y desperté.

Óscar me tomó de los hombros con ambas manos pese a los peligroso que podía significar caer al suelo con el tren en movimiento.

—¡Ey! —exclamó— ¡Ey, ey, ey! —farfulló— ¡Tranquilo! —me dijo, mirándome a los ojos— ¡Calma! Estoy aquí.

Miré en todas direcciones otra vez, para verificar el estado de mi posición, y el metro continuaba en marcha, desconocía la dirección, pero seguía andando. La gente del vagón continuaba tal cual, como antes de aquel extraño sueño o visión, premoción del futuro, o sensación agorera producto de la polilla de la muerte que ya antes había visto.

Respiré hondamente y analicé la situación: estaba bien, estaba vivo, seguía viajando, Óscar estaba conmigo. Inhalé otra vez. Tranquilo. Tranquilo. Necesitaba estar tranquilo.

—C-c-cr-e-cre-eo q-q-q-e —dije en un desesperante tartajeo—. Creo q-que n-e-n-n-e-e-ce-ces-si-ito —respiré otra vez. Estaba nervioso.

¡DIABLOS!

—Creo que…, necesito ir al doctor.

Los párpados me pesaron. Volví a ver a la gente del vagón y en mi reflejo de la ventana, una mariposa negra se posaba en mi hombro, aleteando casi inaudible esta vez, como si realmente estuviera en mi mente en lugar de físicamente allí. Y lo corroboré, pues al mirar mi hombro en realidad, no había nada.

—Creo que me volveré loco —agregué, mirando a Óscar.

Y la mariposa entró en mi oído. Se metió sin el menor preámbulo.

—¡Oh, por Dios! —exclamé.

Estaba loco. Volviéndome completamente loco.

Y la voz salió nuevamente del parlante:

Estación: TOBALABA

3

20:05: salir de la librería. ✓

20:10: tomar el metro desde UNIVERSIDAD DE CHILE en dirección a TOBALABA. ✓

20:24: arribar a la estación TOBALABA y dirigirme al mall Costanera. ✓

Era poco más de las ocho y media cuando el reloj de mi muñeca me indicó un relativo retraso, perdido en una fila excesivamente iluminada del supermercado que impedía a cuanto ser humano entrara en las dependencias de la cadena, identificar el horario solar. Ese era sin duda el único e importante trabajo de la iluminación: desorientar horariamente a todo quien entrara.

No nací con el grato don de la paciencia por si no lo habías notado —aunque ciertamente lo dudo debido a las incontables veces que te lo he comentado y las otras más en que he explotado tan efusivamente a lo largo de estas páginas—, y Óscar tampoco. Pude notarlo en su ceño fruncido y sus miradas fugaces de un lado para el otro cada que la gente circulaba a nuestro alrededor, pasando entre él y yo, por la fila en la que estábamos próximos a pagar los artefactos que pensábamos comprar.

Exhalé.

—¿Nunca has tenido esa sensación homicida cuando alguien lento camina delante de ti? —le pregunté, blanqueando los ojos.

Él sonrió.

—Un millón de veces.

Luego yo sonreí.

Eran casi las ocho y cuarenta cuando todavía quedaban dos personas delante de nosotros en la fila frente a la caja para poder cancelar las compras y partir por fin, al puto encuentro a las nueve de la noche en punto.

—¿Ocurre algo? —preguntó Óscar, notando la impaciencia que producía la gente en mí.

—¡No! —mentí.

Y mentí porque sí ocurría. Estaba extenuándome. Estaba cansándome de todos allí, siendo tan inoportunamente lentos en sus compras, acaparando el invaluable tiempo de cada uno de nosotros para ellos, como si nuestras vidas y asuntos fueran un exceso irrelevante de sucesos.

—¿Estás seguro? —preguntó Óscar.

El párpado izquierdo me palpitó bruscamente, tanto, que pude percatarme incluso de cómo mi hombro siniestro acompañó el violento e involuntario movimiento.

Un grito dolorido aulló dentro de mi cabeza, entre las neuronas que respondían a mi nombre. Odiseo se hallaba inquieto y aquejumbrado, dolorido por motivos ajenos que, aunque en concreto se desarrollaran complejamente dentro de mi psiquis, no me concernían como partícipe de ellas.

—¡Ey, ey, ey! —exclamó Óscar— ¿Estás bien? ¡En serio! —dijo— ¿Qué te pasa?

La gente a nuestro alrededor comenzó a mirarnos. Empezó a reparar en nuestra forma de ser, de vernos y tratarnos.

—Llevas días comportándote algo…, raro —mencionó.

—Creo que —inspiré mientras los gemidos de Odiseo dejaban de retumbar en mi mente—, solo es cansancio.

Abrí nuevamente los ojos, y la luz se filtró por mis pupilas sin molestia alguna.

Óscar exhaló. Se perdió en ese verde venenoso que teñía mi ojo izquierdo, acompañado de lunares azules.

Esbozó una tierna sonrisa para mí, mostrándome los Braquets. Se irguió de hombros y acercó su mano a mi rostro. Acarició mis mejillas.

—Me preocupas —dijo, y me besó tiernamente.

—¡Siguientes, por favor! —anunció la cajera.

Y al fin nos acercamos a entregar nuestras cosas.

Tres minutos después de pasados todos los artículos por el lector de códigos de barra y haberme generado una —no menor—, boleta de poco más de veinte mil pesos, haber cancelado el monto sin queja alguna y pasar al otro lado para guardarlos, me ubiqué frente a Óscar tapando la visual de mi mochila. Con el cuidado más extremo del que fui capaz, disimuladamente tomé los artefactos uno por uno vigilando con extrema cautela que ningún ángulo fuera para él lo suficiente para reparar en los ojos de Natalia al interior del frasco dentro de mi bolso y sentir que no había sospecha alguna de su parte por cualquier acción que mi actuar hubiese sugerido. Luego emprendí rumbo invitándolo a venir conmigo.

Posterior a aquel evento, solo debía deshacerme de él en la estación siguiente para partir al fin a la fantasmagórica escena en que mi presencia era requerida.

La fluidez horaria de la concurrencia en la parada era la común de cada día. La hora punta del tráfico iba en declive desde las siete y fracción de la tarde, razón por la que el extenuante gentío era notablemente menor hasta hacer del ambiente algo ligeramente respirable.

En mi mochila iban algunas latas de atún pasando a llevar el frasco con los ojos de Natalia, produciendo un casi imperceptible titilo, como el lóbrego estertor de los moribundos sueños de quienes ahora caminaban rumbo al reino de los cielos o se hallaban atrapados entre las puertas de San Pedro y el conteo de sus pecados para arrastrarlos al infierno. ¡Oh, bello cadalso en la agonía del purgatorio!

Aquel imperceptible cabrilleo producíame un inquietante desasosiego. Lograba a grandes saltos convertirse en el pálpito cual corazón delator embargó de locura las últimas líneas de Edgar Allan Poe.

El TIC del ojo izquierdo apresuraba sus involuntarios movimientos.

—¿Qué ocurre, Odiseo? —preguntaba para mí. Para mis adentros.

Las puertas del centro comercial se abrieron frente a nosotros, acudimos al elevador que nos llevaría hasta la pasarela que cruzaba la avenida y el Costanera Center fue quedando atrás. Poco a poco más atrás.

No tuve visión ni recuerdo alguno de Patricia. Existió tal vez, en algún momento recóndito de la tarde el fugaz anhelo de verle, de preguntarle por Jason, a ver si las palabras que habíamos cruzado la noche recién pasada en los márgenes del Bellas Artes habían surtido efecto y la presencia de este enigmático ser buscado ahora por el posible crimen de Diego, para el que ahora era el único sospechoso —gracias a los Dioses—, se aparecía rondando las cercanías de mi refugio tal y como había acordado con Patricia que debía suceder.

Fue una idea de último minuto que se apareció como si nada. Como si el cósmico azar del universo así lo hubiese querido.

—¡Sigo odiando esta cosa! —se quejó Óscar avanzando en la mitad del paso nivel, justo como cuando días atrás un gigantesco vehículo pasaba bajo nosotros produciendo un contoneo que nos vibraba en lo más profundo de las vísceras.

A pesar de la gran cantidad de focos dispuestos en la vía pública, la luz artificial parecía sucumbir a la negrura máxima que desde los anteriores días me seguía los pasos. Acechándome, manteniendo su insana distancia acordonándome entre la psicosis de la realidad fija en Odiseo y yo, hasta el perímetro que oscilaba nuestra propia locura. ¡Locura! Pronto ya no cabría definición para ella en mi cabeza, o bien toda extensión del término definiría eterna y enteramente nuestra existencia.

—¡Aaah! —gritó Odiseo dentro de mí.

Me mareé de pronto mientras bajábamos sobre la escalera mecánica por la que anteriormente habíamos arribado a la pasarela. Una portentosa jaqueca invadió mis sienes y mis manos involuntariamente taparon mis ojos. Nuevamente dejé caer la enciclopedia. El movimiento violento produjo el reconocible campaneo del vidrio. Un repiqueteo ahogado, sumergido en oscuras y desconocidas aguas.

—¡Ulises! —gritó Óscar, intentando socorrerme.

Un paso en falso producto del indescriptible dolor me desequilibró entre los peldaños en movimiento de la escalera, intenté desesperado y pesaroso alcanzar el pasamanos móvil, pero fue inútil. Óscar bajó desde dos escalones más arriba intentando sujetarme, siendo ciertamente igual de ineficaz sosteniéndome que yo buscando algo a lo que aferrarme.

La atracción violenta de la gravedad sumada al movimiento mecánico golpearon incontables veces mi cuerpo, mis brazos y piernas, codos, tobillos. Doblé —a causas del rodar bajando la escalera— mis muñecas hasta sentir cual tortura agónica un estruendoso ¡click!, crujir en ambas. Aún bajo los efectos del dominio angustioso que aquejaba a Odiseo, fui capaz de mantener mi cuello al borde del auxilio evitando una lesión cuyo final lograra dejarme postrado a perpetuidad, incluso previo a mi muerte, sufriendo tal vez, los mismos retorcidos anhelos que Lincoln Rhyme antes de que el coleccionista de huesos llamara su atención.

¡Y mi cabeza giraba! ¡Rodaba! ¡Todo daba vueltas y vueltas! ¡Y MÁS VUELTAS!

—¡Ulises! —volvió a gritar Óscar antes de sentir el abrazo del pavimento rodeándome la espalda, crujiendo tras de mi un sonido sordo que humedecía mis omóplatos— ¡Ulises, Ulises, Ulises! —farfulló acercándoseme, bajando tan deprisa los escalones que quedaban que antes de percatarme, se hallaba conmigo y tras él, el tenue firmamento que desaparecía a causas de la contaminación lumínica— ¡Oh, cielos!, ¡Ay, por Dios! —sollozó.

La voz de Óscar se quebró, vibró débilmente haciéndome notar las lágrimas que se atoraban en su garganta. Y el agua escurría bajo mí. El frasco se había roto, el líquido mojaba mi espalda, avanzaba hasta mis glúteos y poco a poco parecía volverse viscoso.

—¡Qué es eso! —preguntó Óscar, notando la humedad extendiéndose bajo mi espalda.

Se aproximaba gente a nuestro alrededor, me encerraban en una cárcel humana, en un círculo perfecto, simetría de un aquelarre maldito. ¡Puto instinto chismoso! ¡Odio a la gente! ¡La odio!

—¿Está bien? —escuché.

—¿Qué ocurrió? —preguntó alguien más.

—¿Sigue vivo? —dijo otro.

—¿Respira? —fue el aporte de un hombre.

—¡Llamen una ambulancia! —gritó Óscar mientras se apoyaba en mi pecho, con su índice y medio analizaba el pulso en mi cuello y mis ojos fijos en la negrura del cosmos parecían ahuyentar a la gente que recién reparaba en la tóxica gama de tintes que poseía— ¡Reacciona! —me dijo— ¡Reacciona, por favor! —suplicó.

Y antes de cualquier respuesta de mi parte, un grito desgarrador, como pena maldita o infernal flagelo de Mefistófeles, se escuchó entre la multitud de nuestro entorno.

—¡AAAHHH! —volvió a gritar— ¡Por Dios! ¡QUÉ ES ESO!

Y uno de los ojos de Natalia se hallaba a un par de metros de mí, tirado en mitad de la gente que se había acercado, rodeado por pequeños trozos de vidrio que salpicaron junto con él, manchando a su vez, las páginas abiertas de mi enciclopedia.

Me miraba. Me acusaba. Señalaba para mí la culpa de haberlos arrebatado junto al tatuaje de la mariposa que tanto quería para mi colección de lepidópteros.

—¡Óscar! —grité.

Y mi ojo palpitó. Apreté la mordida fuertemente hasta que mis muelas crujieron. Sentí el trizar doloroso de uno de mis terceros molares. ¡Por Dios!

—¡Óscar, ayúdame! —le supliqué yo, cuando el caos se desataba entre la multitud.

Cuando la gente comenzaba despectiva y peyorativamente ahora a tratarme, a insultarme e injuriarme. ¿Es que acaso ninguno de ellos tenía algún pecado propio que expiar?

Incluso cuando hay alguien con peores errores que los tuyos, los propios siempre se purgan primero, querido lector.

Y la calma amainó.

La quietud calló.

La noche volvióse un ángel de manto silente.

—¿Óscar? —pregunté casi en un murmullo.

La multitud seguía allí, en silencio, señalándome en mitad de la vía, a pasos del centro comercial y la escalera por la que había caído. Vendas cubrían sus ojos y un tono rosáceo desformando al rojo bermellón aparecía entre la tela.

Cuidadosamente comenzaron a quitarse los vendajes. Óscar no se aparecía en ninguna parte. Estaba solo. Solo. ¡Odiseo tampoco estaba allí!

¿Qué era ese lugar? ¡El infierno! ¡Un cuadro olvidado del purgatorio! ¡El inicio de mi castigo! ¿O solo el malpasar de mi cabeza adentrándose en la locura?

El gentío se quitaba las vendas más a prisa. Se rascaban y rasgaban. Rasguñaban sus caras con dedos larguiruchos como hueso, hasta que sus cuencas vacías auguraban un temor expedito que crecía en mi cuerpo, desde dentro, comprimiéndome el corazón de formas que no puedo relatar porque no existía ni existe, incluso ahora, forma para hacerlo.

Las cuencas negras me miraban. Desde todas direcciones el vacío inquietante me hacía presa de él, de un aleteo indomable que allanaba el aire. ¡Aaah!

El silencio nuevamente se formó. Toda la gente me miraba, sin expresión alguna a falta de sus globos oculares, sin embargo, las cuencas negras avisaban sobre la penumbra a la que estaba condenado. Ese aleteo molesto como electricidad estática continuaba acrecentándose.

Y luego aparecieron. De cada cuenca, de cada rostro sin globos oculares, de cada agujero donde el vacío reinaba, cientos de mictlanpapálotl salieron al vuelo, adueñándose del aire, volviéndose reinas de todo a su paso, incluyéndome.

Era un mal augurio. Una hórrida señal de que el destino tenía como conclusión, acabar conmigo.

El aleteo de cientos de polillas negras rondaba mis oídos, sus patitas cosquilleaban en mi cabeza, mi pelo, mis párpados. Mis manos. Bebían las lágrimas de desesperación que emergían de mí, secaban la saliva que auxiliaba mis lamentos.

—¡Ulises! —hasta que la voz de Óscar me despertó.

Sus labios pronunciaron mi nombre y mi despertar a la realidad constó de un círculo de gente a mi alrededor, además de un policía, igual a la noche anterior.

¡Natalia, Natalia! Obrar desde el inframundo solo para hacerme sentir tus mismos pesares.

—¿Estás bien? —preguntó Óscar por enésima vez.

