No podía dejar de imaginar lo que habría logrado si en su cuerpo no hubieran aparecido las mellas de la edad. Se imaginaba desde la butaca de la residencia todo tipo de locuras mientras contemplaba abrumado lo mucho que su corazón bailaba al son de sus inquietudes. Dos tenebrosas lágrimas empezaron a descender desde sus ojos. La amargura era su fiel esposa desde hacía años. Y traicionera solía aparecer tras su sonrisa, como si esperara el momento oportuno a aparecer para aplacar sus incansables ganas de seguir. No era algo grabe. Eso lo sabía, pero había llegado al discernimiento que aquello le impediría para siempre hacer tantas cosas como su alma deseaba. Un breve temblor brotó de su interior. No podía resistirlo más. No lo conseguía controlar. No podía pararlo. Ya estaba ahí.

-¡Señor! Pero, qué hace?

El anciano harto de escuchar sus limitaciones, harto de dejarse manduplear había tirado el bastón y puesto la música a tope, y ante las miradas atónitas de sus compañeros y sobretodo de las cuidadoras… Se había puesto a bailar. Y en ese instante, en ese momento… Nada ni nadie le iba a decir que estaba enfermo. Porque tan solo era un hombre, bailando.

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