Amor eterno.

Amor eterno.

Axtenians

06/05/2025

Amor eterno.

En la habitación 404, el tiempo parecía suspenderse entre el pitido intermitente de las máquinas y el murmullo de pasos apresurados en el pasillo. Afuera, la ciudad seguía con su ritmo indiferente, pero dentro de esas cuatro paredes, la vida se aferraba a cada respiro.

Juan sostenía la mano de su madre con una fuerza que intentaba disimular su miedo. Nunca habían sido de muchas palabras, pero ese martes en la tarde, entre susurros y silencios, se dijeron más que en toda una vida. Aquella mujer de 59 años, de piel canela y cabello crespo, de canas pronunciadas y de gran sonrisa, le apretó los dedos con la poca fuerza que le quedaba; luego de aquella larga conversación, no hacía falta nada más.

Las paredes de la gran clínica blanca, cómplices de historias que pocos recuerdan, permanecían en silencio. No juzgaban, no opinaban. Solo atestiguaban el amor en su forma más pura, la que se expresa cuando todo lo demás deja de importar. Esas paredes que han escuchado las oraciones más honestas que las iglesias, han visto más besos sinceros que besos en el aeropuerto. Han sido testigos de despedidas sin palabras, de manos que se aferran como si pudieran detener el tiempo, de lágrimas que no piden permiso para caer. Allí, en la quietud de la habitación 404, la vida y la muerte se estrechaban la mano, mientras el amor, en su forma más desnuda y verdadera, llenaba cada rincón con su silenciosa eternidad.

Los exámenes médicos llegaban como lista de mercado, las visitas insulsas no paraban de arribar, y la sensación de impotencia invadía cada rincón de la habitación. Afuera, el mundo seguía girando, ignorante de la fragilidad que pudiera sentir esta familia. En ese cuarto, los orgullos se desmoronaban, las palabras se volvían innecesarias y los silencios decían más que cualquier discurso, hilos invisibles que ni el tiempo ni la distancia pueden romper. Es el lazo tejido en el vientre, anudado con los latidos de dos corazones que, aunque separados, siguen latiendo al mismo ritmo. Ahora solo los “te amo”, “te quiero” que antes parecían innecesarios parecen pocos en la beligerante línea del tiempo. Juan comprendió que todo tenía un sentido y mirando la nada frente a la ventana del cuarto dejó caer algunas lágrimas que recorrían su rostro como pequeños barcos de papel llevándose con ellas secretos, nostalgias y despedidas como versos de poemas escritos por Jairo Aníbal Niño, mientras su madre cerraba los ojos por un instante, que el tiempo no se mide en años, sino en los momentos que nos atrevemos a vivir de verdad.

Mientras el reloj continúa su imparable carrera contra el número 12, marcaban las 2:30 p.m. de aquel domingo. En medio de conversaciones familiares, la puerta del cuarto se abre y un doctor, de esos que visten con batas azules, reúne a la familia al borde de la cama. La madre de Juan permanecía bajo los efectos narcóticos de los sedantes y, de manera fría y calculadora, pero con una voz amable y resonante como las olas del océano, les dice a los impacientes miembros de esta descarada reunión que no encuentran causas aparentes para la situación de aquella mujer adormecida en la cama.

—El paso a seguir, luego de los exámenes, es realizar una cirugía en la cabeza para hallar la raíz de este problema. Programaremos el procedimiento para mañana lunes en horas de la mañana y les estaremos informando las novedades.

La familia, consternada, desata su voz en llanto, y los hilarantes sonidos producidos por el dolor, para el cual las palabras quedan cortas, despiertan a quien hasta ahora era inocente de su futuro próximo y dormitaba en la cama. De repente, la voz de una madre consoladora pregunta con temor, pero con firmeza:

—¿Qué es lo que pasa, pues? ¿Qué es esa bulla que no me deja dormir? Sea lo que sea que les esté pasando, me cuentan, pero ya, si no, me voy para mi casa. —

Aquel despertar provocaría un cambio inesperado en el ánimo, que pasaría del llanto a la risa, como si todo lo vivido hasta ese momento no fuera más que una pesadilla tejida con la pluma magistral de Gabriel García Márquez. Como si cada lágrima derramada hubiera sido apenas tinta en un relato de realismo mágico, donde el destino juega con la fragilidad humana y la frontera entre el sufrimiento y la alegría se desvanece en un solo parpadeo.

La fortaleza invade a la hija menor de la familia. Una mujer de 31 años, de cabello negro y figura estilizada, con caderas enriquecidas por su herencia negra. Su voz, quebrada por el dolor, intenta sostenerse mientras con paciente amor le explica a su madre las noticias que, en ese momento, eran la causa de aquel sufrimiento inexplicable.

Madre mía. Así se refería ella a la reina y cómplice de su mundo, a la guardiana de sus secretos de adulta, a su refugio y confidente. Su amor eterno. A ella, quien merecía las más románticas canciones, interpretadas con la fuerza de su voz.

—Madre mía —susurró con el alma hecha nudos—, el doctor dice que no encuentra la raíz de este derrame, a pesar de los exámenes realizados, todo parece estar bien. Pero el sangrado pequeño en tu cabeza, ese que te ha robado movilidad, debe detenerse. Por eso es necesario un procedimiento… algo complicado… en la cabeza.

Fanny Ofelia sonaba como el eco de un arrullo antiguo, como el nombre de un poema tejido con hilos de luna y susurros de mar. Fanny, luminosa como el amanecer que disipa la niebla en los campos dormidos, y Ofelia, etérea y nostálgica, como un verso olvidado en las páginas de un libro empolvado. Miró a su alrededor, encontró los rostros abatidos de su familia y, con una serenidad que contrastaba con la angustia del momento, tomó la vocería.

—Tranquilos, ya lo peor pasó —dijo con esa dulzura firme que solo una madre puede conjurar— Estoy de acuerdo con lo que el médico determine. Que haga el procedimiento que tenga que hacer, pero no quiero verlos preocupados. Vayan a descansar, y de paso me traen los cigarrillos y la candela roja que dejé en el comedor…

Sus palabras flotaron en el aire como un eco extraño, como si provinieran de una conciencia desgastada por la ansiedad, pero también de un instinto inquebrantable de calma. Una contradicción entre la serenidad de quien busca apaciguar a los suyos y la desesperación silenciosa de quien sabe que el destino es un hilo frágil a punto de romperse.

