George Orwell escribió 1984 en 1948, como quien lanza una bengala al futuro. Un libro oscuro, espeso, donde Winston Smith intenta rebelarse contra un sistema que controla hasta lo que piensas. No con amabilidad, no con explicaciones: con miedo. Con castigo. Y al final, como todos los finales tristes, Winston termina amando al que lo destruyó. A ese Gran Hermano que todo lo ve. Pero Orwell se quedó corto.
En 2025 no hay pantallas gigantes ni dictadores gritones. El Gran Hermano no tiene rostro ni uniforme. No necesita micrófono ni cámaras en cada esquina. Tiene algo mucho mejor: La Red. Invisible, omnipresente, silenciosa. No vigila. Te conoce. No te impone. Te sugiere. Y tú, contento, aceptas.
Max era uno más. Un chico cualquiera. Como tú, como yo. Se despertaba, se desperezaba y, sin abrir del todo los ojos, ya tenía el pulgar buscando el teléfono. Notificaciones, memes, reels, titulares indignados. Un torbellino diario de datos que parecían importantes… pero que se esfumaban como humo.
Todo estaba servido, como en bandeja, como si alguien hubiera dicho: “esto es lo que tienes que ver hoy”. Y él lo veía. Como todos.
Hasta que un día, algo le hizo ruido. No un ruido fuerte. Más bien un cosquilleo, una sospecha que se colaba como una gotera. Las noticias se parecían mucho. Las opiniones también. Las discusiones eran casi una coreografía. Todo el mundo indignado por lo mismo, con las mismas frases, los mismos hashtags. Como si la realidad viniera empaquetada.
Max apagó el teléfono. Así nomás. Un acto tonto, pero hoy en día casi revolucionario. Se metió en foros olvidados, en sitios raros, en páginas que tardaban en cargar porque ya nadie las visitaba. Y ahí, en ese rincón polvoriento de internet, encontró otra versión del mundo. Distinta. Contradictoria. Extrañamente más real.
Noticias que no estaban en los portales grandes. Personas que habían desaparecido del mapa digital. Conversaciones borradas, cuentas cerradas, voces silenciadas. No porque mintieran, sino porque molestaban. Porque no encajaban en el algoritmo.
Max sintió un frío raro. Como si se diera cuenta de que siempre había estado adentro de algo, pero no lo sabía. Como si recién ahora notara que la cárcel no tenía barrotes, sino WiFi.
Trató de hablar con sus amigos. Les dijo que algo andaba mal. Que lo que veíamos cada día no era “la realidad”, sino un recorte quirúrgico de la realidad. Pero lo miraron como a un loco suave. “Las redes muestran lo que pasa, bro”, le dijeron. “Estás exagerando”.
Y tal vez tenían razón. O tal vez no. El tema es que ya no se podía saber.
Max pensó en 1984 de Orwell. En ese control brutal, directo, sin anestesia. Y se dio cuenta de que esto era peor. Porque no duele. Porque no se nota. Porque uno cree que está eligiendo, cuando en realidad solo está arrastrando el dedo por la pecera.
Acá no te prohíben pensar distinto. Te entretienen tanto, que no te permiten pesar.
Una tarde salió a caminar. La ciudad estaba igual que siempre, pero él la veía distinta. Bancas ocupadas por gente sumergida en sus teléfonos, auriculares puestos, ojos sin parpadear. Como zombis suaves, sin sangre ni mordidas. Zombis que ríen con audios de TikTok y discuten con furia lo que alguien más decidió que sea el tema del día.
Entonces le cayó la ficha: La Red había ganado.
No con armas. Con scroll infinito. Con filtros. Con notificaciones. Era el Gran Hermano, pero más cool. Más sutil. Más efectivo. No necesitaba torturarte para que pensaras lo que él quería. Solo necesitaba mostrarte una y otra vez lo mismo, hasta que lo creyeras.
Max pensó en desconectarse del todo. En desaparecer del circuito. Borrar perfiles, cerrar cuentas, tirar el teléfono al río. Pero enseguida se preguntó: ¿y después qué? ¿Cómo se vive afuera del ruido? ¿Cómo se sobrevive sin memes, sin mails, sin mapas, sin likes?
No sabía. Nadie sabía.
Pero sí sabía esto: no podía volver a ser el mismo. Algo en él se había quebrado. Una grieta, chiquita, pero suficiente. Ya no podía tragar sin pensar. Ya no podía confiar ciegamente en esa voz sin rostro que le decía qué sentir cada día.
No se convirtió en héroe. No escribió un manifiesto. Solo empezó a mirar distinto. A preguntar más. A compartir menos. A escuchar ese silencio incómodo que aparece cuando no estás haciendo nada. Ese que asusta, pero también limpia.
Porque tal vez la rebelión no es un acto épico.
Tal vez es simplemente no compartir esa noticia viral. No comentar con odio automático. No creer todo lo que te dicen, aunque venga con musiquita emocional y tipografía dramática.
Tal vez la revolución es pensar por tu cuenta, aunque sea un poco.
Max no salvó al mundo. Pero se salvó un poco a sí mismo. Y eso, hoy por hoy, ya es bastante.
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