¿Dónde está mi mamá?

¿Dónde está mi mamá?

Ojo de Gato

08/11/2025

Anoche volví a soñar con mi mamá.

La segunda noche seguida.

Me desperté con esa mezcla rara de consuelo y vacío, como cuando una canción se corta justo antes de la parte que más te gusta. Y me quedé mirando el techo, haciéndome la pregunta que un niño de seis años se hace en silencio y un hombre de cincuenta y tantos se hace en voz baja:

¿Dónde está mi mamá ahora?

No tengo la respuesta correcta. No tengo un mapa del más allá, ni GPS para las almas.

Lo único que tengo es esto: recuerdos. Pedacitos de ella que se me quedaron pegados en la ropa, en la piel, en la memoria. Y tal vez, solo tal vez, ahí es donde está.

Pienso en la cocina primero.

Porque, seamos honestos, en todas las casas hay un cuarto oficial y otro verdadero. En la nuestra, el verdadero siempre fue la cocina.

La escena es así: yo sentado, medio niño, medio adolescente, medio hambriento (esa parte nunca cambió), mirando cómo mi mamá prepara rocotos rellenos. Pero no esos rocotos de restaurante, llenos de pose y plato cuadrado. No. Los de mamá. A la olla. Con olor a casa, a sábado después del mercado, a “hoy comemos rico y después vemos qué hacemos”.

Ella iba moviéndose entre ollas y cucharones apuradita como siempre, que era como una forma de bailar.

Se acomodaba los anteojos, probaba la sazón, me miraba de reojo y soltaba:

—No mires tanto, que con los ojos no se cocina.

Y yo me reía, porque ese era su estilo: regañar acariciando.

El rocoto burbujeaba en la olla, amenazando con incendiar la vida de cualquiera que se atreviera a subestimarlo. Y yo la miraba a ella, no al rocoto.

Ahora entiendo: no era hambre de comida, era hambre de estar cerca.

A veces la vida es eso: tú crees que estás esperando el almuerzo, y en realidad estás tratando de guardar el momento en un frasquito invisible, para abrirlo muchos años después, cuando ya no haya cocina, ni olla, ni ella.

Como hoy.

Hay otra escena que aparece: el sillón en su dormitorio.

Mi mamá sentada en su sillón, ese trono doméstico que ya venía con su forma. Donde ella se sentaba, el sillón exhalaba un suspiro de costumbre.

Tenía un tejido en la mano y una bolsa con ovillos de lana a sus pies. Una chompa para mí.

Yo hablaba de cualquier cosa: del colegio, del trabajo, de Arequipa, del Gato Mayor, de nada y de todo.

Ella tejía y escuchaba. Y cada vez que yo decía algo medio tonto, medio dramático, medio “me va a cambiar la vida”, ella levantaba la vista, me miraba como solo miran las mamás y decía

—Ya, ya va a pasar, hijito.

No era un análisis, ni un consejo de coach, ni una frase para LinkedIn. Era una especie de garantía extendida del alma: pase lo que pase, aquí estoy.

Los puntos del tejido iban avanzando como los días. Uno tras otro, hasta que de la nada aparecía una chompa.

Y yo ahora pienso si no será igual con la vida: puntito por puntito, conversación por conversación, abrazo por abrazo (aunque yo no sea muy fan de los abrazos, ella era la excepción), se va tejiendo algo que te abriga muchos años después.

Aun cuando la chompa ya no está. Aun cuando ella ya no está.

Aparece otra escena más: yo con la guitarra.

Siempre la misma guitarra, siempre los mismos dedos, pero otras manos acompañando: la voz de mi mamá.

No sé si yo afinaba bien, probablemente no. Ella sí.

Lo que sé es que había un momento mágico: cuando yo empezaba a tocar y ella, sin preguntar, se sumaba.

Cantar juntos no era solo cantar. Era ese pequeño milagro secreto de respirar a la vez, de errarle a la misma nota, de reírse a la mitad del verso.

Había canciones que, si sonaban, eran casi un conjuro. Casi siempre un vals.

