Hasta el cuello, capítulo 5

Hasta el cuello, capítulo 5

Vulturandes

01/11/2024

                                                                             5

 Agarrado del recipiente como un gato, Bimo ni siquiera podía respirar bien o hablar, porque le entraba tierra dentro de la boca. Mientras el carro recorría la calle llena de baches, el agua apenas reducía el polvo levantado por los demás carros. Tal como los swaylos en la bahía, los carros de bueyes eran una imagen cotidiana en las calles y usados para una variedad de propósitos, desde viajar hasta transportar mercancías. Existía un variopinto gremio de aguadores —en su mayoría indios— que servían agua a los transeúntes. El agua dulce era extraída de los pozos en la colina Ang Siang y transportada en carros a la gente de diferentes tribus en Pecinan.

 Apenas mirándolo, Tan rio por primera vez desde la partida:

—¡Cuando llueve tragas agua y cuando no, tragas tierra!

 El chapoteo del agua dentro del tonel seguía el lento andar de los animales; la misma melodía del oleaje del mar azotando el twakow de Chen Ajin, algo contradictorio para Bimo en medio de los bazares, donde el bullicio humano estaba a la orden del día y se sucedía una tienda tras otra en vez de barcas. Allí terminaba toda la carga traída a través del mar; desde tés y hierbas, porcelana y cestería. Los vendedores ambulantes ofrecían agua y frutas, sopa, arroz y platos de verduras.

—¡Agua fresca de los pozos! —Parado en el tonel, por encima de todas las cabezas, Bimo gritaba.

—¡Pareces abuelita! ¿No aprendiste a gritar en el puerto? —rugió Tan, golpeándose el pecho.

—¡Agua fresca de los pozos! ¡Agua para cocinar y beber! —mugió Bimo por su vida, mezclándose su cantinela con la muchedumbre.

 Acabando el día, cuando Bimo pensaba que la labor había acabado y descansaba aliviado su garganta, Tan viró por un tramo, hasta ese momento, desconocido de la ciudad.

—¿Conocías por acá? —le preguntó, mientras se adentraban por una extensa carretera arboleada, virando justo frente al puente Coleman. Bukit Larangan se elevaba tras la umbría ruta de árboles.

—No…

—Conoce ahora.

 Un puñado de kulis y vendedores ambulantes los acompañaron en su camino, pero poco a poco la calle fue perdiendo el vigor de Pecinan o del Padang. Cuando la carreta volvió a desviarse por una intersección con vista al río, de repente el paisaje se sumió en un silencio digno de tiempos primitivos. Salvo por una tienda y algunos godowns entre East Street y North Street, la zona estaba cubierta por pantanos y bosques; prácticamente era una selva. Bimo sudó frío al preguntarse por qué Tan los traería a un sitio así.

—¿Es grande?—se sorprendió. Costaba creer que quedaran sitios así, tan cerca de la urbe.

—Se extiende todo el camino, hasta más allá de aquel cerro—le indicó el aguador, volviendo su cabezota dirigiendo las cornamentas.

 Bimo no creía que Ah Beng los pondría codo a codo si iba a correr peligro con Tan, pero la idea de que éste le guardara el resentimiento como para devolverle la paliza de Areng, ahora solos, abrió paso dolorosamente a la comprensión… Tan se apartó de los bueyes y Bimo contuvo la respiración cuando se apoyó en el barril, junto a él. Demasiado cerca… Tan era impredecible dado a las drogas mermando su cordura.

 Bimo aguardó cuando Tan se mojó los labios, y una expresión de aburrimiento se dibujó en su cara.

—Te aseguro que así como la zona va poblándose, todo North Road y río arriba estarán completamente edificados de aquí en diez años o menos.

 La pesadumbre condensada en el atardecer se intensificó cuando Tan lo miró, como si esperara que Bimo continuara la charla. Este pudo verse desangrándose indefenso, con el cráneo macheteado a la mitad; porque nadie más que un asesino querría ocultar su identidad hablando otro dialecto y usando un nombre falso. Bimo lo entendió demasiado tarde. Era cierto que sabía pelear, pero no tendría posibilidades contra un machete y un brazo experto como el de Tan.

