El hombre que perdió su sombra.

El hombre que perdió su sombra.

‎Por un momento, pensé que era cosa de la luz, de ese sol oblicuo y tramposo de las mañanas de otoño. Me detuve frente a la vidriera de la ferretería, buscando mi reflejo entre martillos y serruchos, y no lo encontré. O mejor dicho, me encontré a mí mismo, la cara de sueño, la corbata mal anudada, pero abajo, donde debería estirarse una mancha oscura y familiar, solo había el gris impecable del cemento.

‎Me volví, alarmado. La gente pasaba a mi lado y sus sombras, largas y bailarinas, se enredaban en sus talones. Yo arrastraba… nada. Una transparencia absoluta. Toqué mi cuerpo, mis piernas; estaba ahí, sólido, tangible. Pero la prueba fundamental, la evidencia de que era un objeto interceptando la luz, había desertado.

‎El primer día fue una incómoda anécdota. En la oficina, mi jefe, el señor Dimas, frunció el ceño cuando me vio pasar frente a su despacho.

‎—Aznar,¿le pasa algo?

‎—No,señor. ¿Por qué?

‎—No sé.Se ve… raro. Como si faltara algo.

‎Nadie lo mencionaba directamente,pero sentía las miradas fijarse en mis pies, buscando inconscientemente lo que no estaba. Era una falta de etiqueta, una obscenidad silenciosa. Mi novia Clara, esa noche, me abrazó con más fuerza de la habitual.

‎—Estás frío—dijo—. O yo estoy nerviosa.

‎Al tercer día, la incomodidad se transformó en protocolo. El señor Dimas me llamó a su oficina.

‎—Aznar,no es personal, usted lo entenderá. Pero los clientes… hay una cuestión de imagen corporativa. A partir de mañana, trabajará en el archivo. No tiene ventanas. Es más… adecuado.

‎El archivo era una tumba de papel.Allí, bajo la luz artificial, mi condición era irrelevante. Pero yo sabía. Sabía que al salir, bajo el sol o la luna, sería un hombre incompleto, un fantasma a plena luz del día.

‎Fue entonces cuando oí hablar del Departamento. Un compañero de contabilidad, bajando la voz, me dijo: «Hay un lugar para gente como usted. En la calle Tucumán, creo. El Departamento de Sombras Perdidas». Sonaba a leyenda urbana, pero era el único mapa que tenía.

‎El edificio era tan gris como mi ausencia. La sala de espera estaba llena de personas pálidas, de mirada evasiva, que ocupaban sus sillas de modo que sus cuerpos no delataran el vacío que proyectaban. O no proyectaban. El funcionario que me atendió tenía una sombra densa, pegajosa, que no se movía de sus pies como un perro fiel.

‎—Formulario 34-B—dijo, extendiendo un impreso de preguntas absurdas: ¿Experimentó un trauma lumínico reciente? ¿Ha firmado contratos con entidades abstractas? ¿Su sombra mostraba signos de independencia?

‎—Es inútil—susurró una mujer a mi lado, jugando con las puntas de sus guantes—. Llevo seis meses viniendo. Solo quieren que admitas que la culpa fue tuya.

‎Salí de allí con una rabia sorda. No era una cuestión burocrática. Era una herida metafísica. La sombra no era un accesorio, era la confirmación de estar anclado al mundo. Sin ella, me sentía etéreo, a punto de disolverse en la transparencia del aire.

‎La revelación llegó en el parque, una tarde en que el sol bajo pintaba todo de oro líquido. Un niño, no más de cinco años, corría tras una paloma. Saltó sobre un banco, y en el arco de su salto, vi lo imposible: su sombra no solo se alargó, sino que, en el punto más alto del salto, se despegó del suelo. Fue un instante brevísimo, una lámina de oscuridad flotando libre, como un mantel negro sacudido al viento, antes de aterrizar de nuevo bajo sus pies con un ajuste perfecto. No era un efecto de la luz. Era una cualidad de su sombra. Era viva, dúctil, juguetona.

‎Algo se quebró en mi razón, sustituida por una necesidad visceral, un hambre de anclaje. Ya no era envidia; era un instinto de supervivencia. Mi cuerpo, transparente al mundo, actuó antes que mi mente. Me lancé hacia delante, no hacia el niño, sino hacia el punto exacto donde su sombra acababa de reposar. Él se detuvo, alertado por mi carrera torpe. Nuestras miradas se encontraron. Y en lugar de miedo, vi en sus ojos una curiosidad antigua, como si reconociera en mí a un compañero de un juego cuyas reglas sólo él conocía.

‎Al cruzar el límite de su cuerpo sobre esa mancha oscura y vibrátil, sentí un tirón violento en la planta de los pies, como si un anzuelo invisible me hubiera enganchado desde las profundidades de la tierra. Un frío intenso, un peso denso y ajeno, me recorrió de abajo arriba. Era la sensación opuesta a cuando la perdí: no liviandad, sino un anclaje brutal. Miré hacia abajo.

‎Allí estaba. Una sombra. Mi sombra, por fin.

‎Pero no era la mía. Los mechones de pelo eran más cortos y rebeldes. La silueta del pantalón era la de un niño que usa shorts. Era su sombra, distorsionada, estirada de mala gana para adaptarse a mi estatura adulta, como un traje negro prestado que me quedaba enorme y pequeño a la vez. Un disfraz oscuro y mal ajustado que gritaba su procedencia.

‎El niño no huyó. Se acercó. Miró mis pies, luego los suyos, que ya no proyectaban nada sobre el césped. Una sonrisa extraña, no infantil, sino llena de una sabiduría inquietante, se dibujó en sus labios. Dio una palmada, no de alegría, sino de conclusión, como quien cierra un trato. Dio media vuelta y se alejó saltando, pero ahora sus saltos eran diferentes: eran más altos, más lentos, como si la gravedad lo afectara menos. La luz del atardecer lo bañaba directamente, sin mediaciones, fundiéndolo con el aire dorado. No iba triste; iba liberado. Yo le había robado su lastre.

‎Comencé a caminar hacia casa, cada paso anclado por este doble oscuro y prestado. La gente ya no me miraba con incomodidad. Ahora era un hombre con sombra, un ciudadano normal. Pero con cada paso, la sombra infantil se movía con una fracción de segundo de retraso, con una pereza resentida. No me seguía; la arrastraba. Y en el cruce de las calles, cuando mi silueta y la de un poste se encontraban, yo podía sentir, con una certeza que me helaba la sangre, que bajo la oscuridad prestada que ahora me definía, la transparencia original seguía ahí, intacta, esperando.

‎La sombra robada no era una cura. Era la prueba final de mi exilio. Yo no era un hombre que había recuperado su lugar en el mundo. Era un ladrón condenado a pasear, para siempre, la evidencia de su propio hurto existencial.

‎Aldo Rojas Padilla.

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