Fragmento: Mi familia con muerte

Fragmento: Mi familia con muerte

A. M. García

24/12/2024

Prólogo.

Estuve a punto de estropear nuevamente una parte muy importante de un ser humano, y es que sólo a los humanos les es de suma importancia celebrar un cumpleaños, especialmente el de tu propio hijo. Quiero creer que, inconscientemente, llevo la cuenta intentando alcanzar las veces en que ella ha estropeado este tipo de ocasiones especiales, ‘Estropear’, sí, ¿sería esa la palabra que usaba mi padre? – ‘¡Hazte para allá, que vas a estropearlo!’ – Decía de golpe y seco al intentar ayudarlo cuando tenía que arreglar algo en la casa. No era un grito, pero ese tono de voz despertaba cierto temor, con ese acento característico de nuestra región y que graciosamente nos preguntan a menudo si estamos enojados.

Creo que todo ha salido bien, o en todo caso, mejor; incluso pude ver la sonrisa de mi pequeño cuando le cantábamos para felicitarlo. Y antes de partir el pastel, ya había subido la imagen en redes sociales. Sé que no soy muy dado a compartir mi vida privada, al menos no como lo dictan las modas actuales, que pienso han caído en la exageración. Aún no estoy seguro si estoy a favor o en contra, pero sí comparto de vez en cuando para poder tener un vago álbum de recuerdos. Ya algunos sabemos del truco detrás de estas fotos mágicas, cargadas de emotividad y nostalgia como si de publicidad de calzados deportivos se tratase, y aún así, caemos en sus frívolos brazos, perdiéndonos en ese cálido manto de añoranza. ¿Acaso replicamos toda la mercadotecnia con la que hemos crecido o es que solo queremos engañarnos tiernamente para tener un ideal al cual aspirar? tal vez sea solo suficiente con tener algo que envidiar.

Mi otro hijo Arturo me bombardea con preguntas sobre si quiero un vaso con leche. Yo, en cambio, absorto y con la mirada perdida hacia la pared, me llevo a la boca un pequeño trozo de pastel con una inusual lentitud. Su voz logra atravesar esa espesa barrera de indiferencia y finalmente escucho la cuarta vez que me lo repite. Le respondo con poco ánimo, asintiendo ligeramente y sin mirarlo a los ojos. De repente ella dice, ‘¡Te habla Arturo!’ extendiendo cada palabra para remarcar mi falta de atención, adelantando ya el tono cansado y apagado de una discusión prolongada; no de furia hacia la batalla, sino de una falsa tregua al borde del quiebre. La volteo a ver y me encuentro con su mirada. Recurro a mis recién adquiridas habilidades de sosiego y sumisión, después de doce años de matrimonio intentando emular lo que podría llamarse una mueca de cortesía, dando a entender que sigo estando bien. Sin embargo, mi mente no deja de enviarme destellos de lo que pudo haber sido.

Después de un rato, recuerdos que sí sucedieron comienzan a acompañar a mis recreaciones bélicas de pareja. Cuando me detengo a tomar un respiro, lo primero que me viene a la cabeza es el gracioso cliché de ‘¿Alguien quiere pensar en los niños?’ seguida de la palabra ‘TRAUMA’. ¿Es un convencionalismo pensar que es invariablemente correcto evitarles este tipo de experiencias a los infantes? En realidad, lo hacemos casi sin darnos cuenta. El problema existencial surge cuando lo advertimos, pues nos brinda la oportunidad de evolucionar o, en todo caso, de sacarle provecho. Aunque siempre tratamos de hacer lo primero y crecer, la conveniencia resulta tentadora. El uso de los hijos como moneda de cambio ha aumentado en los últimos años.

Tal vez, si tuviera un cuestionario de revista de inscripción mensual —¿Aún existen?— sobre cómo ser un buen esposo, apelando a mi lado femenino (porque supongo debe ser femenino) esperaría aprobar el test, eludiendo así la responsabilidad y retrospectiva, para finalmente sentirme bien, sin tener que luchar por eliminar la palabra ‘TRAGEDIA’ de mis breves recreaciones.

Extrañamente, llevo ya más de treinta minutos en esta mecedora que compramos mi esposa y yo en una tienda de antigüedades. Cuando la vi, inmediatamente invadió mi mente la frase de un viejo escritor: ‘Mi pasión por la lectura y lo que me llevó a ser escritor fue ver leer a mi madre todas las mañanas sentada en una mecedora’. Ciertamente, no serían todas las mañanas, pero imaginar ese cuadro, que por alguna extraña razón me llena de satisfacción, de una madre cariñosa y amable sentada junto a una ventana, con los rayos del sol de media mañana atravesando las cortinas blancas, con un paño sobre la cabeza y ropas holgadas, ajena a las atenciones de servidumbre hacia el marido que marca las normas sociales de época. ¡Exactamente eso debe hacer! me dije, dejando de lado el color nogal americano que nos fascina a ambos en este tipo de muebles; la compra estaba hecha. Pero nuestro hijo aún era un recién nacido, y la mejor escena entonces era verla alimentando al niño en brazos bajo un gran silencio y una tenue luz cálida. No sucedió así, han pasado los años y aún espero poder apreciar ese borroso retrato.

…[PENDIENTE]

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