—¿Hay tigres? —Bimo miró hacia donde se alzaba la espesura leñosa de los árboles. Mantuvo la voz firme, fingiendo que no sabía que el hombre lo despreciaba, como si ni el odio, ni la ira ni el dolor se cernieran sobre él.

—Eso creo.

 Bimo intentó no huir cuando Tan se apartó del barril frunciendo toda la negrura de su frente.

—Vigila hasta que te llame. Grita si ves a uno—masculló adentrándose por un callejón que su ayudante no había visto entre el desorden de godowns y perros en los huesos, que rascaban en vano en el barro buscando algo de comer ante el extenso sendero de acceso al enclave del río.

 Como en la linde de Sago Street, el rumor de la ciudad se había esfumado como una tormenta. Los bueyes resoplaron por el calor, pese a la hora, latigueando moscas con la cola. Al ver la oscuridad del manglar y sufrir las picaduras de mosquitos, Bimo repasó las palabras de Tan, y pensó lo contrario; como si más bien la vegetación se negara a retroceder y estuviese avanzando, reclamando lo que alguna vez pobló en su totalidad.

 Un perro salió chillando del callejón y detrás otro, que lo correteaba hambriento. Los bueyes se asustaron y el gris pateó a uno de los perros, tan fuerte que Bimo se pasmó al verlo correr aún con vida. Entonces Tan reapareció azotando el suelo con la fusta, haciéndolos huir hasta perderse.

—Y los ang moh kow son peores—gruñó al verlo tieso, e hizo un guiño para que lo ayudara a guiar a los bueyes hacia la entrada del callejón. Por el fuerte hedor se adivinaba que los animales callejeros lo ocupaban de refugio—. No te enfades si los sientes viéndote mal, solo vamos a entrar un segundo y nos iremos.

—Sí…

 Los ang moh… Bimo no conocía nada. Había visto a los bule siempre desde lejos, hasta el día que estuvo en el hospital. Pero no pensó que Tan trabajaría para ellos.

 Hicieron rodar la cuba hasta una maltratada puerta. Tal vez se debiera a que su cerebro seguía aferrado al puerto pues Bimo se sintió, inevitablemente, re adentrándose en la bodega del twakow de Chen Ajin. Se trataba de una habitación oscura, aunque más seca y de cemento, dando a la pequeña tienda tras las casas comerciales europeas, oficinas y otros almacenes mayoristas operando con cara a River Valley. No había ventanas ni fuentes de luz.

 Trabajaron mudos e ignorando las punzadas en su espalda, acostumbrado a la velocidad de los swaylos. Situaron la cuba en la oscuridad bajo el ojo escrutador del pedagang extranjero y su esposa. Al interior del godown atiborrado, Bimo divisó a la mujer. Parecía una escultura de marfil con su nariz larga y sus ojos redondos y celestes, pero tenía un aspecto desdichado y afligido.

—Todo listo, Mem. Espero volver a verla pronto—le dirigió una despedida en inglés.

 La mujer reaccionó tan desconcertada que Bimo pensó en si debió callarse y seguir la advertencia de Tan. Pero cuando se iban, oyó una voz masculina a sus espaldas:

—Adiós, hijo. —A la luz del sol, el extranjero era un hombre bajito con una cara amable y redonda.

 Bimo pudo sentir la eléctrica tensión de Tan ante él. Ahora más que nunca quería llegar a casa. De alguna forma sentía que lo había desobedecido. Respiró con alivio al distinguir a Ah Beng en la tienda, pero sus músculos no acabaron por ceder hasta que Tan, de pronto, soltó una carcajada:

—¡Este niño quería esconderme que hablaba inglés! —lo amenazó juguetonamente delante de su amigo—. ¡Mañana también préstamelo!

—¿Te encuentras mal? —lo contempló Ah Beng con curiosidad. Su aspecto debía ser devastador.

—Creo que eludí un tigre—musitó Bimo, abatido.

