Pollitos en fuga

Pollitos en fuga

Ojo de Gato

10/12/2025

Tendríamos unos quince, dieciséis años. Esa edad rara en la que uno se cree inmortal, pero igual se asusta cuando ve un patrullero. Era una noche de verano cualquiera en La Aurora, de esas en que, después de la lluvia de la tarde, el frío se demora en llegar y las mamás gritan desde las ventanas que ya es hora, pero nadie les hace mucho caso.

Estábamos la mancha del barrio, no del colegio: la mancha de verdad. El Tibu, el más deportista y más payaso; el Cabezón, que parecía mayor solo por el tamaño de la cabeza, pero en realidad era un niño grande; Mr. Magú, con dificultades en la vista y tranquilo hasta la sospecha; Benja, flaco y larguirucho como poste de luz; y yo, el Gato, por ahí metido en el combo. Había alguno más, seguro, pero la memoria es medio infiel con los extras.

Estábamos hablando de nada importante —fútbol, chicas imposibles, planes que nunca íbamos a cumplir— cuando apareció el hermano mayor de Benja. Llegó agitado, con esa cara de “me ha pasado algo grave, así que pongan atención”.

—Oe, en La Perla me han querido pegar en mancha —soltó, casi orgulloso.

Silencio. Nos miramos. En esa época, que a tu pata le quieran pegar era casi una invitación oficial.

—¿Quiénes? —preguntó el Cabezón, que siempre tomaba el papel del belicoso del equipo.

—La mancha de allá, pues. Esos cojudos del parque —nos dijo inflando el pecho.

No hizo falta más. Alguien dijo “vamos nomás” y, de pronto, sin mayor estrategia militar, ya estábamos organizando la expedición de defensa del honor de nuestro amigo. Ocho adolescentes, mucha testosterona, cero neuronas. Íbamos caminando como si fuéramos hinchada visitante, cruzando calles oscuras, sintiendo que la noche era nuestra banda sonora.

El punto de encuentro era el Parque de Las Condes, en La Perla. Ahí, según la versión épica de nuestro amigo, nos esperaban los salvajes del otro barrio, listos para la guerra. En la práctica, seguramente ellos estaban igual, haciendo hora y agrandando la historia.

Llegamos al parque y nos paramos como mancha en formación: ocho patas tratando de parecer peligrosos. Algunos se acomodaban la casaca, otros apretaban los puños, yo trataba de poner cara de malo, pero seguro me salía cara de estreñido.

Vimos a los de la otra mancha, al otro lado. Avanzamos unos pasos. Ellos también. Y, de pronto, lo absurdo:

—¡Oe, Gato! —gritó uno de ellos.

—¡Causa! —respondí con una sonrisa.

Resulta que varios de los “enemigos” eran patas de colegio, compañeros de la academia, conocidos del club… La clásica: Arequipa es un pañuelo, y La Aurora y La Perla, dos bolsillos del mismo saco.

En cosa de segundos, la bronca épica se fue desinflando. Donde debía haber puñetes, hubo abrazos medio torpes; donde debía haber insultos, hubo “¿y tú qué haces acá, pe’?”. El hermano de Benja, nuestro héroe ofendido, se fue quedando sin guion.

—Ya, ya, ya, mejor quedemos que nadie se mete con nadie —dijo uno de la otra banda.

—Claro, causa, todo bien —respondió el Tibu, con su tono de capitán conciliador.

Nos dimos la mano, algunos chocaron los cinco, y la guerra se convirtió en un tratado de paz improvisado. Ahí debió terminar todo. Pero la vida, como las películas baratas, siempre guarda una escena más.

Algún vecino, viendo a dos grupos de adolescentes entrando al parque con cara de malos actores de pandilla, se asustó y llamó a la policía. No vio los apretones de mano ni el final feliz. Solo vio el tráiler de la bronca.

Cuando ya nos estábamos dispersando, tranquilos, sintiéndonos casi adultos por haber evitado la violencia, se escuchó a lo lejos el ruido inconfundible: sirena, motor, luces. En menos de dos minutos, unas patrullas se asomaron por la esquina.

No sé quién fue el primero que dijo “¡la tombería!”, pero bastó esa palabra para que toda la madurez se nos cayera al piso. Cambiamos la caminata relajada por una coreografía de fuga descoordinada.

Salimos del parque por una de las esquinas, todos juntos todavía, tratando de aparentar calma. Pero, apenas doblamos, el instinto mandó: echamos a correr. Una mancha de adolescentes huyendo, como palomas espantadas.

A los pocos metros, llegó la bifurcación. Todos —absolutamente todos— se fueron a la derecha como estampida. Solo Benja y yo, vaya uno a saber por qué, nos fuimos a la izquierda.

