El cuervo y el sepulturero

El cuervo y el sepulturero

Kevin M. Weller

09/12/2024

Post mortem

Augurios

son los pájaros negros,

son los cuervos del sueño,

que anidan en los cráneos de los hombres dormidos

para clavar sus picos, corvos, alucinantes,

y alimentar con sesos su apetito insaciable.

Vienen de los espacios más hondos de la noche

desde el antiguo caos remontaron el vuelo

surcando eternidades de provisos augurios.

Invadieron el mundo con sus ruptos graznidos,

los hombres no presienten sus sombras cuando llegan

ni sus feroces garras rasgando sus neuronas,

ni tampoco a sus cuervas empollando sus huevos.

Ellos se multiplican en los cráneos durmientes,

cubriendo con sus alas los ojos de los hombres

para que nunca vean los horrores que engendran.

(Augurios, Human pandemonium, Thy antichrist)



¿Qué pasaría si alguien le diera muerte a la muerte? ¿Cómo sería un mundo en el que la muerte no existiese? ¿Acaso valdría la pena vivir? Siendo la vida una lucha constante contra la muerte, ¿podría existir principio sin un final? ¿Sería racional aseverar que fuera de la comprensión natural existe algo más de lo que no estemos al tanto? ¿Es la muerte un paso a una vida mejor o es la vida un paso a una muerte mejor? Todos sabemos que vamos a morir, no sabemos cómo ni cuándo, si lo supiésemos, no querríamos vivir ni un segundo más. Sería un suicidio colectivo.

Dos símbolos fundamentales se pelean por ver cuál de los dos es más poderoso, la parca y la tumba. La antropomorfización de la muerte bien podría tratarse de un enterrador condenado de por vida a darle sepelio a los vivos; la tumba bien podría ser la yacija de los seres que buscan el descanso eterno. Pensándolo bien, no hay demasiados misterios ocultos allende el sendero de la perdición. El lecho de muerte no es más que una cama subterránea.

Nos encontramos con un sepulturero y un cuervo, dos figuras inseparables en todo cementerio, el que sepulta y el que crascita, el que cava y el que devora, el que intranquiliza y el que asusta. Son ellos, el cuervo y el sepulturero, las vivas imágenes de nuestros más íntimos temores irracionales. Su significado trasciende nuestro entendimiento, sobrepasa los límites de lo esperable.

Sabemos por experiencia que no podemos evitar la muerte ni el sufrimiento, ni nada que esté fuera de nuestro alcance como seres mortales. Podemos imaginar, conjeturar, suponer, creer… nada más que eso. No podemos asegurar que al otro lado de la tumba hay algo más que oscuridad plena y absoluta, negrura eterna.

Hasta que el último cuervo no grazne, no sabremos qué sucederá. Habremos llevado una buena o mala vida, eso depende de lo que hemos hecho en vida, al mundo de los espíritus. En el inframundo, lejos de todo lo conocido, no sabremos si estaremos alucinando o si estaremos atrapados en nuestra inconsciencia muerta. Dejamos de ser conscientes, dejamos de existir.

El cuervo se posa sobre mi tumba, me narra una elegía, me explica por qué no debo tener miedo, volver no puedo, y arrepentirme no sirve de nada. Cuando el tiempo acaba, no hay reloj que pueda retroceder, las agujas siguen girando en la misma dirección. Me veo sumergido en el ponto de las tinieblas, por siempre jamás. Si fui blasfemo, habré sido condenado; si fui un fanático, habré sido timado. La apuesta de Pascal es ridícula a más no poder.

El sepulturero hace gestos y muecas que ninguno de nosotros percibe, el cuervo es el único que sabe cómo descifrar signos escatológicos. ¿Quiénes somos nosotros para saberlo todo? De polvo somos y al polvo volvemos, fantasmas sin consciencia fuimos y en ellos nos convertiremos.