Uno a uno, fueron saliendo del cuarto. Todos, excepto él. Su compañero de vida. Aquel hombre que el tiempo había marcado con pinceladas de blanco en su cabello, como si cada cana guardara la memoria de una batalla librada. Sus brazos, curtidos por años de sol y trabajo, eran el testimonio de una vida de esfuerzo. Y sus ojos, negros y profundos, aún vivos pero pesados por la incertidumbre, se quedaron ahí, contemplando en silencio a la mujer que había sido su hogar.

Dentro de ese cuarto quedaría cautiva la memoria de aquella conversación, un testimonio invisible que solo dos almas podían entender. Nadie jamás sabría qué palabras se habían susurrado en la intimidad de quienes, durante 40 años, habían compartido alegrías, batallas y silencios. Tal vez se ofrecieron promesas sin voz, tal vez compartieron miedos que nunca antes se habían atrevido a nombrar. O quizá, en ese instante, no hicieron falta las palabras, porque la mirada de uno completaba la frase del otro; esos detalles no los sabrá nadie.

Afuera, en el pasillo, la incertidumbre y las lágrimas se entrelazaban en un vaivén de emociones. Juan y sus dos hermanos, intentaban hablar, pero sus palabras carecían de sentido, naufragaban en recuerdos dispersos y suposiciones inciertas. Sus voces temblaban entre preguntas sin respuesta y consuelos a medias, aferrándose a frases inconclusas, a promesas de fe, a la esperanza frágil de que todo aquello no fuera más que una pesadilla pasajera.

Pero en medio de ese torbellino de angustia, quedaba algo intacto, la piel desnuda de los sentimientos más sinceros, la vulnerabilidad compartida entre hermanos unidos por la misma sangre, esa que había sido testigo de sus alegrías, de sus tristezas y de la sabiduría que solo la vida en familia puede otorgar. No era en vano recordar cada instante vivido con aquella mujer que, ahora, reposaba en esa pálida habitación, mientras en sus corazones latía la certeza de que su amor trascendía cualquier incertidumbre.

La hora del final de las visitas se acercaba, y con ella, la tensión crecía en el aire. Todos permanecían en vilo, aferrándose a los últimos instantes junto a ella, como si el tiempo pudiera estirarse un poco más. Juan bajó al primer piso, donde las tías, aguardaban con impaciencia, ansiosas por despedirse de aquel ser que, para ellas, representaba la alegría de la casa, el alma vibrante que iluminaba cada rincón con su risa inconfundible.

Ella siempre había sido distinta, la rebelde que el mundo había moldeado a su manera, la que desafiaba lo establecido sin miedo a las consecuencias. Su espíritu libre y su carácter indomable la convirtieron en una fuerza imposible de ignorar, una mujer que vivió sin ataduras, amando con intensidad y enfrentando la vida con la misma pasión con la que se entregaba a cada instante. Porque, al final, como en la canción de Jeanette, «porque nadie me ha tratado con amor, porque nadie me ha querido nunca oír, porque nadie me ha querido nunca ver, yo soy rebelde porque el mundo me ha hizo así».

Y aunque su temperamento fuerte la hacía parecer inquebrantable, en la familia todos sabían que, en el fondo, era un alma dulce, generosa y protectora, capaz de darlo todo por los suyos. Juan, sintiendo el peso de la noche y el cansancio reflejado en los ojos de su esposa y su hijo, se acercó a ellos con suavidad, consciente de que el día siguiente traería consigo momentos difíciles.

La hermana de Juan, lo tomó de las manos y lo abrazó en el primer piso de la clínica blanca. —Váyanse para la casa —les dijo en voz baja, con esa calma forzada que intenta ocultar la tormenta interna—. Descansen, mañana será un día largo, esperemos que todo salga bien.

La esposa de Juan lo miró con preocupación, él quería quedarse, pero entendía que no se podía hacer nada más.

Juan necesitaba espacio, en su corazón añoraba estar junto a su madre en esas horas previas a lo desconocido. Pero como las tragicomedias no son finitas, y por maldición o azar, pensaba que al día siguiente debía ir a cumplir con su horario laboral.

Cuando la puerta del hospital se cerró tras ellos, un silencio espeso lo envolvió. Afuera, la noche seguía su curso, indiferente a la angustia que se acumulaba en su pecho. Adentro, el tic-tac del reloj se hacía insoportable, cada minuto arrastraba consigo la ansiedad de la espera, la inquietante calma antes de una cirugía, ese instante en el que el tiempo parece sostener la respiración, al borde de lo inevitable.

Al día siguiente, luego de esa la fatiga de una noche interminable, tan larga como la eternidad del silencio, sonó la alarma del despertador a eso de las 4:00 a.m. La angustia se apoderaba de Juan. El cansancio se dibujaba en su rostro, y las ojeras profundas delataban “aquella puta noche de perros” que había pasado. Se movía en modo automático, como si su cuerpo y su mente estuvieran desconectados; sus acciones no seguían el ritmo de sus pensamientos, y su desconcentración era evidente.

Comenzó su día con la rutina de siempre, un saludo a su esposa, un instante de fe al persignarse frente a la imagen de Cristo resucitado en la sala, tomó su toalla y abrió la ducha. Se vistió con una de sus camisetas habituales, se calzó aquellos tenis gastados pero cómodos, los mismos con los que trabajaba en esa época. Empacó el almuerzo con mecánica precisión, guardó su computador en la maleta negra que lo acompañaba a diario y esperó a que el agua hirviera para servirse su café amargo. Pero en medio de esa rutina fulgurante, no pronunció palabra. Su mente divagaba, atrapada en los recuerdos que ahora dolían más que nunca.

Cada sorbo de café lo transportaba a momentos irremplazables, su madre cuidándolo con ternura cuando caía enfermo, las entregas de calificaciones en el colegio, las largas conversaciones por celular cuando encontraba un respiro entre clases. Pero, sobre todo, recordaba aquellas carcajadas cuando, de vez en cuando, escapaba de su vida de casado, solo para hacerle cosquillas mientras ella veía televisión, entre regaños fingidos y risas sinceras.

Cuando llegó el momento de salir, Juan subió al carro sin ganas de manejar. Esta vez, su esposa tomó el volante, sin necesidad de decir nada. Eligió la ruta por la avenida Las Palmas, esa carretera serena que, a esas horas de la mañana, era la opción más segura y menos congestionada para descender hacia el municipio de Envigado. Mientras avanzaban, Juan miraba por la ventana, pero no veía el paisaje; su mente seguía en otro lugar, en otro tiempo, aferrada a la imagen de su madre y a la incertidumbre de lo que estaba por venir.

Al llegar al destino, besó a su esposa con un beso tan simple que sintió que su amor no valía un solo suspiro. Su hijo lo abrazó antes de marcharse, sin decir mucho, porque las palabras parecían inservibles en medio de tanta incertidumbre.