“Siento inmensa pena en mi pobre alma, es porque te ausentas de mi lado”

Ella cerraba los ojos un ratito, como si se fuera a otra parte, y mientras hacía segunda voz, volvía con una sonrisa calmada.

Nunca lo dijo, pero yo sospecho que, cuando cantábamos, ella también estaba hablando con sus propios fantasmas: con su papá, con su vida de antes, con las cosas que no le contó a nadie.

Y ahora que la sueño, me pregunto si no será eso lo que está pasando. Que ella sigue cantando en algún lado, y algunas noches nomás me suben el volumen y la escucho otra vez.

Y entonces aparece una nueva escena. Llegamos al Cementerio de la Apacheta.

Ese lugar raro donde la gente va a conversar con los que ya no están, hablándoles a lápidas como si fueran teléfonos públicos al cielo.

La imagen que tengo es clara:

Mi mamá tomada de mi brazo. Caminamos despacio entre mausoleos y lápidas, buscando a dos personas que son, al mismo tiempo, tan nuestras y tan lejanas: su papá y Ana Cecilia, una hermanita que se fue al poco tiempo de nacer.

El cementerio de Arequipa tiene ese aire de domingo triste, con flores plásticas desteñidas y rezos apurados.

Pero yo solo me acuerdo de su mano en mi brazo. De cómo apretaba un poquito más fuerte cuando nos acercábamos. De cómo el paso se le volvía más corto y los silencios más largos.

No sé qué hablaba ella por dentro. Yo solo sabía que, en ese momento, yo era el que tenía que sostenerla.

El hijo que se volvía bastón. El niño que se hacía grande. A veces pensaba que la estaba acompañando yo a ella.

Hoy me doy cuenta de que era al revés: ella me estaba enseñando, sin discursos, que así se camina el dolor. Sin escapar. Sin hacerse el fuerte. Del brazo de alguien que quieres.

El otro día, al despertar del sueño, me di cuenta de algo que me golpeó suave, como suelen hacerlo las verdades importantes: mi mamá ya no está en la casa, ni en la cocina, ni en el sillón, ni en el cementerio.

Pero tampoco es que “no esté”. Porque luego, en el día a día, se me escapa por las rendijas.

Cuando suena un vals y sin querer canto una segunda voz que ella hacía.

Cuando veo un rocoto relleno y pienso “a la olla era mejor”.

Cuando alguien me cuenta una pena y se me escapa el “ya, ya va a pasar”, con el mismo tono de ella.

Cuando agarro la guitarra y, por un segundo, siento que falta una voz, pero al mismo tiempo esa falta está llena.

Entonces, ¿dónde está mi mamá ahora?

No sé en qué coordenadas del cielo. No sé en qué dimensión se habrá ido a conversar con el Gato Mayor, con mi hermanita, con su papá.

Tal vez haya una mesa larga, con café pasado, pan caliente y cero dietas, donde se sientan todos a hablar de nosotros.

Tal vez no. No tengo pruebas.

Lo que sí sé es dónde la encuentro yo.

La encuentro en ese sueño que se repite dos noches seguidas, como si alguien hubiera querido dejar claro el mensaje.

La encuentro en cada vez que digo “hijito” sin darme cuenta.

La encuentro en mi propio reflejo cuando, sin querer, hago el mismo gesto levantando una ceja como hacía ella cuando algo no le cuadraba.

La encuentro en Arequipa, aunque esté lejos, en cualquier esquina donde huela a hogar.

Y sobre todo, la encuentro en estos recuerdos que me aferro a escribir como un aficionado que no busca diplomas, solo no olvidar.

Porque al final, tal vez mi mamá está allí:

en la cocina donde todavía hierve un rocoto imaginario, en un sillón invisible donde sigue tejiendo historias, en un cementerio donde ya no llora tanto, en un vals que nunca desafina y siempre nos conmueve.

Y un poquito, solo un poquito, también está aquí, sentada a mi lado, mientras escribo esto y vuelvo a ser su hijo,

preguntándome como niño:

“Mamá, ¿dónde estás?”.

Y escuchando, muy adentro, esa voz que responde, como entonces:

“Aquí hijito. No te preocupes. Ya, ya va a pasar”.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS