El papelito está doblado por la mitad, como si fuera un contrato importante y no una receta de arroz con salchichas arequipeñas. Lo encontré metido entre las hojas del libro de recetas amarillo Nicolini, un clásico de nuestra época, entre boletas vencidas, un flyer de una pizzería que ya cerró. Lo vi y lo reconocí al toque: la letra del Gato Mayor.
Esa letra tenía carácter, toda en mayúsculas. No era bonita, pero tenía personalidad, como él. Las “r” parecían querer escaparse del renglón, y las “s” eran tímidas, casi una curvita que se arrepentía a la mitad. Arriba de todo, el título, a su estilo:
“Arroz con salchicha arequipeña”
Ni una tilde, ni un adorno, sin la mínima intención de que se vea estético. Práctico el hombre.
Pongo el papel sobre la mesa y lo miro como se mira una foto vieja. Dice:
“En una olla, un chorro de aceite. Freír primero las salchichas. (No seas tacaño con el aceite).”
Ahí está, esa frase. Podría no haber sido escrita. Podría haber sido dicha, con él parado a mi lado, mirándome la sartén, empujándome el codo para que le eche más. El Gato Mayor creía firmemente que el aceite era un derecho humano.
Abro la refrigeradora, saco las salchichas arequipeñas que conseguí en una bodeguita arequipeña cerca al mercado El Trigal —no son iguales a las de Mercaderes, pero hacen el intento— y mientras las lavo y separo la tira pienso que, de todas las cosas que me dejó mi viejo, una de las más poderosas es este papelito escrito de puño y letra.
Prendo la cocina, echo aceite. Me acuerdo de sus recomendaciones de siempre:
—Cuídate, bájale al cigarro, no comas ají… mejor rocoto.
Ese “mejor rocoto” era su chiste interno. Él mismo se reía cuando lo decía. Como si el rocoto fuera menos peligroso que el ají. Como si el de la úlcera esofágica fuera yo y no él.
Las salchichas empiezan a dorarse y con ese olor viene de golpe el recuerdo de la última vez que hablamos. Nada épico. Ningún discurso de película. Yo en Lima, él en Arequipa. Teléfono en mano.
—¿Qué tal, viejo?
—Acá, pues, hijito, ya sabes… ¿tú qué tal?
—Bien, chambeando.
—Ganó Melgar el domingo. ¡Bien carajo!
Ahí sí se le encendía algo en la voz. El equipo ganaba un partido y era como si el mundo por un momento tuviera sentido. Hablamos un rato del partido, del gol, del árbitro que casi la malogra. Típica conversa de hombres que se quieren, pero no saben cómo decirlo sin incomodarse, así que usan a Melgar de traductor oficial.
Al final, sus clásicos avisos de servicio a la comunidad:
—Cuídate, bájale al cigarro, no comas ají, mejor rocoto.
—Ya, ya, viejo, le dije, como quien firma un acuerdo que no piensa cumplir.
Cuelgo. Sigo mi vida. Pienso: “Luego lo llamo otra vez.” Es una frase peligrosa esa, “luego lo llamo”.
Las salchichas ya están doradas. El papelito dice:
“Sacar salchichas. En ese mismo aceite, cebolla y tomate picados en cuadritos, ají amarillo y ajo molido. Que se haga bien.”
“La base”, decía siempre mi papá, refiriéndose a ese aderezo. Para él, la vida se resolvía haciendo bien la base: cebolla, ajo, paciencia. Si freías eso lento, con cariño, lo demás salía solo. Tal vez por eso nunca entendió mi costumbre de querer hacer todo rápido.
Mientras la cebolla empieza a transparentarse, me acuerdo del día de la llamada. Yo en la oficina, en Lima. Un día cualquiera, con correos por responder, pendientes, esas cosas que uno jura que son urgentes hasta que la vida te demuestra lo contrario.
Suena el celular. Veo el nombre de mi hermana. Contesto. No me dice “hola”. No me dice “Gonzalo”. Solo llora. Entre sollozos, alcanza a decir algo como:
—Mi Papá se ha puesto mal… está en UCI…
Es increíble la cantidad de información que te puede dar una sola frase rota. No hizo falta más. Sentí ese frío raro que te da por dentro, como si te hubieran abierto una ventanita en el pecho y hubiera entrado aire de Arequipa.
Lo siguiente es automático: cerrar la laptop, avisar algo en la oficina que ni recuerdo, manejar a casa, meter ropa en una mochila y volar en un taxi al aeropuerto. Comprar el primer vuelo, pasar por el control con la cabeza en otro lado. Estaba en modo piloto automático, pero sin piloto.