 Por tres semanas, Bimo repitió el trajín recién enseñado. Aprendió a contar katies, rupias y propinas en peniques (esta última por caridad del matrimonio Wood), y llamaba a gritos a la clientela. Daban cada día a Ah Beng veinte yuanes en un buen día, conservando ellos dos el exceso sobrante, y los sábados ganaban para ellos. Al final de la tarde, antes de cenar Bimo se bañaba para quitarse la tierra del camino, transmutando en lodo negro a sus pies, solo para volver a ensuciarse en pleno amanecer. Tan nunca preguntó por su herida o presumió de la pelea con Lian. Apenas hablaba más que para maldecir de cuando en cuando a alguien que se cruzara en su camino o al clima, pero no buscaba pelea con Bimo. Este aprendió de a poco a perderle el miedo, a verlo menos animal y más como a un compañero con el que estaría obligado a compartir su compañía, quizás, por mucho tiempo. A esas alturas conocía ya cada pozo esparcido por la ciudad; uno de estos estaba a solo menos de un kilómetro de donde vivía Ah Beng. Cada mañana, decenas de otros carros de bueyes hacían fila en Spring Street ante un manantial que fluía hacia un pozo.

 Una tarde bajaron hasta el puerto. Bimo vio el mar salpicado de barcos. ¿Dónde estarían Chen y Lian? Aún quedaba algo de sol en Bukit Larangan, pero el mar, las embarcaciones y el plano oscurecían ya.

 Cuando llegaron al muelle empezaban a desembarcar los swaylos… Los vio en seguida. Al inicio, Bimo temió un encuentro sangriento entre ambos hombres, pero entonces Lian y Tan lo desconcertaron saludándose amigablemente.

—¡Niño, tranquilo! ¿O crees que es primera vez que nos damos puñetes? —Tan soltó una gran carcajada.

 Bimo miró a Lian Areng, que rio dándole sonoras palmadas en los lomos.

—Si yo juntara todas las peleas que he dado y que he recibido de este maldito, tendría para llenar una bodega. Así es que, ¿trabajas para éste?

—Sí, con Tan.

—¡Te tendrán comiendo heno!

—¡Y lo agarro a palos si se me da la gana!, menos andarle sacándole provecho…

—¡Vamos todos a comer!—anunció Chen, de improviso—. Por supuesto, ustedes irán con nosotros.

—¿Yo?

—Claro, aún eres nuestro compañero de cuadrilla…—declaró Chen, evadiendo la mirada de Tan.

—Bien—gruñó éste—, pero yo elijo el lugar.

 Cayó la noche en el muelle. Tan y Bimo guardaron a los bueyes, en tanto los swaylos cobraron la semana de trabajo, y echaron a andar por las estrechas calles del puerto, conversando sobre el trabajo y las barcazas. Se veía transitado por hombres absorbidos por las cantinas, dejando salir notas de pipa rebotando en las paredes del templo Yueh Hai Ching.

 Ah Beng surgió desde el opaco interior de una taberna, pero no por una actividad de placer. Otra vez, vestía de negro. Sin ningún descaro de su parte, Tan lo invitó a unirse al grupo para que “olvidara un rato esos asuntos de negocios”, como si no le importara arrastrar a alguien a último momento y sin invitación. Sin embargo, Bimo notó que ni a Lian o a Chen pareció molestarles, más bien recibieron al hombre con demasiado entusiasmo. Seguía sin comprender el idioma Hokkien, pero sabía que no a cualquiera se le saludaba con tal reverencia.

 A medida que avanzaron, aparecieron gentes moviéndose entre las bocalles como en agua fangosa. Un poco más adentro brotó un olor dulzón y ondulante que flotaba en la noche. El paisaje inquietó un poco a Bimo. Varias veces estuvo a punto de marcharse, pero su curiosidad y su temor de parecer infantil fue más fuerte.

 Lian, dándole un suave golpe con el codo, le invitó a penetrar en la oscuridad de la avenida. Bimo estuvo a punto de cogerse de la mano de Ah Beng, observabando linternas rojas serpenteando de puerta en puerta, dando la impresión de que la calle estaba iluminada a través de un gran velo rojo.