Pero esta vez, al mirarlo para afirmar mi buen estado, sus ojos no estaban, su boca abierta despedía el aliento de la muerte, una mictlanpapálotl
voló hacia él, entró posándose en sus labios solo para perderse de mi vista cuando mis ojos se cerraron por completo y el deseo de encontrar la lógica a ese breve instante fue mayor, mucho mayor.

En sus manos yacían dos ocelos en perfecto estado, mirándome.

No estaba bien. Para nada.

Estaba volviéndome loco.

Completamente loco.

Capítulo XIX

El testigo

1

—¡Ulises! —escuché decir a una voz— ¡Ulises, ¿estás bien?! —me preguntaron.

El lugar del que provenía aquel llamado volvía cada vez menos vacío ese recóndito paraje en el que me encontraba. Un desierto mudo, negro y deshabitado, manchado de huera humanidad.

—¡Despierta, Ulises! —era un tono vocal como el mío, pero extrañamente calmo, delicado— ¡Vuelve! —un color de voz profundo, difícil de definir.

—¡Eh! —exclamé— ¡Qué! —pregunté, despertando de un lúcido sueño, de un recuerdo tan vívido que me era inconcebible pensar en que ninguno de los acontecimientos recién ocurridos hubiera sucedido realmente.

Allí estaba yo, cogiendo los pasamanos de la escalera mecánica a la par que Óscar sujetaba fuertemente mi pecho, produciéndome un ligero ardor al tirar de mis vellos por sobre la ropa.

Nunca caí. Nunca rodé escaleras abajo ni se quebró el frasco con los ojos de Natalia en su interior. ¿Podía acaso mi consciencia jugar tan macabramente conmigo? Poe era un maestro en el enigmático tema de profundizar en la psiquis humana, indagando en lo más hondo del miedo del hombre, en los más reservados círculos del Infierno de Dante y hacer de este un cautivo goce para sus lectores, sin embargo, viviendo sus más horridas fantasías, cuerdamente te comento, querido lector, que no es así.

Óscar me miró ceñudo.

—Sí —le dije—. Estoy bien, tranquilo.

Ya había perdido la cuenta de la cantidad de veces en que había hecho aquella pregunta durante el día y la semana. Quizá durante el tiempo en que habíamos trabajado juntos.

Y mi respuesta siempre fue la misma: ¡estoy bien!

Pero ¿realmente lo estaba?, ¿era concluyentemente acertado?

Para ser franco, justo en aquel instante, previo a dejar caer mi pie desde la escalera mecánica al cemento de la avenida y emprender el rumbo a la estación, mi mente carcomida por las divagaciones de un hemisferio a otro no dejaba de preguntarse si tan cierto era que me encontraba del todo bien, o por lo menos, en una mínima, fraccionaria, diminuta o microscópica parte que, como un germen multiplicándose, pudiera tal vez acrecentarse con el paso del tiempo.

Podía justificar claramente mis anhelos para con mi cacería de mariposas. Quería reponer mi colección, esa magnifica obra de arte que tan tontamente dejé en solitario bajo los olvidados cúmulos de innecesarios artículos en el sótano de la casa donde…

Mi simple deseo era recuperar ese muestrario para el deleite de los problemas que tan frecuentemente aquejaban mi mente. Su belleza era y es ahora, la solución única a todos los males que me sobrepujan tan indecorosamente.

El cómo fue también un dilema moral que no surcó por mis sueños más de una noche. Supe y aclaré esa vaga idea que, como una bacteria, enérgica y fuerte entró y se multiplicó dentro de mi cabeza cuando Odiseo tan diáfano dictaminó todo cuanto tuviera que hacer: si quería las mariposas para mi colección, debía matar.

Entonces, por qué las visiones de los últimos días atormentaban mi alma. Estaba condenado, claramente. Era una idea que desde el momento cero tuve cierta y completamente asimilada, de modo que el martirio psicológico no era necesario. ¡Por qué debía existir —¡maldita sea!—, esa parte de mí que tanta culpa sentía!

¿Por qué? ¡Eh!

¡POR QUÉ!

2

20:05: salir de la librería. ✓

20:10: tomar el metro desde UNIVERSIDAD DE CHILE en dirección a TOBALABA. ✓

20:24: arribar a la estación TOBALABA y dirigirme al mall Costanera Center. ✓

20:40: salir del centro comercial, despedir a Óscar por la línea contraria del metro y escabullirme hasta el andén en dirección a la combinación con la línea 5. ✓

Eran pasadas las ocho y cuarenta cuando el trayecto desde el imaginativo incidente en la escalera mecánica se hizo silencioso producto de este. Fue la primera vez, desde que habíamos comenzado a hablar un poco más, que Óscar y yo estuvimos callados durante tanto tiempo.

Las luces de las tiendas ya no alumbraban, las persianas metálicas se hallaban todas bajo el grueso enganche de los candados y los faroles de las calles teñían de lúgubre naranja todo cuanto su radio de alcance lograra. El puesto de flores en que había reparado la primera vez que había asistido con Óscar a la sucursal del Costanera, se encontraba cerrado. El mediano quiosco floral tenía las cuatro colgaduras de metal chocando el suelo refugiadas bajo gruesos candados de hierro tipo gótico.

En los costados, una serie de papeletas pegadas llamó mi atención.

Todos y cada uno de esos panfletos se hallaba con una foto de la respectiva víctima desaparecida. Mujeres todas, y bajo un rango etario similar si es que no el mismo entre todas ellas, lo que podía significar, tal vez, que cada una de aquellas jóvenes había sido secuestrada, torturada y/o asesinada por el mismo hombre, mujer o grupo que se estuviese dedicando en ese preciso momento al efecto para el que se necesitaban.

—Esto es algo…, inusual —dije aludiendo a las papeletas de las persianas.

Óscar me miró un instante y luego desvió sus ojos hasta el quiosco.

—¡Cielos! —exclamó— Parece sacado de…

It —aludimos al mismo tiempo a la obra de Stephen King.

Entonces Agustina Garay llamó mi atención.

¿Una mariposa? ¡Qué mariposa!

¿Podría tener una delicada Actias luna? ¡Oh, no, no! ¡Tal vez una Greta oto!, es pequeña y, prácticamente transparente, pero una divinidad. O podría, tal vez, tener una Inachios io. Diminuta la Pavo real.

¡Oh! ¡Diablos! ¡Podían ser tantas!

Proseguimos con el camino hasta la estación y en cosa de minutos, sin palabras mayores a las que hacer referencia, Óscar se marchó luego de un ligero topón de labios que me permitió sentir el sabor de sus Braquets. Le hice creer, como cada vez que había tenido la oportunidad, que me marcharía rumbo a casa desde la combinación con la línea 4 hasta la estación TRINIDAD, sin embargo, tenía un par de compras más que hacer, algo rápido y sencillo que no me tomaría más de cinco minutos fuera de la estación:

Un gorro de lana y una bufanda con la que cubrirme, además de un cuchillo cocinero que fácilmente se haría pedazos tras usarlo un par de veces, sin embargo, para otra ocasión claramente no sería requerido. Tenía en mi mochila aún algunos de los guantes quirúrgicos que había utilizado la noche anterior y tras la compra de la ropa y el utensilio, una vez dentro del vagón, intentando no llamar la atención de ninguno de los personajes, desconocidos todos, que iban allí, comencé a alistarme. Puse la bufanda sobre mi cuello y el gorro cubriendo mi cabeza, el cuchillo iba al interior de mi mochila y con sumo cuidado intentaba no acercarme a nadie que fuera lo suficientemente bruto como para romper el frasco dentro de la misma o que produjera la fricción necesaria para llamar la atención con el sonido, aunque, francamente, dudaba con énfasis que a alguien le importara, sin embargo, prefería evitar el oído biónico de cualquier persona al interior del vagón.

A la altura de la estación BAQUEDANO mientras bajaba del carro y me dirigía hacia el andén en el que debía tomar el tren que me llevaría finalmente a mi destino, lentamente repasé el plan mientras veía la hora en el viejo reloj Orient que había heredado de mi padre.

Faltaban doce minutos para las nueve de la noche. En un tiempo aproximado de veinte minutos llegaría a mi destino y en la caminata, tal vez llegaría a la hora que mentalmente había estipulado.

Tan solo faltaban cuatro paradas más.

Solo eso.

Cuatro estaciones y nada más.

3

Cuando salí de la estación, el frío en mi cara me recordó instantáneamente la noche en que Jason me esperaba a las afueras de la estación MANQUEHUE.

La noche en que mi primera mariposa dio pie a mi nueva colección. La noche en que Diego murió.

¡Ja, ja, ja!

Avancé un par de pasos desde CUMMING y reparé en la majestuosidad de un gigantesco edificio rojo yendo en dirección al parque Quinta normal. Las letras en latín relucían en lo alto: pavete ad sanctuarium neum.

¡Salve al santuario!

El tránsito en general era opaco. El clima lúgubre acompañaba mi estancia por las calles venideras augurándome un horrido desenlace. Volvía mis ojos en todas direcciones de igual forma manteniéndome alerta, pensando en que ese crío podía hallarse tal vez a la vuelta de una esquina, esperando para asesinarme.

¡El cuchillo!

Era hora de sacar el cuchillo.

Mientras lo hacía, me cubrí la cara lo más que pude con la bufanda y el gorro de lana, busqué al interior de la mochila los guantes clínicos y tomé el utensilio de cocina disponiéndolo al interior de mi manga.

El barrio Yungay se había hecho famoso el último tiempo por la cantidad inconmensurable de siniestros producidos, llevándose con ellos vidas incalculables y edificios pareados que hacían parecer el lugar una especie de favela hacinada en cimientos de ceniza y calcinamiento.

Nada más debías googlear «barrio Yungay» y la mayoría de los resultados tanto de Google como videos de YouTube eran sobre la cantidad de incendios producidos en la zona.

No tardé en ver algunos campamentos a las afueras de las calles sujetos entre los troncos de los árboles y los portones envejecidos de las casas incendiadas. Los umbrales de las puertas rematados con tablas, ancladas con remaches, clavos de cuatro pulgadas, planchas de zinc o latas acarreadas desde la basura. El hedor a mierda y orina me escocía la nariz y arrugaba mis ojos intentando que no afectara a mi vista.

¿Podían ser todas las personas que allí vivían tan inhumanamente, víctimas de los incendios del barrio?

No me consideraba un monstruo en ese momento, porque incluso por esos pobres diablos sentía compasión. Por la miseria en que vivían.

A pesar de la cantidad de carpas echas con mallas, ropas, cartones y demás, no lograba divisar ni un alma rondando el lugar. Podían encontrarse tal vez, durmiendo ya. Había viento, pronto llovería, era más que probable que todos los vagabundos que frecuentaban el barrio y los escombros se hallaran ya entre los brazos de Morfeo a pesar de la desesperación que producía el hambre, el frío y la angustia indómita producida por la incertidumbre.

La circulación vehicular era casi nula. Desde lejos podía observar el luminoso punto que significaba la pequeña estación de la que acababa de salir. Los edificios se alzaban. Departamentos en todas partes, portones de latas, rejas altísimas.

Y otro singular panfleto de «Se busca».

En la intersección de la avenida Catedral con García Reyes, pegados en hilera sobre un viejo y desgastado muro que a la distancia podía identificar posiblemente como adobe, se encontraban una serie de papeles dispuestos con la foto de una niña que no se encontraba entre los anteriores, en el quisco de flores.

Viviana Muñoz, se llamaba. Lo menciono en tiempo pasado ya que, el documento aparte de desteñido producto de la zona en que se hallaba sostenía una fecha de principios de abril, o sea, casi cuatro meses atrás, de modo que la pequeña —puesto que la foto únicamente enseñaba a una lactante con un par de juguetes mientras mordía su índice derecho—, debía estar posiblemente muerta si es que no la habían encontrado, que era lo más probable considerando la tasa de inefectividad de los funcionarios policiales.

Al costado de los adoquines de adobe vandalizados, la señalética que prohibía el estacionamiento en toda la cuadra también sostenía una papeleta.

Era la misma, salvo que su fecha de emisión era posterior a la hilera de avisos dispuestos en la pared.

Paso tras paso las murallas continuaban acrecentando su arte callejero, cada una con más pictogramas urbanos que la anterior, aunque cabe destacar, de entre todos, uno que otro podía, dignamente, denominarse arte como tal. En varias de las murallas de negocios de barrio, casas —pareadas y no—, así como de aquellas gigantescas estructuras consumidas por las llamas de las que solo quedaban maderos carbonizados y cubiertos de hollín, encontré raros retratos de exponentes de la música. Víctor Jara en algunas de ellas, Violeta Parra en otras tantas, así como Eduardo «Gato» Alquinta y Gabriel Parra, su colega de Los Jaivas, escondido tras su Ludwig Octaplus en color amarillo.

La plaza que el mapa ponía como punto de referencia se encontraba a un par de pasos.

Miré la hora en mi reloj: 21:07

Estaba llegando un poco antes de lo que había previsto mentalmente.

Pero no veía la estación. ¿Dónde se hallaba?

Lo único que se apreciaba más adelante, era un enorme edificio calcinado. Era imposible que se tratara de la estación. O por lo menos eso pensé, hasta que estuve cien por ciento seguro de que, claramente, aquel viejo escombro escondite de insectos solo era una vieja estructura en ruinas. La fantasmagórica estación se hallaba al lado, protegida por una diminuta reja que podría saltar sin problemas apoyándome de las gruesas paredes y erosiones de la chamuscada vivienda colindante que se hallaba tapujada en tablas, latas y planchas de zinc rematadas con gruesos clavos para evitar quitarlas fácilmente.

En la esquina entre la reja que separaba lo que podía distinguir como la entrada a la estación y aquella vieja iglesia, catedral o, edificio general, me encontré con un nuevo panfleto. Era la misma niña de una calle atrás.

Apoyé mis manos sobre el enrejado y la incomodidad producto de los dientes de tiburón se transformó en un leve dolor.

—¡Maldición! —exclamé para mí.

Sentí un leve golpe en la cabeza.

—¡Qué fue eso! —me dijeron.

Me volteé en todas direcciones. Miré hacia todo mi alrededor, pero, no había nadie. En la esquina de la calle Catedral con Libertad había un gigantesco edificio de gama cromática oscilante entre el azul y el amarillo, cuyas luces filtradas por las cortinas o produciendo una especie de sombras chinas no lograban dejarme del todo seguro respecto al pronto suceso.

Causábanme inseguridad.

—¿Y si alguien te mira? —preguntaron.

—¡Dónde diablos estabas! —pregunté a Odiseo.

Pero hubo silencio. No dijo nada más.

Volví a sujetarme de los dietes de tiburón de la reja para tomar impulso, apoyé una de mis piernas en la misma y la otra en la gruesa pared del edificio a mi lado. Tomé cuanto impulso fui capaz antes de volver a lastimarme la mano. El cuchillo al interior de la manga derecha me molestaba y sentí por segunda vez un tenue golpe sobre mí.

—¡Con un demonio! —dije.

El gorro recién comprado me picaba en el cuero cabelludo, la lana de la bufanda se inmiscuía por mi nariz y ambas prendas me asfixiaban. Tenía la cara completamente caliente.

Ese golpe otra vez.

—¡Qué mierda suced…! —al erguir mi cara, noté una mancha acuosa salpicar mi pómulo para luego extenderse y bajar por mi mejilla.

El mal clima que había pronto estallaría en lluvia y mientras tanto, solo ahí me encontraba yo, pretendiendo de todas formas saltar la reja negra que protegía la abandonada estación frente a mis ojos.

—Ya fue suficiente —me dije.

Solté las barras de hierro, inspiré hondamente y retrocedí un par de pasos, miré el edificio que tanto me incomodaba para verificar que nadie estuviera cerca de las ventanas observando en mi dirección y finalmente corrí.

Me sujeté de la barra inferior a los dientes de tiburón a la par que apoyaba mis piernas en la reja propia y pared del edificio, con la otra palma me di un impulso en la misma muralla y antes de darme cuenta me tiré por sobre las puntiagudas y afiladas hileras de protección sobre la valla.