En el avión, como siempre, asiento de pasillo. Yo soy equipo pasillo desde hace muchos años: más fácil salir, más fácil ir al baño, más fácil todo. Pero esa vez, por alguna razón, como nunca, quería ventana. Quería ver algo. El cielo, la ciudad, los volcanes, lo que sea. Sentía que si veía el paisaje podía controlar un poquito lo que venía después. Tonta ilusión.
Asiento 9C. A mi lado se sienta una señora pasada de postres. Y a la ventana, un señor que lo primero que hizo al sentarse fue, ponerse la capucha, los audífonos y dormir. ¿Para eso pidió ventana? Yo, mientras tanto, intento no derrumbarme ahí mismo.
Cierro los ojos y, en lugar de rezar, hago lo que sé hacer: negocio conmigo mismo. “Que esté despierto cuando llegue. Solo eso. Después vemos. Pero que esté despierto”.
Abro los ojos y ya estamos bajando sobre Arequipa. Logro ver el Chachani por la ventanilla, luego el Misti, como siempre, ahí. Imperturbable, como diciendo: “Otra vez tú, Gato. ¿Ahora qué pasó?”
Apago la hornilla un momento para que no se queme la cebolla. El olor ya llenó la cocina. La casa huele a recuerdo.
En el hospital, UCI, el aire era distinto. Tenía ese olor metálico y frío que tienen las cosas que están a medio camino entre la vida y la muerte. Entro, me ponen esa bata ridícula, me dicen que no lo toque mucho, que hable bajito, que es delicado.
Y ahí está.
El Gato Mayor, echado, entubado, lleno de cables, rodeado de máquinas que hacen ruidos que nadie te traduce. El monitor con esa línea que sube, baja, hace picos, baja de nuevo. Una parte de mí, la parte infantil que nunca se va, pensó: “Si hablo fuerte, de repente se despierta y me dice que le prenda un cigarro.”
No se despertó. Nunca se despertó. Tuve días para hablarle, pero sin respuesta. Y ahí se armó la trampa perfecta: uno cree que va a encontrar el momento “especial” para decirle todo, pero ese momento no llega. O llega, pero con tubos y bip-bips de fondo.
Echo el arroz al aderezo. Revuelvo. Agrego agua, sal. Devuelvo las salchichas a la olla, unos minutos después, zanahoria picada en cuadraditos y alverjitas, como quien arma de nuevo un equipo titular. Tapita encima, fuego medio. Es curioso: para esto sí tengo paciencia.
Pienso en todo lo que no le dije a mi papá. No le hice grandes discursos, no le solté un “gracias por todo, viejo” de esos que cierran película. Si te soy sincero, si hoy lo tuviera diez minutos enfrente, despierto, sin tubos, creo que tampoco le armaría un discurso. Soy malo para esas cosas. Seguramente terminaría diciendo algo así como:
—Oye, viejo, qué tal, ¿has visto que por fin Melgar salió campeón?
Y él se reiría. Y yo también. Y en medio de esa cosa medio tonta, medio futbolera, se nos escaparía, sin decirlo, todo lo importante.
El arroz ya está casi listo. Destapo la olla y el vapor me pega en la cara. Huele a casa, pero no a esta. Huele a la de Arequipa. A la cocina donde él mandaba y yo era solo el asistente que lavaba las papas.
Sirvo un plato generoso. No seas tacaño con la porción, me habría dicho. Pongo el plato sobre la mesa. Al costado, el papelito con su letra, como si fuera el menú de un restaurante muy exclusivo que solo atiende a uno.
Me siento. Y, sin querer ponerme dramático, siento que no estoy comiendo solo. No es que lo vea ni que escuche su voz. No. Es más simple: hay cosas que solo se pueden comer acompañado, aunque el otro no esté.
Agarro el tenedor, lo hundo en el arroz con salchichas y pienso que, al final, la conversación pendiente se ha ido cocinando a fuego lento todos estos años. Cada vez que preparo este plato, hablo un poco con él. Un minuto hoy, dos minutos la próxima vez. No son diez minutos seguidos, pero van sumando.
Levanto el primer bocado como quien brinda sin copa y, en voz baja, sin sermones, le digo:
—Gracias, viejo.
Y me lo llevo a la boca.
Sabe a salchicha arequipeña, a arroz amarrillo bien hecho. Pero también sabe a algo más que no sé nombrar. Tal vez sea eso lo que quedó de todo lo que no le dije: un sabor raro, mitad risa, mitad lágrima.
Perfecto para un Gato. Y para su Gato Mayor.
OPINIONES Y COMENTARIOS