El ciego era yo

El ciego era yo

Ojo de Gato

16/07/2025

Una noche de fina garúa limeña, de esas en que el cielo parece una sábana sucia tendida eternamente, iba caminando por Angamos con Aviación. Exageradamente abrigado, con las manos en los bolsillos de la casaca, la capucha encajada en la cabeza, escuchando “Me equivocaría otra vez” de Fito & Fitipaldis en mi Spotify, con esa urgencia de llegar pronto a casa. Caminaba con la mirada al piso, viendo cómo las luces de los autos dibujaban reflejos líquidos sobre el asfalto mojado. Cada charco era una especie de espejo trizado de la ciudad.

De pronto, y sin saber por qué, levanté la vista. Fue como si algo me jalara la mirada hacia arriba. Ahí, al costado de la puerta principal del mall que queda en esa esquina, vi a una mujer, tendría unos veinte, quizás veintidós años. No sabría decir bien. Llevaba puesta una chompa roja, de esas con capucha grande. Colgando desde su cuello hasta la cintura, iba un pequeño parlante de esos que uno carga para hacer bulla en la calle. En la mano izquierda, un bastón blanco, de los que usan las personas invidentes. Y en la derecha, una bolsa de caramelos.

Bailaba. Ahí, sobre la vereda mojada, con la garúa cayéndole encima, bailaba mientras vendía sus dulces.

No sé si fue la imagen completa o algún detalle en particular lo que me hizo acercarme. Tal vez fue el color rojo chillón de su chompa, o la forma en que movía los hombros siguiendo el ritmo de su música sin ver el mundo que la rodeaba. Me acerqué y le pregunté:

—¿Cómo te llamas?

—Sara —me dijo, sin dejar de sonreír.

—¿Cuánto cuestan los caramelos?

—Dos por cincuenta, cinco por un sol.

Le compré diez. Ella me agradeció con una sonrisa ancha, limpia, de esas que uno casi nunca ve.

Y yo, en mi cabeza llena de prejuicios tontos, no podía entender de dónde salía esa alegría suya. ¿Cómo podía estar parada allí, empapada, soportando el frío, y encima bailando como si nada? Me picó la curiosidad y la interrogué. Le pregunté hasta qué hora pensaba quedarse allí, si no le preocupaba enfermarse, si no le daba miedo la calle a esas horas.

—Es lindo estar aquí respirando este olor a lluvia —me contestó, como quien dice una obviedad. Y añadió—: Vivo cerca, así que puedo quedarme un rato más. Joven, disfrute de la lluvia, disfrute de las pequeñas cosas que nos da la vida.

Yo solo atiné a sonreír.

Esa noche, ya en casa, solo, me quedé pensando en Sara. En sus palabras, en su baile bajo la garúa. No podía dormir. Las frases suyas resonaban una y otra vez en mi cabeza, como un eco.

Y me di cuenta de algo. Nunca, en toda mi vida, me habían dado una lección tan grande en tan pocos minutos.

Nos pasamos el día entero quejándonos. Del tráfico. Del frío. Del calor. De que la vida es dura, de que las cosas no salen como queremos, de que nos duele la rodilla, de que el café está frío, de que Netflix se cuelga, de que el internet va lento. Y ahí estaba Sara, que nació ciega, que nunca vio el rostro de su madre, que nunca vio el color de una flor, ni la inmensidad del mar.

Y aun así, sonreía.

Eso me descolocó. Me rompió en dos.

Esa chiquilla había aprendido a ver de otra forma. De una forma más honesta, si se quiere. Aprendió a valorar el olor de la lluvia, el tacto de las cosas, el sonido de su propia música, la suavidad de sus sábanas al acostarse, el calor de una sopa en una noche como esa. Cosas que uno tiene ahí, todos los días, y ni las mira.

Nos volvimos ciegos de otra manera. Ciegos por exceso de estímulos, por exceso de quejas. Ciegos de tanto buscar lo que no tenemos, olvidando lo que sí.

Me puse a pensar en todo lo que no valoro: en el café por la mañana, en el olor a pan recién hecho de la panadería de la esquina, en la primera canción del día, en los atardeceres que ya ni miro por andar metido en el celular.

Eso es lo peor: el celular. El pequeño tirano que cargamos en el bolsillo. Esa pantalla que nos roba la vista, el tiempo, las ganas de conversar cara a cara. Pasamos la vida mirando una pantalla de cinco pulgadas, mientras lo que de verdad importa ocurre al costado, y no lo vemos.

Y pensé en mi mamá, que hace semanas me había llamado y yo, por andar apurado, le dije que después la llamaba. Y no la llamé. Pensé en amigos que no veo hace años, en abrazos que me guardé, en palabras que me tragué.

Y entendí que el ciego, en realidad, era yo.

Al día siguiente, pasé de nuevo por esa esquina con la idea de encontrar a Sara. Quería verla, saludarla otra vez, darle las gracias por la lección. Pero no estaba. Quizá fue una casualidad de esas que se dan una sola vez. O quizá es que uno sólo ve a las personas cuando está listo para verlas.

Me fui caminando más despacio, esta vez sin los audífonos puestos. Respirando el aire frío, sintiendo el olor de la ciudad mojada.

Y mientras caminaba, pensé que, a veces, lo único que necesitamos para ver es aprender a detenernos. A bajar el ritmo. A mirar alrededor. Y sonrío. Porque aprendí, al fin, a ver.

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