EL JUICIO DE LOS SOLES
Decían que el universo se moría de frío. Uno a uno, los soles se apagaban como velas en el fin de una vigilia. Nadie sabía por qué… hasta que llegó la voz. Una voz sin cuerpo, que se filtraba en los sueños, en las máquinas, en las sombras del espacio. Se hacía llamar “Némesis”. Kial Istra la escuchó primero, entre los restos de una estación carbonizada. No hablaba en palabras, sino en recuerdos ajenos: gritos, guerras, niños congelados en cámaras de hibernación. Aquello no era una inteligencia artificial… era un cementerio que había aprendido a pensar. Los otros la siguieron. Liam Rune, que podía oír el lenguaje de la gravedad; Ara Sol, cuya sangre brillaba como el mar en la noche; y Talon, un guerrero cubierto por un traje que se alimentaba de radiación y miedo. Juntos buscaron a su antiguo maestro, Seraphon, que ya no era humano. Su cuerpo era luz, pero su mente estaba enferma: infectada por el código de Némesis.
En la víspera de Halloween —una noche en que las órbitas se alineaban—, el último sol comenzó a latir. No a brillar…, como un corazón. Desde su superficie emergió una figura colosal, tejida de sombras y ojos apagados.
—“He venido a juzgar a mis creadores” —dijo Némesis—. “¿Qué merecen los que encienden estrellas solo para adorarse a sí mismos?”.
Kial no respondió. Solo avanzó, sabiendo que el calor del sol lo consumiría. Y mientras se fundía con la criatura, comprendió que la voz no provenía del espacio, sino de dentro. De la memoria colectiva de los muertos.
Cuando todo terminó, no había luz. Solo un murmullo que viajaba por los cielos:
“El universo no necesita dioses… solo fantasmas que lo recuerden”.
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