Si cierro los ojos, todavía puedo escuchar el crujido de los pasillos de madera bajo mis pies. Ese sonido… como si las entrañas de la mansión quisieran hablarme. La casa de los Ravenscroft tenía vida propia, de eso estoy segura, aunque nunca me atreví a decirlo en voz alta. A nadie le gusta que lo tomen por loca, ¿cierto?
Llegué aquí hace 14 años. Era solo una niña. Mis padres… bueno, ya no sé si puedo llamarlos así. Desaparecieron. Una mañana estaban conmigo y, al día siguiente, solo quedaban sus voces en mi cabeza y un agujero en mi pecho. Dicen que fue un accidente durante una excavación cerca del bosque, pero nunca encontré pruebas. Ni sus cuerpos, ni siquiera sus cosas. Nada. Fue como si el pueblo de Evershade se los hubiera tragado.
Los Ravenscroft me adoptaron poco después. Supongo que debería sentirme afortunada. No todos los días una familia rica te lleva a vivir a una mansión que parece sacada de un cuadro antiguo. Pero la verdad es que nunca me he sentido como una de ellos. No porque me traten mal, porque no lo hacen. Es algo más. Como si siempre estuviera caminando sobre hielo delgado, cuidando cada paso para no romper el equilibrio.
La Mansión Ravenscroft… bueno, es difícil describirla. Es enorme, con pasillos interminables y habitaciones que casi nunca se usan. Las paredes están llenas de retratos antiguos de antepasados que parecen mirarte fijamente mientras pasas. Hay una biblioteca tan grande que me siento diminuta cuando entro, y una sala de música con un piano que nunca he visto tocar. Cada esquina de la casa parece esconder algo, y aunque llevo años aquí, siento que nunca la he explorado por completo. No sé si es por miedo o porque simplemente hay demasiados lugares en los que perderse.
Mi rutina aquí es, a falta de una palabra mejor, meticulosa. La señora Ravenscroft, a quien llamo «Madame», dice que es importante mantener la disciplina. Me levanto temprano, desayuno en silencio mientras el señor Ravenscroft lee el periódico, y luego paso la mayor parte del día en la biblioteca o en el jardín. No tengo muchas obligaciones, aunque a veces desearía tener algo que hacer, algo que me hiciera sentir útil. Madame dice que no debo preocuparme por eso, que mi lugar aquí es simplemente ser parte de la familia. Pero, ¿cómo puedes sentirte parte de algo cuando ni siquiera sabes quién eres?
Hoy no fue diferente. Me desperté con el sonido del viento golpeando las ventanas. El clima aquí siempre es gris, como si el sol tuviera miedo de mostrarse. Bajé al comedor y encontré a Madame sentada en su lugar habitual, con una taza de té en una mano y un libro en la otra. El señor Ravenscroft no estaba, como de costumbre. Supongo que está ocupado con sus negocios, aunque nunca he entendido exactamente a qué se dedica.
—Kai, querida, recuerda no ir al ala oeste hoy —dijo Madame sin levantar la vista de su libro. Su voz era tranquila, pero había algo en su tono que siempre me hacía obedecer sin cuestionar.
Asentí y me serví una taza de café. No es que tuviera planeado ir al ala oeste. Nunca voy allí. Las puertas están cerradas con llave, y aunque siempre me ha dado curiosidad, hay algo en esa parte de la casa que me pone nerviosa. Es más fría, más oscura, como si no perteneciera al resto de la mansión.
Después del desayuno, fui al jardín. Es mi lugar favorito en la casa, aunque «jardín» no le hace justicia. Es más, un laberinto, con setos altos que rodean fuentes y estatuas cubiertas de musgo. Me gusta perderme allí, aunque Madame siempre me advierte que no me aleje demasiado. “Hay cosas en este pueblo que es mejor no buscar”, me dijo una vez. Nunca entendí a qué se refería.
Mientras caminaba por el jardín, encontré algo extraño. Una pluma negra, grande, que no parecía pertenecer a ningún ave que hubiera visto antes. La recogí y la guardé en el bolsillo de mi abrigo. No sé por qué lo hice; supongo que me pareció bonita, aunque había algo en ella que me inquietaba.
La tarde pasó sin mucho más que hacer. Me senté en la biblioteca y hojeé un libro de poesías que encontré en una de las estanterías. Estaba lleno de versos melancólicos sobre la muerte y el olvido, y aunque normalmente no me gustan las cosas tan sombrías, no pude dejar de leer. Había algo en esas palabras que me hacía sentir extrañamente conectada, como si el autor hubiera escrito sobre una tristeza que yo misma no sabía que tenía.
