Hasta el cuello, capítulo 1

Hasta el cuello, capítulo 1

Vulturandes

01/11/2024

                                                                       1

 En Singapura, el estruendo de la lluvia imitaba el eco de las fauces de una bestia que los hombres atravesaban con indiferencia, cada uno ocupado en sus propias labores.

 Bimo se la quedó viendo con expresión boba, sosteniendo su comida sazonada con agua de monzón sobre sus pantalones raídos. Tras desembarcar hacía un mes y hacer una breve búsqueda, conseguido instalarse en un wakaf al oeste del río e ido en busca de trabajo —demasiado confiado en la magnificencia de esa ciudad en la que parecía imposible no tener opciones—, así como los primeros días fuera de su aldea aprendió de golpe que un chico sin familiares a recurrir debía conformarse con faenas indeseables, pronto no tardó en retomar la misma monotonía que en Malaka, revolviendo ollas y hundido en sangre mientras destripaba pescado en atestados puestos de comida ambulante; sin quejarse de qué comía ni en dónde o con quién dormía… Viendo atrás, la fábrica en las afueras era su mejor hallazgo.

 La suntuosidad de la urbe no había llegado a ese lugar. Delimitadas por el cerro desdibujado en el monzón, las plantaciones se extendían en una oscura masa tras las múltiples fábricas. Bimo contempló el humo de los hornos alfareros a la distancia, desde la tarima colmada de sacos de harina del sagú extraído y filtrado ese mismo día. Y su lecho para esta noche, pero estaba mejor que hacía unos meses. Luego de tres largos meses dedicado a su merantau, llegada la estación seca casi se le habían agotado las provisiones. Por otra parte, Bimo había escuchado acerca de esta isla al sur tomada por los ingleses que prometía muchas oportunidades de trabajo. No se lo pensó y abandonó Malaka enrolado en un tongkang de leña. A la semana de viaje ya había arribado a un recoveco del río, ante construcciones arrimándose en filas interminables de godowns, oficinas y templos, shophouses de colores y gentes por todas partes: eso era La Ciudad del León. Una isla tumultuosa y lluviosa en la que, veinte días después, no le quedaban más de dos dólares en el bolsillo y saboreaba yuca cocida bajo el monzón.

 Bimo tragó su cena, negando cualquier pensamiento pesimista. Pero fuera yuca de sabor insulso o una tarima rodeada de charcos por no llegar a tiempo a la mezquita, tan solo sufría el tener que dar por “perdido” su único cambio de ropa en un refugio lleno de extraños…

—¿Qué estás haciendo aquí todavía? —A media voz, la pregunta le hizo arrojar una mirada casi culpable a su dueño.

—Oh, Ah Beng…

 Ah Beng era de los cientos de tangren esparcidos por la ciudad y compañero de trabajo; una curiosa visión en medio de trabajadores puramente indios y malayos entre yuca procesada.

—Se llenó el albergue—rio Bimo apenado—. Por hoy me dejaron dormir acá—respondió cordial bajo el fleco empapado.

 Fijó sus ojos en la mirada curiosa de Ah Beng. Como siempre, sus ropas eran limpias y su cabello estaba ordenado, aun siendo pobre. Cómo se las arreglaba, Bimo no lo sabía. Su compañero ni siquiera expelía olor corporal, incluso con este calor.

—Si no tienes dónde quedarte, ven conmigo—ofreció el hombre al cabo de un instante en su melayu fluido—. No pagarás alquiler, solo tendrás que cocinarte tu propia comida.

 No esperaron a que se detuviera la lluvia. De todas maneras fue cosa de caminar hasta la linde del barrio, a un cubículo que Ah Beng alquilaba en el piso superior de la tienda de una mujer Peranakan, frente a la colina Pearl.

 Cocinaron la cena entre los dos y llegada la noche, mientras el tangren leía un gastado libro en una cama improvisada con dos banquetas y algunas tablas, Bimo se asomó a la bulliciosa calle por las persianas de madera. Había dejado de llover. Las tiendas monocromáticas unidas en hilera que fabricaban ropa de luto y ataúdes; las filas de mesas en la calle con personas arrastrando piezas de mahjong; la banda de tambores, trompetas, gongs ensordecedores y zancudas danzantes; el canto de sacerdotes taoístas circulando un pequeño pozo de fuego infernal, escupiendo en el pozo para crear bolas de fuego y luego saltaban sobre ellas como acróbatas, brillaban directamente bajo su habitación, alrededor de largas filas de personas llorando detrás de un florido ataúd en una conmovedora despedida. Su amigo coexistía con la muerte. Su propia arrendadora vendía efigies de papel y cerca había un par de hospitales y boticas.