En el colegio, Juan se movía como un espectro, atrapado en una vigilia sin descanso. Respondía por inercia, con la mirada perdida y la voz apagada. Su clase carecía de entusiasmo, de dirección, de alma. Los estudiantes, ajenos a la tormenta que lo consumía, pagaban sin saberlo, el precio de su desgano y su mal humor.

En su mente, las culpas rebotaban como pelotas de goma lanzadas con la fuerza de un meteorito, chocando contra cada rincón de su conciencia sin darle tregua. La impotencia lo carcomía, el deseo de escapar lo sofocaba. No quería estar allí. No quería seguir la rutina como si nada pasara. Solo anhelaba una cosa, salir corriendo, llegar al lado de su madre y abrazarla con la esperanza de que su calor aún pudiera darle consuelo.

Él conocía la hora del procedimiento y, a medida que el momento se acercaba, su mente se alejaba cada vez más de su realidad, como si flotara en un limbo donde el tiempo avanzaba sin él. Pero no pasaba nada. Ni una llamada, ni un mensaje de texto. Solo ese maldito silencio, más atronador que el bullicio del colegio, que, por primera vez, no lograba perturbarlo en lo más mínimo.

Sus compañeros lo observaban desde la distancia, sentado en aquella silla de tapiz naranja, con la mirada fija en un punto inexistente. Nadie se atrevía a romper la quietud que lo envolvía. Todos esperaban. Tal vez una señal, una noticia, una palabra que terminara con esa larga e insoportable espera.

Pero nada pasó. El reloj marcó las 3:00 p.m. y Juan salió del colegio sin despedirse, sin levantar la mirada del suelo, arrastrando los pasos como si el peso de la incertidumbre le impidiera avanzar. En su corazón se aferraba a la esperanza de encontrar buenas noticias al regresar, de que su madre estuviera bien, de que todo esto fuera solo un mal capítulo en una historia con un final más amable.

Sin embargo, la duda le apretaba el pecho como un nudo imposible de desatar. Su mente era un campo de batalla donde los pensamientos se enfrentaban en la más épica de las luchas. Preguntas sin respuestas contra un ejército de estúpidos «¿y si…?», con escenarios sombríos atacándolo como los griegos sitiando Troya.

Su esposa llegó a recogerlo en el mismo parque de siempre, pero esta vez Juan no era el mismo. Su mente seguía en blanco, atrapada en un torbellino de pensamientos dispersos, pero su cuerpo, traicionado por la realidad, finalmente cedió. Lloró. No con el desconsuelo de quien se rinde, sino con la firmeza de un guerrero que, aun de pie, deja que sus heridas hablen por él.

Las lágrimas caían pesadas, como si cada una llevara el peso de todo lo que no podía decir en voz alta. Pero Juan las despreciaba. No las veía como alivio, sino como una rendición silenciosa, como si cada gota fuese una grieta en la coraza que había construido con los años. Recordó entonces a Hemingway y su frase: «El mundo rompe a todos, y después, muchos son fuertes en los lugares rotos» Pero él no quería ser fuerte en su ruptura. No quería que su dolor se convirtiera en un testimonio de resistencia. Quería, por primera vez en su vida, que aquellas lágrimas significaran algo más que debilidad, que fueran la única verdad que aún le quedaba en medio de tanto vacío.

De un modo casi temerario, la familia de Juan tomó la Vía Regional con la urgencia de quien corre contra el destino. La última hora de visitas en el hospital se acercaba, y la ansiedad les pesaba en el pecho. Pero, como suele suceder en esta selva de concreto, la ciudad estaba colapsada. El tráfico se convertía en una bestia inmóvil, indiferente a su prisa.

Juan, con el teléfono en mano y el corazón en la garganta, marcaba una y otra vez a su hermana, a su hermano, a su padre. Buscaba respuestas, necesitaba algo a que aferrarse. Finalmente, su hermana contestó. Su voz, aunque serena, no lograba disipar su angustia. El procedimiento había terminado, mamá seguía sedada, y ahora solo quedaba esperar.

Cuando por fin llegaron a aquel edificio de paredes blancas que se alzaba imponente en el centro de la ciudad, Juan corrió a tomar el primer turno para entrar. Pero antes de poder hacerlo, el aire se hizo espeso, irrespirable. En el pasillo, antes del ascensor, su familia lo esperaba destrozada en llanto.

Un frío indescriptible le trepó por la espalda y se aferró a su estómago como un puño helado. Sus piernas temblaron y su voz se quedó atrapada en su pecho. A lo lejos, su hermano lo miró. Los puños apretados, la sangre hirviendo de rabia y el miedo infantil de quien se sabe indefenso. Dio un paso al frente y, con la voz quebrada, intentó explicarle lo inexplicable, el diagnóstico no era bueno.

El hermano de Juan intentaba contarle lo que había dicho el médico, pero sus palabras eran insuficientes, vagas, como un eco distorsionado de algo que Juan necesitaba escuchar con claridad. La incertidumbre lo consumía. Sin decir más, se dirigió al ascensor, presionó el botón con impaciencia y, cuando las puertas finalmente se abrieron, subió directo al cuarto piso. Al salir, su mirada recorrió el pasillo con urgencia. Se acercó al mostrador de enfermería y, con la voz tensa, preguntó por el médico que había realizado el procedimiento. Necesitaba respuestas, sin filtros, sin rodeos.

Al fondo del pasillo del cuarto piso, sentado con la serenidad de quien carga sobre sus hombros el peso de tantas vidas, se encontraba aquel cirujano, el guardián quirúrgico de la salud. Su bata aún conservaba rastros del agotamiento de la jornada, y en su mirada se dibujaba la sombra de noticias que jamás resultan fáciles de dar.

El médico, con la serenidad pulida por años de práctica, habló con voz neutra, sin prisas ni titubeos. Sus palabras, medidas y precisas, eran el filo de un bisturí cortando la esperanza en dos.

—El diagnóstico es un glioblastoma multiforme, un tumor cerebral agresivo. Es una neoplasia de rápido crecimiento que invade el tejido cerebral sano sin margen definido, lo que dificulta su extracción total. El tratamiento busca prolongar la calidad de vida, pero… —hizo una pausa breve, como si en ese instante su voz también cargara con el peso de la tragedia— la enfermedad suele ser resistente.

Juan no escuchó más. La palabra cáncer rebotaba en su mente como una bomba sin estallar, como un parásito devorando sus pensamientos con gran velocidad. Cáncer. Un intruso despiadado, un incendio que no se apaga, una sombra que consume desde adentro, robando rostros, nombres y memorias. Un maldito huésped indeseado que se instala sin permiso y arranca la vida con la precisión de un verdugo.

