Cada 13 de julio, once menos diez de la mañana, ella pedía lo mismo: un latte con vainilla, dos sobres de edulcorante y una servilleta doblada por la mitad. No antes, no después. A esa hora exacta, como si dentro de ella viviera un reloj suizo imperturbable por el caos del mundo.
Yo me sentaba dos mesas más allá, cerca de la ventana empañada por la niebla y el aroma de las tazas y la nostalgia. Fingía leer algún libro de esos que uno compra más por el título que por convicción: algo de Vallejo o alguna reedición de Benedetti. El punto era tener algo entre las manos mientras el corazón latía como si fuera el primer día.
La conocí un trece de julio cualquiera. El de 2008, para ser exactos. El clima era el típico gris de la capital, con llovizna cobarde y cielo oscuro. Entré al café huyendo de ambos y la vi. Cabello suelto, ojos caramelo, una libreta abierta y los codos sobre la mesa como quien defiende su espacio de seres externos. Le sonreí por reflejo. Ella no me devolvió el gesto. Pero me ofreció asiento sin decir palabra, como si ya supiera que venía para quedarme.
Hablamos durante cinco horas. De todo. De nada. De sus ganas de escribir cuentos que empezaran por el final. De mi trabajo rutinario de visitar médicos para una farmacéutica transnacional. De su gata que se llamaba Menta, de mis padres, de los suyos y de los trenes que no tomamos cuando era tiempo. Pedimos sándwiches, dos cafés más y una copa de vino que llegó con el atrevimiento de los que creen que la vida se puede embriagar en una tarde.
Cuando el sol se marchó, lo supe. Ella era una de esas personas que uno encuentra solo una vez. Como un eclipse que no te avisa y te deja mirando al cielo mucho tiempo después.
—Volvamos a vernos —le dije, inseguro.
—¿Cuándo?
—El próximo 13 de julio. Aquí mismo. Y así lo hicimos.
Durante los años siguientes, el café miraflorino de la esquina se convirtió en nuestro ritual sin nombre. Sin llamadas, sin mensajes, sin “te extraño”. Solo esa cita silenciosa, cada 13 de julio. A veces llegaba primero yo, a veces ella. A veces ambos al mismo tiempo, como si el tiempo hiciera un guiño.
No siempre era fácil. Hubo años en los que llegaba tomada de la mano de alguien más. Un arquitecto que le hablaba de edificios con forma de olas. Un chileno que decía “cachai” y le regalaba libros con dedicatorias cursis. Otras veces venía sola, con los ojos tristes, como si llevara el alma en una mochila. Yo estaba ahí, siempre. Con mi mismo café, con el mismo deseo de que se quedara más tiempo.
En 2015 pasó algo diferente. Llegó sin maquillaje, sin pareja, sin historias que contar. Se sentó en mi mesa. Me miró como si de pronto viera lo que siempre estuvo ahí.
—¿Y tú? ¿Tú por qué vienes cada año? —Porque tú vienes. —¿No te cansas? —Sí. Pero me gusta cansarme de ti.
Sonrió. Esa risa. Como abrigo en una tarde fría.
Hablamos más que nunca. Me contó de su miedo a envejecer sin haber amado de verdad. Yo le dije que la estaba amando sin que se diera cuenta. Me miró largo rato. Rozó mi mano. Y me besó la mejilla.
—Si las cosas fueran distintas —susurró—, yo me quedaría. Pero nunca se quedaba.
La siguiente vez, 2016, no apareció. Ni en 2017. Me inventé excusas para calmarme: que viajó, que olvidó, que se enamoró, que perdió bus. Volví cada año igual. Con la fe absurda de los que esperan cartas en buzones vacíos.
Este año volví a sentarme. Pedí dos cafés. Doblé la servilleta por la mitad, como a ella le gustaba. Afuera llueve con la misma timidez de aquel primer día. Y yo, viejo ya, con mas kilos, menos pelo y más silencios, sigo creyendo que quizás hoy sí entre por la puerta.
Quizás. Porque el amor, cuando es de verdad, no se mide por cuántos días compartes, sino por cuántas veces no puedes dejar de esperarlo.
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