El suelo comenzó a crujir, salpicaban gotas de lluvia mientras avanzaba dejando la cerca atrás, el edificio de la esquina de la calle continuaba con todas sus cortinas cerradas y las sombras chinas no eran más que eso, sombras. La boca angosta de la entrada a la abandonada estación producía una claustrofóbica sensación y más allá de ello, tan solo al poner el primer pie en el peldaño a lo que cualquier otra persona podía considerar como la boca del lobo, el cielo se empañó en una tormenta.

Pero al igual que Jean Baptiste-Grenouille, mi sed e intenciones por lo que consideraba y esperaba, eran mayores. Si Patrick Süskind no hubiese creado o desarrollado una idea tan implícitamente voraz bajo la piel del personaje de «El perfume», no tendría una idea clara con la que asociar mis anhelos, querido lector, de modo que espero puedas comprender y apreciar la comparación que presento ante ti.

Ya estaba en la estación, bajando los peldaños.

La Monroy del palqui estaba a instantes de ser mía.

Y luego reparé: ¡demonios! No traía conmigo más que el frasco con los ojos de Natalia en agua. No llevé el formol y la única herramienta que poseía para quitarle la piel al puto crío era ese cuchillo mal afilado comprado en la calle —de donde nadie podría rastrarlo—.

¡Y mi regalo! ¡Mierda!

¿Dónde había quedado mi enciclopedia de mariposas?

4

A medio túnel bajando la escalera, entrando a la oscuridad óptima de aquella lúgubre y abandonada caverna, me vi en la obligación de encender la linterna del móvil. El ruido ahogado, apagado producto del relleno de cemento se perdía sobre mí, transformando aquel tintineo de la torrencial lluvia en nada más que un zumbido —aunque no menos inquietante—, comparado con el alteo de mil abejas a mi alrededor dentro de una titánica colmena. Escuchaba el correr del agua transpirando por las erosionadas paredes, las pisadas en los peldaños encementados crujían levemente, dándome la impresión de que las ratas al interior de la estación huían nada más escuchar aquel vago arrastrar de polvo, tierra y partículas al tacto con mis zuelas.

Lograba ver una segunda reja bajo la escalinata. Negra, destruida, pero obstruyendo el paso, a fin de cuentas.

Inspiré tan hondo como pude antes de proseguir con los diez o doce peldaños restantes antes de cruzar el portal y sumirme por completo a la terrorífica y negra plenitud de los dominios del ladrón del metro, cuyo apelativo común era, es y seguirá siendo para siempre como «Ignoto».

Frente los fríos fierros del enrejado, nada más al tacto y el leve movimiento que produjo mi palpar, el chirrido evidente del vetusto óxido que los consumía como la metástasis a un moribundo canceroso, penetró mis oídos.

—¡CON UN…! —exclamé con notorio enfado.

El cuchillo iba bajo mi manga. El gorro de lana bien puesto sobre mi cabeza y la bufanda tapaba completamente mi cara. Prácticamente no era reconocible.

—¿Dónde estás? —murmuré para mí.

Palpé la pantalla del móvil. Sobre la cabeza de Edgar Allan Poe —que tenía como fondo de bloqueo—, aparecía la hora claramente. Nueve y quince de la noche.

Sentía aún su presencia ahí. Sabía que estaba allí. Esa pequeña rata que me había citado en ese agujero del demonio estaba por entre los recovecos de la estación, escondido.

Rondaba su terreno de caza. En ese preciso momento era yo la presa, mas no el depredador, sin embargo, Odiseo también podía invertir los papeles.

¿Dónde diablos se había metido Odiseo?

Empujé la reja metálica un poco más, el chirrido se hizo más fuerte, pero, una vez pude caer por entre la separación que logré formar, el ruido cesó. Solo se escuchaba ahora el subterráneo murmurar del agua impactando arriba, en la superficie, una gotera a lo lejos que caía al suelo dentro de la estación, unos chillidos roedores corriendo de un lado para otro y el ruido de pequeñas patas yendo y viniendo de aquí para allá.

—¿Dónde estás…, pequeñín? —canturreé en una voz de falsete.

Ingresé al pequeño recinto.

Para ser una estación, estructuralmente hablando, era diminuta. Las dimensiones podían ser fácilmente comparadas con las del sótano de una casa, y esto a su vez, hacía de más fácil alcance a mi nariz el hedor que se filtraba desde algún lugar de dentro de la misma, algún lugar entre los túneles, las tuberías o quizá, desde afuera.

—¡Santo… —me tapé la nariz—, Dios!

—¡Qué puto asco! —exclamó Odiseo— ¡Te has cagado, marica!

Insistía constantemente en que había ocasiones para las cuales el silencio de mi doppelgänger
era lo mejor.

—¿Quieres callarte? —le dije.

—No, gracias —contestó.

—Eres un maldito… —no logré hallar el insulto adecuado.

—Silencio, maricotas —su voz salió a través de mí.

Sentí un ruido fuerte. Pesado. El ruido de un ser humano aplastando la grava, o en su defecto, como podía ser el caso, los escombros producto de las erosiones al cabo del abandono.

—¡Ey! —grité— ¿Quién anda ahí? —pregunté.

—¿Quién anda ahí? —se mofó Odiseo— ¡Pues quién más va a ser, idiota!

Penetré en la oscuridad abismal de la estación, recorriendo con sumo cuidado el alcance que la luz del móvil me permitía. En un instante el ruido del impacto de mis zapatos contra el suelo se transformó en más de uno y fue entonces cuando estuve seguro de que el chico con el tatuaje de la Monroy del palqui estaba allí, en aquel laberíntico escenario desconocido para nosotros.

—¡A dónde vas, pequeña mierda! —le dije.

Odiseo blanqueaba los ojos —su ojo, más bien—.

Los lentes se me empañaban a ratos impidiéndome ver con total claridad, aun así, el sentido de la audición estaba lo bastante entrenado como para ayudarme con la acción.

Corrí escuchando las zancadas ir y venir. Entrar y salir de diversos lugares que por completo desconocía.

—¡Maldición! —exclamé para mí.

La luz del teléfono no me acompañaba lo suficiente y, odiaba sentirme relativamente acechado.

En la plenitud de la negrura se hizo el silencio.

El único ruido cercano y molesto para el sentido de mi audición, no logró ser más que el de mi respiración y el flujo de mi sangre abombándose en mis oídos.

—¡Cielos! —dije.

—¡Cielos! —repitió Odiseo, con sorna.

La luz del móvil era leve. Ajusté la intensidad del brillo en la barra superior del móvil, pero, la mejoría fue casi nula.

—¿Quieres salir ya? —le dije al chico— ¡Tú me querías aquí!

—¡Sal de ahí, maricón hijo de puta! —espetó Odiseo— ¡Qué es lo que querías, eh!

—¡Cállate, Odiseo!

—¡Cállate, tú, imbécil! —me reparó— ¡Que te aparezcas ya!

—¿Me quieres dejar tranquilo de una puta vez? —le dije.

—¡Por tu culpa estamos aquí, maldición!

Podía imaginar lo extraño que sería presenciar una discusión conmigo mismo.

—¡Detrás de los pilares! —gritó Odiseo.

Señalé con la linterna los pilares frente a un fondo falso.

—¡CORRE, IDIOTA! —ordenó mi doppelgänger.

Nada más señalar con la luz, una sombra de mediana altura se dio a la fuga, corrió hacia una de las esquinas del fondo falso donde un agujero mal hecho, que podía comparar con la entrada a un nido de ratas se abría a lo que aventuré podía tratarse de las vías del tren para las que dicha estación YUNGAY —o LIBERTAD—, nunca abrió sus puertas.

Me apresuré hasta entrar allí una vez pude verlo cruzar el portal destruido. Inhalé un segundo antes de pensar si quiera en seguirlo en ese instante mismo.

—¡Síguelo, maldición! —dijo Odiseo.

—¡Imbécil! —espeté— No tengo puta idea qué hay detrás de esto. Podría estar esperándome del otro lad…

Antes de terminar la frase, sentí la presión de algo frío y grueso sobre mi cuello. Frente al agujero por el que el chico había salido, pensando en si debía entrar o no, le di el tiempo y la oportunidad para que se acercara por mi espalda, logrando llegar a mi desde otro punto ciego que conectaba las vías del tren con la estación fantasma.

—¡Q-q-que e-s-es-t…! —erguí mis manos en todas direcciones, pero fue inútil zafarme del cuero que logré identificar como un cinturón— ¡D-di-a-dia-b-bl-os!

No había más que silencio dentro del forcejeo.

—¡Fuiste tú! —me murmuró el chico al oído.

—¿Q-qu-é? —pregunté.

—Sé que has sido tú —volvió a decir—. Hay fotos de cómo desollaste los tatuajes del chico del ICON y la prostituta de la plaza.

Continué forcejeando en lo que sentía sus manos apretar con más fuerza el cinturón. Cambió de manos un par de veces hasta tener el control total de ambos extremos atados a mi cuello y sujetos con su mano derecha a la vez que con la izquierda buscaba entre los bolsillos de su pantalón.

Fue entonces cuando recordé el cuchillo oculto en mi manga.

Fingí ejercer fuerza mientras arrastraba el cubierto entre los pliegos de mi ropa y lo sacaba a relucir únicamente para cortar el cinturón.

Bruscamente fui a dar uno o dos pasos delante de mí y el joven ladrón uno o dos pasos atrás, quedando a otro pie de distancia de la pared.

—¡Eres un asesino! —gritó— ¡Un puto homicida!

—¡Momento! —exclamé— Notemos las diferencias: el asesinato es una forma agravada de homicidio. Yo solo soy un homic…

—¡Querrías matarlo de una vez! —dijo Odiseo.

—¡Puedes dejar de interrumpirme, maldito bastardo! —le grité.

—¡Solo hazlo, maldición!

—¡Qué diablos! —musitó el chico, arrugando el entrecejo.

—¡Cállate! —le grité.

—¡Estás loco! —espetó el joven— ¡Eres un maldito maricón, asesino y loco!

¡Iris in milditi miriquín, isisini y liqui! —se mofó mi doppelgänger.

Solo quería la mariposa.

Yo solo quería la mariposa que él tenía en su brazo. Necesitaba esa Monroy del palqui para mí. Por ella había ido hasta ese lóbrego y abandonado lugar, cuna de pestes y enfermedades.

—¡La quieres!, ¿no es así? —se descubrió la manga llamando instantáneamente mi atención. En su brazo derecho yacía el ejemplar mal tatuado, pero no por eso carente de belleza de la Esphingidae
que incluso pude saborear cuando nos cruzamos en la estación TOBALABA.

—¡No me matarás! —me dijo—. ¡No me tocarás un pelo por este puto tatuaje!

—¡Oh, pequeño niño! —dijo Odiseo— ¡Jamás me atrevería a tocarte!

—¿Lo mismo le dijiste a ellos? —preguntó— ¿Al chico del hotel? ¿a la puta que encontraron esta mañana?

—Y si, estás tan seguro de que fui yo ¿por qué no vas a la policía? —pregunté.

Su semblante era opaco. Tiritaba de miedo y angustia.

Habitaba en él el temor previo a la muerte.

—Soy un ladrón, me han pillado cuántas veces en el metro, ¿crees que podré llegar a una estación y decir que conozco al Cazador de mariposas? ¡Que sé quién es! ¡Eh!

¡Nombre!

¡Los medios ya me habían dado un puto nombre! ¡Ja, ja, ja, ja, ja!

—Lo único que podría conseguir sería una jaula y que me consideraran sospechoso por tus malditas muertes.

«La justicia no está hecha para gente como nosotros».

—¿Nosotros? —pregunté.

—Gente de la calle.

Sus ojos tenían lágrimas, la voz entrecortada causábame una sensación de pena y compasión. ¿Podía llegar a ser tan miserable como las personas de la superficie?

—Tengo que volver aquí a diario —exhaló—. Y no sabes lo que es eso.

—¡Oh! —exclamó Odiseo—. Mira —mi semblante izquierdo yacía más oscuro que el derecho—, si me das el tatuaje, prometo que vivirás y llegarás a la urgencia del hospital más próximo para que te ayuden.

Hubo silencio.

—Serás un sobreviviente —dijo Odiseo—. Los medios querrán saberlo todo. Te pagarán por contar tu verdad. Por narrar los sucesos que te convirtieron en el niño que vivió.

Sacó una chuchilla de su pantalón.

—¡No te creo! —dijo, mientras ponía la afilada hoja sobre su brazo, apuntando directamente a las alas de la Monroy del palqui.

—¿Qué haces? —pregunté.

—¡Me matarás! —dijo.

—¡No! —contesté— ¡No lo haré!

—¡Sí! —su voz tembló— ¡Lo harás! —comenzó a llorar.

—Solo…, baja el cuchillo ¿sí?

Hubo silencio.

Su cara se desfiguraba entre el llanto. Entre las lágrimas, entre su barbilla tiritando de miedo.

—¡NOOO! —y sin pensarlo si quiera, enterró la hoja en el pedazo de carne que cubría el hueso de su brazo. Rajó la piel en que tan imponente belleza de la Monroy del palqui llamaba mi atención y antes de reaccionar si quiera, un nuevo corte apareció degollando la Esphingidae
de lado a lado.

—¡NO! —grité— ¡Nooo! —caí de rodillas al suelo, lamentando el hecho— Pero ¡qué mierda has hecho!

El muchacho chillaba de dolor, la linterna señalaba las manchas de sangre que caían al piso, el tatuaje ensangrentando, mutilado, rajado de lado a lado. Las alas rotas, la cabeza cortada, un trozo de piel de mitad del cuerpo del lepidóptero que ya no estaba.

¡CÓMO PUDO SER TAN ESTÚPIDO!

Y en mis ojos también hubo lágrimas. La belleza de la Monroy del palqui se hubo esfumado. De un momento a otro ya no existía.

—¡Hijo de puta! —le grité.

Y me paré mientras el méndigo idiota aún aullaba de dolor producto de las cortadas en su brazo, tomé el cuchillo que todavía tenía en mi mano y arremetí contra él mientras dolido, no lograba dilucidar entre el escozor de su extremidad y lo que ocurría a su alrededor. Avancé hacia él y sin pensarlo siquiera, enterré el utensilio entre su clavícula y la quijada derecha produciendo una explosión de sangre que alcanzó metros de distancia hasta un choque contra el cielo de la estación.

Lo saqué nuevamente y volví a enterrarlo. Repetí la acción y lo hice otra más. Desenterré la herramienta para cruzar su cuello desde la izquierda. Dos, tres, cuatro veces bisé el movimiento hasta sentir que la ira dentro de mí amainaba.

¡Pero no ocurría!

Debía hacer más.

¡Se merecía más! ¡Sufrir más!

De modo que lo pateé. Pateé su cara, su pecho, escuché crujir sus costillas un par de veces sin encontrarse todavía del todo muerto. Tomé su brazo derecho con los guantes clínicos todavía puestos —gracias a los Dioses—, y de una forma que desconozco, con una fuerza que no me pertenecía, logré quebrarlo hasta escuchar fuerte y claro cómo se rompía. Disfruté ver el hueso asomarse entre la carne y sus gritos desganados a causa del desangramiento clamando por una ayuda que nunca llegaría.

Y mi rabia no disminuía.

Recordé los ojos de Natalia. ¡Sí! ¡Sí!

Todavía quedaban ellos.

Me quité la mochila de la espalda rápidamente mientras el imbécil tenía unas exhalaciones más de vida, extraje el frasco con los ojos de mi víctima anterior y sin pudor alguno abrí el recipiente para esparcir el agua sobre el chico, los ocelos quedaron en mis manos unos segundos antes de decidir qué hacer con ellos.

—¡Abre la boca! —le dije.

La sangre brotaba. Salpicaba todo y me causaba una notable impresión que el maldito bastardo aún respirara.

—¡Que abras la puta boca, te he dicho! —exclamé.

Pero no me hizo caso.