Sintió la sangre hervirle en las venas, el pulso desbocado y los nudillos tensándose como cables a punto de romperse. No pudo contenerlo más.

—¡Hijueputa! ¡Maldita sea! —gritó, golpeando con el puño la pared helada del pasillo. Su voz retumbó en la frialdad aséptica del hospital, rompiendo el silencio incómodo de quienes lo rodeaban. Un enfermero volteó la mirada. Un paciente en silla de ruedas detuvo su conversación. Pero a Juan no le importaba. El dolor le estallaba en el pecho como dinamita y, por un instante, no hubo consuelo, solo rabia pura, cruda e insoportable.

Su alma, frágil y desnuda, quedó expuesta ante un mundo que seguía girando sin piedad. Juan solo anhelaba que el destino se apiadara de su dolor, que la implacable dama vestida de negro, jueza de ricos y pobres, le tendiera la mano y lo arrancara de su sufrimiento de una vez por todas. Nada importaba ya, ni lo que había construido, ni los caminos recorridos, ni los recuerdos de amor o tranquilidad. Solo quedaba un abismo insondable de impotencia, un vacío que devoraba cualquier rastro de esperanza.

El sinfín de preguntas lo golpeaba como un vendaval implacable, ¿Qué pasos seguir? ¿Cuál era el procedimiento más adecuado? ¿Quién podría cuidar de ella cuando no hubiera nadie en casa? Pero más que las dudas, lo herían las palabras de su madre, aquellas que tantas veces había repetido con firmeza, “No quiero quedar jamás postrada en una cama o ser una carga para nadie” “Prefiero morirme antes de verme en esas o a ustedes pendientes de mí”

Juan apretó los puños hasta que sus uñas se hundieron en la piel. ¡Qué cruel era Dios! ¿Acaso no entendía que él no pedía otra cosa que un poco más de tiempo? ¡Solo un poco más! Pero no, su madre había sido escuchada en su egoísta deseo de no causar molestias, mientras que sus súplicas quedaban sepultadas en el olvido.

Miró el reloj en la pared, odiando cada segundo que pasaba, maldiciendo el tiempo por avanzar con la indiferencia de quien no entiende el dolor. Si el tiempo podía detenerse en los momentos felices, ¿Por qué ahora no hacía lo mismo? ¿Por qué se empecinaba en arrastrarlo sin piedad hacia lo inevitable?

El tiempo de estar en el hospital había terminado, y como si la suerte huyera siempre de los valientes, Juan se vio obligado a dar la espalda a aquello que más temía, dejar a su madre sola en aquel aposento blanco, frío y desalmado, que había sido su refugio durante la última semana.

Sus pasos eran torpes, arrastrados, como los de un condenado que marcha sin resistencia hacia su destino. Su piel había perdido color, su mirada se hundía en la nada, su cuerpo entero se movía con la rigidez de un no vivo, pero el dolor que lo carcomía por dentro lo mantenía en pie. Cuando llegó junto a la cama, se arrodilló sin pensarlo, dejando que su frente se hundiera entre las manos de su madre, buscando en ellas un poco del calor que aún quedaba en su piel.

Las lágrimas cayeron sin permiso, empapando los dedos inmóviles de ella. No importaba cuánto intentara retenerlas, se filtraban como agua entre las grietas de su alma rota. Y, sin embargo, lo peor no era el llanto, ni siquiera la despedida. Lo peor era el peso invisible de su ausencia, una cadena infinita que lo ataba a ella y lo arrastraba sin tregua hacia el mismo abismo del Hades, como si su alma se negara a separarse de la única persona que siempre lo había amado sin condiciones.

La esposa de Juan lo esperaba afuera, con el alma hecha un nudo y el corazón desbordado de amor y angustia. Sabía que no había palabras que pudieran aliviar el dolor que él sentía, pero allí estaba, firme como un faro en medio de la tormenta, sosteniéndolo con su sola presencia. Su rostro reflejaba la impotencia de ver sufrir al hombre que amaba con todas sus fuerzas, y aunque en su interior se rompía en mil pedazos, no permitiría que la desesperanza lo venciera.

Dentro de ese cuarto quedaba no solo la madre de su esposo, sino también una mujer que la había acogido con un amor genuino, a pesar de su temperamento fuerte y su carácter indomable. Le había abierto las puertas de su hogar con alegría, la había llamado «hija» con orgullo y había celebrado cada uno de sus logros como si fueran propios. Para ella, perderla era despedirse de una segunda madre, de una figura que, aunque firme en sus palabras y juicios, siempre había tenido un lugar especial en su corazón.

Y ahora, en ese pasillo de hospital impregnado de dolor, ella no solo era la esposa de Juan. Era su refugio, su pilar, la única conexión de amor y cordura que podía sostenerlo antes de que el abismo del duelo lo devorara por completo.

La familia entera descendió al primer piso de la clínica, arrastrando consigo un peso que parecía imposible de cargar. Las mejillas humedecidas por lágrimas salinas eran el reflejo de un dolor insondable, y sus rostros, desdibujados, parecían almas pálidas errantes en una estepa solitaria. En medio del desconsuelo, solo encontraban un resquicio de alivio en los abrazos temblorosos de los suyos.

Uno a uno comenzaron a partir, dejando tras de sí un vacío que ni siquiera el eco de sus pisadas podía llenar.

Juan y su familia subieron al vehículo sin cruzar una sola palabra. El silencio se volvió un segundo duelo, pesado, sofocante, ni siquiera su pequeño hijo rompió la quietud con una pregunta o un murmullo. En la radio, aquella emisora cuya bandera era el amor, sonaba con una ironía cruel. La voz del icónico locutor pronunciaba su conocida oración, un homenaje involuntario al vacío que ahora lo habitaba. Hablaba de la felicidad de haber conocido el amor, de valorar a quienes nos rodean, de agradecer a Dios por el milagro de la vida. Pero Juan ya no podía agradecerle nada. El nudo en su garganta se rompió, y un llanto amargo, casi engañoso, se desató en su pecho. No era un llanto de alivio, ni de despedida, sino el lamento de quien aún no comprende el peso total de su pérdida.

Al llegar a casa, dejó caer su maleta en la sala como si con ello pudiera descargar el peso de su propia existencia. Pidió algo frío de beber, intentando aplacar la fiebre de su angustia, y sacó su computadora portátil. No tenía opción. La vida seguía. Se conectó a su clase, aquella responsabilidad que llevaba meses cumpliendo. Pero algo en él cambió en cuanto sus estudiantes llenaron la pantalla. Su energía se transformó, la inercia de la rutina lo poseyó y, por un instante, el dolor quedó suspendido. Entre lecciones y comentarios, algunas sonrisas se escaparon de su rostro, pequeñas grietas en la máscara que había decidido ponerse. Las bromas, como píldoras de olvido, disfrazaban el duelo.