—¿Qué calle es ésta, Ah Beng?

Gi hin kong si.

 Era el barrio dominado por los mandamases de mar y tierra: dueños de plantaciones, comerciantes, operadores portuarios y mineros, recibidos en los umbrales de las casas por mujeres oscuras y amarillas, esbeltas y gordezuelas, riendo, conversando entre gritos y murmullos en idiomas nunca antes oídos.

—Oye, Tan, ¿dónde vamos?

—A relajarnos.

—¿Aquí?

—Aquí no. ¿Tú crees que esta gente duerme? A mí me gusta relajarme de verdad, olvidarme del mundo…

 Abandonaron la calle Ghee Hin y se internaron por una carretera de sombras desprendida de la urbe y que avanzaba hacia el mar.

 Bimo volvió a sentir el mareo ante una choza hundida por los años cuando Tan, seguido por los otros y Bimo como una sola sombra, abrió la puerta bajo un farol de papel, y cuatro mujeres corrieron hacia Tan cantando un coro con una voz perfectamente desagradable.

—Bueno, ya está, mujeres diabólicas… —Zafóse de ellas, ofreciéndoles a Bimo en su lugar, quien quieto en su sitio, apenas miró a las anfitrionas de aquella casa de descanso.

 En la oscuridad del brumoso local, los cuerpos se desparraman tumbados sobre colchones o, directamente, sobre el suelo.

—Les presento a este amigo mío. Estas cuatro bellezas son novias mías… y de quien quiera serlo. —Y cumplida esta formalidad, Tan abrió los brazos y aulló.

 Cinco minutos después el aguador deambulaba en la oscuridad de rincón a rincón entre los vapores que flotaban allí, acompañado por las risitas de las mujeres a las que Tan perseguía y tumbaba sobre los colchones mugrientos.

 Sentado junto a Ah Beng en una mesa vacía, Bimo presenciaba la revuelta que formaba Tan, hasta que repentinamente se desplomó entre ambos:

—Oye, pequeñín… diviértete, canta conmigo… —Estaba decaído, sonriente. Lo abrazó—. A este niño denle lo que pida, porque es amigo mío… ¡Yo pago!

 La pipa, detenida un instante, volvió a sonar y Tan retornó a su torbellino.

—¿No sabes cantar? —rio Ah Beng. Parecía cómodo, a diferencia de él.

—No, no sé…

 Y allí quedó, en silencio. Sus amigos swaylos se habían desplomado en unos colchones, exhaustos. Ahora solo tres chicas rodeaban a Tan, que cantaba con dos a un tiempo, mientras la otra, orillada en el colchón, se desgañitaba animando el canto con confusos refranes y chillidos. Bimo, entretanto, se aburría. Bostezaba y miraba a Ah Beng, que permanecía reservado como si pensara en graves asuntos; a las mesas de juego, los colchones, el techo. Pero ¿cómo irse y dejar a sus amigos?

 Concluyó por cerrar sus párpados, adormilado por los humos del opio.

—Buenas noches.

 Parada frente a ellos estaba una de las “novias” de Tan, una niña de doce o trece años. El pelo oscuro y reluciente arqueaba su rostro y brillaba junto con las cintas de su ropa.

—Buenas noches—dijo Bimo, mirándola con curiosidad, sorprendido por sus pies diminutos.

—¿Puedo ofrecerles una pipa de tabaco o de opio?

—De tabaco—pidió Ah Beng.

 Trajo la pipa y una bandeja con una botella de licor y zongzis, siempre viendo a Bimo mientras Ah Beng encendía su pipa. Bimo la espiaba de reojo, algo incómodo por esos ojos oscuros y dormidos que no sonreían junto con la boca.

—¿Es su amigo? —susurró señalando a Tan, que encendía su pipa en la lámpara.

—Sí, trabajamos juntos—respondió Bimo, presentándole a Ah Beng, quien apenas se volteó a mirarlos muy sutilmente.

 La chica murmuró algo en su propio dialecto, mientras Bimo cogía unos zongzis
de la bandeja y las escondía cuidadosamente para la jornada de mañana.

