Lágrimas freelance

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Ojo de Gato

09/07/2025

Hay quienes tienen la piel dura, como los cactus, que resisten la sequía o los embates del sol sin chistar. Y luego estoy yo, El Gato, con el alma hecha de papel de arroz, emocionalmente biodegradable. Lo mío no es sensibilidad, es una suerte de radar hipersensible que capta todo lo que tiembla, lo que late, todo lo que se rompe en silencio. Un músculo cardiaco con sensores de movimiento, algo así como un sismógrafo emocional que registra desde los pequeños estremecimientos hasta los terremotos de la vida ajena.

No necesito grandes tragedias para quebrarme. A veces me basta un acorde de guitarra. Un Re menor o un Mi menor … esas notas tienen algo de despedida, de melancolía, de carta no enviada, algo de lágrima que se secó en la orilla de la mejilla. Las escucho y se me humedecen los ojos. No exagero. Me ha pasado en conciertos, en el sofá de la sala mientras escucho Spotify, en videos de YouTube y en una respetable lista de etcéteras. El rasgueo adecuado puede desatar en mí una avalancha de recuerdos y emociones que ni siquiera sé de dónde vienen. Como si mi pecho fuera una caja de resonancia ajena.

¡Uy! y el cine, ni hablar. Las películas son mi talón de Aquiles, mi kriptonita. Me emociono con escenas que otros pasan por alto. La mirada resignada de algún personaje, un abrazo apretado, el gesto torpe de un padre que no sabe decir “te quiero” y lo disfraza con “cuídate”. Ahí estoy yo, luchando contra el nudo en la garganta, frunciendo el ceño como si eso impidiera el llanto o la lágrima. Una vez lloré con una escena de Ratatouille, y no, no fue cuando el ratón cocina. Fue cuando el crítico prueba el platillo y recuerda su infancia. ¿Qué puedo decir? Los recuerdos de infancia me agarran por los tobillos y me tumban.

Pero lo que más me rompe —y lo digo sin falsa modestia— es la muerte. No necesariamente la mía (todavía no he tenido el gusto), sino la de otros. Particularmente, la de personas cercanas a gente que conozco. Me explico: si un amigo mío pierde a su tía, yo lloro. Si una ex compañera de colegio despide a su abuelo, yo me convierto en un pañuelo mojado. No importa si conocí al difunto o no. Lo que me duele es la pena ajena, ese hueco que se le forma a alguien querido, ese temblor en su voz cuando dice “se fue”.

Algunos me han dicho que exagero, que soy demasiado melodramático. “¿Por qué lloras si ni sabías cómo se llamaba?”, me preguntan. Y yo me encojo de hombros, porque no tengo ni la menor idea del por qué, no encuentro una respuesta lógica. No es racional ni voluntario. Es algo que simplemente ocurre. Como si la tristeza me eligiera como canal, como si dijera “a través de este lloro yo, que ya no puedo llorar”. Me vuelvo una especie de doliente de alquiler, pero sin contrato, sin salario y sin cláusulas de salida.

Una vez, en plena calle, vi a una viejita pidiendo limosna. Tenía el cabello recogido con una peineta quebrada y una bolsa de supermercado en la que guardaba su vida entera. No me pidió nada, ni siquiera me miró. Pero la vi ahí, sentada en la vereda, ignorada por el flujo apurado del mediodía limeño, y sentí que se me partía algo adentro. No era lástima, era algo más profundo: un tipo de reconocimiento. Como si por un segundo hubiese visto en ella a mi madre envejecida, a mí mismo derrotado, a todos los que hemos sentido el frío del mundo sin abrigo. Lloré. En silencio, con la dignidad de un gato mojado que quiere hacerse el elegante

Ese es mi problema: estoy programado para emocionarme con lo que otros ignoran. Y a veces me encantaría apagar ese interruptor. Ser más indiferente. Pasar de largo. Pero no puedo. Las emociones me salen como los estornudos, sin filtro y sin horario.

Hace poco, murió el papá de Ángela, una amiga de la universidad con la que mantengo contacto solo por WhatsApp. No lo conocí. Nunca lo vi. Pero ella subió una foto de él, sonriendo con un gorrito de cumpleaños, y un texto que decía: “Hasta siempre, papito”. Ya está. Fue suficiente. Empecé a llorar como si fuera el mío. Lloré por lo que ella no escribió, por lo que no mostró, por lo que seguro dijo en voz baja mientras acariciaba una camisa colgada o un frasco de colonia a medio usar. Lloré por todo lo invisible.

Hay quienes dicen que soy empático. Otros dicen que soy masoquista emocional. Pero yo prefiero pensar que simplemente tengo el alma al aire libre, sin blindaje. A flor de piel, como fruta madura que se aplasta con un suspiro. Y a veces me siento tonto por eso. Me da vergüenza llorar más que los deudos. Me da rabia quedarme sin palabras cuando los demás esperan que diga algo reconfortante. Pero también, en medio de todo eso, hay algo hermoso. Porque ese tipo de llanto no es por debilidad, sino por conexión. Por saber que somos red, que el dolor de uno puede sacudir a otro, aunque esté a kilómetros de distancia.

Mis hermanas, mis amigos cercanos, ya se acostumbraron. Cuando hay malas noticias, algunos incluso me avisan con advertencia: “Gato, no veas las historias de Instagram hoy. Vas a llorar.” Pero claro que las veo. Y claro que lloro. Porque no sé ser de otra forma. Porque en este mundo cada vez más anestesiado, yo prefiero seguir sintiendo.

Una vez, en una reunión familiar, un tío me preguntó por qué lloraba tanto si ni siquiera era el velorio de alguien mío. “¿Acaso eras pariente del muerto?”, me dijo entre risas disimuladas. Le respondí: “No, pero soy amigo del que llora”. Se quedó callado. Y al rato, con los ojos un poco vidriosos, me dijo bajito: “Eso que dijiste… es verdad, carajo”. Después me abrazó. Y yo lloré otra vez, claro. Porque hasta los abrazos me desarman.

¿Y saben qué? No me avergüenzo. Porque al final del día, este corazón a flor de piel me ha permitido vivir más de siete vidas, muchas más de las que caben en la mía. He llorado por madres ajenas, por hermanos que no conocí, por historias que nunca fueron mías. Y eso, aunque me duela, me hace sentir humano. Más vivo.

No soy un mártir. También me río, y mucho. A veces, en medio del llanto, me río. Como cuando en un velorio le di el pésame a la esposa de otro señor. O cuando en plena misa, se me cayó el celular al suelo con volumen al máximo, y empezó a sonar la intro de “19 Días y 500 noches” del maestro Sabina. Lo gracioso fue que me dio como un ataque de risa que terminé llorando.

La emoción no discrimina. Viene como quiere. Y yo, aunque muchas veces me desborde, no pienso cerrarle la puerta. Porque si sentir tanto es un defecto, entonces prefiero no curarme nunca.

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