 Oscura y maloliente, una casa en particular ensombrecía la entrada a la macabra calle. Bimo no había podido evitar preguntar qué era al pasar frente a ella.

—Una casa de la muerte, aquí es donde los enfermos esperan fallecer—explicó Ah Beng con indiferencia—. Cuando llegué a la isla me sentía doliente, no conocía a nadie y me instalé aquí por precaución.

 Bimo se quedó helado al darse cuenta de que dormiría en un sitio tan infame, pero por lo oído era una feria mortuoria conveniente. La superstición china dictaba que la muerte nunca debía ocurrir en una casa o traería mala suerte a sus habitantes. Paralela a las fábricas de sagú y un cementerio camino al mar, las faldas de la colina albergaban un verdadero asilo para que pobres y enfermos esperaran sus últimos días, mientras la funeraria organizaba todos los ritos necesarios para garantizar una despedida adecuada.

—Apaguemos la luz; mañana al medio día hay que vaciar el molino —murmuró Ah Beng. Junto a sus hombros ardían dos velas trazando su pálida luz sobre su pequeña nariz y breve mentón.

Como invitado, Bimo ocupó su pequeña cama con armazón de bambú.

Selamat malam—dijo Bimo sin apartar la mirada de las rendijas de las persianas resplandeciendo en el fuego taoísta.

—Buenas noches.

 Durmieron la noche entera oyendo el “tung-tung-chang-tung-tung-chang” funerario hasta el amanecer, cuando estaban ya desayunando. Ah Beng se había acostumbrado tanto a las filas de ataúdes y los sonidos que, sin ellos, toda la calle parecía irónicamente fantasmal.

 Las semanas siguientes, Bimo se acostumbró a las coloridas exhibiciones de papel a lo largo de las tiendas guiándolos hacia la fábrica. Nunca tuvo que ver un cadáver aunque eso no le impedía olerlos. Sus dudas acerca de qué impulsó a ese hombre a traerse con él a un chiquillo que apenas conocía se disiparon conforme su amistad crecía, de todos modos no estaba en posición de rechazar ayuda. Apenas había dinero para arreglárselas y enviarle a su madre. Además, los trabajos iban y venían como una herramienta pasando de mano en mano a otra que mejor pagara, y él, herramienta a la deriva, se prestaba a todo. Comprar unos pantalones de ocasión fue su mejor inversión y su primer logro luego de que robaran sus pertenencias en el wakaf.

 Pero decirse que sufría su pobreza sería falso: Luego de toda dificultad viene el alivio y la isla tenía también sus encantos; aquí los ojos de las tribus congregadas no tenían el odio que los alumbraban en otros sitios. Él mismo se hacía uno con la multitud y lo miraban sin distinción. Sólo en Kampong Melaka y su surau volvía a ser pariente de saudagar, guerreros y munshis. Afortunadamente, era lo bastante joven para poder disuadir la curiosidad de los fieles del surau, tales como simpatía y prisa por ir al trabajo. Cuando se hacía la vida solo, aún con un amigo que lo mantuviera, la vida era dura.

 De todo su período conferido al merantau, pese a la oscuridad del barrio, Bimo no recordaba ningún lugar más acogedor y seguro que el piso de Ah Beng. Se amistaron rápido, viendo que compartían la soledad de no tener a sus respectivas familias con ellos, concordando en silencioso acuerdo que aquel tema no debía mencionarse. Los distanciaban un idioma y veinte años, pero con él Bimo se sentía más a gusto que con muchos jóvenes de su edad. Ah Beng era un gran hablador y vivía codeado de amistades por todo Niu Che Shui: desde vendedores ambulantes a vagabundos, dueños de tiendas; lo saludaba incluso gente iluste. Bimo lo admiraba.

 Su admiración lo llevaría a un hombre en particular al que Ah Beng estimaba. Simplemente porque, aquel hombre, era un hombre terrible.

 Cada seis días, Bimo empeñaba toda su paciencia. Era de esos días al salir de la fábrica en que aprovechaba las ofertas laborales del puerto y volvía un poco antes al piso. Preparaba la cena… Y lo oyó: un aullido que retumbó por encima de la música del barrio y los gritos de los comerciantes. Pedía ver a su amigo. Bimo sabía que la mujercita de la tienda le temía y corrió a evitar alargarle el mal rato, aunque él mismo temblara cuando sintió la estampida ascendiendo la escala y unos golpes sacudieron la puerta con violencia, como si intentaran apalizarlo a través de ella.