Como escribiría Esteban Navajas: “El alma se acostumbra a la pena como el cuerpo a la fatiga, pero hay días en que todo duele y no hay tregua posible.”

El reloj marcaba las 7:00 p.m. En el otro cuarto, el intro de las noticias de Caracol sonaba como cualquier otra noche, como si el mundo no estuviera a punto de desmoronarse.

En medio de la clase, su celular comenzó a vibrar. Uno. Dos. Tres veces. Un mal presentimiento le heló la sangre. Con manos temblorosas, detuvo la clase, apagó el micrófono de la videollamada y respondió.

Al otro lado de la línea, esa voz que por años lo había amado, aconsejado y educado, sonaba irreconocible. Su padre, aquel hombre de cabellos blancos como la nieve, se escuchaba destruido. Entre gritos ahogados de impotencia, solo pudo repetir.

—Ay, la mamá, Juan… la mamá se nos fue… mi negra, Juan… nos dejó… véngase, mijo, pero rápido.

La llamada se cortó. El silencio fue el estruendo más feroz que jamás había escuchado.

Este no sería el final de la historia. Era el final de una etapa en la que la felicidad tenía un nombre, un rostro, un par de manos cálidas que ahora se esfumaban. «La muerte de una madre es el primer dolor que se llora sin ella.» Escribiría Petit-Senn.

Estas palabras calarían en la mente de Juan como un hierro candente, dejándole una marca imborrable en el alma. Como si el universo se burlara de su desgracia, las había leído minutos antes con sus estudiantes, sin imaginar que pronto las viviría en carne propia.

Se puso de pie y caminó tambaleante hacia la sala, donde su esposa lo esperaba con los ojos llenos de incertidumbre. Se detuvo en el marco de la puerta, apoyó las manos sobre la madera fría, tratando de sostenerse en algo más sólido que su propia existencia.

El peso de la realidad lo aplastaba, pero aún mantenía la compostura. Tenía que hacerlo. Tragó saliva, respiró hondo y con una voz extrañamente serena se disculpó con sus estudiantes. Cerró la clase con una frase robótica, desprovista de emoción, como si su cuerpo siguiera funcionando por inercia mientras su mente se fragmentaba.

—Se fue… —murmuró. Y con esas dos palabras, se quebró.

El aire se volvió denso, como si el dolor hubiese llenado cada rincón de la casa. Sus piernas fallaron, lo dejaron caer como un niño derrotado, como un hombre al que le arrancaron el alma de golpe. El llanto que había contenido durante toda la tarde se desató con la furia de un río desbordado.

Gritó. Maldijo. Golpeó el suelo con los puños hasta que sus nudillos ardieron. Su pecho subía y bajaba en espasmos incontrolables, como si su corazón intentara escapar de su cuerpo para correr tras su madre.

Su esposa se arrodilló junto a él, lo abrazó con todas sus fuerzas, pero ¿Cómo se sostiene a alguien que se está desmoronando?

La casa, antes un refugio, ahora se sentía vacía, ajena, como si también hubiera perdido su esencia con aquella llamada. La muerte lo había arrancado de su eje, lo había despojado de su madre y, con ella, de una parte, de sí mismo.

Y allí quedó Juan, hecho un mar de lágrimas, hundido en un océano de dolor del que no sabía si algún día podría salir.

Postró las rodillas en el suelo y como un infante descontrolado lloró con la ira que invadía su cuerpo, sintió por primera vez la soledad, aplastó su cuerpo junto al mueble y de repente, la puerta se abrió, el portal de la puerta era atravesado, la suegra de Juan era una mujer dulce de 59 años, de tez morena y con la serenidad de quien ha caminado por la vida sin prisas, aceptando cada estación con la sabiduría que solo los años pueden otorgar. Su mirada reflejaba la paz de quien ha aprendido a abrazar tanto las alegrías como las tormentas, y su voz, pausada y suave, tenía el poder de calmar hasta el alma más inquieta.

A pesar de que la fibromialgia a veces intentaba arrebatarle el ánimo con punzadas de dolor, ella se mantenía en pie, agradecida con la vida, viendo cada amanecer como un regalo y cada pequeño gesto de amor como un motivo para sonreír. Daba gracias a Dios por todo, pero en especial por Juan. Sabía que él era un buen hombre, que amaba a su esposa con devoción y que, aunque era su apoyo incondicional, él mismo necesitaba sostenerse en alguien. Y allí estaba ella, no solo como la madre de su esposa, sino como un pilar firme, una presencia cálida que siempre supo guardar sus secretos, entender sus silencios y ser cómplice de sus batallas.

Con él compartía una complicidad silenciosa, tejida con miradas copiadas como en un espejo y pequeños actos de lealtad. Si Juan necesitaba un respiro, ella lo notaba antes de que pudiera decir una palabra. Si en algún momento flaqueaba, ella estaba allí para recordarle que no estaba solo. Conocía su dolor sin necesidad de preguntarle y, en su manera discreta y amorosa, lo envolvía con su calma, como quien cuida de un hijo sin hacerlo sentir frágil.

Porque, aunque la vida la había dotado de dulzura, también le había dado la fortaleza de una mujer que ha amado y ha sido amada, que ha sufrido y ha sanado, y que, por encima de todo, sabe que el amor es el único refugio en las tempestades.

Juan lloró en su regazo como si no existiera un mañana, como si el dolor pudiera arrastrarlo consigo y despojarlo de todo aliento. Cuando logró recomponerse, se vistió sin ganas, como quien se prepara para un destino inevitable, una cita fatídica con la dama de negro, que no tiene piedad ni se detiene ante súplicas. Con voz apagada, le pidió a su esposa que se organizara. Esta vez, su suegra cuidaría de su hijo, protegiéndolo de aquel trago amargo que la vida servía sin piedad.

Regresaron a la gran clínica blanca. Al llegar a sus puertas, el desespero lo envolvió con fuerza. Su llanto no cesaba, cada sollozo era un eco de su impotencia. Al entrar, vio a su padre y a sus hermanos consumidos en un remolino de emociones, una mezcla de dolor, rabia e incredulidad que se reflejaba en cada rostro desencajado. Como el faro de Dionisio, cuyo resplandor buscaba guiar a los perdidos en la noche más oscura, Juan intentó abrirse paso entre el caos, procurando no derrumbarse antes de encontrar el cuarto donde yacía su madre.

