Ayer, la verdad es que ayer por la tarde, me di cuenta. Algo tan simple, tan sutil, que uno puede pasarlo por alto durante años. Y, sin embargo, ahí estaba, escondido en la penumbra de la sala, entre la mesa de centro y el viejo sillón de terciopelo.
Es por eso que esta mañana, al despertar, ya tenía mis conclusiones listas. No, no es una cuestión de si se ha movido o no la manecilla de mi reloj. Es una cuestión de tiempo, de cómo el tiempo mismo se ha doblado, se ha contorsionado y se ha escondido en el ronroneo del gato. Mi gato, Balthazar.
Balthazar es un gato de esos que uno ve en las postales. Atigrado, con rayas de un suave marrón que se funden con un pelaje ocre, y unos ojos verdes que parecen dos esmeraldas líquidas. Un gato de esos que duermen doce horas seguidas, se estiran como si fueran de goma y, en un momento de furia, se convierten en una bola de pelo y garras. Pero lo que me desconcertó ayer fue su ronroneo. Un ronroneo que no era un ronroneo. Era una especie de zumbido, de murmullo, que vibraba en el aire y que, de alguna manera, se coordinaba con el tic-tac del reloj de pared.
Y ahí es donde la cosa se pone seria. Porque un zumbido, si lo escuchas bien, no es un zumbido. Es un eco. Un eco de otra cosa. De otro tiempo. De otra realidad.
Me pasé toda la tarde observando a Balthazar. Lo seguí por la casa, fingiendo que leía el periódico o que me preparaba un café, pero en realidad, no le quitaba la vista de encima. Él, tan despreocupado, se paseaba por la cocina, olfateaba mis zapatos y, de repente, se subía a la biblioteca. No, no es que se subiera a la biblioteca. Se subía al tiempo mismo. A ese espacio en el que el tiempo se ha congelado, en el que el pasado y el futuro se han unido en un solo punto.
Lo que vi, no puedo describirlo. Fue un momento, una fracción de segundo, en el que el gato se estiró y se convirtió en una especie de acordeón de felino, alargando el espacio y el tiempo a su alrededor. De su cola, que parecía un péndulo, brotaban pequeños destellos de luz. Como si de alguna forma estuviera deshilachando la realidad.
Anoche no pude dormir. Pasé la noche en vela, pensando en todo esto. Y en la mañana, en un impulso, decidí hacer la prueba. Una prueba simple, que cambiaría mi vida.
Me acerqué a Balthazar, que se había quedado dormido en mi regazo, y le susurré al oído: «Balthazar, ¿qué hora es?».
Y él, sin abrir los ojos, sin mover un solo músculo, respondió con un ronroneo. Un ronroneo que no era un ronroneo, era la vibración del tiempo. Y en esa vibración, en ese murmullo, escuché una voz. La voz de Balthazar, pero una voz que sonaba como la mía. Una voz que me decía: “No sé la hora, viejo. Pero sé que si no te levantas y me sirves el desayuno, te vas a meter en un buen lío”.
Y por si fuera poco, para rematar, me tiró una mirada, una mirada cómplice, y guiñó un ojo. No, no fue una mirada de gato. Fue una mirada de alguien que lo sabe todo, que te ha estado observando durante años. Porque la verdad es que Balthazar no es mi gato. Yo soy su humano. Y parece que lleva una eternidad manejando los hilos.
Aldo Rojas Padilla.
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