 Pareciendo un instante horriblemente confuso, la niña se sentó en el regazo del joven entre risitas. Bimo la apartó levantándose de un brinco como si le hubiera quemado, dejándola en el suelo enseguida. De inmediato lo lamentó.

—Perdón, pero… Es que…—balbuceó mortificado ante las caras atónitas de Ah Beng y de la chica—. Voy… Bebí mucho… ¿Dónde… en dónde puedo…? —Fue la única excusa que se le ocurrió.

—Por la puerta—rió la niña levantándose con calma, y apartó sus ojos de Bimo como si ahora le aburriera. No le importó.

 Salió a trancos por donde le señaló, pensando en cual rara fue la confianza que se tomó con él.

 Ni siquiera había cerrado la puerta, y la voz congestionada de Tan gritó a sus espaldas:

—¡Miren al pequeño! Lo traigo aquí de visita y en cuanto me descuido, me roba la novia…

—¿No tienes ahí otras tres novias? —le contestó Ah Beng.

—¿Novias? ¿Llamas novias a estos macacos?

 Estallaron las risas, pero sin bríos, flojamente.

 La oscuridad le hizo echar un último vistazo a Bimo al salón: la chica ahora coqueteaba con Ah Beng; Chen y Lian compartían una lámpara, abochornados por el opio. No lo echarían de menos.

 Rodeó la choza por una oscura callejuela sumamente angosta extendiéndose como la boca de una caverna. Apenas guiado por hileras de ventanas iluminadas yendo y viniendo de arriba a abajo, Bimo estuvo a punto de resbalar varias veces con agua negra. El aire pestilente no era menos caliente que el del salón, y antes de notarlo, ya no distinguía adelante de atrás. El hedor a ponzoña, a vómito, a orina y heces se volvió insoportable, a desdicha en estado puro, confirmando que todo a su alrededor y bajo sus pies era la letrina.

 Más allá de la ilusión de las ventanas creando cientos de ojos sobre él, no veía ninguna salida. El asco y la prisa por huir comenzaban a hacerle ver borroso… La brisa marina oreó desde Telok Ayer, desde el templo de la diosa del mar, llevándose lejos la pestilencia, inaudible.

 Sin respuesta a los planes vaticinados por Chen.

 Bimo se frotó el rostro. No le haría ningún bien pensar en dioses paganos. Decidió que era momento de regresar; prefería pasarla sentado y aburrido en su esquina que solo y perdido.

 Se volvió por la cueva de ojos y resbaló con el fango. Los zongzis volaron por el aire junto con su mano capturando a tientas algunas de las cuerdas de hoja. Se rehusó a recoger el resto del suelo salpicado de desperdicios de cáscaras, una pipa rota. Oscuridad.

 Una mano.

 Se desplomó contra el muro, tratando de divisar en su huida al dueño cuyos dedos oscuros cobraron vida y desarmaron lentamente el zongzi enlodado. Sus cabellos negros cubrían su rostro hasta barrer sus pies delgados, pero Bimo percibió sus ojos revotando del bocadillo a él como un maestro impaciente… Entonces el miedo fue barrido por una oleada de indignación y angustia.

—¡No te lo comas, está sucio!

 La niña pequeña soltó el zongi y se arrinconó hacia el muro, sin apartar sus ojos de Bimo aún en la oscuridad. Turbado, a este Se le ocurrió —muy poco a poco, porque era una idea nueva y desconcertante— que alguien le tenía miedo. No pudo evitar sentir pena por ella.

 Desenvolvió un zongzi limpio frente a ella.

—Tómalo. Puedes comértelo.

 La niña se refugió más en sí misma, esperando un ataque que no llegaría. Arrepentido por su rudeza, Bimo retrocedió a una distancia prudente y usó una voz más suave; una tierna entonación recién descubierta, como si le susurrara a un bebé. Paciente.