—¡AAAHHH! —grité echándome sobre él, apretando con ira sus mejillas abriendo a la fuerza su boca para que los ojos de Natalia fueran a dar directo a su estómago, o como defecto, que se anclaran en su garganta.

Y entonces todo comenzó a volverse confuso.

Me comenzó a doler la cabeza. La voz que me arrullaba cuando el asesinato de Natalia se llevó a cabo volvió a escucharse en mi cabeza, agradecía mi servicio, me calmaba y extrañamente parecía sucumbir a ella.

Parecía hipnótica. El mismo color vocal de cuando tuve aquel sueño vívido tras salir del centro comercial.

Hasta que un grito raudo y empapado de temor, de un pánico inconcebible que no puedo describir llegó a mis oídos.

Fue un grito de terror, de genuino horror lo que me erizó los vellos de la nuca mucho más que corroborar tras alumbrar con la linterna que una persona se hallaba delante del cuerpo del crío y de mí.

—Hasta luego, Ulises —me siseó una voz.

Tuve la visión del chico que me seguía en el metro. De Diego, Natalia. Jason en mi mente, acercándose con el tatuaje de su mariposa.

—Duerme —susurró la voz, dentro de mi cabeza.

Delante de mí, había hombre de cincuenta y tantos años, con la mirada perdida y la quijada torcida, con las manos deformadas afirmándose el cinturón del orinado pantalón mientras al caminar, podía identificar una cojera que provenía de sus caderas.

Gritaba ahogando un llanto. Un lamento infrahumano.

Y allí perdí todo recuerdo.

Él fue todo lo que vi.

El último rastro de aquel día.

Capítulo XX

El visitante

1

Recuperé paulatinamente mi conexión con la realidad mientras que en el televisor de la sala se mostraba la grotesca imagen congelada del Creeper a punto de salir a devorarme, mientras, por la radio encendida a unos metros de distancia, se escuchaba a Gervasio Viera en su épico momento siendo la voz de Los náufragos en el tema que animaba aquella lluviosa noche.

A mitad de canción, la señal radial comenzó a interrumpirse hasta que solo quedó ese tedioso chirrido propio del cierre de las transmisiones, ese estrepitoso sonido producido por la interferencia eléctrica que solo pude aludir en ese momento a la tormenta y que terminó por despertarme completamente de las tristes fantasías que inundaban mi cabeza.

Desconociendo plena y totalmente el cómo diablos había logrado llegar hasta mi casa, únicamente decidí en ese instante resignarme a no hacer preguntas cuyas contestaciones no serían del todo aceptables, claras o creíbles para mí misma consciencia, sin embargo, mencionaré que el escenario ante mi acontecido no podía —incluso ahora—, caer del todo en los límites de mi cordura.

Cuando la lucidez amainó y fui consciente de que estaba teniendo poco a poco más control sobre mi propio juicio, un escalofrío de ultratumba subió y bajó por mi médula espinal, esparciéndose por mi espalda cual figura de Lichtenberg, electrocutándome de asombro al ver ante mis ojos, mis manos empapadas de un líquido rojizo brillante, de un bermellón consistente con el caramelo, manchas de igual aspecto esparcidas en el piso y un ardor que no podía soportar en la pierna derecha, pero que, por algún motivo, atoraba mis gritos en la penumbra de mi garganta.

Era un dolor de horror. Un ardor insoportable, incalculable de dimensiones macro cósmicas, sin embargo, ahí estaban mis aullidos de suplicio, mis desgarradores lamentos atorándose en el espacio entre la úvula y la tráquea.

Hasta que asimilé.

Hasta que pude mirar con frío recelo una marca gigantesca. Una hilera semicircular de siete sanguinolentas perforaciones de las que escurrían tenues gotas de sangre acompañadas de un blanquecino y asqueroso líquido biliar.

—¡Ah! —exclamé quejumbroso— ¡Dios! —dije— ¡Argh! —gimoteé.

Acerqué mis manos con intención de tocar, de palpar la zona, sin embargo, el calor febril que expelía en ese instante mi extremidad no me permitió más que solo pensar en que, de tan solo rozar la pierna, gritaría aún más fuerte.

—¡Aaah! —grité— ¡Maldición! —casi lagrimeé al sentir el exuberante ardor que no me dejaba— ¡AAAH! —chillé como nunca— ¡IAAAGH! —lloré. Juro por los Dioses, que lloré— ¡IAAAGH! —salpiqué salivas al gemir.

Apreté los dientes empapado en el más descarnado dolor, sintiendo en mis venas circular, como el veneno, la rabia, iracundo nido de confusiones adentrándose en mi cabeza, sospechando con toda fuerza de Odiseo que no se aparecía, que no se veía ni asomaba desde lo más profundo de mí, que no hacía palpitar, en ese instante de horrido dolor, mi ojo izquierdo para augurarme tan si quiera que algo tenía que ver con ello.

Intenté pararme del sillón en que me hallaba.

Pero fue inútil.

El único resultado conseguido tras ese torpe intento de levantarme, encontrándome consciente del demacrado estado de mi pierna, fue caerme de bruces al suelo, donde el ardor y el dolor se hacían más intensos, donde en la alfombra de la sala las manchas de sangre pegajosas se hacían cada vez más grandes al arrastrarme con las manos salpicadas enteramente del mismo líquido.

—¡Maldición! —exclamé.

Gemí.

Sentí entre los dedos de mi mano derecha una leve molestia, un tenue rozar de duras y desconocidas hebras pegándose a mí por culpa de la puta consistencia coagulada de la sangre.

Me arrastré como un vil gusano en la alfombra, adhiriéndose a mí las pelusas que no barrí ni aspiré debido a mi apretada semana de trabajo en la librería y mis cacerías nocturnas. Los filamentos que sentía entre mis dedos se hacían cada vez más notorios, de modo tal que, debido a la desesperación entre el dolor producido por las heridas y el picor de los puñeteros y desconocidos hilos que se me enredaban, como pude, logré girarme hasta acercarme la mano y notar en ella una serie de negros y duros pelos entrelazados unos con otros.

—¡Qué diablos! —me pregunté, confundido.

Intenté pararme por segunda ocasión, esa vez, apoyando el peso casi en totalidad en la pierna izquierda.

Gracias a la luz que emitía el Smart TV con la imagen de la creación de Victor Salva congelada para mi deleite, noté el caos que había al interior de la sala.

El ventanal que había destruido por culpa de Odiseo días atrás se hallaba ahora hecho añicos, abierto de par en par mientras un aire de tormenta arrastraba consigo la lluvia al interior de la casa y empapaba las cortinas que, con dificultad, ondeaban producto de la brisa que las mojaba. Los rayos que surcaban los cielos impregnaban de eléctrico azul la habitación para notar mis huellas, titubeantes en su andar, explicando porqué la mesa del comedor se hallaba casi metro y medio más ladeada hacia la pared, una de las sillas quebradas y la de junto, tirada. Un rastro de sangre similar a un cuerpo arrastrado seguía mis pisadas y un amarillo brillante proveniente de la cocina en donde las puertas del refrigerador se encontraban abiertas sembraron en mí entonces la duda sobre lo que podía o no, tal vez, haber ocurrido.

—¿Qué mierda hiciste, Odiseo? —me pregunté.

Sentí un ruido sordo provenir desde afuera. Mi sentido humano y alerta quiso salir a averiguarlo, sin embargo, esa esencia temerosa que me había vuelto víctima en la estación reciente medió la guerra entre ambos estados, únicamente para averiguar lo que posiblemente se hallara en la cocina.

Sentí un hálito acercarse a mi nuca.

Un exhalo de muerte. Un susurro viperino.

—Bien hecho, Ulises —susurró.

—¿Quién eres? —pregunté a medias.

El escozor palpitante me impedía apoyar del todo el pie en el suelo.

—¡Qué quieres de mí! ¡Eh!

Mis ojos vibraban de lado a lado, miraban en todas direcciones. Arriba y abajo, izquierda y derecha. Pero no había nada ni nadie más que un murmullo dentro de mi cabeza. El ojo izquierdo comenzó a palpitarme lentamente, el hombro izquierdo se sacudió. Mi izquierda era en parte de alguien más, y me temía que no era mi pequeño doppelgänger.

—¡Ya basta Odiseo! —dije— ¡Carajo! —exclamé.

El viento que se filtraba a través de las ventanas humedecidas por la lluvia silbaba en mis oídos, erizaba la piel de mi cuerpo y rozaba con rastro de temor las hendiduras de mis clavículas.

—Eres mío —murmuró la voz.

Logré divisar en la lejanía, a través del cristal de las fotografías dispuestas en las paredes, colgadas como reliquias de grandes momentos, fortuitos todos, de Amalia, una sombra cruzando en dirección mía.

—¡Alto ahí! —grité.

Cojeé al voltearme únicamente para notar la soledad. La negrura cósmica que se filtraba por entre las cortinas arrastrándose cual vil serpiente entre los cristales rotos del ventanal deshecho.

Un dolor punzante cruzó mi cabeza, mi ojo izquierdo palpitó fuertemente y la sensación única que puedo describir para ti, sin saber lo que se siente por obvias razones, fue similar a una bala penetrando en mi cuenca.

Me ladeé tenuemente, lo suficiente para tirar un par de vasos de vidrio sobre un mesón en el que logré apoyarme para no caer.

—¡Dónde estás! —dije— ¡Quién eres!

Volví a escuchar un sonido sordo proveniente del exterior.

—¡Sssh! —chitó en mi mente el murmullo de mi voz.

Su presencia volvió a sentirse a mis espaldas. El escalofrío que me produjo no fue sino más que un mal augurio, el recuerdo borroso de la mictlanpapálotl
se aparecía como fehaciente clarividencia, maldita profecía de los Dioses enviada a mí, como castigo. Como tortura de los arcanos refugios, olvidadas cavernas en las penumbras del tentador.

Tomé un trozo de vidrio de los vasos que se habían destruido. Lastimé mis manos más de lo que pensé podría defenderme, sin embargo, allí estaba, a la defensiva, solo con aquel pedazo de filoso artefacto que, en mi situación, hasta un crío podría quitarme.

Nuevamente mi cabeza volvióse confusa, el dolor inundó mis pensamientos, el ojo izquierdo dolió como si un picahielos entrara buscando algo, algún recuerdo, algún momento, una idea o identidad. Escarbaba en la exuberante pesquisa de un desconocido acontecimiento.

Escuché los gritos del sujeto que me había encontrado en la estación YUNGAY, cuando el cuerpo del «ignoto» no era ya más que carne y huesos inertes, castigados por el profano delito de destruir la mariposa que tanto quería para mí. La bella Monroy del palqui.

Su terror anegó con sus gritos mis oídos. Era tanto el pavor, el pánico latente, que pienso ahora, existía la microscópica probabilidad que no hubiese sido producida por mí, sino por algo o alguien más. Otra esencia, otro ser que tal vez, pudo haber sido captado por aquel pobre y viejo sujeto que terminó por borrar mis recuerdos.

—No existes sin mí —dijo la voz.

Apunté con el trozo de vidrio hacia adelante.

—¡Cállate! —dije— ¡Dónde estás!

—No soy nada, ni nadie —murmuró—. Pero puedo ser todo y todos, Ulises.

Pensé un instante mientras el tintineo de la lluvia, que en otro tiempo habría sido deleite para mi persona, ahora no era más que un crujir vago y molesto.

—¡Odiseo! —grité.

—¡Ja, ja, ja! —rio la voz— Él no está aquí.

La sombra que había visto antes se proyectó en los vidrios de las fotografías.

—¡Aaah! —arrojé una manzana que había sobre la mesa.

Sentí cómo impactaba sobre algunos cuadros, cómo caían al suelo y los marcos se rompían, los cristales se despedazaban y el papel fotográfico se volvía presa del agua que entraba por el ventanal destruido.

—Soy parte de ti —susurró.

—¡Que te calles! —exclamé.

Y en el vaso quebrado que tenía en mis manos, en la gruesa base que apretaban mis dedos sangrantes, entre el líquido que escurría el reflejo de mi ser, de mi sola persona en la habitación, me miraba.

Los ojos verdes, fluorescentes como el veneno, se clavaban en los míos.

—¿Quién eres? —pregunté temeroso, con la voz quebrada, con el dolor de la pierna rompiendo en un ardor abrasivo.

Y no respondió.

Solo me miró. Me miró y sonrió.

Me miró y sonrió con una malicia desquiciada, que ni Odiseo antes pudo haber conseguido.

—¡Quién diablos eres, maldito hijo de puta! —grité a viva voz— ¡MALDITO HIJO DE PUTA!

Y tiré el vaso, al igual que la manzana a la pared, le di a un espejo que no logré quebrar, mas, sin embargo, se trizó. La cólera que me recorría la sangre hirvió haciéndome destruir todo cuanto tocara. El comedor cuyas sillas ya estaban desparramadas y arruinadas, quedó aún más abatido, las pocas fotografías que colgaban cayeron al suelo, pateé como pude cada una de ellas mientras gritaba, aullaba, exclamaba con ímpetu por clemencia, sabiendo de sobra que ese divino beneficio no se me otorgaría, aunque purgara durante una eternidad mis pecados en las profundidades del infierno.

No recuerdo de ese instante más que mis rodillas empapadas en vidrio molido, apoyado sobre las fotos que habían caído de las paredes, mi llanto despavorido poco a poco calmándose y esa voz que acompañaba el martilleo de un viejo reloj de péndulo en la sala que marcaba las doce y media de la noche.

Esa puta voz.

Me levanté con dificultad, quejándome producto de lo que pude deducir como una mordida —lo que tenía en mi pierna—, y el ardor por culpa ahora de los vidrios incrustados en mis rodillas.

—Por Dios —murmuré para mí.

El golpe del vaso de vidrio frente al espejo dejó una abolladura similar a una telaraña en la que apenas sí lograba reconocerme.

You’re alone —murmuró—. Without hope.

Y rio.

El espejo cayó al suelo haciéndose trizas, saliendo de él mariposas. Cientos de miles de mariposas del Mictlán, asegurándome con fuerza que estaba completamente loco, perdido en una miseria de cordura donde los recuerdos de un enorme perro negro que me mordía la pierna, era víctima de una ira, genuina furia que no parecía para nada ser la mía.

—¡Ya basta! —dije entonces— ¡Por favor! ¡Ya basta!

—¡Ey! ¡Ulises! —y me tendieron del hombro mientras tapaba mi rostro empapado en lágrimas, en sufrimiento y desesperación.

Su rostro, aunque confuso, me sonrió. Noté en sus ojos preocupación y su mariposa. ¡Oh, su mariposa! ¡Sí! Aquella belleza que trajo calma a mi espíritu, a mi alma toda, toda mi alma, atormentada por mis fantasías.

2

Una noche antes.

Patricia se hallaba expectante bajo la sombra que proyectaba la estatua de Rebeca Matte mientras las gotas de lluvia se paseaban por su paraguas, empañaban mis anteojos y el cigarrillo que ella había dejado entre las grietas del monumento absorbía la humedad por el filtro que desteñía el color del pintalabios que se le había quedado adherido.

Le agradaba la idea de que alguien creyera firmemente en la inocencia de Jason pese a no manifestarlo directa o concretamente, más bien, ocultándolo tras un fondo implícito que únicamente convenía a mis deseos.

—¿Crees que culpen a Jason si hay más muertes? —preguntó luego que Odiseo le confirmara el actuar de más asesinatos.

Analicé un momento más la respuesta que pretendía brindarle para que su seguridad se mantuviera intacta.

—¿Cómo con Diego? —dije— No lo sé —agregué—. Pero creo que tendrá que desaparecer del radar de todos por un tiempo.

—¿Eso no lo hará pacer más culpable de lo que ya lo creen? —dijo.

Pensé otro poco más antes de responderle.

—Nos dará tiempo de demostrar que no fue él —contesté—. La policía no tiene más que una causa probable para arrestarlo y mantenerlo encerrado.

Pensé.