—La cagamos —me dijo Benja—. Esta cuadra es largaza, no hay dónde meterse.

Tenía razón. Era una cuadra recta, sin esquinas salvadoras ni portones mágicos. Si el patrullero doblaba por ahí, nos iba a encontrar como patos en vitrina.

—Camina, Gato. Camina, no corras —añadió, con su sabiduría improvisada.

Y ahí nos ves: Benja, que medía como un metro noventa, y yo, bastante menos, caminando lado a lado, como si viniéramos de comprar pan, mientras por dentro el corazón se nos salía por la boca. La diferencia de altura era tan ridícula que parecíamos sketch: Schwarzenegger y Danny DeVito en “Gemelos”.

El patrullero dobló por nuestra cuadra. Lo sentí detrás, como un animal grande. Nos pasó por el lado. El policía de copiloto nos miró un segundo muy corto, de esos que duran una eternidad en la cabeza de uno. Nos escaneó con la mirada y siguió de largo.

Al parecer, nadie en su sano juicio pensaría que esa pareja dispareja era parte de la temida banda juvenil de La Aurora. Gracias, genética.

Seguimos caminando hasta la esquina, intentando no mirar atrás, respirando como si nada. Cuando doblamos, vimos el verdadero show: el patrullero se había detenido unas cuadras más adelante y los policías habían bajado a corretear a los demás.

El Cabezón logró esconderse en el jardín de una casa. Rezó como nunca antes había rezado en su vida, sobre todo cuando el dueño de casa lo echó a los gritos.

El Tibu sacó a relucir su alma de atleta. Decidió escapar por donde ningún policía decente se metería: por dentro de la torrentera. Se lanzó a esa especie de cicatriz en la tierra, llena de escombros y huecos, paralela a la Av. Venezuela, y corrió, nos contaron después, casi cuatrocientos metros a oscuras, a toda velocidad, con el peligro de romperse el alma en cada paso. Pero escapó. Si hubieran cronometrado su tiempo en esos cuatrocientos metros, hasta hoy tendría el récord olímpico. Lo suyo fue digno de documental de NatGeo.

Mr. Magú no tuvo la misma suerte. El más tranquilo de la mancha, el que menos hablaba, el que probablemente ni quería pelea, terminó siendo el elegido por el destino. Lo agarraron a él. Lo subieron al patrullero. Y, como en las películas, desapareció con las luces rojas titilando.

Más tarde nos enteraríamos de la odisea: comisaría, llamada a la casa, papás indignados, sermón bíblico. Nosotros, los valientes defensores del honor de nuestro amigo, terminamos convertidos en una procesión de culpables.

Tocó ir a avisar a los papás de Mr. Magú. No recuerdo quién habló, solo recuerdo las caras. El “buen Mr. Magú” detenido por andar en una bronca que ni siquiera se armó. A esa edad, la palabra “comisaría” pesa más que cualquier nota desaprobada.

Esa noche, cada uno volvió a su casa con una versión recortada de la historia. Ya me imagino la cara de mis viejos: mezcla de susto, rabia y ese clásico “¿en qué momento se me ha desviado este chico?”. El castigo fue el protocolo estándar de la época: un mes sin salir. Sin parque, sin mancha, sin broncas, sin nada.

Mr. Magú, con el tiempo, se convirtió en la anécdota oficial: “Al que se llevaron fue a Magú, que ni mosca mataba”. El Tibu quedó como el héroe anfibio que corrió por la torrentera. Benja y yo, como los sobrevivientes de la cuadra larga. El Cabezón, como el que, asustado, es capaz de hacer cosas imposibles y, bueno… el hermano de Benja nunca aclaró bien cuánto de su historia inicial era verdad y cuánto era puro aderezo.

Hoy, cuando lo recuerdo, me río. Éramos una mancha de adolescentes queriendo jugar a ser pandilla, pero en el fondo éramos solo un grupo de muchachos que se tenían cariño y no sabían decirlo, así que lo disfrazaban de bronca, de “vamos a defender a nuestro amigo”, de parque oscuro y adrenalina.

Pienso también en esa bifurcación, en la derecha llena de patas corriendo y en la izquierda donde Benja y yo elegimos caminar. A veces la vida es eso: todos corren para un lado y tú, sin tener muy claro por qué, te vas para el otro, fingiendo calma mientras el corazón hace bulla.

Y, al final, pasa el patrullero, te mira y sigue de largo. No porque seas inocente, sino porque, por un ratito, la vida decidió darte una segunda toma de la escena.

El resto lo hace el tiempo: convierte la bronca que nunca fue en un recuerdo que sirve para reírte de ti mismo… y también para extrañar un poco ese tiempo en que corríamos de la policía, pero todavía no corríamos del calendario.

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