FUEGO EN LOS ALPES

FUEGO EN LOS ALPES

fran

10/11/2025

En lo profundo de los Alpes Austriacos, bajo el velo blanco de la nieve perpetua y el humo de la guerra, se escondía un campo de concentración que no aparecía en ningún mapa. No era Auschwitz, tampoco Dachau, sino algo más secreto, más enfermo que la mente de los nazis. No había banderas, solo silencio. Ahí, entre montañas, el horror se deslizaba como el hielo por las grietas del alma. Maximilian Adler, soldado alemán de veintitrés años, no llegó allí como prisionero de guerra común. Su unidad fue diezmada en el frente occidental y, en su huida, cayó en manos de una patrulla desconocida. Cuando despertó, estaba esposado, medio desnudo y con una marca grabada en la muñeca: “Sonderlager V-Zero”. Allí conoce a Lucia Brenner, una mujer que no necesitaba uniforme para imponer respeto. De rostro curtido y mirada precisa, ella lideraba lo que llamaban la red del humo, una resistencia silenciosa que intercambiaba susurros y herramientas, que saboteaba desde dentro lo que los nazis construían en los pasillos del subsuelo.

—“Aquí no se sobrevive con fuerza” —le dijo ella en voz baja durante su primera noche—. “Se sobrevive con memoria. Con saber quién fuiste antes de llegar”.

Max no entendía aún. El campo no era un simple centro de exterminio, ni tampoco un laboratorio cualquiera. Era un umbral. Cada noche, los prisioneros eran sacados en filas. A algunos volvían… transformados. El doctor Klaus Weber era el arquitecto de esta pesadilla, de este… horror. Su bata blanca y su voz suave no encubrían el desprecio que sentía por la humanidad, igual que muchos científicos nazis. Para él, la genética era barro, y los prisioneros, esculturas a medio hacer. Bajo su supervisión, se implantaban órganos ajenos, se alteraban memorias, se insertaban fragmentos de tecnología cuya procedencia nadie se atrevía a nombrar. Max, inicialmente, no creía en historias de objetos caídos del cielo, pero todo cambió cuando vio al primero de ellos: una criatura de dos metros, piel de acero, mirada pérdida. Lo llamaban Elia, pero ya no respondía a ese nombre. Lo alimentaban con suero. Dormía de pie. Era el soldado perfecto.

Durante una inspección, Max cruzó una mirada con él. Fue un segundo. Pero lo suficiente. Había algo que temblaba, muy hondo, en los ojos de Elia. Algo humano. Algo del prisionero que fue, ¿todavía el ser humano que fue estaba vivo bajo esa capa alterada de vida?. Con los días, Max aprendió a escuchar más que hablar, a moverse sin ser visto. Lucía le enseñó los túneles, los patrones de vigilancia, las claves en las marcas de los muros. Una rebelión era improbable, pero no imposible. “Todo lo que nace torcido, también puede quebrarse”, solía decir ella. En una de las incursiones, descubrieron un nivel inferior del campo. Allí reposaban fragmentos metálicos grabados con símbolos extraños, algo que nadie había visto en su vida hasta en ese momento. Weber los estudiaba con devoción de creyente. Decía que provenían de una excavación en el desierto, una tumba que no pertenecía a este mundo. Con esa tecnología, podía alterar la esencia humana. Quería crear una raza sin miedo, sin voluntad. Sin alma.

Max comenzó a cambiar. Sus heridas sanaban más rápido. Sus pensamientos eran más nítidos, su cuerpo más resistente. Había sido inyectado con algo, y eso lo enfurecía. Pero también lo volvía útil. Lucía lo notó.

—“Aprovecha lo que te dieron, Max. Ellos solo entienden el poder. Usa el suyo contra ellos”.

Así nació el plan.

La noche del levantamiento, los generadores colapsaron. Las puertas se abrieron. El caos se desató.

Elia, liberado de su celda, desató su furia sobre los soldados. Pero cuando vio a Max, algo se detuvo en él. No atacó. Observó. Y habló por primera vez.

—“¿Qué… soy?”.

Max no respondió. En cambio, avanzó hacia él y le ofreció una mano.

—“Eres lo que decidas ser ahora”.

Juntos, atravesaron el corazón del infierno. Lucía encendió fuego en los laboratorios mientras los prisioneros huían por los túneles. En el clímax de la batalla, Max se enfrentó a Weber. El científico no intentó huir. Lo miró con una mezcla de lástima y arrogancia.

—“No entiende nada, Herr Adler. Esto no era sobre la guerra. Era sobre el futuro. Nosotros somos la evolución”.

Max le apuntó con un arma robada.

—“La evolución no elimina el alma”.

Y disparó.

Las montañas temblaron. El complejo colapsó sobre sí mismo. Solo un puñado sobrevivió. Max, Lucia, Elia y algunos más.

Meses después, se refugiaron en una cabaña abandonada, lejos del bullicio de la guerra; Lucía observaba las estrellas.

—“No ganamos la guerra aún —dijo, envuelta en una manta raída.

—“No” —respondió Max—. “Pero evitamos algo todavía peor”.

Elia, sentado en silencio, tallaba figuras de madera con manos enormes y torpes. Aprendía de nuevo a ser hombre.

Max, que una vez fue un joven idealista, arrogante e impetuoso, había visto demasiado. Ya no necesitaba gritar órdenes, ni correr hacia la batalla. Sabía que la guerra más difícil era la de reconstruirse desde las ruinas.

Y en eso pensaba, mientras escribía en un cuaderno:

«Más sabe el diablo que por viejo que por diablo», decía mi abuelo. Hoy comprendo que el saber no viene del poder, ni de la ciencia sin alma, ni del grito más fuerte. Viene del tiempo. Viene, a veces, de sobrevivir lo suficiente para ver cómo se desmorona lo que otros juran que es eterno».

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