Yo era beige. Suena aburrido, lo sé. Un color neutro, tímido, de esos que no buscan llamar la atención. Pero Alicia me creó. Me tejió ella misma hace más de treinta años. No recuerdo cuanto demoró en crearme, pero sí recuerdo el instante exacto en que me puso por primera vez: el calorcito de su espalda, el roce de sus manos abotonándome. Desde entonces, supe que iba a quedarme.
Y me quedé. Vaya que sí.
No era un chaleco de salidas ni de eventos importantes. No fui al teatro, ni a la misa del domingo, ni a las bodas de sus sobrinas. No. Yo era su chaleco de estar en casa. Su compañero de lo cotidiano. Y eso —ahora lo entiendo— es el mayor de los privilegios.
Cuando regresaba de la calle, se quitaba los zapatos, el saco, y yo la esperaba. A veces en el respaldo de una silla, a veces doblado sobre la cama, muchas veces colgado de la manija del ropero. Siempre ahí. Y ella, sin pensarlo siquiera, venía a mí, como quien busca un refugio, como quien necesita una pausa.
Conmigo tejía. Recuerdo sus manos, veloces y firmes, creando vida con lana. Conmigo cocinaba y a veces quedaba impregnado de ese olor a ajo frito, a guiso casero, a sopa con papa amarilla. Olor a casa.
Conmigo regaba sus plantas, hablaba con sus helechos, acariciaba las hojas como si fueran nietos.
Conmigo cantaba, junto a ese hijo que siempre que la visitaba sacaba la guitarra y la seguía como quien acompaña a un ruiseñor. A veces desafinaban, se reían, repetían estrofas. Yo escuchaba todo desde muy cerca, abrazando su pecho.
Conmigo hablaba por teléfono. Sí, el fijo de la casa. De esos con cable enroscado. Pasaba horas con su hija que vive lejos. Le contaba cosas simples, del clima, de la comida, de los nietos. Y yo ahí, como una segunda piel, escuchando sin entender del todo, pero sintiendo el tono suave de una madre que extraña.
La tele siempre estaba encendida en su cuarto. No importaba lo que dieran. A veces ni la miraba. Solo era su compañía. Se sentaba en su sillón, con las piernas cruzadas, la mirada tranquila mientras yo la rodeaba con mi tibieza. Y si se quedaba dormida, yo la arropaba sin hacer preguntas.
Durante más de treinta años fui testigo de su vida chiquita y enorme. De sus silencios. De su alegría. De su cansancio al final del día. De su forma de amar, callada, constante, sin aspavientos. Como se ama de verdad.
Hasta que un día, simplemente, no volvió a ponérseme.
Primero pensé que era por el calor. Luego por una gripe. Pero los días pasaban y yo seguía colgado, en el mismo gancho de siempre. Observando desde el closet cómo el cuarto empezaba a perder su aroma. Cómo las plantas de la casa quedaban con tierra seca. Cómo el teléfono ya no sonaba con su voz.
Hasta que escuché el llanto. No de ella. De él. El mismo que la acompañaba en las canciones, el de la guitarra. Lloraba bajito, como si el mundo se le hubiera quebrado. Y supe que Alicia se había ido.
Desde entonces, llevo casi tres años sin tocar su piel. Sigo colgado, quieto, en el fondo del closet. Nadie me mueve. A veces, cuando alguien abre el ropero para buscar algo, entra un poco de luz y me da por creer que vendrá. Que dirá: “ay, mi chaleco, mi preferido”. Pero no. Solo se asoma la mano de alguien, saca algo, y cierra otra vez.
A veces, en esos segundos de luz, alcanzo a ver la cama tendida, las plantas tristes, el sillón con un cojín hundido que ya nadie acomoda.
Y pienso en ella. En su risa que retumbaba bajito, como campana vieja. En sus canciones. En su forma de hablarle a las cosas, como si tuvieran alma.
Extraño el calor de su cuerpo. El peso de su vida diaria. El perfume a colonia y cebolla frita. Extraño sus días comunes. Extraño ser parte de su rutina. Porque nadie te prepara para dejar de ser útil. Nadie te advierte que un día solo serás un pedazo de tela guardado, lleno de memoria.
Pero no me quejo. Fui feliz. Fui elegido. Fui el chaleco de una mujer buena, una madre amorosa, una artista de lo sencillo. Y eso basta.
Si pudiera pedir algo, solo sería volver a abrazarla una vez más. Sentir cómo me ajusta, cómo me acomoda el cuello, cómo dice “ahora sí” mientras enciende la hornilla o canta bajito un vals.
Pero los chalecos no piden. Solo esperan.
Y yo, mientras espero, les cuento esto.
Porque tal vez alguien abra el closet un día, me saque, me huela, me abrace fuerte y diga: “Este era de mamá. Este olía a ella.”
Y entonces, por un instante, volveré a estar vivo.
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