Hasta el cuello, capítulo 3

Hasta el cuello, capítulo 3

Vulturandes

01/11/2024

                                                                            3

 Al momento de cortar con el remo la superficie del mar, el twakow se movió perezosamente. Bimo se enderezó y repitió el movimiento que exigía más habilidad que músculo, pero en cuya acción fijaba toda su fuerza.

—Me parece que buscas descansar de la batea —comentó irónicamente Lian. Rio Chen.

—Si te parece mal, te cambio con gusto…

 Lian lanzó una carcajada, pero una segunda risa, como un trueno, remedó en el muelle.

—¡¿De qué te ríes, aguador?! —rezongó el swaylo.

—¿Trabajando en el carbón? —preguntó Tan amistoso, a lo lejos. En la orilla sólo se veía una camiseta blanca. La cara y el resto del cuerpo desaparecían en la sombra del sombrero.

—En el carbón—respondió Lian.

—Dales recuerdos a las sábanas, entonces.

 Chen y Bimo rieron.

—¡Para de remar! ¡Alto! —gritó Chen, alzando un brazo.

 Empapado en sudor, Bimo se detuvo jadeando alegre. Varios días llevaba embarcado en ese twakow, tocado por el sol y la lluvia, trabajando desde el alba con los pies desnudos hasta el ocaso. Dado que las compañías de carga recibían una tarifa por la estadía de tiempo que su nave debía aguardar —esto a veces hasta una semana— para descargar la carga, y que todo el tiempo la tripulación permanecía a bordo, Bimo no había vuelto al piso de Ah Beng ni visto a su amigo en días. Poco a poco se acostumbró a las noches del mar, desapareció la intranquilidad de la primera noche y se atrevió a dormir en el reducido espacio de la embarcación. Pero a veces, despertaba entumecido sobre la cubierta. No era posible ver a más de tres pasos de distancia; apenas a lo lejos se veían las luces de los barcos y la ciudad. Se oía el rumor del agua al golpear la embarcación y los ronquidos de sus compañeros. Sentado con vista al mástil y con el altar de la diosa del mar a su espalda, Bimo cerraba y abría los ojos en la sombra sin saber si dormía o velaba. Cuando por la mañana desayunaban, apenas podía mover los brazos y las piernas.

—¿Qué tal? —le preguntó Chen luego de su primera noche, a lo que Bimo contestó con un gesto de mal humor en la media luz del alba, mientras comía lentamente la frugal comida. En el transcurso de los días, los propietarios enviaban comidas a intervalos regulares, pero ese era el límite de su responsabilidad con los barqueros. Había poco que comer. Al ser musulmán, Bimo atinó que debía comprar su propio almuerzo, gachas y un poco de pescado salado o verduras, mientras sus compañeros complementaban el menú de sopa de dientes de ajo y salsa de soja con huesos de cerdo; solo el Towkay o los jefes se permitían carne en la sopa con regularidad.

 Parado en la proa, Lian orinaba por la borda, cantando a gritos, poniendo en ello todo su aliento. Bimo explotó en una carcajada. Si aún con la rutina marcada por los días para Bimo el tiempo que se pasaba atado a un carguero a menudo era difícil, lo cierto era que a todos los swaylos
les sobraba aburrimiento y poca o nada de privacidad: comer, dormir, bañarse e incluso ir al baño se realizaban en el twakow o al costado del mismo. Y no había un pago adicional para la tripulación mientras esperaban en la embarcación.

—¿Por qué gritas tanto, animal? —preguntó en la cubierta una voz—. ¿Qué, te están esperando tus queridas?

—¿Y por qué no? Hombre joven y nada mal parecido —repuso Lian, contoneándose en la borda.

 Luego en estos momentos de retorno a la bahía, Bimo podía recordar con gran placer el suave deslizar del casco sobre las olas y las puestas de sol dando a la isla un tono rojizo. Bukit Larangan, cubierta de luces, refulgía como un diamante en la noche.