 Cuando pensó que la niña tal vez no hablaba melayu, esta desprendió una mano hacia él con lentitud. La duda entrecortó su respiración a un ritmo hipnótico tras la cortina negra de su cabello, capturando a Bimo en una eternidad donde solo contemplaba esos largos dedos esqueléticos de arbusto seco pendiendo frente a él.

 El roce helado de su piel se clavó en la suya al arrebatarle el zongzi de las manos, con una violencia que lo plantó al suelo en un vertiginoso escalofrío. Y no era para menos.

 Una mujer que no era su madre lo había tocado. Un dosa.

 El pánico torció su cuello, temiendo hayar a alguien… La niña no tardó en devorar todo de un bocado y ahora lo miraba con un hambre voraz, la cara cubierta de arroz. Bimo pensó, muy penosamente, si así lucía el día que Ah Beng lo encontró bajo la lluvia. Sacó otro zongzi, depositándolo en la mano huesuda extendida ante él con el consuelo de no ser visto.

 Decidió jamás contárselo a nadie.

—Así está mejor—sonrió Bimo satisfecho, viéndola engullir la comida de cara a la pared escondiendo su tesoro, ofreciéndole la penosa vista de sus vértebras saliendo de su sarung.

 Bimo inspeccionó el entorno, confirmando que estaba sola. No se parecía a las mujeres del salón o a las que vio en su camino. Tal vez ni siquiera era una niña. Cuando pensaba si no sería solo una vagabunda, observó a un hombre corpulento y bien vestido en un caftán blanco aproximarse desde Telok Ayer. Era un Kling, más alto y por mucho más redondo que Bimo.

—¡Buenas noches, señor! Veo que tiene un buen ojo para la calidad. —El recién llegado, que por fortuna hablaba un melayu
fluido, puso su ancha mano en el hombro de Bimo y lo invitó a mirar a la niña en el suelo, más o menos que a una prenda o un mueble.

 Abrió una cortina arriba de ellos, dejando salir la luz del interior junto con un fuerte aroma a inciensos y la vista de hermosas lámparas que desentonaban del deteriorado exterior.

—Esta joven es descendiente de la realeza inglesa. Puede usted tomarla como su sirvienta o como esposa. Se la dejaré a un precio muy barato, solo para usted. De hecho, puedo cambiársela directamente por lo que lleve consigo por encima de treinta dólares.

 Aunque el malentendido abrumó a Bimo, no se movió de ahí. Mientras el hombre hablaba, se había quedado viendo detenidamente una soga serperteando por el esqueleto de la niña hasta su cuello, inmovilizándola a la ventana. Su boca blanca al borde de la inanición le daba el aspecto cadavérico de un prisionero fallecido en confinamiento. Bimo contó el dinero que traía para “la cena” con sus amigos, mientras que el resto estaba en el piso de Ah Beng. ¿Con cuánto se conformaría ese hombre…? Se llamó al orden; no tenía los medios para cuidar de una niña… pero no pudo evitar compadecerse. Si tan solo pudiera ayudarla…

 Al ver su indesición, el hombre, muy paciente, esbozó más su sonrisa:

—¿Qué tal si se la alquilo por un rato para decidirlo con calma? Solo quince. Si la compra, le cobraré los otros quince. —Apuntó sutilmente el bulto en donde ocultaba su pequeña cartera—. No tiene que dar mucho más, estoy dispuesto a aceptar lo que quiera ofrecerme…

—Tu fea madre es la que desciende de las prostitutas inglesas del mercado.—La voz siseó aguda y rota, pero hizo flaquear las piernas de Bimo tal y cuando descubrió el tablón clavado en su espalda.

 Sin nadie espiándoles en la oscuridad ni en la ventana ante ellos o alguna otra, desde la humedad del suelo, la niña los atravesaba con unos ojos blancos afilados de odio.

 La brisa marina rugió contra las paredes del laberinto de casas, oscureciendo el mundo de Bimo como antes de entrar a ese barrio, asqueado de la inmundicia y del embutido de olores desagradables, intimidado por las sombras proyectándose desde las casas de juegos, las voces espectrales y de la presencia de la niña vigilando los movimientos de ambos. El pensamiento de cuántas veces la habrían “alquilado” a otros hombres, como sus amigos, cruzó su mente… Se descubrió temblando y quiso salir corriendo. 

