Hay palabras que a veces inventamos para entendernos, como si ponerle nombre a una sensación nos ayudara. Yo le llamo “Síndrome del Hielo Ardiente” a ese juego cruel y hermoso en el que la frialdad enamora, en el que la indiferencia prende fuego. Y lo curioso es que todos, en algún momento, hemos sido víctimas y verdugos en ese síndrome con alma de guerra psicológica.
No hay manuales para esto, tampoco científicos de anteojos redondos o bata blanca que lo estudien, aunque deberían. Uno diría que el corazón humano funciona al revés: cuando alguien se nos muestra distante, sentimos la necesidad absurda de acercarnos más. Y cuando somos nosotros los que nos apartamos, de pronto notamos cómo se enciende la mirada del otro, como si nuestra indiferencia fuera un pedazo de hielo tan frío que enciende el fuego en la otra persona.
La era del hielo:
Primer año de Universidad, Facultad de Psicología. Yo tenía diecisiete años la primera vez que descubrí este efecto sin nombre. Ella se llamaba, digamos que Lucía. Era de esas chicas que parecían saber lo que valían. Sonrisa amplia, ojos despiertos, una energía que desordenaba cualquier mesa donde se sentara. Y yo, torpe como siempre, trataba de impresionarla.
El resultado fue desastroso: cuanto más me esforzaba por llamar su atención, más me ignoraba. Hasta que un día, aburrido de ser ignorado, decidí emprender la retirada. Me aparté, dejé de buscarla, de mandarle papelitos en clase, de tocar canciones de Sui Generis con mi guitarra en el patio de la facultad. Y ahí ocurrió lo inexplicable: Ella empezó a buscarme. “¿Por qué no me hablas?”, “¿estás molesto conmigo?”, me decía. “¿Ya no te caigo bien?”. Yo apenas la miraba, pero por dentro, por dentro reía como un villano que acaba de descubrir su superpoder letal.
Sin saberlo, estaba ejerciendo el Síndrome del Hielo Ardiente: mi frialdad, fingida o real, se había convertido en chispa. Ella, que antes parecía inalcanzable, empezó a acercarse como si tuviera miedo de perder algo que nunca había tenido.
Pero no me creas tan calculador. A esa edad uno no sabe nada de síndromes ni de paradojas. Solo sabe que cuando juega a desentenderse, a veces funciona. Y funciona demasiado bien.
La era del fuego:
Claro que la vida no perdona a los vivos y tarde o temprano te pone del otro lado del espejo.
Años después, me tocó probar el hielo en carne propia. Había una chica que no diré su nombre, porque hasta hoy me quema un poco recordarla. Era la típica que parecía vivir en otro planeta: callada, inteligente, algo introvertida, siempre con un libro bajo el brazo. Yo trataba de hablarle y recibía respuestas cortas, casi monosílabas.
Y sin embargo, esa indiferencia me atrapaba más. La veía reírse con otros y me hervía la sangre. Me lanzaba a escribirle mensajes que no contestaba, o que respondía tres días después con un “ok” tan frío que parecía escrito desde algún nevado de los Andes.
Ahí entendí lo jodido del Síndrome del Hielo Ardiente: mientras más helada era conmigo, más me incineraba yo. Y uno se pregunta: ¿por qué? ¿Por qué corremos detrás de lo que nos ignora? ¿Será que el deseo necesita obstáculos para sentirse vivo? ¿Será que, en el fondo, el alma disfruta tropezar con la piedra que no se mueve?
Al final, no pasó nada con ella. Pero ese “nada” se quedó tatuado, como una quemadura que no ves, pero duele cuando el tiempo cambia.
Con los años me di cuenta de que todos hemos jugado ambos roles. Alguna vez fuimos hielo, sin querer o queriendo, y alguna vez fuimos fuego, incapaces de apagar la obsesión. Es casi una ley de la vida: si alguna vez dejaste a alguien esperando, seguro también esperaste a alguien que no llegó.
El Síndrome del Hielo Ardiente no se elige; sucede naturalmente. Un día eres tú el que no contesta los mensajes, porque hay algo en ti que prefiere la distancia. Y otro día eres el que refresca la bandeja de entrada esperando un “hola” que nunca aparece.
La vida, que tiene un humor negro impresionante, nos convierte en actores de ambas escenas para que entendamos lo frágiles que somos.
Quizá lo más interesante de este síndrome no es la estrategia ni la táctica, sino la lección escondida: el deseo es más rebelde que la razón. No entiende de tiempos ni de lógica. Ama lo que no lo ama, corre tras lo que huye, se enciende con el hielo.
Y cuando lo miras con distancia, hasta resulta poético. Somos criaturas que persiguen espejismos y que, al mismo tiempo, saben hacerse los invisibles para que nos persigan. No hay nadie limpio de culpa.
Hoy, con el paso de los años, miro hacia atrás y sonrío con cierta melancolía. Recuerdo a Lucía buscándome cuando me hacía el distante. Recuerdo también aquella otra chica que me dejó en visto más veces de las que quisiera admitir.
Ambas historias se quedaron en mí, no por lo que fueron, sino por lo que me enseñaron: que todos llevamos dentro un poco de hielo y un poco de fuego. Que no hay amor sin juego, ni juego sin riesgo.
Y que el Síndrome del Hielo Ardiente no es más que una forma elegante de decir lo que la vida ya sabe: cuando menos nos buscan, más queremos ser encontrados.
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