Su hermana había llegado antes que todos. Con amor y un sentido de responsabilidad que solo ella podía asumir en medio de la tragedia, se había asegurado de que la familia no tuviera que ver a su madre rodeada de cables y máquinas que ya no tenían propósito. Un último acto de ternura, un último gesto de dignidad.

Juan atravesó la puerta del cuarto de cuidados intensivos. No hubo protocolos ni contención alguna, su cuerpo cayó de rodillas al borde de la cama, sus manos buscaron los pies helados de su madre como si con su calor pudiera devolverle el aliento. Pero el soplo de vida ya la había abandonado. Solo quedaba una despedida amarga, un último adiós antes de seguir los pasos dictados por la tradición y la fe.

Con el alma hecha pedazos, Juan sintió cómo el tiempo se detenía, cómo el aire pesaba en su pecho, cómo la muerte, fría e inquebrantable, le había arrebatado el amor más grande de su vida. Y, sin embargo, la vida seguía su curso cruel y monótono, obligándolos a caminar juntos por los pasillos de la clínica hasta la morgue, hasta ese último umbral donde la carne deja de ser cuerpo y se convierte en memoria.

En la morgue de la clínica, el protocolo de infinitos papeleos caía pesadamente en las manos de su padre, como si él, en su estado de desconsuelo absoluto, pudiera hacerse responsable de gastos médicos y tomar decisiones con cabeza fría. Juan observaba la escena con rabia contenida, viendo a esos hombres de la funeraria como insensibles buitres rondando la carne aún tibia de su madre.

Pero no permitiría que su padre cargara con más de lo que su alma ya soportaba. En un acto de valentía que le nacía del dolor, tomó la batuta de la situación, como un músico experto dirigiendo una sinfonía de luto. Con firmeza, apartó a su padre de aquellos hombres y le pidió a su hermana que se encargara del color del féretro y de los detalles de la sala. Él, en cambio, asumió el peso de la última firma, la que sellaba el destino de su madre en un papel impersonal, la partida de defunción.

Mientras tanto, su hermano, incapaz de contenerse más, estallaba en llanto, despidiéndose de su madre con palabras que se quebraban en su garganta. Su voz se alzó en la morgue como una plegaria, como una súplica o como el lamento de un hijo que al fin comprendía que la muerte es irrevocable. Hizo real las parábolas de los hijos descritas en la Biblia, dándole gracias a su madre por haber sido la mujer que fue, la guerrera incansable que cuidó de la familia, la reina en un tablero de ajedrez, el pilar inquebrantable de toda una casa.

La noche seguía su curso, indiferente al dolor que consumía a la familia. Ahora solo restaba esperar la devolución de aquel cuerpo que ya no albergaba el alma de su madre, esperar el momento de cargar su ausencia y vestirla de despedida.

El momento de dejar solo el cuerpo de aquella mujer trajinada por la vida, había llegado. Con las pocas fuerzas que aún les quedaban, todos escaparon a sus hogares, arrastrando con ellos un duelo que parecía no caber en el pecho. Ninguno de los hijos fue capaz de abandonar en vela a su padre; sabían que aquella noche sería una batalla contra la ausencia, un abismo sin consuelo.

Al llegar a aquella casa, su casa, la que había sido su refugio por tantos años, Juan sintió el peso de la memoria golpeándolo de lleno. Cada rincón hablaba de ella, de su risa, de su voz, de su amor. Como un eco de cuerdas de guitarra, en su mente retumbaba la canción “Las Acacias” de Carlos Vieco, y el recuerdo de su madre se convertía en música, en nostalgia, en un lamento silencioso que jamás se apagaría.

Todos querían acostarse en su cama, como si el olor de aquel espacio pudiera retenerla un poco más, como si dormir ahí evitara que su esencia se disipara en la nada. En aquel edificio familiar, el llanto era un murmullo constante, una sinfonía de tristeza que invadía cada piso. Sus hermanas, su hermano, sus sobrinas, sus cuñados… cada uno lloraba su propia despedida, su propia herida, su propio vacío. La noche fue más larga que la de la transfiguración del Señor Jesús, una noche infinita donde el consuelo era un sueño imposible.

Su padre, en cambio, ahogaba sus lágrimas en las almohadas de la cama matrimonial. Él la extrañaba más que nadie, más que todos juntos. Se levantó varias veces en la noche, buscando un rincón de la casa donde su dolor no lo encontrara, pero no había escapatoria. Sus hijos querían consolarlo, pero ¿Qué palabras podían llenar el abismo de su pérdida? ¿Qué gesto podía traer de vuelta a la mujer con la que había compartido una vida entera?

Dejó la radio encendida, quizás esperando que la música le diera un respiro, sabiendo que nadie en esa casa dormiría. Y entonces, como una maldición, esa canción sonó…

«Me hace daño verte, quisiera que te fueras,

Diera todo por tener el poder, que desaparecieras,

Trato de olvidarte, de cualquier manera,

Pero se me está haciendo imposible, si sales donde sea.»

Y él, con el alma hecha mierda, susurraba entre sollozos, como si ella aún pudiera oírlo, como si el universo le debiera un milagro.

—Ay, mi negra… la estábamos bailando hace solo unos días… Amor, volvé, bailá conmigo otra vez… No me dejes solo, hijueputa… Llévame con vos, yo no quiero estar solo.

Pero esa noche, como tantas que vendrían después, sus plegarias se perderían en el eco del vacío. Nadie podría devolverle la vida a aquel cuerpo agotado, nadie podría torcer el destino que ya se había escrito con la tinta de la muerte.

El alba asomaba en el cielo, pero la luz del nuevo día no traía consuelo, solo la certeza de la despedida. En aquella casa, los miembros de la familia despertaban con la impaciencia de quien tiene una cita ineludible con el dolor. Pero antes de partir, el padre de Juan lo llamó aparte, con voz baja, con el peso de los años y la pérdida en cada palabra.

—Arréglate temprano… Acompáñame a caminar.

Bajaron juntos hacia el parque de Boston, con el paso lento de quien ama su propia soledad, pero teme perderse en ella. A su alrededor, los vecinos les ofrecían consuelo en la forma más simple, un saludo, una mirada compasiva, un leve gesto de respeto. Todos sabían lo que había ocurrido en aquella familia. Todos entendían la hondura de su pena.

Cuando llegaron al parque, el padre de Juan se desplomó, vencido por el peso de su duelo. Se cubrió el rostro con las manos, pero las lágrimas brotaron sin contención, sin permiso, sin tregua. Miró a su hijo y, con la voz rota, le pidió lo único que en ese momento podía sostenerlo en pie.