 La patética rebelión consiguió hinchar de sangre el rostro de su amo, que alzó una vara de su caftán y la dejó caer sobre la niña sin ninguna piedad. Sus chillidos armonizaron con la varilla un zumbido tras otro, con Bimo sin poder reaccionar hasta cerca del sexto golpe, doblando el regordete brazo tras su espalda. Su alarido fue tan lamentable como los que le sacó a la niña.

—¿V-v-va a tomarla entonces? —preguntó el Kling con una horrible sonrisa, temblándole la carne flácida de sus mejillas y castañeando de dolor.

—¡Bimo! ¿Qué estás haciendo?

 La voz de Tan. El sujeto gimió más fuerte, en un intento de despertar compasión. A Bimo le repugnó tanto que prefirió soltarlo.

—¡Libérala! ¡Las leyes de aquí prohíben la esclavitud!

—¡¿Vas a comprarla o no?!—gritó el hombre, cargando la punta de la varilla en el delicado cráneo de la niña. Su cambio de humor fue brusco, haciéndole pensar a Bimo si acaso los humos volvían idiota a esta gente—. ¿No?—Le dio unos golpecitos sobre el cabello.

—No puedes—repitió Bimo yendo de nuevo contra él, pero tres hombres altos y corpulentos, armados con krises y machetes, aparecieron atrás suyo y de Tan.

 Muy quieta, la niña ya no reaccionaba a la violencia de su amo o a la punta de la fusta contra su cabeza, yaciendo inerte en su pecho. No parecía despierta, o viva…

 Los golpes habían sido demasiado fuertes.

 El hombre se rio:

—Ya vete, si no quieres oír lo bellos que son sus gritos.

 Bimo pudo sentir a Tan halarlo de un brazo. Estaba algo lúcido, pero no lo suficiente para pelear.

—Ven aquí… ¡Que vengas!

 Quieto en su sitio, Bimo no se intimidó cuando el guardaespaldas le cargó la punta del machete en la mejilla. Aun así, no sintió tener control en su cuerpo cuando se alejó con Tan por la calle.

 No podía creer que estuviera retrocediendo. Que no pudiera ayudar a una simple niña.

Bajo el farol de papel, como un padre o un hermano, Ah Beng los esperaba:

—Vamos, Bimo, Tan… ¿O te quedas?

 No preguntó al joven dónde estuvo.

—No, los voy a acompañar…

 Gi hin kong si continuaba atestada y la evitaron rápidamente por Kampong Susu. Ah Beng marchaba a buen paso, Tan iba cada cierto trecho balanceándose, como zarandeado por una ola invisible. Bimo respiraba con fuerza la límpida noche sobre la isla. Un viento fresco subía del mar.

 Cruzaron South Bridge Road y torcieron por la callejuela que ascendía iluminada con nuevos ataúdes en la acera, llegando hasta la tienda pequeña y colorida.

—Los dejo aquí… Hasta mañana, pequeñín—dijo Tan, abrazándolo tiernamente sin aviso, y virando como un falucho cargado de opio se hundió en la multitud. Lo vieron tropezar, despertando a un perro, que ladró por encima de la música.

 Bimo miró el haber puesto el cerrojo dos veces. No creía que se produjeran secuestros en el barrio de Ah Beng, pero la esclava de la calle Amoy había sembrado la duda en él…

 Se acostaron en silencio como cada noche, oyendo versos taoístas cantados por monjes en la oscuridad hogareña, contraria a solo unos trechos más allá. Bimo contempló las bolas de fuego tras la persiana, bostezando. Apretó sus párpados. Pero no se durmió de inmediato. Todavía sentía el roce de esos dedos fríos, como si una mano invisible esperara el momento para arrastrarlo de vuelta a las tinieblas de sus noches en el mar, hasta las profundidades inmundas del río.

 Antes de darse cuenta, las bolas de fuego se embadurnaron de lágrimas saladas. Pero por más que mordió sus labios, estas no mitigaron.

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