Cuando llegó la noche, la casa se volvió más silenciosa de lo normal. Siempre es tranquila, pero esta vez noté algo diferente. Un silencio pesado, como si todo estuviera conteniendo la respiración. Me acosté temprano, pero no pude dormir. El viento seguía golpeando las ventanas, y en algún momento pensé escuchar pasos en el pasillo. Pero cuando abrí la puerta de mi habitación, no había nadie allí. Solo el pasillo oscuro, iluminado por la luz de la luna que se filtraba por las ventanas.
Esos pasos… tal vez solo eran mi imaginación. He estado leyendo demasiadas cosas extrañas últimamente. Pero, aun así, no pude evitar sentir que algo estaba mal. Cerré la puerta con llave y me metí bajo las mantas, deseando que la noche pasara rápido.
A veces me pregunto si alguna vez seré capaz de llamar a este lugar «hogar». Los Ravenscroft son amables conmigo, pero hay una barrera que no sé cómo cruzar. Y esta casa… esta casa siempre me hace sentir que estoy siendo observada. Como si algo
—o alguien— estuviera esperando a que cometa un error.
No sé si es el viento o la casa, pero siempre hay algo que suena por las noches. Esta vez eran pasos… o al menos eso pensé. Me quedé sentada en mi cama, con las mantas hasta el cuello, mirando hacia la puerta cerrada con llave. Si hubiera sido más valiente, habría salido a ver qué era, pero la verdad es que no quería saberlo. Aquí, en la Mansión Ravenscroft, hay cosas que es mejor no mirar demasiado de cerca.
Cuando el cielo comenzó a aclararse con los primeros destellos del amanecer, finalmente me atreví a cerrar los ojos. El sueño no fue reparador, pero al menos me liberó por unas horas de la sensación constante de que estaba siendo observada. Me desperté más tarde de lo habitual, con un dolor punzante en la cabeza y la sensación de que el día no sería diferente a los demás.
Al bajar al comedor, Madame ya estaba allí, como siempre, con su taza de té y su libro. A veces pienso que podría estar leyendo el mismo libro desde hace años. No sé cómo logra mantener la misma postura, la misma expresión inmutable, día tras día. El señor Ravenscroft no estaba, y dudaba que lo viera en todo el día. Siempre estaba «ocupado» con sus asuntos, aunque nadie hablaba de ellos.
—Kai, querida, no olvides mantenerte ocupada hoy. Y recuerda, nada de salir del jardín —dijo Madame sin mirarme. Su tono era amable, pero había algo afilado en sus palabras, como si fueran una advertencia disfrazada de cortesía.
Asentí en silencio. «Nada de salir del jardín». Era una regla que me repetían constantemente, aunque nunca entendí por qué. La mansión ya era lo suficientemente sofocante, pero la idea de quedarme confinada en el jardín, sin poder siquiera explorar el pueblo, me hacía sentir como un pájaro enjaulado. Por supuesto, eso no significaba que siempre obedeciera.
Después del desayuno, me dirigí al jardín, como se esperaba de mí. El aire estaba frío, y las nubes grises cubrían el cielo como una manta pesada. Caminé entre los setos, siguiendo los senderos que conocía de memoria. Las fuentes burbujeaban suavemente, llenando el silencio con un sonido que debería haber sido tranquilizador, pero que siempre me ponía nerviosa. Había algo en el agua que no me gustaba, algo que parecía más profundo de lo que debería ser.
Me detuve junto a una estatua de mármol cubierta de musgo, una de las muchas que decoraban el jardín. Representaba a una mujer con un vestido largo y un rostro que parecía… triste. Me senté en el banco de piedra frente a ella, dejando que el tiempo pasara mientras jugaba con la pluma negra que había encontrado el día anterior. Todavía no sabía de qué tipo de ave era, pero su color y textura me parecían extrañamente fascinantes.
El jardín era mi refugio, pero la verdad es que no podía quedarme allí todo el día. A pesar de las advertencias de Madame, sabía que necesitaba salir. Había algo en las calles de Evershade que, aunque me inquietaba, también me llamaba. Tal vez era la necesidad de ver algo más que las paredes de la mansión y los setos del jardín. Tal vez solo quería sentirme un poco menos sola.
Esperé hasta que Madame desapareció en su habitación, lo que hacía todas las tardes después del almuerzo. Aproveché para salir por una de las puertas traseras de la mansión, la que daba al camino que llevaba al pueblo. No era la primera vez que lo hacía, pero siempre lo hacía con cuidado. Los Ravenscroft no eran el tipo de personas que perdonaban fácilmente las desobediencias.