La oscuridad sublime del parque forestal se irguió frente a nosotros y ya era lo suficientemente tarde como para no alcanzar a tomar un tren de vuelta a casa.

—Ven —le dije—. Te comentaré qué es lo que haremos.

Cruzamos la poco transitada vía hasta el margen del parque. La «estatua a la gloria» se hacía cada vez más imponente y tras ella, la despejada ruta al interior del parque nos esperaba, cual refugio de un lobo hambriento. Las farolas dispuestas a cada lado del camino alumbraban de tenue amarillo, las gigantescas palmeras a los costados desaparecían de la luz poco a poco hacia lo alto y las bancas que había tras la estatua de Guillermo Córdova yacían completamente en la penumbra del lluvioso espectáculo.

Un relámpago se hizo presente.

—¡Cielos! —exclamó Patricia, dando un ligero brinco producto de la sorpresa.

Sonreí al ver su expresión de terror, sin embargo, me alentaba más el pensar que estaba siendo ella misma, presa de mi poco analítica idea para terminar con Jason entre mis garras.

Al encaminarnos por la entrada del parque frente al museo, noté una oscura sombra, negra como mi consciencia, sentada en una de las bancas.

Un pobre y triste vagabundo sin vida aparente más que mendigar por las sucias calles de Santiago —me erguí de hombros al pensar en ello—.

—Bien —le dije a Patricia, una vez estuvimos lo suficientemente adentrado en el lugar—. La situación será esta.

No detuvimos nuestra marcha, y entre tanto, pensaba en los once minutos de retraso que había alterado mi móvil. Eran ya más de las once de la noche, de modo que la alternativa de partir entre los vagones del metro era prácticamente nula.

Al avanzar entre el parque, lo más seguro era entonces —mientras hablaba, pensaba en las rutas de los buses, las calles y avenidas que tuvieran como punto conectivo la estación cerca de mi casa—, salir por la calle Merced y bajar por Irene Morales. Si no estaba equivocado —y dudaba que así fuera—, en unas dos o tres cuadras debería haber una parada de autobuses. La parada 6 en la avenida Dr. Ramón Corvalán que según mi memoria era ruta de tránsito de las líneas 210 y 213E de los buses de Santiago.

—Tú eres la única que sabe dónde está Jason ahora en estos momentos —le dije a Patricia—. No se lo dirás a nadie más, y de momento, solo le mencionarás lo siguiente en una sola oportunidad —agregué.

Continuamos bajando por el parque forestal rumbo al destino que mentalmente había predefinido para mí.

—Primero, no tendrá ningún artefacto electrónico en su poder. Que tire todo, o lo deje contigo. No eres sospechosa de nada, y tener sus cosas dará un motivo para retenerte nada más que por veinticuatro horas en el peor de los casos —le dije—. Segundo, que no se le ocurra, bajo ningún concepto, viajar en ninguna clase de vehículo colectivo, locomoción pública, el metro, Transantiago. ¡Nada! De hecho, serás tú quién se encargará de solicitarle un Uber y nada más.

Me miró ceñuda.

—¿Un Uber? —dijo.

—Así es —confirmé—. Te encargarás, mañana de noche, de pedir más de un Uber. Uber eats, con asientos de bebé, exprés. No lo sé. Piensa en más de uno y desde distintos puntos. En uno de ellos estarás tú. En el otro…

—¡Jason! —exclamó.

—Así es —dije—. Pedirás que lo dejen a máximo cuarenta minutos de mi casa, a pie, claramente —hice énfasis en ello mientras indicaba a mi dirección—. No pretenderás que lo dejen frente a mi puerta para volver a tener a la policía nuevamente hablando conmigo, en cuyo caso, tendré que decir toda la verdad —inspiré—. Desde allí, podrás estar tranquila. Lo haré desaparecer y nadie lo encontrará —Odiseo cosquilleó. Se le erizaron los vellos de la nuca en un agradable escalofrío—. Nadie sabrá más nada de él hasta que sea seguro.

Patricia sonreía. Sonreía esperanzada porque Jason se encontraría bien en un punto ciego de todo y para todos, incluso de ella misma.

—¡Gracias! —dijo— No sabes cuánto le ayudas.

—Es un buen chico —comenté, y con un culo espléndido.

¡Ja!

—¿A qué hora deberá llegar? —preguntó Patricia, todavía con la sonrisa dibujada en su rostro, mientras la calle por la que debía dirigirme al paradero para tomar el autobús que me dejaría en casa se aparecía frente a nosotros.

Inhalé profundamente mientras el paraguas de Natalia volvía a cubrirme de la lluvia.

—Doce y media —dije—. A las doce y media lo estaremos esperando.

Odiseo y yo estaríamos allí, aunque debo mencionar —y como habrás notado, querido lector—, alguien más estuvo con nosotros en ese momento.

3

En la calma de la oscuridad estaba, con el frío calándome los huesos, entumiéndome las extremidades, dándome esa sensación de casi estar meándome encima cuando mi móvil vibró entre los bolsillos de mis pantalones.

El vaquero ajustado no me dejaba sacar el aparato con facilidad, menos aún si debía tener la otra mano sosteniendo el paraguas de Natalia que por poco y se lo llevaba el viento, además del bus, que por fin después de lo que consideré unos eternos diez minutos se veía cerca, significando que debía encontrar mi cartera en el bolsillo contrario del pantalón para poder pagar el pasaje con la misma tarjeta que cancelaba mis viajes del metro y partir por fin a casa.

—¡Maldita sea! —exclamé para mí.

La billetera se había enganchado en una hilacha del bolsillo izquierdo.

—¡Demonios! —murmuré.

Intenté cerrar el paraguas, pero también se había atascado.

El bus se detuvo frente a mí y las puertas se abrieron.

Entré sin haber cerrado el artefacto por completo y esperando que, al interior del vehículo, sin la lluvia y el viento, pudiera resultar más fácil.

El chofer del bus me miró con recelo.

—Buenas noches —saludé casi estúpido.

Intenté nuevamente cerrar el paraguas y esta vez, funcionó. Busqué ágil, pero con calma la billetera en mi bolsillo y extraje de ella la tarjeta para pagar el pasaje en el lector dispuesto a un lado de la puerta.

Una vez que el bip se escuchó, me inmiscuí entre el escaso personal que utilizaba el transporte.

—Gracias al cielo —murmuré para mí.

Busqué mi teléfono y observé una notificación de WhatsApp. Saqué mis audífonos, los conecté al móvil para escuchar un poco de música y acto seguido, pulsé play a una de las listas de reproducción de artistas italianos que inundaban —por lo general—, casi todo mi Spotify.

Uno, due, tre.

Ultimo, el artista —Dennis Rizzi—, cantó con el agradable tono de su voz que me volvía un ser extrañamente calmo.

Uno, due, cento.

No mi piace parlare.

Deslicé los dedos por la pantalla del móvil y entré a la notificación de mensajería instantánea.

Sonreí al notar el nombre del contacto.

¿Qué clase de pregunta era esa?

¿Pretendía realmente que le contestara?

Había un extraño «no sé qué» que me impedía, en cierto aspecto, sentir una cercanía emocional con las personas. Una relación afectiva como la que Danielle intentaba entablar conmigo y que, de alguna manera, por algún desconocido fundamento no lograba yo, del todo comprender.

¿Algo? ¿Qué cosa?

Esa era una conversación distinta y agradable.

Ese primitivo y desagradable instinto de inmiscuirse en la vida de alguien más.

Un mundano deseo de querer saber y opinar sobre los defectos u acciones de alguien.

Gael, claro. Era el tipo del que había hecho mención Natalia, antes de que la mataran.

Lo recuerdo claramente. El mismo nombre que me resonó como un eco cuando noté la placa del oficialucho que nos atendió luego de su extraño ataque psicopático por la desaparición de las putas que tenía por compañeras.

Mi dulce Danielle. Su mente volaba, igual que una mariposa.

Y dicho ello, no respondió más mis mensajes durante ese lapso.

Sonreí tras notar su agradable entusiasmo por saber. Por querer saber más. Me recordaba a mis deseos de querer saberlo todo respecto a los insectos, sus nombres, dónde vivían, cómo vivían, qué comían, cómo se reproducían.

¡Todo!

Mi hermosa mariposa primera.

El inicio vivo de mi agradable obsesión.

4

Hoy

Los ojos de Jason se cruzaron con los míos en una mirada que, de alguna u otra forma ya estaba familiarizada, por lo menos lo suficiente, con los incomprendidos cuadros psicopáticos que el último tiempo me caracterizaban.

Era una mirada profunda y calmada, colmada de una extraña sensación que, aunque preocupada por el propio estado de alerta al ser prácticamente una persona prófuga, generaba en mí una calidez particular, similar a ese deseo de besar a Óscar.

—¡Jason! —exclamé al notar su azul eléctrico.

El pálpito de mi ojo izquierdo volvióse calmo.

Me acerqué a él para abrazarle, sentir el tacto de su cuerpo pesado, sus brazos gruesos rodeándome y la voz profunda producto de un resfriado que quizá de cuándo le aquejaba diciéndome que todo estaba bien. Que no pasaba nada. Que no debía preocuparme de nada.

—¡Ey! —exclamó.

Sus brazos apretaron mi cuerpo y mi mente cayó en una especie de flashback. Recuerdos reprimidos y olvidados, imaginarios algunos quizá.

El chico al que le di la pedrada en la sien y la mariposa que salió de su boca.

La muerte de Diego y su Tronadora azul brotando de la llaga abierta.

Natalia siendo brutalmente pateada, golpeada y despellejada antes de quitarle los ojos que fueron a parar directo al estómago del maldito ladrón de mirada triste cuyo castigo fue la muerte por arruinar tan espléndida obra de arte tatuada en su brazo.

Y de nuevo miré a Jason.

Estaba allí, conmigo. Transmitiéndome calma.

E Iba a matarlo.

Capítulo XXI

El cuerpo

1

—¿Qué te ocurrió? —preguntó Jason tras mirarme y soltarme de él a la par que contemplaba mi pierna destruida y cojeando— ¡Mira nada más!

Pasé a llevar un reposabrazos del sillón en medio de la sala y un sonido caótico se escuchó tras el impacto con el piso. El control remoto del televisor se desarmó a la vez que cambiaba la aplicación de Prime instalada en el Smart TV por la señal de TV cable en medio del noticiero nocturno.

—¿Qué te pasó? —volvió a preguntar Jason— ¡Ulises, por Dios!

Sus brazos fuertes volvieron a rodearme, me abrazaron y sentí entonces una especie de calor. Un ardor agradable al tacto pero que no conseguía situar del todo la estabilidad dentro de sus propios parámetros.

—No lo sé —dije, más para mí mismo que para Jason—. No lo recuerdo.

Y entonces una lágrima recorrió mi pómulo. Tenía memoria eidética, la capacidad de recordar cuanto fuera por diminutos que fueran los detalles, sin embargo, en ese preciso momento, tras aquella pregunta, solo rondó entre las paredes de mi materia gris, la nada. Un amasijo de oscura incertidumbre.

Solo eso y nada más.

—No lo recuerdo —repetí—. ¡No lo sé! —alcé mi voz.

Jason se me acercó más. Me abrazó más fuerte todavía.

—¡No lo recuerdo! —grité—. ¡NO LO RECUERDO! —grité de nuevo, mientras me deshacía de su abrazo, cayendo al suelo con mi pierna deshecha y llorando.

Tenía la ropa de la tienda hecha un asco. Mojada, empapada totalmente en una mezcla de lluvia, sangre y pelo. La luz del refrigerador iluminaba todavía de amarillo aquel rincón de la casa que en un momento causó duda para mí, pero que ahora no producía el más mínimo interés.

—¡Por Dios, Ulises! —exclamó Jason— Parece que te has peleado con una jauría de animales salvajes.

—¿Animales? —pregunté, con un notorio rastro de confusión en mi semblante.

Cavilé un momento, y en un segundo nada más, apareció en mi mente como la grisácea mancha de la estática, una revoltosa interferencia que producía marejadas de lagunas.

Recordé haber viajado en un vehículo. No grande, sino más bien, pequeño, sujetando mi mano del asidero izquierdo tras el piloto y un niño llorando parecía limitar mi paciencia al borde un colapso. Mi pupila izquierda se contraía en proporciones inhumanas y el deseo de gritar o tirar el maldito mocoso por una ventana mientras el auto seguía en marcha se hacía cada vez más real, presente y esquicito.

—Un perro —dije, sin pensarlo.

Bajé del vehículo mientras la lluvia fuerte me golpeaba la cara.

—Jason —mencioné—. ¿Puedes ir a ver, qué hay en la cocina? —solicité— Por favor.

Venía por la acera cuando de la oscuridad abismal del callejón donde habían encontrado a la jauría jugueteando con la extremidad del chico que había asesinado días atrás, un cánido rabioso se lanzó en mi contra.

No tuve más reacción, sino que ceder al encuentro con el animal. Dejé que me tirara al suelo donde las pozas de agua producto de la lluvia me empaparon todavía más y desde allí, como pude mientras sus caninos buscaban partes blandas y débiles para encajar la mordida, traté hacerme de algo con lo que defenderme.

Algo inútil, por cierto.

—¿Quieres que… —dijo Jason—, vaya al refrigerador?

Continuaba teniendo la mirada perdida.

La oscuridad de la habitación tampoco ayudaba a verme normal, un poco más cuerdo de lo que diariamente aparentaba ser.

El perro mordisqueó entre mis ropas, clavando los colmillos únicamente por encima sin lograr en absoluto llegar a mi tejido. Sus fauces, sin embargo, encolerizadas parecían verdaderas máquinas de triturar mientras convencido en que tenía que llegar a mi carne, se dirigió a mis piernas donde una mordida en la zona justa fue suficiente para sacarme un alarido de dolor que provocó un involuntario movimiento de mi parte.

Me erguí como pude y tiré de la cola del perro hacia abajo. Cuando estuvo casi sentado —aún con el hocico agarrado de mi pierna derecha—, mis manos rodearon su garganta.

El maldito continuaba mordiendo.

Se aferraba con la vida a mi pierna.

Y me dolía.

El agua continuaba empapándome, el pelo del animal se quedaba pegado en mis ropas, en mi cara, en mis manos. La sangre que escurría de las perforaciones echas en mi pierna se mezclaba con la saliva del perro y esta a su vez cubría mis dedos y mis palmas.

—¡Ya, maldición! —murmuré para mí, aún recordando y Jason a medio camino de la cocina.

El cánido sujetaba con fuerzas. No podía separarlo. Mordía con notoria solidez y su anclaje en mi pierna era la de un montículo de concreto.

—¡Puta bestia! —dije en cierto momento, con tanta rabia y fuerza, que lo único que logré hacer, fue sujetar con fuerza la llave que siempre traía colgada de mi muñeca y clavarla de lleno en la garganta del perro.

Cuando la debilidad en la mordida fue evidente, tomé aún con más fuerza su gaznate y la cabeza hasta que, como pude, de rodillas en el suelo, impacté su cráneo contra el pavimento.

—¡Perdóname, Dios! —dije, con los dientes apretados mientras estrellaba la cabeza del cánido— ¡Porque he pecado! —agregué.

Y lo hice.

Una, dos, tres veces.

Cuatro, cinco y muchas más.

—Dioses, clamo a su misericordia —solicité—. Y les pido que me concedan su perdón —lagrimeé. De dolor más que de real arrepentimiento, aunque clamaba por él.

Y entonces Jason desfiguró su rostro en una señal de horror.

—¡Por Jesucristo, Ulises! —dijo— ¡Dime que tú no hiciste esto!

Y sonreí cuando mi mente tuvo el vivo reflejo de aquel recuerdo.

—Sí —dije para mis adentros.

Había sido yo.

Y sonreía por ello.

2

El desconcierto temeroso de Jason se apoderó de todo su rostro cuando notó al can conque yo había reñido rato antes, degollado y hasta cierto punto mutilado, mientras el resto despellejado del mismo perro, todavía sangrando descansaba desordenado en las gavetas para alimentos del refrigerador.