Quienes estuvieron en coma conocen más o menos cómo sería el estado de un cadáver, de nada son conscientes hasta que despiertan. Puede que sus órganos sigan funcionando, pero no todas sus neuronas. En vez de personas, se vuelven bacterias, carentes de sensibilidad humana, pierden la capacidad de reconocer el entorno.

Estoy de pie, me muevo con un zapapico apoyado en mi hombro, un cuervo posado sobre el mango, hacia el panteón me dirijo, una nueva fosa debo excavar, una nueva víctima tengo que sepultar. Soy yo, la muerte personificada en mí mismo. No poseo consciencia, sintiencia ni voluntad propia, soy la maldición encarnada. Soy el sepulturero y el cuervo es mi alma, quien me controla y me ordena. Me entierro a mí mismo en un ritual post mortem del que no puedo saber nada. Cavo mi propia tumba y en ella me desparramo, esperanzado en no volver a abrir los ojos nunca más.

Cuando creemos que lo peor ya pasó, la tempestad retorna, la oscuridad resplandeciente nos enceguece, dejamos de ver, de soñar, de sentir. Caemos rendidos ante los brazos de Morrigan, ahora zoomorfizada, nahual de esencia humana. De rodillas acabamos ante inexistentes deidades que nosotros mismos inventamos, rezamos en vano, pues nadie nos oye. El fuego del averno nos congela.

La vida es una alegoría, una paradoja, un rompecabezas, un laberinto. Se burlan de nosotros por tenerle miedo a aquello que no podemos comprender, nos tildan de cobardes. Por el contrario, a los temerarios los tildan de osados a sabiendas de que están buscando la forma más rápida de autodestruirse. La cobardía y la osadía, vanas palabras que se las lleva el viento, toman significado recién cuando nuestras vidas están en juego.

Me preguntaba si, por las dudas, había alguna manera de morir sin tener que padecer en el intento, bajar los párpados sin tener que hacer ningún esfuerzo. Me respondieron que sí, para ello tendría que dejar de respirar, salir de mi burbuja de fantasías, volverme indiferente.

En mi oído resuenan las campanas de la última misa en mi honor, algo que ni siquiera pedí que se realizara. Fantasmagórico, espectral, sin cuerpo físico, trato de inmiscuirme entre los demás difuntos, en busca de amedrentar a quienes alguna vez me lastimaron adrede. Nadie me escucha, nadie me ve, son todos sordos y ciegos. ¿Será que no existo o los demás me ignoran a propósito?

Al despertar de aquella horrorosa pesadilla, me apercibí de que jamás me había dormido, había fenecido a plena luz del día, sin que nadie se diera cuenta. Como era un don nadie, mi muerte pasó desapercibida, ahora que vago libremente por ahí, nadie me puede hacer daño. Hago la vista gorda y oídos sordos.

No obstante, antes de desvanecerme para siempre, descubro la inmortalidad, mi cuerpo putrefacto es ahora un jardín floreado, un criadero de gusanos, una reminiscencia imborrable. Todavía vivo en la mente de los que alguna vez formaron parte de mi núcleo íntimo, gracias a ellos sigo vivo aun estando muerto. He descubierto la quimera de la vida eterna.

Viví equivocado toda mi vida, creyendo que algún día me volvería el sepulturero, cuando yo siempre estaba destinado a ser el cuervo. Soy lo que decido ser, me traje al mundo a mí mismo para luego eliminarme a mí mismo. ¿Quién sería el más indicado para destruirme si no fuese mi yo de ultratumba? Desde el momento que nací sabía que iba a fallecer. Nací cuervo, nací sepulturero; morí como recuerdo, morí como extranjero. No quedan huellas mías en mi patria, sólo susurros que pululan en mi imaginación, los cuales me hacen creer que aún estoy despierto. Estoy más vivo que nunca, estoy más muerto que siempre. ¡Ay, de mí nada queda!

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS