La tarde acaricia la ciudad. Los rayos del sol endulzan mi piel de un tono cálido. Camino con las manos en los bolsillos para que no pasen frío. Me pierdo entre la jungla de cemento mientras el vaho toca mi aliento. El ritmo de mis pies es tan insípido, monótono, bano, que mientras juego con el vaho imagino que levito e ignoro el ardor que me generan estas zapatillas viejas y cansadas que nunca cambio por amor a lo propio o por costumbre.
Así salgo y me aventuro todas las tardes por las mismas e infinitas calles de mi ciudad. A la orilla del río de asfalto, el pie derecho comienza el Safari tácito del mundo moderno. Siendo tan apagado y oscilante uno encuentra personajes, escenas, novelas, cuentos, lágrimas, engaños, sonrisas, indiferencia, fe, platos rotos, perros, gatos, oportunidades, oscuridades, sosiego y tardes.
Muchas veces me tocó apreciar en los parques el inicio inmaculado del amor, muchos seudo, porque también me tocó contemplar lo más felón y embustero que puede llegar a ser. Sin tenerlos en la mano, pude aprender la anatomía de los corazones tristes, una cardiopatía intratable donde a uno le toca respirar hondo y vivir con ella. También la prisión que se llegan a convertir los ojos donde se guardan un cóctel de emociones que cuando rebasan resbalan por los pómulos sin hacer el más mínimo ruido, pero siendo más fuerte que el mayor grito. Peores son los que no rebasan nunca, conserva en su mirada impotencia y de eso nadie se cura. Se queda en el cerebro y nunca se olvida, porque nunca salió.
Camino más allá para encontrarme al olvidado. Un mendigo. Tal como mis pies a veces no lo percibo. A uno se le olvida que solía caminar también, pero ahora está durmiendo a merced de la corriente de la tormenta de cada noche. No imagino su día a día. Sus ojos ya no permiten la entrada de nada, pero su postura derrotada me sugiere lo que muchos imaginamos. Sin embargo, siento en el fondo que tienen un poco de esperanza.
En su contraste, el hombre oficinista, pulcro, erguido, poderoso, fuerte en perspectiva, pero siento que no sería capaz de aguantar una semana como el mendigo. Entra a su centro laboral para pegarse una amnesia de más de ocho horas y salir a descansar un poco para repetir el proceso. Su vida, como la de todos, está condenada al bucle. Un bucle que se necesita para el pan, el cual a veces el mendigo consigue gratis.
Podría seguir con todo lo que se encuentra en la ciudad. Cosas que están a la vista, pero pocos, por lo muy cegados por la rutina y el enclaustramiento mental borran e ignoran automáticamente como yo lo hago con mis piernas al caminar todas las tardes, con vaho congelando mis pulmones y mis manos sin poder estar en otro lugar que mis bolsillos.
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