No estaba en mis planes consumirlo, clara y obviamente para mi ser, era en todo aspecto algo repugnante, sin embargo, quería mantenerlo refrigerado para posteriormente tirarlo a la basura y evitar los malos olores que pudieran emanar de él y llamar la atención de cualquier persona chismosa y entrometida, asomando la nariz a la cuna de mis mariposas.

Podría haber utilizado el formol, sin embargo, era un evidente derroche de material el utilizarlo para conservar los restos de un animal que más tarde tiraría a la basura.

—¡Qué demonios pensabas, Ulises! —dijo Jason, acercándose al perro y quitándole el cuchillo que tenía encajado en una de sus costillas.

—¡Quieres bajar la voz! —respondí.

—Tienes a un puto perro muerto, mutilado y… ¡qué asco!

—¡Que bajes la maldita voz, te digo! —alegué.

—Eres un… —me miró con recelo.

—Un idiota que esconde a un fugitivo —terminé, aludiendo a él como un prófugo de la ley.

Apreté los dientes. Se notó nuestra tensión en las mandíbulas.

—Ven —me dijo—. Te llevaré a la ducha, y yo me desharé de esa cosa.

Me levantó del suelo a duras penas y nos erguimos.

Pasamos frente a la cocina con la horrida imagen del animal muerto, desangrado, mutilado y despellejado frente a nosotros antes de que el televisor de la sala llamara nuestra —mi—, atención.

«El cazador de mariposas», como lo han bautizado los reporteros que han rondado los casos y hecho seguidillas de su paradero junto a la PDI, se encuentra todavía sin un paradero aparente, aunque bajo las especulaciones filtradas desde el cuartel a cargo del caso, la Brigada de homicidios Metropolitana desde la comuna de Ñuñoa, comentan que el presunto responsable de los crudos hechos acontecidos es, nada más y nada menos, que el primo cercano del primer cuerpo encontrado en el parque Bicentenario hace un par de días y al que desollaron un trozo de piel, en el que los familiares del fallecido joven confirmaron, tenía tatuado un ejemplar de mariposa, producto al que alude ahora el nombre del criminal.

«Tenemos un móvil en directo con una de nuestras reporteras desde la última escena. La calle MacIver, a pasos de la avenida Monjitas, donde fue hallada la última víctima».

—Están dando por hecho que fui yo —murmuró Jason.

—«El cazador de mariposas» —dije yo en tanto—. ¡EL CAZADOR DE MARIPOSAS! —rio una voz dentro de mi cabeza.

Los medios de comunicación habían adoptado un nombre para referirse a mí y al arte que producía. Mi colección de lepidópteros estampados en la piel de pobres diablos que no valían la pena.

Lastima que, lo consideraran un crimen.

Elizabeth, buenas noches —dijo la presentadora mirando hacia la cámara—. ¿Cómo estás? —preguntó luego.

La pantalla del televisor se dividió en dos, y en uno de los cuadros apareció la brillante figura de una chica rubia de ojos verdes, pecas en la napia y maquillada cortésmente para llamar la atención, aunque no demasiado como para desviar el claro tema de informar.

Buenas noches, chicos en el estudio, a nuestros televidentes —saludó la joven, Elizabeth—. Como bien indicabas —noté el viento alborotando levemente su pelo. Se encontraba tras una camioneta, probablemente de la casa televisiva que representaba, y su paraguas danzando en un casi imperceptible vaivén—, nos encontramos aquí, en la esquina de la calle MacIver con Monjitas donde fue encontrado el último cuerpo sin vida, a manos de lo que, la gente más que nosotros los equipos periodísticos de radio y televisión, han bautizado como El cazador de mariposas gracias a algunos detalles que se han filtrado, como bien decías antes de darme el pase, desde las oficinas centrales de investigación de la PDI que sobrelleva este caso en particular, así como otros más, que, también se comenta, podrían estar conectados, no así como lo habría hecho saber un oficial esta mañana.

—¿Hay algún nuevo detalle del caso, Eli? —consultó la presentadora a la joven notera.

Fuera de este pequeño «fetiche» —contestó. Se refirió a mi colección como fetiche. ¡Fetiche! ¡Por todos los cielos!—, no hay mayores datos recabados, con excepción de las continuas desapariciones de prostitutas que rondan la plaza de armas de Santiago y de las que, se desconoce además, a palabras de algunos oficiales a cargo de este caso, que sea el propio Cazador de mariposas el responsable de las mismas.

¿Existe la posibilidad de la actuación de terceros? —consultó la panelista del noticiero.

Como te digo, no han confirmado la participación de este individuo apodado del Cazador de mariposas, sin embargo, es probable que sea el responsable tanto como que no.

¿El cazador de mariposas? —preguntó la presentadora de noticias— ¿A qué se debe el curioso apelativo, Eli?

El viento continuó abalanzándose sobre ella. Acariciándole el pelo con agradable ternura.

Curioso detalle —dijo la reportera—.
Se filtraron algunos pormenores desde la Brigada de homicidios Metropolitana de Ñuñoa que, terminaron por definir el nombre de este psicópata —
comentó. Soy una persona normal, con deseos y gustos normales. Que al mundo le parezcan extraños, no es mi problema—. Y es que, a los cuerpos encontrados en el parque Bicentenario y en esta calle, según la información que brindó el servicio médico legal correspondiente junto a familiares de las víctimas, a ambos chicos les habrían extraído un tatuaje de mariposa que, además, un entomólogo consultor, logró identificar como de la misma especie.

—¿Un coleccionista de mariposas? —pesquisó la presentadora.

Exactamente.

—¿Hay algún vestigio de la identidad del chico?

—El joven Cazador de mariposas, conocido más bien como Jason Gamboa Lombardi, se encuentra prófugo desde el asalto con la primera víctima, su primo Diego «Giacomo» Lombardi, quien fue hallado en el parque Bicentenario a casi 3 kilómetros del hotel donde ambos primos tenían una reservación junto a un tercero —yo, claro es—, ya identificado y descartado como sospechoso.

Enseñaron una fotografía de Jason.

—¡No puedo creerlo! —gritó Jason.

—Te dije que los medios controlan la verdad. La manipulan.

—¡Bien hecho, Ulises! —murmuró la voz tras mi oreja— ¡Excelente!

Mi mente se nubló. Tuve una especie de interferencia.

La mordida en la pierna me ardió, perdí la estabilidad y me deslicé hacia Jason quien logró sostenerme de sus brazos.

Esperemos que estos casos logren ser un hecho aislado —comentó la reportera.

Esperemos así sea —la presentadora se disponía a cerrar la nota.

—¡Habrá más! —grité.

—¿Qué? —Jason me miró ceñudo.

—Más muertes, más mariposas. Más lepidópteros llegando a mis manos, Jason.

Sentí un extraño amargor en la boca, los dientes ásperos y ni aun ahí logré percatarme de que hacía días no me los lavaba.

—¿Qué dices? —preguntó.

—Fui yo —murmuró Odiseo—. El que viene de Odisea. El rencoroso que vive bajo la lluvia —citó el significado griego de su nombre.

—¡No! —exclamé yo— ¡Es mí colección!

—¡Maricón bueno para nada! —espetó— ¡Ni si quiera pudiste deshacerte del cerdo del metro! —gritó.

—¡Era un niño, por Dios! —le dije.

—¿Qué diablos te pasa, Ulises? —Jason retrocedió. Dio un paso atrás a la par que mi cojera desaparecía e iba tras él.

—No existe —le dije—, mayor pecado a los ojos de los Dioses, que hostilizar a un niño, Odiseo —inspiré—. Antes —inhalé—, prefiero matar a un adulto que pueda defenderse —miré a Jason desde la oscuridad que producía su sombra sobre mí.

—¡JA, JA, JA! —y Odiseo rio.

Estalló en una serie de carcajadas sociopáticas que sentí agradables por primera vez.

—¿Qué demonios te pasa? —preguntó Jason.

Sonreí escondido tras mi palma.

Noté que aún traía el cuchillo que había quitado del perro que me había mordido la pierna.

—Y-y-yo-o-o —sonreí enseñando los dientes—. S-s-so-oy e-e-el el c-c-ca-a-az-aza-caz-za-ad-dor d-de m-a-ma-a-ri-p-po-osas.

Y sonreí de nuevo.

Su semblante empalideció. Parecía ser víctima de la confusión entre la veracidad de mis palabras y la realidad de los hechos, versus lo que él —probablemente—, creía de mí.

—No te creo —murmuró en un castañeo de temor.

Y lo miré.

El azul albino de mi ojo izquierdo era vívido y reflejaba maldad, en tanto el color pardo de mi cuenca derecha, analizaba cuánto miedo expelía del rostro de Jason y ambos juntos, Odiseo y yo, estábamos dispuestos a terminar con nuestro querido amante para quitarle esa bella Monarca de su cuello y clavícula.

—Eres el siguiente —le dije.

Y antes de percatarme, perdí nuevamente la noción de la realidad.

Solo eso y nada más.

3

—¡JA, JA, JA! —reí mirando a Jason— No puedo creer que, no pensaras que, podía haber sido yo —sus ojos chocaban con los míos. En esa perturbadora gama cromática que se apoderaba de mi mirada— ¡Cómo pudiste ser tan idiota!

Inspiré mientras el tatuaje de la Monarca parecía endurecerse al interior del recipiente con formaldehído en que lo había puesto. Seguía sucio. Las manchas de sangre empapaban el frasco dibujando mis huellas digitales, razón suficiente por el que debía limpiarlo pronto.

—Y Patricia —volví a sonreír—. ¡Tanta estupidez en una sola persona! ¡Cómo pudo confiar en un maldito extraño, Dioses!

Volví a mirar sus ojos.

No negaré que incluso en aquella oportunidad quise besarlo una última vez.

—Ella te envió aquí —dije—. A la cueva del lobo —el televisor seguía encendido y escuchaba algunos reportes de asaltos, las prostitutas desaparecidas, incendios y los típicos desastres que conmocionan—. Ella te envió a morir.

Sus ojos, maldición.

Los de Natalia me perturbaban, pero los de Jason, me provocaban algo que, no puedo explicar.

—Limpia este maldito desastre, cerdo asqueroso —me dijo Odiseo.

—¡Cállate! —le espeté.

—Creo que, los últimos días, los modales no han sido tu fuerte, Ulises.

Miré la cabeza de Jason apoyada sobre la mesa en que reposaba el tatuaje que había extraído de su cuello y clavícula.

Su cuerpo estaba tirado en el suelo, el torso desnudo mirando al cielo y la herida sangrante de su tatuaje manchando mi piso.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Odiseo.

—Deshacerme de él, claro —le dije—. No pretenderás que lo cocine. Eso sería canibalismo, Odiseo.

Me acerqué al cuerpo.

—¡Aún recuerdo cuando te seguí! —comenté— ¡Y te observé por la ventana!

El maldito auto. Sentí en más de una ocasión que me observó en el reflejo del Mercedes.

—Y tu erección con tu llamada erótica de Diego —sonreí.

Luego de ello, el espectáculo comenzó.

—¡Bien! —exclamé— ¡Manos a la obra! —me acerqué al cuerpo— ¡Comenzaremos por aquí! —dije mirando el cadáver.

Y sin darle más vueltas al asunto, mutilé sin pudor ni cargo de consciencia alguno el cuerpo de Jason. Troceé cuanto pude en lo más diminuto cada parte, cada dedo, y hueso conque me encontré y los fui acomodando en cuatro grandes bolsas de supermercado que dejaría congelando hasta la noche siguiente, cuando el camión recolector de basura pasara y así, deshacerme de alguna de ellas, las siguientes las dejaría esparcidas en algunos otros lugares aunque, claro, me daría el tiempo de quitarle los dientes a la cabeza y los diez dedos para evitar el reconocimiento de las extremidades con las huellas dactilares o las piezas dentales.

Mi móvil sonó.

La sonata en Sol menor de Bach llamó mi atención únicamente para notar el nombre de Patricia en la pantalla.

—Creo que, es para ti —dije, mirando a los inertes ojos de Jason— ¡Diga! —saludé al contestar el teléfono.

Entonces la interferencia se hizo presente nuevamente. Otra vez ese zumbido extraño que me cosquilleaba en los oídos.

—Bien hecho, Ulises —me dijeron.

Y estaba seguro de que, no había sido Odiseo.

Capítulo XXII

Desaparecida

1

Al final, decidí cambiar las cuatro bolsas de supermercado por tres grandes sacos dobles de basura. Había poco más de ochenta kilos de carne, hueso y cuero, desollados, triturados y desmenuzados hasta lo más diminuto que pude.

El trozo de piel que había extraído y en el que se hallaba el ejemplar de mariposa Monarca, se encontraba todavía encima de la mesa frente a mí, manchado de sangre dibujando con alevosía mis huellas dactilares en él y a su alrededor, las 32 piezas dentales de Jason —que extraje gracias a unos oxidados alicates escondidos entre unas cajas en el garaje de la casa—, incluyendo los cuatro terceros molares que aún no habían erosionado de sus respectivos sacos y no tenían —claramente—, procedimiento dental alguno y que, en determinado momento pensé en tal vez dejarlos al interior del frasco con el tatuaje, haciendo compañía como reconocible trofeo del triunfo contra Jason, acompañados además, de las puntas de los dedos pulgares, índices, medios, anulares y meñiques correspondientes a cada mano.

—¿Y bien? —dije tras un rato— ¿Qué haremos contigo? —me pregunté tras observar la cabeza a un lado del frasco de cristal lleno de formaldehído en que la mariposa Monarca se encontraba reposando.

El corte disparejo del cuello producto del cuchillo carnicero ocultaba levemente el rastro de la navaja con que había despellejado el área del tatuaje. La quijada estaba desalineada debido al poco cuidado llevado a cabo con el cóndilo mandibular —que se hizo añicos—, y me permitió alcanzar con mayor destreza cada uno de los incisivos de Jason hasta volver de su boca una fuente en donde la sangre brotaba lenta y minuciosamente, aunque no por ello en menor cantidad, manchándose de un negro carbón que me daba escalofríos.

—Creo que, hace falta un poco de música —me dije.

Y tras ello, encendí un viejo radio con conexión de bluetooth, reparé en la carga casi deshecha de mi móvil y en la hora que parecía no haber transcurrido.

Eran pasadas las dos de la mañana, querido lector, lo que significaba que me quedaban alrededor de cinco horas todavía para limpiar, ordenar, ducharme, descansar un poco y partir nuevamente a la librería, siempre y cuando el dolor de la pierna derecha provocada por la mordida del perro —que debía terminar de descuartizar cuanto antes—, me lo permitiera.

Y no ocurría.

El dolor proseguía latiendo. Punzando, febril y doloroso.

Podría ser un motivo para ausentarme del trabajo un par de días y poner en marcha la repisa escondida que pretendía construir en el sótano. ¡Una fantástica idea!

—¡Vamos! —murmuró un parásito dentro de mi cabeza— ¡Muévete!

En la oscuridad de la casa, el silencio reinaba junto al tintineo de la lluvia sobre el techo. Una risa burlona se escuchó en la habitación. ¡No en mi cabeza, maldita sea! ¡No estaba solo en ese momento!

Conecté mi teléfono a un tomacorriente para que no se apagara y encendí el bluetooth para vincular el equipo de música con el móvil. Con la psicopatía latente de que había alguien o algo más conmigo en ese instante.

Los primeros acordes de con te partirò transmitieron para mi una calma penetrante bajo la sección de violines de la canción publicada en 1995 bajo la voz del tenor lírico italiano Andrea Bocelli.

Meraviglioso! —murmuré, mientras la música inducía a la calma tras el desastre portentoso de cadáveres regados, destrozados, mutilados y desangrados.

El sonido de un aleteo distante acaeció en mis oídos. Sentí cómo alas diminutas impactaban contra algo, una especie de artefacto que interfería con un ansioso deseo de libertad. Con un glorioso intento de volar.