—Tomémonos un aguardiente, mijo…

Aquel trago fue amargo como la hiel, salado como las lágrimas que aún corrían por sus mejillas. Sentados en el parque, esperaron a que el bullicio de la mañana los atropellara, a que el murmullo de la vida les recordara que el mundo seguía su curso, aunque el de ellos pareciera haberse detenido. No dijeron mucho, pero no hacía falta. Sabían que estaban el uno para el otro. Juan, el hijo mayor, el confidente en tantas madrugadas, estaba ahí, simplemente ahí, sosteniendo a su padre en este tránsito inevitable, en este abismo donde las palabras no alcanzaban.

Cuando el reloj marcó la hora, se pusieron de pie sin prisa y emprendieron el camino de regreso. Había que ocuparse de los últimos detalles, de las formalidades que exige la muerte antes de entregar a sus muertos.

La cita estaba puesta. La sala de velación sería Villanueva. Y las orquídeas, símbolo de su belleza y fortaleza, adornarían el último baile, la despedida final.

Al llegar al lugar, a Juan lo invadió el tedio. Las palabras de quienes le daban el pésame le parecían insulsas, vacías, como frases de compromiso repetidas sin verdadera emoción. Familiares a los que no veía desde hacía años, vecinos que se acercaban con el único propósito de dar el último adiós. Todos hablaban en murmullos dispersos, conversaciones aisladas que revoloteaban en el aire como mariposas monarcas en migración, sin rumbo fijo, sin dirección clara.

En medio de aquella sala yacía el féretro. La gente se acercaba, inclinaba la cabeza, dejaba sus condolencias antes de seguir su camino. Pero Juan no podía moverse. Se aferraba a aquel ataúd como si fuera el último abrazo que recibiría, un abrazo frío, sin sabor, sin alma.

Sin embargo, aquel velorio no sería como ningún otro al que hubiera asistido. El dolor no se vestía solo de lágrimas. Había risas, suaves pero presentes, brotando entre anécdotas que evocaban la vida más que la muerte. Gente que él no conocía se acercaba a saludarlo, a compartir recuerdos, y en medio de todo, una historia se alzaría sobre las demás, una que le recordaría quién había sido su madre, una mujer cuyo corazón no le cabía en el pecho.

En la puerta, un hombre de unos cincuenta y tantos años, de camisa blanca y pantalón oscuro, observaba a Juan con cautela. Se acercó con paso firme y, cuando estuvo frente a él, habló con la voz de quien ha guardado una historia demasiado tiempo.

—Yo conocí a tu mamá en el peor momento de mi vida, aunque usted no me crea.

Él se presentó como Jorge. Vivía en el barrio Las Golondrinas, unas lomas más arriba de la casa de Juan. Recordó con detalle aquel día en que su familia atravesaba una crisis de esas que solo se viven una o dos veces en la vida. No tenían qué comer. El hambre, la angustia y el miedo habían convertido su hogar en un pozo sin fondo.

Y entonces, alguien tocó la puerta.

Abrió sin ganas, con el peso de la desesperanza en los hombros. Frente a él, una mujer desconocida.

—Buenas tardes —dijo ella, sin titubeos. Luego, con una naturalidad desconcertante, preguntó—: ¿Usted cómo se llama?

Él, sorprendido, tardó un segundo en responder.

—Jorge.

—Mucho gusto, Jorge —dijo ella, con una sonrisa tímida—. Mire, yo me llamo Fanny.

No se conocían. Ella no lo buscaba a él en particular, solo había tocado una puerta al azar, esperando poder ayudar a quien estuviera del otro lado.

No intercambiaron muchas palabras. No hicieron falta. Con un gesto humilde, la madre de Juan extendió la mano y le entregó una bolsa con algo de comida. Luego, sin más preámbulos, sacó un billete de cincuenta mil pesos y se lo ofreció.

Jorge no entendía. La necesidad había endurecido su orgullo, y no estaba acostumbrado a recibir sin razón.

—¿Y… usted por qué hace esto? —preguntó, con la incredulidad marcada en el rostro.

Ella solo sonrió, con la misma ternura de siempre.

— De nada, mire, tómelo como un regalito que le mandó mi Dios.

Y sin esperar respuesta, se marchó.

Esa fue la primera vez que vio a Fanny, pero no la última. Desde aquel día, sin necesidad de más palabras, se hicieron amigos.

Aquella historia parecía sacada de una novela, pero no lo era. Era real. Era un reflejo del gran corazón de la mujer que ahora yacía en esa cama de madera llamada ataúd.

Conmovido, don Jorge abrazó a Juan y, con respeto, le pidió permiso para quedarse en la sala de velación, como un miembro más de la familia. Se acomodó en un rincón discreto, siguiendo en silencio el ritmo pausado del rosario que en ese momento se rezaba. En su semblante había dolor, pero también gratitud.

La historia que acababa de escuchar parecía tan increíble, tan propia de un libro, que, aunque Juan la repitiera mil veces, pocos le creerían. Pero él lo sabía. Sabía que no era un relato exagerado ni una fábula embellecida por la nostalgia. Era la verdad, tan luminosa y contundente como el sol al que no se puede ocultar con un dedo.

Las historias no paraban de llegar. Cada persona que cruzaba la puerta traía consigo un recuerdo, un gesto, una anécdota que hablaba de la inmensa bondad de Fanny. Su vida, ahora contada en retazos, se extendía en cada palabra, en cada lágrima y en cada sonrisa nostálgica.

En algún momento de la tarde, alguien comenzó a tararear una melodía. La voz temblorosa se unió a otra, y luego a otra, hasta que la sala entera dejó escapar, entre sollozos, los versos de “Amor Eterno”. La canción flotó en el aire, quebrada por la emoción, como un susurro a la ausencia, como un tributo que nadie había planeado pero que todos sintieron necesarios.

Juan, hasta entonces aferrado al silencio, sintió que algo dentro de él se abría paso entre el dolor. Inspiró hondo, buscó fuerzas en los rostros que lo rodeaban, en aquellas voces que, de algún modo, sostenían la memoria de su madre. Se puso de pie. El murmullo cesó.

—Gracias —dijo al fin, su voz algo rota, pero firme—. Gracias por estar aquí, por recordarla como ella se merece, por ayudarnos a llevar este momento. Sé que mi madre sigue viva en cada uno de los que hoy estamos reunidos en su nombre… y sé que donde esté, debe estarse riendo al vernos. Solo deseo pedirles un último favor, regálenme un aplauso para la mejor madre de todo el mundo. Un aplauso contenido, casi reverente, selló sus palabras.

