
Suspiro sin eco
Se enamoró un febrero, sí, un día del amor y la amistad. Fue culpa de los ridículos intercambios de regalos, lo que alimentó la idea del amor. Hasta hacía poco solo pensaba en terminar el bachillerato y seguir siendo el chico invisible de aquel salón, continuar con la rutina cada mañana, tarde y noche.
Pero nadie estaba exento de esa enfermedad. A nadie le llegaba el recibo antes de pagar la factura de enamorarse. Nunca la había visto con otros ojos más que los de la chica común y corriente: la lista del salón, la simpática, la linda, la trabajadora, la amigable, la inalcanzable. La que se había robado, sus suspiros, sus noches de sueño, sus pensamientos, su atención. De ella ya se había enamorado, aunque fingía no estarlo.
“Imposible”, se decía a sí mismo. “Solo soy un chico normal”, repetía. Un chico simple, una mancha en la pintura, mientras que ella era todo el óleo completo. Solo era un ridículo pez de lago, mientras ella surcaba mares. Solo era un cero a la izquierda.
Tarde se dio cuenta de que el tiempo se acababa, que pronto las clases terminarían y que no confesar su amor podría acabar con el uno por ciento de probabilidad con el que contaba. Fueron sus dudas, sus lamentos y sus lastimeros pensamientos los que cerraron las posibilidades.
Si bien era cierto que ella era todo lo que él describía, para ella él también lo era. Pero ella era tímida, reservada, una chica chapada a la antigua que creía en los romances de antes: en el intercambio de cartas, en el doblar rodillas.
Lástima que ninguno tuvo el valor. Lástima que ninguno lo intentó. Porque aquello solo quedó en el recuerdo, en un suspiro sin eco.
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