La voz del tenor lírico seguía augurándome calma, sin embargo, sentir ese desasosegado aleteo por allí, sin saber de dónde demonios provenía, retrasaba todas mis acciones.

—¡Ya, maldita sea! —me decía a mí mismo— ¡Contrólate de una puñetera vez, puto marica! —el ser tan despectivo conmigo mismo ayudaba, muchas veces— ¿Qué demonios produce tanto escandalo?

Con te partirò.

Paesi che non ho mai.

Veduto e vissuto con te.

—¡Mátalo! —murmuró la maldita voz en mi cabeza.

—¿A quién? —me pregunté.

El aleteo de la mosca —si es que una mosca era—, seguía sintiéndose, bullicioso y lejano en un estruendoso tacto que se acercaba. Cada vez más.

Tan pronto como la melodía de la canción inundó la sala en medio de la lluviosa noche que crepitaba sobre las planchas de zinc y entró por mis oídos, la interferencia similar a la estática que durante tantas horas ya me había estado enloqueciendo, volvió.

El aleteo.

La estática.

Recuerdos. Muchos recuerdos. Borrosos todos. Inmersos en una neblinosa oscuridad que no me permitía distinguir si algo de lo que rondaba en mi mente era real o no.

El pálpito de mi ojo izquierdo. Los lentes me incomodaban por culpa del maldito vibrato incesante del párpado.

—¡Maldita mierda! —exclamé con notorio enojo.

Con te, partirò.

Su navi per mari, che io lo so.

No, no, non esistono più.

La cabeza se me llenaba de gritos. De grotescos gritos, desgarradores, a tono de rasposas gargantas clamando por vivir, sin embargo, las risas sociopáticas de Odiseo sobrellenaban en un eco infinito, apagando con notorio desconcierto los aullidos de auxilio.

—Debes acabar con él —susurraron en mi oído.

—¡Ya basta!

—¡Destrúyelo! —gritaron.

—¡Por favor! ¡Ya basta! —me arrodillé sollozando.

Por mis pómulos rondaban lágrimas que no podía controlar. Sentía en el fondo de mí, una amargura extrema, un dolor incalculable acompañado de la pena infortunada cuyo origen por completo desconocía. Solo me sentía triste y vacío.

Nada más porque sí.

Solo.

Solo eso. Y nada más.

2

Cuarenta y ocho minutos después, noté una vibración del móvil sobre la mesa en que previamente lo había dejado cargando a la par que la misma canción de Andrea Bocelli comenzaba por enésima vez.

Desperté cansado de un extraño ensueño. Una laguna vibrante de pensamientos en que el chico del tren, Diego, Natalia y ahora el ladrón del metro, clamaban por misericordia tras abordar un navío entre las pestilentes aguas del purgatorio. Caronte, el barquero, no tenía pretensión alguna de dejarlos bajar hacia los campos del inframundo.

Y yo en tanto, enfocado en los sacos dobles de basura, escuchaba el aleteo de la mosca que anteriormente tanta impaciencia me había producido.

Me acerqué a una de las bolsas de basura y desaté los nudos plásticos. El olor rancio de la carne putrefacta, pese a que recientemente había sido preparada y el ambiente no había sido precisamente el idóneo para la prevalencia de las bacterias, me perforó las fosas nasales.

Las inertes manos de Jason se irguieron del saco. El peso ladeó el contenedor haciéndolo caer al suelo y los restantes corrieron con el mismo destino. Un grito desgarrador se asomaba del plástico y a mi mente retornó la incierta pesadilla de la estación fantasma.

Aquellas pupas. Las horrorosas crisálidas de mariposa en que los cuerpos de mis chicos se hallaban.

—¡AAAH! —gritó Jason saliendo de un solo saco.

Se arrastraba como una oruga. Como un vil gusano. Reptando como una maldita serpiente en mi dirección a la par que los insectos carroñeros lo rodeaban. De los otros sacos solo hubo movimientos involuntarios. Palpitaciones en las que no reparé tanto como en la alucinación vívida de mi amante arrastrándose hacia mí.

Pero luego, nada más.

Una mosca salió volando de la bolsa de en medio cuando esta estuvo abierta y los huesos triturados, los músculos molidos y convertidos en un asqueroso amasijo en condición para verterlo a la basura, se avistaron.

—Jason —murmuré—. ¡Pobre Jason!

Seguía sintiendo un vacío desagradable pero merecido, sin saber por qué.

La lluvia se detenía poco a poco y el desorden seguía donde mismo. El animal muerto aún continuaba tendido en el piso frente al refrigerador abierto, la sangre empapando el suelo, manchando la alfombra —que tendría que lavar—, el comedor desordenado, una silla hecha trizas. ¡Cielos!

—Esto es mucho quehacer —me dije.

Y con te partirò seguía sonando.

—Aprovecharé —murmuré.

Entonces sí me puse manos a la obra.

Cerrar la ventana deshecha por la tormenta para tratar de impedir el paso del agua hacia el interior de la vivienda fue, con exactitud, el primer movimiento que hice. Tapé con algunas cajas de cartón desarmadas y envueltas en las mismas bolsas negras de basura en que descansaban los mutilados y triturados restos de Jason, los cristales que aún se sostenían, los pegué con algo de cinta aislante para que, por lo menos durante esa madrugada, soportaran la tormenta que aminaba en calma, y no siguieran mojando la entrada ni las cortinas.

Encendí las luces cuando las persianas estuvieron corridas y el desorden entonces fue mayor. Barrí y trapeé el área del comedor que posteriormente moví hacia donde siempre se había encontrado desde mi llegada a la casa de Amalia, desmonté las sillas, las ubiqué cada una en su respectivo lugar y la que por algún motivo había hecho añicos, la dejé fuera, bajo un pequeño y estrecho pasillo en el patio trasero, donde al día siguiente si no lograba repararla, simplemente la volvería astillas para encender fuego en una pequeña estufa a leña al interior del comedor.

Trapeé todo el frente que se había mojado gracias a que los cristales del ventanal se habían roto. Los sillones frente al televisor donde la imagen del Creeper me había acechado al despertar, y donde ahora se emitían pequeñas ventanas informativas cada media hora también los corrí en otra dirección para poder quitar la alfombra ensangrentada que, por los Dioses, se encontraba excesivamente asquerosa y así proseguí.

Siendo casi las tres y media pensé en si valía la pena limpiar y ordenar todo aquel inhumano desorden.

Me sentía cansado, adolorido.

Tal vez podía cerrar los ojos un segundo nada más, pero…

—¡Mata! —ese murmullo.

Cada que sentía la puñetera voz en mi cabeza, un enraizado dolor cruzaba mi cabeza de sien a sien. Parecía que surcaba arrastrando un picahielos incrustado en mis globos oculares.

Pero, intentaba olvidarme del dolor.

Ya tenía suficiente con la pierna.

—¡Destrúyelo! —me gritó.

Y con rabia quité la alfombra del piso.

—¡Me quieren dejar en paz de una puta vez! —grité.

Arrastré la alfombra empapada de sangre hasta quitarla por completo del suelo y bajo los sillones. Se desordenó antes de pensar en enrollarla y sacarla al patio de atrás junto a la silla deshecha. La rabia me consumía.

—¡Malditos hijos de puta! —exclamé— ¡Buenos para nada!

—¡Cerdo inútil! —me dijeron.

El ojo me dolía.

El ojo izquierdo me dolía. Sentía en la cuenca una aflicción punzante. Penetrante hasta lo más profundo de mi cabeza. El picahielos que hacía un momento parecía que arrastraban tras mis globos oculares, ahora era consumido con notorio interés hacia lo más hondo de mi retina y mi materia gris.

—¡Maldito seas, Odiseo! —le dije— ¡Maldito hijo de puta seas!

Y los acordes cambiaron. La música agradable del fondo que inducía en cierto aspecto a mi calma opacó el ambiente lúgubre ahora a uno más entristecido cuando vesti la giubba de la ópera de 1892 «Pagliacci» del italiano Ruggero Leoncavallo apareció a través de Spotify.

Sin embargo, la voz acostumbrada de Pavarotti —que, en lo particular, me desagrada como Canio—, en esta oportunidad tuvo un cambio al ser interpretada y haber llegado a mis oídos en la armonía del alemán Jonas Kauffman.

—¡Qué belleza! —me dije, intentando mantener la calma mientras me hallaba al borde del colapso y la locura.

¿Por qué los psicópatas disfrutan tanto de la ópera?

Tomé la alfombra manchada de sangre y la enrollé para posteriormente sacarla al patio como lo había pensado.

—Odio esta parte del trabajo, ¡maldición! —me dije.

El televisor seguía encendido, las luces de la casa me parecían excesivas. Sentía que había un arcoíris de luminosidad a mi alrededor al haber bombillas encendidas de tantos vatios y tipos diferentes.

—Inútil —murmuró.

—¡Ya! —espeté en un monosílabo que exigía silencio.

—Tu cabeza es mía —me dijo.

—¡Cállate, Odiseo! —exclamé.

—¡Eres de mi propiedad! —exclamó.

El camino hacia el interior de la casa se me hizo largo, pese a estar a una puerta y un pasillo de distancia el salón en que todo el desorden se hallaba.

—¡Mátalo!

—¡Qué te jodan, con un puto demonio! —grité otra vez, y en un arranque rabia pateé el cuerpo semi desmenuzado del perro.

Pateé también la bolsa de basura abierta desde la que la bendita —nótese mi sarcasmo—, mosca salió volando.

—¿Titán? —pensé luego.

¿Y mi gato? ¡Dónde estaba mi gato!

Reparé en que no lo había visto durante todo aquel día y, desde que había despertado del estado de inconsciencia luego de mi fugaz encuentro en la estación fantasma —de la que aún no recordaba cómo había salido y desaparecido hasta llegar a casa más que el encuentro con el cánido—, no se acercó a mí en ningún momento.

—¡Titán! —volví a decir.

No pretendía llamar la atención de nadie, pero, al escuchar la cantidad de gritos que había dado hasta aquel instante además del bullicio ahora llamando a mi gato, seguramente más de algún vecino habría de encontrarse molesto, aunque ninguna propiedad era pareada y se encontraban a una relativa lejana distancia algunas casas de otras. No era mi caso, pero, esperaba que por lo menos la música lírica camuflara algunos de mis alaridos de dolor o rabia.

—Eres un asesino —susurró la voz de Odiseo.

—¡Cállate!

Proseguí limpiando cuanto pude. Desde los sillones a las sillas, las mesas. Trapeando el suelo hasta dejarlo brillante y el olor del cloro disfrazando, aunque fuere un poco, el fétido hedor de la carne de Jason y el perro.

—Por los Dioses —murmuré, trapeando una mancha de sangre adherida al suelo y que pretendía quedarse allí.

Raspé cuanto pude con el trapo del escobillón. Raspé con virutas haciendo la presión máxima con la planta del pie que no me dolía. Pasé un paño mil veces con ambas manos, encuclillado, con las rodillas adoloridas.

Pero la mancha de sangre no salió.

—¡Demonios! —una gota de sudor recorrió mi frente y se deslizó hasta mi nariz.

Llegó a la punta y allí estuvo un segundo antes de lanzarse al vacío.

—Hace calor aquí, ¿no? —pregunté.

La ópera de Leoncavallo vibraba en mis oídos.

¡Las bolsas!

El desorden desaparecía con notoriedad, sin embargo, el hedor de los sacos proseguía aún con el olor de cloro rondando el aire y desinfectando los recónditos lugares a donde los virus y bacterias del pestilente perro callejero abatido por la rabia podrían haber llegado.

—¿Rabia? —me pregunté.

—¡Deshazte de él!

—¡Silencio!

¿Podía, tal vez, el olor a muerte de ese momento llegar a los sensores olfatorios de mis vecinos al punto de levantar alguna sospecha? ¿Podría escabullirse de mi casa aún bajo los límites que el desinfectante había acordonado? ¿Y si utilizaba algún aromatizante?

—¡No! —me dije.

Analicé previamente.

—Los olores se mezclarían —concluí—. Solo lograría una pestilencia peor—medité un segundo más— ¿Entonces?

Entonces mi teléfono sonó.

La sonata en Sol menor de Bach llamó mi atención.

—¡Diablos! —exclamé para mí, y lo único que hice fue intentar desconectar el bluetooth, deslizar mi dedo empapado de desinfectante, adolorido por el trabajo de toda la noche y contemplar el ambiente ya no tan desordenado, pero, aún pestilente de la casa de Amalia— ¡Con un puñetero demonio! ¡Maldita sea! ¡Hijo de puta, Odiseo! ¡Maldito hijo de puta, Odiseo!

«¡Sal de mi cabeza y ayúdame! ¡Ayúdame! ¡AYÚDAME, BUENO PARA NADA!»

Pero la voz de Kauffman fue todo lo que escuché.

Se repetía en bucle, al igual que Andrea Bocelli.

Solo había silencio acompañado de digna ópera clásica. Nada más.

—Odiseo no está aquí —sonreí.

Di vueltas mi cabeza en todas direcciones.

Miré, observé, contemplé entre los rincones oscuros, cada lugar donde las gamas de luz amarillenta y blanquecina de las bombillas ahorradoras de energía y las que no alcanzaban a iluminar, llegaban.

—¿Quién eres? —dije.

Estaba solo.

Había algo o alguien en mi cabeza, y como mencionaba, podía ser, tal vez, que no se tratara de Odiseo. Pero ¿por qué?

—¿Dónde está?

No hubo respuesta.

—¿Quién eres? —dije— ¡Qué quieres de mí!

Y la pierna me dolía.

Había recuerdos en mi cabeza que estaba recuperando.

El chico del tren, mi primer crimen —que en realidad fue a mano de Odiseo—, volvía a mi mente. La pedrada que le quitó la vida terminó por arrancarle también una Jezabel pintada de su boca. De sus labios voló y voló lejos. Giacomo liberó una Tronadora azul correspondiente a su tatuaje, y Natalia el mismo ejemplar. Del ladrón del metro desconocía si su Monroy del palqui había emprendido vuelo. Y Danielle, ¡oh, Danielle! Su cola de golondrina verde. Cómo fue que me dejé hipnotizar por tan espléndida belleza. Tan magnífica obra de los Dioses.

—¡Aaah! —grité entonces.

Un dolor punzante atravesó mi cabeza.

Recordé un cuerpo recostado en mi cama mientras mis manos alcanzaban la colcha, las sábanas, intentando descubrir lo que yo podía identificar como dos pequeñas antenas.

—¡Qué! —exclamé— ¡Duele!

Era… ¿quién era?

—¡Duele, maldición!

Había maldecido mucho esos días. Mucho esas últimas horas.

Mucho durante aquellos minutos.

Hacíamos el amor. La sensación de estar dentro mío era incomparable. Era un estado de alegría, de felicidad infinita. Un deseo de quererlo, amarlo. De besarlo. De no detenernos nunca.

Mis recuerdos —recuperados—, se hacían nítidos, pero no lograba ver ni convencerme de un rostro frente a mí.

—¡Me duele! —lagrimeé, tapándome los oídos. Ardiéndome la cabeza. Con la frente sudada, los ojos llorosos, la mente enloqueciendo.

—¡Qué ocurre! —me dije— ¡Qué diablos pasa!

La voz siseaba en mi interior.

Murmuraba detalles que no habrían de escucharse nunca ni en el cielo ni en el infierno. Únicamente penas ambulantes en la eternidad del exiliado purgatorio. Como un alma en pena augurábame temores, terrores de los que no podría escapar nunca.

Como un niño, acuclillado lloré.

—¡Sal de mi cabeza! —le dije— ¡Sal de mi cabeza, sal de mi cabeza, sal de mi cabeza!

Pero no lo hacía.

