Me desperté postrada ante el altar de un dios desconocido, vestida con harapos que en algún momento habían sido blancos, con el cabello enmarañado y sin calzado alguno. ¿Por qué estoy aquí? Me levanté y como por inercia corrí hacia una gran puerta doble que se alzaba imponente atrás de mí, pero a cada paso que daba el camino se hacía más largo y la puerta se alejaba más y más. Corrí con más ganas y de la nada el lugar empezó a cambiar; lo que apenas había notado que era una gran iglesia se disolvía a mi alrededor, convirtiéndose en una mancha borrosa de colores difusos, dando paso a una espesa lluvia de sangre que no me permitía ver nada más. Desesperada, continuaba corriendo hacia donde en algún momento había estado la puerta y el paisaje fue cambiando del espeso rojo de la sangre a un negro tan intenso que lo succionó todo. No me había dado cuenta de que había cerrado los ojos hasta que los abrí y me encontraba sentada en una galante mesa, con un vestido impecable de seda púrpura, acompañado de unas delicadas zapatillas y joyas a juego. En la mesa había pavo servido y los comensales reían y hacían bromas. Me disculpé y fui a buscar un baño, andando en amplios corredores de lo que se me pareció un castillo. Encontré el baño y al mirarme en el espejo me topé con una figura irreconocible: mi cabello castaño, siempre rebelde, ahora se encontraba atado en una moña que era incapaz de descifrar; mis ojos cafés estaban casi ocultos bajo grandes capas de maquillaje que me hacían parecer del doble de mi edad y el tacón de mis zapatillas me daba unos cuantos centímetros de altura. Me incliné un poco para tocar mi reflejo pero el espejo se tornó inmaterial, y en cambio, me succionó, y empecé a caer por un precipicio que parecía no tener fin. De la nada, el paisaje cambió de nuevo; corría a través de un largo camino, todo a mi alrededor blanco, cubierto de una gruesa capa de nieve. Estaba completamente abrigada y, por motivos que desconocía, reía incontrolablemente, pero la alegría desapareció tan rápido como llegó, porque el paisaje cambió de repente, y sin previo aviso, todo se vió envuelto en llamas. El caos reinaba, había gente gritando y quemándose viva y una risa macabra resonaba por todas partes. Corrí lo más rápido que pude, pero el fuego lo consumía todo y la risa se sentía cada vez más fuerte y cerca de mí. Seguí corriendo con la adrenalina al cien hasta que una sombra enorme me obstaculizó el paso y me invadió el terror, pues las risas provenían de aquella oscuridad que me aterrorizaba más que el fuego y los gritos de auxilio. Levanté la cabeza para toparme de frente con aquella sombra, pero alguien dijo mi nombre y poco a poco el fuego, la oscuridad y los lamentos se fueron desvaneciendo, siendo ocupados por una dulce voz y el embriagante olor a café en la mañana.

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Johana.

Junio 09, 2020.

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