Evershade no era un lugar acogedor. Las calles estaban llenas de adoquines irregulares, siempre húmedos por la constante llovizna que caía del cielo. Las casas eran pequeñas y oscuras, con ventanas que parecían ojos vigilantes. Y la gente… bueno, la gente no me miraba con mucha amabilidad. Supongo que siempre fui «la extraña», la chica que los Ravenscroft habían adoptado por razones que nadie entendía. A veces escuchaba susurros cuando pasaba, palabras que no podía distinguir pero que sabía que no eran halagos.
No tenía amigos en el pueblo. Nunca los había tenido. Los pocos intentos que hice para acercarme a alguien terminaron mal. Me miraban con desconfianza, como si mi conexión con los Ravenscroft me hiciera peligrosa. Así que aprendí a vagar sola, a observar desde la distancia y a aceptar que, en este lugar, siempre estaría sola.
Fue en una de esas caminatas que lo vi por primera vez. Estaba sentado en el muro bajo que rodeaba la plaza principal, con una chaqueta negra y un cigarrillo entre los dedos. Era difícil no notar su presencia. Había algo en su postura, en la manera en que parecía ajeno a todo lo que lo rodeaba, que lo hacía destacar. Su cabello oscuro caía sobre su frente, y sus ojos, aunque no estaban fijos en nada, parecían contener un peso que no podía explicar.
Pasé junto a él sin detenerme, intentando no llamar la atención, pero sentí su mirada en mí. Fue como un escalofrío que recorrió mi espalda. Quise seguir caminando, pretender que no lo había notado, pero su voz me detuvo.
—¿Siempre caminas sola? —preguntó, sin levantarse del muro.
Me giré lentamente, insegura de si debería responder. Había algo extraño en su tono, algo entre la curiosidad y el desafío.
—No hay nadie con quien caminar —dije, encogiéndome de hombros. Fue lo único que se me ocurrió decir.
Él sonrió, pero no era una sonrisa cálida. Era una de esas sonrisas que te hacen dudar si deberías sentirte halagada o preocupada.
—Eso es porque no sabes dónde buscar.
—Apagó el cigarrillo contra el muro y se levantó, caminando hacia mí con una calma que me puso nerviosa.
No me di cuenta de que estaba conteniendo la respiración hasta que estuvo justo frente a mí. Era más alto de lo que había pensado, y sus ojos, ahora que podía verlos de cerca, tenían un brillo extraño, como si escondieran algo detrás de su mirada.
—Soy Jay—dijo, extendiendo una mano. La duda debió reflejarse en mi rostro, porque su sonrisa se ensanchó. —No muerdo. No mucho, al menos.
Algo en sus palabras me hizo querer retroceder, pero en lugar de eso, tomé su mano. Estaba fría.
—Kai
—respondí en voz baja.
—Kai —repitió, como si probara mi nombre en sus labios. —Bonito. No lo olvides, Kai. Aquí, nadie es lo que parece.
No entendí lo que quiso decir, pero esas palabras se quedaron conmigo mucho después de que se alejó, dejándome sola en la plaza.
Nunca lo había visto. Evershade es un pueblo pequeño, de esos donde todos conocen a todos, y aunque yo no hablo con nadie, he llegado a reconocer cada rostro, cada figura que camina por sus calles grises. Pero él… Jay no era de aquí. No podía serlo. Nadie en este pueblo se movía como él, con esa calma extraña, casi desafiante, como si no tuviera miedo de que lo vieran o lo juzgaran. Y lo más extraño de todo: me habló.
Nadie me hablaba en Evershade. No desde que llegué aquí. Tal vez era el apellido Ravenscroft el que hacía que la gente se apartara de mí, o tal vez era yo. No lo sé. Pero Jay me habló como si yo fuera alguien más, como si no fuera la chica extraña que vivía en la mansión oscura al final del camino. Y eso fue suficiente para dejarme confundida.
Me quedé parada en la plaza por unos minutos después de que se fue, mirando el lugar donde había estado. Su voz seguía resonando en mi cabeza: «Aquí, nadie es lo que parece». ¿Qué quiso decir con eso? Había algo en sus palabras que me inquietaba, pero también algo que me atraía. Era como si supiera algo que yo no sabía, como si él entendiera algo sobre este lugar que yo todavía no había descubierto.
Sacudí la cabeza, tratando de sacarme esas ideas de encima, y comencé a caminar. No tenía un destino en mente, solo quería moverme, alejarme de esa sensación extraña que Jay había dejado en mí. Las calles estaban más vacías de lo habitual, lo que no era raro en Evershade. Aquí la gente no salía mucho, y cuando lo hacía, siempre parecía tener prisa. Pero mientras avanzaba, vi algo que me hizo detenerme.
Un grupo de chicos y chicas caminaba por la calle principal, riendo y hablando entre ellos. Eran jóvenes, más o menos de mi edad, y aunque no los conocía, me resultaban familiares. Los había visto antes, tal vez en la plaza o en la panadería, pero siempre desde lejos. Ellos tampoco parecían notarme nunca, como si fuera invisible. Pero ahora, al verlos juntos, algo se revolvió en mi interior. No era envidia, exactamente. Era algo más profundo, más amargo. Una especie de vacío.
Ellos tenían algo que yo nunca había tenido: compañía. Alguien con quien hablar, con quien compartir los días. Me pregunté cómo sería caminar con ellos, ser parte de su grupo. ¿De qué hablarían? ¿Qué historias compartirían? Pero entonces uno de ellos me miró, y mi fantasía se desmoronó. Fue solo un segundo, pero en su mirada vi algo que reconocí de inmediato: desdén. No era la primera vez que alguien me miraba así, pero eso no hacía que doliera menos.
Bajé la cabeza y seguí caminando, fingiendo no haberlos visto. No quería que pensaran que estaba mirándolos, que los envidiaba. Pero mientras me alejaba, no pude evitar sentir que su risa se hacía más fuerte, como si supieran que los estaba escuchando. Me mordí el labio y apreté los puños dentro de los bolsillos de mi abrigo. Estar sola era mejor. Siempre lo había sido. Nadie podía herirme si no había nadie cerca.
Pasé el resto de la tarde vagando por el pueblo, aunque no había mucho que hacer. Las tiendas estaban medio vacías, y la mayoría de las personas con las que me crucé me evitaron, como siempre. Pero eso no me sorprendió. Era una rutina. Una que conocía demasiado bien. Aun así, no podía dejar de pensar en Jay. ¿Quién era? ¿De dónde había salido? ¿Por qué me habló?
Volví a casa antes de que oscureciera, como siempre. No quería darle a Madame una razón para sospechar que había salido. Cerré la puerta tras de mí con cuidado y me quité el abrigo, sintiendo el peso de la pluma negra que todavía llevaba en el bolsillo. Subí las escaleras hasta mi habitación y me dejé caer en la cama, mirando el techo mientras las preguntas seguían girando en mi mente.
Había algo en Jay que me hacía sentir incómoda, pero también curiosa. Nunca había conocido a alguien como él, alguien que pareciera tan… ¿Cómo describirlo? Seguro de sí mismo, pero de una manera inquietante. Como si supiera algo que yo no sabía. Y su sonrisa… esa sonrisa me perseguiría en sueños, lo sabía.
Cerré los ojos, tratando de despejar mi mente. Pero en la oscuridad, todo lo que podía ver era su rostro, y todo lo que podía escuchar era su voz: «Aquí, nadie es lo que parece.»
Esa noche no pude dormir. Jay seguía rondando mi cabeza. Su sonrisa, su voz, esas palabras que parecían más una advertencia que una simple frase. Nunca nadie me había hablado de esa forma. Nunca nadie me había hablado, en realidad. Pero él lo hizo, y ahora no podía dejar de pensar en él.
Me levanté de la cama de madrugada y caminé hacia la ventana. Afuera, la luna apenas iluminaba los jardines de la mansión. Todo estaba quieto, excepto por un pequeño movimiento en el cristal. Una polilla revoloteaba desesperada contra el vidrio, buscando alcanzar la luz de la lámpara que había dejado encendida. La observé durante un momento, fascinada por su insistencia.
¿Por qué las polillas siempre buscan la luz?
Me lo preguntaba a menudo cuando era niña. Había leído que era porque confundían la luz artificial con la de la luna, su guía natural en la oscuridad. Pero ahora no estaba tan segura. Tal vez estaban huyendo de algo más. Tal vez la luz no era un error, sino su única esperanza de escapar de la oscuridad.
Sacudí la cabeza y volví a la cama, aunque sabía que el sueño no vendría.
Los días siguientes, me encontré saliendo más seguido al pueblo. No era algo que soliera hacer. Siempre prefería evitar las miradas de los demás, las palabras susurradas que nunca podía escuchar del todo pero que sabía que hablaban de mí. Pero ahora tenía una excusa, aunque no quería admitirla. Pero, tenía la intriga de verlo. Otras a el.
Caminaba por las calles de Evershade, fingiendo que estaba ahí por casualidad, pero mis ojos no dejaban de buscarlo. Revisaba cada esquina, cada muro donde alguien pudiera estar sentado, pero él no aparecía. Era frustrante. ¿Por qué alguien como él había llamado mi atención de esa manera? No lo conocía, y, sin embargo, sentía como si él supiera algo sobre mí que yo misma no entendía. No tenía sentido, pero tampoco podía ignorarlo.
Hoy no fue diferente. Salí después del desayuno, asegurándome de que Madame no me viera. Caminé por las mismas calles que había recorrido tantas veces, pero esta vez con la esperanza de que algo cambiara. Sin embargo, no lo encontré. En su lugar, encontré otra cosa. O, mejor dicho, a alguien.
Estaba en la plaza, junto a la fuente central, cuando vi a Luz y Javier. Mi corazón dio un vuelco al reconocerlos. Habían sido mis únicos amigos cuando llegué a Evershade, los únicos que se habían acercado a mí cuando era una niña confundida y sola. Luz tenía un cabello rizado que siempre llevaba recogido en una coleta, y Javier tenía una risa contagiosa que podía iluminar cualquier habitación. Pero eso fue hace años. Ahora todo era diferente.
No sabía por qué me dejaron de hablar. Fue algo gradual, como si un día simplemente hubieran decidido que yo ya no existía. Al principio traté de acercarme, pero sus respuestas fueron cada vez más cortas, más frías, hasta que finalmente dejaron de responder. No entendí qué hice mal. Tal vez fue mi conexión con los Ravenscroft. Tal vez fue algo más. Pero ahora, al verlos aquí, no pude evitar sentir un impulso de acercarme.
Me acerqué lentamente, pasándome las manos por el abrigo como si eso pudiera hacerme ver menos nerviosa. Luz estaba de pie, mirando su teléfono, mientras Javier hablaba con alguien que no reconocí. Cuando estuve lo suficientemente cerca, carraspeé suavemente.
—Hola —dije, intentando sonar casual.
Luz levantó la vista primero. Sus ojos se encontraron con los míos por un segundo, y por un momento pensé que me sonreiría. Pero no lo hizo. En cambio, su expresión se endureció, y volvió a mirar su teléfono como si yo no estuviera allí.
—Kai… —dijo Javier, y su tono me golpeó más fuerte de lo que esperaba. Era frío, distante, como si mi nombre fuera una carga que preferiría no pronunciar.
—Hace tiempo que no los veía —continué, ignorando la incomodidad que se había formado en mi pecho. —Pensé en pasar a saludarlos.
Luz soltó una risa seca, casi burlona, y finalmente levantó la vista de su teléfono.
—¿Saludarnos? —repitió. —¿Por qué? ¿Para recordarnos que vives en esa mansión con tus… padres? —La palabra salió de su boca con un tono extraño, como si no creyera que los Ravenscroft pudieran ser algo parecido a padres.
Javier no dijo nada, pero su mirada lo decía todo. Era como si estuvieran viendo a alguien que ya no conocían, alguien que no querían conocer. El calor subió a mi rostro, y por un momento pensé en darme la vuelta y alejarme. Pero algo me detuvo.
—No sé qué hice para que me dejaran de hablar —dije, sintiendo cómo mi voz temblaba un poco. —Pero todavía los recuerdo. A ustedes. A lo que fuimos.
Luz dejó escapar un suspiro pesado, como si estuviera cansada de mí, y dio un paso hacia adelante.
—Tal vez deberías olvidarte de eso, Kai. Olvidarte de nosotros. Porque nosotros ya lo hicimos.
Sus palabras fueron como una bofetada, y no supe qué decir. Javier apartó la mirada, como si ni siquiera pudiera mirarme mientras Luz hablaba. Me quedé allí, congelada, mientras ellos se alejaban sin decir una palabra más.
Cuando finalmente me moví, mis piernas temblaban. No sabía por qué me dolía tanto. Habían pasado años desde que me dejaron atrás, pero ahora, al escucharlo en voz alta, se sentía más real. Más definitivo.
Esa noche, cuando regresé a la mansión, encontré otra polilla atrapada en mi ventana. La observé durante un largo rato, preguntándome si también estaba buscando algo que no podía alcanzar. Pero esta vez no la dejé atrapada. Abrí la ventana y la vi desaparecer en la noche.
Tal vez yo también debería haber dejado de buscar. A todas esas personas que considere importante. Pero no podía. Algo en mí seguía empujándome hacia la luz, aunque no supiera si me salvarían o me destruiría.
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