Eran cientos. Miles de voces las que murmuraban. Ya no era una. Ni dos. Ni tres. No era solo Odiseo, a cuyo tono vocal estaba acostumbrado y si es que aún se encontraba dentro mío, sino que más. Muchos más. Como demonios salidos del averno, apostados en las más negruzcas grietas de mi desolado corazón, inyectaban la ponzoña del horror.

—¡Quién eres! —pregunté— ¡Sal de mi cabeza, Odiseo!

Pero nada.

—Solo sal de mi cabeza.

Y mis lágrimas ensuciaban mi cara.

Mis palmas reventaban mis oídos, mis sienes. Golpeaba con tanta fuerza que los enrojecidos extremos cartilaginosos de mis orejas se amorataban. La locura ya no era una palabra que podía existir entre el límite del no y el tal vez, sino un término fidedigno que aseguraba mi estado mental.

—¡Sal de mi cabeza!, ¡sal de mi cabeza!, ¡sal de mi cabeza! —farfullé en llanto— ¡Por favor! —supliqué!

Y como pude caminé. Avancé a trastabillones hasta la cocina. El perro mutilado descansaba en el suelo donde no lo vi y tropecé. Me acurruqué a su lado, temeroso.

—¿Has pensado en que, tu gato pudo tener la misma suerte? —murmuró una de las voces en mi cabeza.

—¡No! —dije— ¡No, no, no! —lloré— ¡Silencio!

—¡Titán! —dijo— ¡Miau! —y rio.

Me acurruqué al lado del animal y lloré.

Estaba perdido en la demencia. Abatido por la necesidad de destruir y cazar mis mariposas. ¡Mis bellas mariposas! ¡MIS HERMOSAS MARIPOSAS!

—¡Sal de aquí! —dije una última vez.

Y proseguí palpando fuertemente mis orejas y mis sienes. Quería dejar de escuchar su voz. Ese tono vocal similar al mío que no se asemejaba para nada mí.

La oscuridad que sobresalía de sus palabras era superior a la de Odiseo, mayor a la mía. Sus oscuros deseos superaban en demasía, con creces exorbitantes el mero hecho de contemplar mi cacería en una colección de mariposas. Él mataba por diversión. Su caza era únicamente motivo de entretención.

No era parte de mí, aunque viviera en mi cabeza tanto como Odiseo.

—¡Quién demonios eres!

—¡Tú! —dijo— ¡Eres mío!

—¡Sal de mi cabeza, sal de mi cabeza, sal de mi cabeza!

—No.

—¡QUE SALGAS DE MI PUTA CABEZA! —le grité.

Y hubo silencio.

Ya no se sentía nada más que el crepitar fino de las bombillas. De la corriente circular por el cableado ciego de la casa. Apenas sí sentía la voz de los periodistas en el televisor encendido y el tintineo de la lluvia sobre el tejado ya había desaparecido. Mi respiración abatida sumida en la desesperación y el miedo era todo lo que quedaba.

3

El salón comedor principal parecía intacto salvo por la silla faltante. La sala de estar no tenía irregularidad notoria alguna a no ser que, como Amalia y yo, notaras la ausencia de la gran alfombra. Los sillones se encontraban tal cual, limpios y ordenados, los sacos de basura con los restos de Jason y el perro seguían donde los había dejado acumulando jugos —razón por la que debía deshacerme de ellos al instante mismo—, y tenía —recordando—, el lugar exacto donde depositarlos hasta que se encontraran congelados, ya que en el refrigerador lastimosamente no cupieron.

La cabeza de mi esquicito portador de mariposa había sido reducida a machetazos con la parsimoniosa ayuda de un martillo y depositada por partes en los tres sacos que prontamente dejaría en un congelador de 295 litros ubicado en el sótano de la casa. Algo de la carne que en mayor parte no logré moler quedó apostada en una diminuta tabla para picar y que mi amabilidad para con los animales me animó en preparar para dejarla el día siguiente entre las calles que tuviere que caminar, así los perros o gatos callejeros se encargarían de hacerla desaparecer y tras un par de horas los restos de Jason solo se convertirían en mierda canina.

Kauffman proseguía cantando.

La ampolleta del pasillo por las escaleras al sótano estaba quemada. No encendía y mi móvil seguía enchufado al tomacorriente lejos de donde me encontraba.

—¡Me lleva…! —exclamé.

Inspiré y tomé uno de los sacos que dejé a la entrada de la puerta. Bajé con total cuidado cada uno de los escalones y busqué el congelador para depositar la bolsa.

Como era de esperar, debido al uso prácticamente nulo del artefacto, se hallaba desconectado, lejos del alcance de algún enchufe y al abrirlo, encontré una sorpresa desagradable que había pasado a mejor vida desde hacía algún tiempo —anda más y nada menos que un roedor casi seco—, y que dejé sobre un mueble al lado del congelador.

—¿Dónde hay? —me pregunté, mirando algún tomacorriente.

Y el que encontré, solo me trajo un mal recuerdo.

El maldito enchufe por el que comenzó el amago de incendio que destruyó mi colección de mariposas. Mi inmenso muestrario de especies del que solo quedaban restos del plumavit y la tela corrugada tras un cristal reventado.

Encontré un alargador que conecté con notorio temor y procedí a enchufarlo en el discordante origen de mi rabia.

No hubo de corte de luz. No hubo chispas. Solo la conexión común de electricidad que permitió al congelador comenzar a funcionar.

Metí la bolsa en su interior y me dispuse a ir a por la siguiente repitiendo el mismo patrón durante la caminata bajando las escaleras.

Y la voz de Óscar resonó.

—¿Ulises?

En mi mente, sus ojos oscuros miraron a los míos. Sus Brackets azules se escondían tras la fina línea de su boca dibujando una sonrisa.

—¿Óscar? —grité desde el sótano— ¿Qué haces aquí? —pregunté, y luego me percaté de que lo había llamado a donde no debía llegar y debería pasar por sonde no tendría que hacerlo.

—Ya es hora de irnos a la librería —me dijo, entrando un poco más— Te llamé, pero, no contestabas —agregó—. Me preocupé y, quise venir a verte. Traje tu enciclopedia.

El día antes, cuando tuve ese lapso de laguna neblinosa él debió quedarse con ella.

—De paso vine a devolvértela —silencio— ¡Oh, por Dios! —exclamó— ¡Qué pasó aquí! —preguntó, asomándose a la entrada del sótano donde la última bolsa se encontraba— ¡Hay un hedor insoportable!

—Hay problemas con… —dije, mientras pensaba—. Con… —pero no sabía qué contestar—. ¡Con ratas! —exclamé.

Miré a mi alrededor. Tomé la rata seca que había dejado sobre el mueble al lado del contenedor únicamente para enseñársela.

Y luego observó los sacos de basura.

—Qué asco —dijo— ¿Tienes esta cosa llena de ratas? —preguntó.

—¡No! —contesté apresurado— Bueno, casi —¡no la abras, no la abras, no la abras!

Los jugos acumulados en la bolsa comenzaban a salir. Los huesos astillados habían perforado de forma casi diminuta el plástico.

—Te recomiendo que te alejes —le dije—. ¿Ya nos vamos?

Podría terminar de hacer esto en la tarde.

¡Sí! ¡Claro que sí!

—Aún falta un poco —contestó, pisando un escalón— ¿Necesitas ayuda? —preguntó.

—¡No! —contesté— ¡No, no, no! —tranquilo.

Desviaría su interés.

—¿Quieres tomar desayuno? —¿desayuno? ¿Qué hora era ya? Estaba nervioso.

Y no contestó.

—¡No te preocupes! —exclamó luego— ¡Te ayudaré! —contestó, tomando el saco doble de basura, irguiéndolo levemente, pero, justo lo necesario para que este se abriera.

Uno de los ojos de Jason rodó por el suelo a la par que se rasgaba el plástico dejando caer una serie de carne y hueso molido. Una asquerosidad inimaginable que manchó el suelo en totalidad.

¡Uno de sus dientes! ¡Por los Dioses! ¡UNA MUELA!

—¡ULISES, QUÉ MIERDA! —no sabía qué decirle. Qué explicarle. Qué comentar.

—Yo… —y solo produje silencio.

Hubo una pausa de incertidumbre.

Hasta que mis facciones izquierdas palpitaron. Se arrugaron en un amago maquiavélico expeliendo una orden exacta y concreta.

—¡MÁTALO! —grité.

Y corrí hacia él por las escaleras.

Óscar corrió también.

—¡Qué has hecho! —preguntó, con las facciones de su rostro inundadas por el horror— ¡Qué mierda es eso! —quiso saber.

—Y-y-yo-yo —tartamudeé—, p-p-pu-pu-pue-d-do e-ex-ex-p-expl-pli-ica-arlo.

Y mi cabeza volvió a llenarse de voces.

—¡Mátalo! —me dijeron.

—¡Destrúyelo! —ordenaron.

—¡Cállense! —grité.

Óscar me observó.

El televisor encendido pareció resonar más.

—No es lo-o q-q-que-e pa-a-are-ece.

—¡Oh, por Dios! —exclamó Óscar— ¡Dime que no mataste a nadie! ¡Por favor!

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Lágrimas de terror.

Y solo lo miré.

El ojo izquierdo me palpitaba. La mano izquierda movía los dedos involuntariamente, adaptando articulaciones.

—¡Dilo! —exigió Óscar.

Pero no contesté.

—¡Cristo! —miraba en todas direcciones— ¡Tengo que llamar a la policía!

Y metió la mano derecha a su bolsillo.

En un movimiento automático me abalancé sobre él, apreté sus brazos con increíble fuerza —pese a su nueva y poco notoria musculatura—, e impedí cuánto pude que quitara el móvil de su bolsillo.

—¡No! —grité— ¡No lo harás!

—¡Mátalo! —me gritó Odiseo.

—¡No! —dije yo.

—¡Te delatará, imbécil!

—¡No puedo! —sollocé.

—¡Puto cerdo asqueroso! —ese no era Odiseo— ¡Maldito marica!

—¿Qué te ocurre, Ulises? —preguntó Óscar— ¡Por Dios!

Y en un arrebato nos erguimos hasta la tabla de picar donde los trozos grandes de carne que no logré triturar se encontraban dispuestos para cocinarse.

Frente a este, sobre la mesa, aún se hallaba el frasco con la mariposa Monarca en su interior que con tanto afán pude quitarle a Jason, con las manchas de sangre dibujando mis huellas dactilares. Hermosa.

—¡Ay, Dios! —murmuró Óscar, sorprendido por el miedo. Impactado por tan horrido escenario ante sus ojos— ¡No puede ser!

Y le quité la chaqueta al tirarle desde la espalda. La camiseta de mangas cortas que traía se rasgó, quedó casi desnudo desde el torso y entonces, los recuerdos de cómo hacíamos el amor, la primera vez que fui suyo, que me hizo suyo, aparecieron. Después de que yo mismo —probablemente—, intenté suprimir mis recuerdos para alejarlos de Odiseo, ahora los revelaba sin querer.

Una hermosa Cola de golondrina verde estaba frente a mí. Dibujada en su espalda. Hermosa. Con los colores intactos. Bien definidos. Formados. Exactos.

Majestuosos.

Papilionidae —murmuré.

Y Danielle.

Las tenía. Eran dos mariposas más las que podría poseer para mí.

—¡Mata! —me dije. A través de mi voz.

—Pero —murmuré—, ¡lo amo!

Cuando intenté ver su tatuaje la primera vez, evité enseñárselo a Odiseo. Sabía qué era. Sabía que podría despertar una ambición que me despojaría de él.

—¡No sabes cuándo encontrarás otro ejemplar más perfecto que ese!

—¿Ulises? —Óscar se zafó de mí.

Me miró frente a frente. Tenía miedo. Yo lo tenía.

¿Tenía que matarlo?

—¡Cállate! —dije— ¡Sal de mi cabeza! —y me golpeé las sienes de nuevo. Las orejas.

Me murmuraba cosas. Muchas cosas.

—¡Corre! —dije a Óscar— ¡Vete! ¡Por favor, vete!

—¡Ulises! —exclamó.

—¡Mátalo! —gritó mi voz.

—¡Sal de mi cabeza, Odiseo! —grité yo.

—¡Odiseo no está aquí! —contesté— Como Caín mató a Abel. Odiseo no es más que un recuerdo inexistente. Damnatio memoriae.

La condenación de la memoria.

—¡Sal de mi cabeza! —grité otra vez— ¡Huye, Óscar! ¡Por favor, vete!

Y mi mente estaba enloquecida.

—¡AAAAAH!

—¡No! —exclamó Óscar— No te voy a… —y pensó— ¡No te voy a dejar!

Y antes de si quiera pensarlo, lo que nunca fue una guerra culminó.

Caín asomó su negra consciencia controlando mi mano izquierda, se irguió pese a todos mis esfuerzos y corriendo a tropiezos, quitó el cuchillo de la tabla de picar. Me contuve cuanto pude, sin saber, sin ver venir, que mis extremidades derechas cedían, que perdía yo todo control sobre mi cuerpo, mis decisiones, mis movimientos.

No era yo.

Y solo sentí, como si lo hubiese hecho a propósito, el calor de la sangre de Óscar escurriendo por mi mano.

La garganta degollada de lado a lado expelía su vida. El filo de un arma arrebataba de mi lado únicamente a causa de una ambición que añoraba y añoro aún, al hombre que quería.

—¡Sal de mi cabeza! —dije a Caín otra vez.

Pero ya era tarde. Los ojos de Óscar me miraban. Su brillo se apagaba. Sus Brackets dejaban de contemplarse cuando su boca se cerraba poco a poco.

Se iba. Se perdía. Se marchaba sin saber si volvería a verlo algún día.

Y ni una mariposa voló.

—Sal de mi cabeza —repetí a Caín.

Pero no se fue.

Óscar sí. No noté cuando había dejado de existir.

—Sal de mi cabeza, sal de mi cabeza —rogué—. Te lo suplico.

Y hubo silencio.

—Sal de mi cabeza.

—Solo tienes que cazar otra mariposa —murmuró refiriéndose a Danielle, tomando el cuchillo y viendo mi reflejo en el filo. Mi ojo izquierdo era verde. Fosforescente como el veneno. Ya no existía el albino de lunares azules.

Iba a matarla. Estaba seguro de que la mataría. Claro que debía llegar a poseer su ejemplar para que prevaleciera por la eternidad en el estante que pretendía construir y en donde la mariposa del hombre que amaba también se encontraría.

—Por favor —le dije una última vez—. Sal de mi cabeza.

Y lo hizo.

4

Su cuerpo estaba tendido en el suelo.

Ya no respiraba. Sus ojos estaban cerrados y su espalda se encontraba desollada. El tatuaje reposaba junto a la Monarca de Jason que, me hacía recordar a Patricia. Debía llamarle y mencionarle que el plan había sido un éxito. Mantenerla con la esperanza de que Jason era inocente, que estaba vivo, lejos y seguro para poder despojarla de su ejemplar. Sí.

Los labios de Óscar estaban pálidos. Secos. Aun así, me acerqué para besarlo una última vez. Una más y ya.

Y el televisor avisó una ventana informativa.

Buenos días —saludó la presentadora de las noticias matutinas—. Amigos, televidentes, queremos comenzar esta jornada dando, lamentablemente, una triste noticia, y sucede que, la tarde de ayer, fue notificada como desaparecida una de nuestras pequeñas compañeras —la conductora tenía un atisbo de llanto—. Una joven de tan solo 22 años quien, realizando un intenso reportaje respecto a la desaparición de blancas, infiltrada dentro de la comunidad de la Plaza de armas de Santiago —inspiró, se detuvo un momento y prosiguió—, fue secuestrada, según comentan quienes la consideraban como una de sus confidentes y compañeras, por desconocidos de aspecto militar.

Y luego una ventana enseñó la fotografía de la muchacha.

Una niña de majestuosos ojos verde limón, de minúsculas pecas tostadas bordeando su nariz formando poéticas constelaciones y de cabellos dorados como el sol.

La joven estudiante de periodismo responde al nombre de Danielle Silva Solís.

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