La primera vez que Edvard Munch sintió que algo se rompía adentro, tenía cinco años. Su madre se fue sin hacer ruido, envuelta en sábanas que olían a hospital y a cosas que uno no entiende cuando es chico. El padre le dijo que había subido al cielo, pero él supo en el acto que la muerte no era un ascensor. Era un viento raro, frío, que se colaba por las ventanas aunque estuvieran cerradas. Esa noche, su hermana Sophie lo abrazó fuerte, como si eso bastara para pegar lo que ya estaba roto. Pero no bastó.
Creció rodeado de enfermedad, con un aire espeso que olía a cloroformo y a silencio. Cada tos parecía un anuncio de algo peor. Cuando Sophie también murió, como si el universo le tuviera bronca, entendió que el mundo no estaba roto: venía así de fábrica. “Estoy hecho de neblina”, escribió más tarde en su diario. Y sí, su vida fue eso: una niebla espesa que no dejaba ver ni a dos metros de uno mismo.
El arte le salvó la respiración, pero no la vida. No pintaba flores, ni campos felices. Pintaba lo otro. Pintaba eso que te clava en el pecho cuando te das cuenta de que nadie —pero nadie— va a venir a salvarte. Pintaba el miedo de perder la cabeza… y el miedo más grande de no perderla nunca del todo.
Una tarde de 1892, caminaba con dos amigos por un sendero al lado de un fiordo. El cielo se puso rojo como un tajo recién hecho. El sol se estaba desangrando. Edvard se frenó en seco. El mundo se dobló, como si estuviera hecho de papel mojado. “Sentí un grito infinito atravesando la naturaleza”, escribió. No era un grito de alguien. Era el grito de todo. Como si el planeta estuviera gritando en parto o en duelo, o las dos cosas al mismo tiempo.

Y ahí nació El Grito. No como obra pensada. Como vómito. Lo sacó con óleo, témpera, pastel y desesperación, todo junto sobre un cartón. Pintó una figura medio derretida, con la cara como una máscara sin idioma. Detrás, el cielo incendiado. Dos tipos caminando tranquilos, como si nada. Como siempre pasa cuando uno se está cayendo a pedazos y el mundo sigue como si nada.
Años más tarde, alguien notó que en la esquina del cuadro hay una frase escrita a lápiz: “Sólo pudo haber sido pintado por un loco.” Durante un tiempo pensaron que era un acto de vandalismo. Pero no: era la letra de Munch. El tipo se había dejado esa especie de broma triste para sí mismo. Un chiste que sangra.
¿Quién está más loco? ¿El que grita o el que hace como si no pasara nada?
Munch no cruzó la línea de la locura. Se instaló ahí, justo en la frontera. Mostrando su pasaporte mental una y otra vez, entrando y saliendo. Su familia tenía un historial inmenso. Él también pasó por clínicas. Pero no se detuvo. Cada vez que sentía que el piso se le abría, sacaba un pincel.
El Grito no es un cuadro. Es un espejo. De esos que deforman. Y no por arte. Porque así se ve el alma cuando uno la mira sin maquillaje. Por eso incomoda. Porque no hay belleza. Ni respuestas. Solo esa certeza silenciosa de que, en algún momento, todos hemos estado ahí. En ese grito mudo. En esa angustia que no puedes explicar. En ese instante donde el mundo se disuelve como una pastilla efervescente en un vaso con agua.
Munch pintó varias versiones. Como si con una no alcanzara. Como si necesitara gritarlo más de una vez, a ver si así dejaba de doler. Pero no dejó de doler nunca. Y eso, quizás, es lo más humano que tiene el arte.
Algunos dicen que el personaje del cuadro es Munch. Otros que es un fantasma. Otros, que somos nosotros, atrapados ahí, en medio del grito. Pero da igual. Lo que importa es que el grito sigue. Flota. Vibra. Lo escuchas cuando te quedas solo mucho tiempo. Cuando el celular se queda sin batería. Cuando miras al cielo y no ves nada. Cuando te preguntas quién diablos eres y no te sale una respuesta.
En un mundo que aplaude la sonrisa fingida y el filtro bien puesto, El Grito es una patada en el pecho. Te recuerda que sentir está bien. Que la angustia también es parte del combo. Que la locura no siempre se ve como en las películas. A veces es un cuadro colgado. A veces es uno mismo. A veces soy yo.
Munch murió en 1944, mientras el mundo se incendiaba en otra guerra. Guardó su cuadro en casa, como quien guarda un animal salvaje que no se deja domesticar. El Grito fue robado dos veces. Como si el dolor también se pudiera coleccionar.
Hoy lo vemos en museos, en libros, en memes. Lo usamos para reírnos, para explicar crisis existenciales o lunes de mierda. Pero si lo miras bien, sin ruido, sin distracciones, sin cinismo… te das cuenta de que sigue gritando.
Y si lo escuchas, no te asustes. No estás solo.
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