Una nube gris se extendía sobre el cielo, pesada, densa, como si el mismo firmamento sintiera el peso de la despedida. El aire cargado de humedad presagiaba la lluvia, una llovizna que aún no caía, pero que se sentía en la piel, en la brisa fría que se colaba entre los asistentes.

De pronto, cuatro caballeros de traje oscuro y corbata cruzaron con solemnidad por el centro de la sala. Sus pasos eran firmes, medidos, casi ceremoniosos. Era el momento. Algunos se apresuraron a salir, buscando transporte para llegar a Campos de Paz, mientras que otros permanecieron inmóviles, incapaces aún de dar ese último adiós.

Con manos firmes y rostros imperturbables, los hombres levantaron el ataúd con el respeto sagrado que merece quien alguna vez fue el pilar de un hogar. Juan sintió que el aire se hacía más pesado, como si con cada centímetro que el féretro se alejaba del suelo, algo dentro de él también se despegara.

El recorrido hacia la salida fue lento, pausado. Cada paso parecía una cuenta regresiva. A su paso, algunos murmuraban oraciones, otros simplemente bajaban la mirada, atrapados en su propia despedida.

Afuera, el carro fúnebre esperaba. Negro, imponente, con la tan odiada cinta púrpura adornando su costado, las letras doradas grabadas como un recordatorio cruel e inevitable. El viaje final había comenzado.

La familia inhaló hondo, buscando fuerzas en el último suspiro de ese instante. Uno a uno, se distribuyeron en los vehículos. No había prisa, pero sí urgencia. No querían retrasar más lo inaplazable, querían llegar al final de esta peregrinación dolorosa, dar cierre a la jornada que, aunque agotadora, aún no terminaba.

Juan alcanzó a su familia en la salida de la sala de velación. Tomó aire, cerró los ojos por un instante y, con un último esfuerzo, empujó la puerta. En ese preciso momento, el cielo dejó caer las primeras gotas de lluvia, como si compartiera su dolor. Aquello no era una simple llovizna; era la interpretación perfecta de la canción más triste jamás escrita. Las gotas golpeaban el suelo con suavidad, acompasadas, como un llanto contenido que finalmente se soltaba.

El tráfico de salida se hizo lento, el cortejo avanzaba despacio, sin prisa, como si nadie quisiera llegar realmente al final del camino. Juan miraba a través de la ventana del auto, pero no veía la ciudad pasar; en su mente, los recuerdos revoloteaban con vida propia. Su madre estaba allí, tan cerca como siempre.

Sintió los besos infinitos que ella le daba con esa voz mimada de niña juguetona. Recordó sus pasos de baile sobre la acera cada diciembre, el vaivén de su falda y la risa despreocupada que iluminaba la calle. Las discusiones sin sentido que, en su momento, parecían eternas, ahora le sacaban una sonrisa. Y ese perfume… aquel dulce aroma que se dibujaba en el viento cada tarde de domingo antes de salir por un tinto y un cigarrillo. Todo de ella seguía ahí, pero ella no.

La mujer a quien con tanto amor llamaba madre, partía ahora rumbo a un lugar donde él no podía seguirla.

El murmullo de la lluvia en el parabrisas lo sacó de sus pensamientos. En la radio, con volumen bajo, comenzó a sonar una melodía conocida. No era cualquier canción, era la misma que alguna vez los había hecho cómplices de otro adiós doloroso.

«Yo no te pude hacer un monumento,

te marco con inscripciones a colores,

pero a tu final morada vengo atento,

dejando una flor silvestre de mil amores…»

Juan sintió un nudo en la garganta. Esa canción, esa letra, parecía escrita para este instante. Cerró los ojos y dejó que las notas lo envolvieran. Mientras el auto seguía su marcha hacia Campos de Paz, comprendió que, aunque el cuerpo de su madre se apagaba en la tierra, su amor seguiría brillando en cada recuerdo, en cada gesto, en cada canción.

El cortejo avanzó con solemnidad por las calles mojadas de Medellín, cada vehículo siguiendo al carro fúnebre como si el camino estuviera trazado por el destino mismo. La lluvia no cesaba, pero tampoco arreciaba; era más bien un velo gris que cubría la ciudad, como un luto extendido hasta el cielo.

Al llegar a Campos de Paz, el agua resbalaba por las lápidas y las esculturas que custodiaban el descanso eterno de tantos. Juan bajó del carro y levantó la mirada, encontrándose con una figura que parecía esperarles desde siempre.

Allí, en medio del cementerio, se alzaba “La Resurrección”. En ese instante, Juan recordó aquel momento cuando su madre estaba de viaje en la ciudad de Buga. Él le había pedido como regalo de bodas, para custodiar su casa, aquella imagen que era la fuente de su fe, el símbolo de su esperanza y la representación de la promesa eterna.

Mientras contemplaba la majestuosa escultura, sintió un nudo en la garganta. Recordó el día en que recibió la imagen con emoción desbordante, como la colocó en ese lugar especial de su hogar y las incontables veces que se detuvo frente a ella para orar en los momentos de angustia y gratitud. Ahora, de pie ante aquella imponente figura, sintió que su fe se renovaba.

En ese instante, comprendió que la vida y la muerte eran solo parte de un mismo ciclo, y que, al final del camino, encontraría la paz en la presencia de aquel en quien siempre había creído.

Esa imagen también conocida como «Hombre en busca de la paz». La imponente escultura del maestro Jorge Marín Vieco parecía desafiar el peso de la muerte, un cuerpo que se eleva, que lucha por desprenderse de la tierra y alcanzar el infinito. Juan la contempló por un instante, sintiendo que, de alguna manera, aquella imagen daba forma a lo que él aún no podía entender, su madre ya no estaba allí, pero tampoco se había ido del todo.

La familia descendió en silencio, sus pasos marcados por la humedad del suelo y el eco de su propio dolor. Cada uno avanzó con la certeza de que este era el último trayecto, el final del peregrinaje que ninguno de ellos hubiera querido emprender.

Su madre, ahora ausente en cuerpo, estaba presente en cada uno de ellos. En el amor que les enseñó, en la fe que les heredó, en la imagen que ahora comprendía como un símbolo de encuentro, no de despedida. Juan sacó de su billetera la pequeña imagen que siempre llevaba consigo, su refugio en los momentos más difíciles. La sostuvo con fuerza contra su pecho y, con el alma desgarrada, dejó que las lágrimas fluyeran con la intensidad de un adiós definitivo.

Con un último suspiro, levantó la mirada al cielo y sonrió con tristeza, pero también con gratitud. No era el fin, solo un nuevo comienzo.

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