 Con la canasta cargada de carbón a la espalda, elevándose con ellas, Bimo cruzó la rudimentaria pasarela, inundando de crujidos la angosta tabla. Jadeando de alivio, consiguió atravesarla. En cuestión de un año, sería demasiado para sus fuerzas continuar semejante trabajo. Tal cual que vivir a costa de Ah Beng, sin la menor duda… Bimo regresó por la tabla, tratando de ignorar estas preocupaciones y el agua ondulando debajo, lanzando destellos. Estiró un brazo en dirección a las canastas, cuando a su espalda el muelle se inundó del eco de unos pasos furtivos y bufidos.

 Se quedó inmóvil, intentando adivinar el origen del alboroto. De pronto el muelle enmudeció. Bimo aguardó, atento al menor sonido. Transcurridos unos instantes, cruzó la tabla equilibrando su peso con delicadeza.

 No comprendió qué ocurría cuando Tan lo atacó con la aguijada.

 Bimo lo esquivó doblándose hacia atrás, con el palo volando sobre su cara y el suelo de tablas desapareciendo debajo de él. Cayó al río y su carga lo sepultó en una avalancha. Por mucho que se esforzó en nadar, su cuerpo cedió bajo el peso de ochenta kilogramos de canastas y del agua pestilente absorbiéndolo. Agitó sus brazos como si intentara cogerse de una cuerda inexistente o de una mano. Era buen nadador, nunca le preocupó ahogarse en el lago Maninjau pero ahora…

 Todo duró solo unos segundos: Sus ojos pasaron por cientos de rostros curiosos mientras una capa de espuma cubría su cabeza. Ninguna mano o cuerdas. Al hallar a sus amigos, la apatía en las caras de los compañeros con los que trabajó y rio por semanas, ahora quietos, indiferentes, como si ya estuviese muerto, lo hundió.

 Se golpeó la espalda contra algo y a punto estuvo de inspirar, pero se obligó a contenerse más aún. Las burbujas atronaban a su alrededor. Manoteando en busca de una salida, sus pulmones protestaban a causa de la falta de aire y combatió una oleada de pánico y lloro. “No quiero ahogarme, no quiero ahogarme, no quiero…” Abrió sus ojos dentro de un telón insalubre de oscuridad y basura de los astilleros acumulada en el fango, como restos de un olvidado reino al fondo del río… Sus dedos chocaron en algo firme: las sogas del twakow. Las haló a tientas, esperando desenterrarse del suelo. Su pecho amenazaba con estallar de un instante a otro.

 Se desatascó de la mortal madriguera. Una mano tras otra, empezó a ascender reprimiendo el impulso de respirar y llenarse los pulmones de aguas negras. Sería tan fácil… Bimo redobló sus esfuerzos en un ascenso desesperado. No veía más que destellos parpadeantes. Ascendió cada vez más a pesar de que lo acuciaba la falta de aire, hasta que su cuerpo comenzó a sufrir una serie de espasmos.

 El sol del atardecer lo cegó unos instantes y Aspiró una bocanada de aire cristalino que le inundó los pulmones. Nadó a través de los cascos de twakows en dirección al rompeolas. Dejó atrás los últimos peldaños de la escalera y se puso en pie. Le temblaban las piernas, pero estaba en tierra firme, y con vida.

 Lian Areng, con sangre en los dientes, se encargaba de derribar a Tan de un puñetazo sobre unas canastas de carbón. Al mismo tiempo, Ah Beng había llegado vestido en un curioso traje negro y el aguador ya no se puso de pie. Con la aguijada dibujada en el rostro, Lian lo desafió a levantarse y reanudar la lucha; pero Tan permaneció resignado, con la blanca camisa teñida de rojo.

 Bimo soltó un aullido animal frente a ellos y otros cientos de choor coolies, trabajadores y swaylos, que lo miraron patidifusos.

—¡Saya hidup! —chilló para que todos lo oyeran—. ¡Saya hidup!

 Continuaron observándolo sin pestañear, en silencio.

 Bimo se disponía a gritar algo más, pero detectó algo en los rostros que lo contemplaban que le hizo bajar la mirada. El agua del río regaba sus pies, mezclada con suciedad amarilla y astillas. Y con su sangre. A chorros rojos por sus tobillos, tiñendo el muelle al compás de los latidos de su corazón.

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