 Bimo se armó de valor al abrirle. Saltándose cualquier formalidad, una cara arrugada y negra, quemada hasta la cabezota mal rapada y la coleta envolviéndola, irrumpió en el cuarto.

—¡Ah Beng, traigo lo tuyo! —escupió el intruso, un tangren, en un melayu mal pronunciado.

—Buen día…—articuló Bimo respetuosamente, contemplando la peligrosa funda de su cuchillo.

—¿Ah Beng? ¡Ya acabé mi ronda, dejé la carreta donde siempre! —rugió el visitante, tomando a Bimo por uno de los escasos muebles del piso.

 Además de su empleo en la fábrica, Ah Beng poseía una carreta tirada por dos bueyes que transportaban grandes toneladas de agua, que después este sujeto vendía a los transeúntes. Bimo se replanteaba en qué pensaría su amigo al asignar tal responsabilidad a alguien fácilmente irritable. ¡Y de habla rápida! Como si ya el único modo de comunicarse para todas las etnias entre sí era por medio del bahasa melayu, Bimo no tenía tanta experiencia con el idioma y a veces cometía varios errores pequeños. Y por desgracia los chinos tenían una clara incapacidad para pronunciar ciertas palabras.

 La combinación con ese hombre, desde el principio, fue explosiva. Muchas veces Bimo se contuvo para no mandarle al infierno.

 Dos manos delgadas como palillos sostuvieron silenciosamente los hombros del sujeto. ¡Ah Beng! Siempre evitaba conflictos, pero en lo que respectaba a sus cercanos siempre estaba allí, incluso venir a ayudarlo a ocuparse de ese sujeto arisco.

—Acá está tu dinero, hermano. Todo en marcha—declaró el visitante, perezoso. Menos hostil.

 Su quijada se había relajado bajo la barba incipiente; no coincidía con la pulcritud de Ah Beng, bien afeitado y rapado hasta la coleta.

 Dos caras distintas de la vida.

—Y acá el tuyo. Gracias por tu arduo esfuerzo, hermano Tan. ¿Ya cenaste?

 Bimo había aprendido a odiar esta pregunta con insinuaciones de invitación.

—Bimo, ¿le harías compañía mientras traigo los platos?

—¡Yo me ocupo!—se ofreció voluntarioso, tras echar un vistazo a ese oscuro ceño fruncido.

 Mientras revolvía las ollas, el sonido de la apacible risa de Ah Beng resonaba junto con la áspera voz del invitado en ecos estridentes de alegría. Tan fumaba de cuando en cuando una pipa, nublando cada una de sus frases en nubes de humo azul. Su mirada cortante incluso al sonreír, la nudosidad ancha de la nariz, su porte robusto siempre crispado y el gigantesco cuchillo al cinto evocaba más un mercenario que a un campesino.

—En vez de quedarte ahí inmóvil, como un retrasado, pone la mesa—lo apresuró Tan, cuando la mesa estaba ya puesta y Bimo vertía la sopa en los cuencos.

 Al principio, Bimo estaba tan apabullado que no podía comer. Frente a él, Tan devoraba con hambre canina, deteniéndose de vez en cuando para mirar a Bimo. Este lo miraba de reojo, bajando los ojos cuando encontraba los suyos. Cuando acabó de tomar el caldo, cogió la coronta de la cazuela, engulléndola con su gran boca y los dientes negros manchados de tabaco y opio. Tras roer el maíz, lo arrojó al suelo, a los pies de Bimo.

—Límpialo si no te gusta, así no te ganas el techo sin hacer nada.

—Es Bimo, ya lo conoces—le imploró Ah Beng, apaciguandolo tanto como a Bimo. Este recibía los insultos en silencio, pero el hombre percibía la tensión contenida en su frente.

—¿No iba a ser solamente por un tiempo? ¡Estas vainas te pasan por ser buena gente!—gruñó Tan, mientras tomaba un trago de vino y se secaba los labios con los dedos.

 Bimo posó su mirada en su plato, apretando los nudillos. No había en él de digno, de afable; de algo que justificara su amistad con Ah Beng. ¡Solo por él, Bimo no se tomaba el mal humor de Tan algo personal! Aunque lo fuera y por lo que fuera… Al terminar su plato, este se golpeó la barriga:

—Todavía me queda un huequecito… —mugió al fin satisfecho, eructando ruidosamente.

 En Malaya tenían un dicho: “Di mana bumi dipijak disitu langit kena junjung”. En palabras simples: Donde sea que vivas debes adaptarte a las costumbres. De igual modo que viviendo en Malaka trató de hablar bahasa melayu, aunque algo de su acento se oyera un poco extraño y la gente notara que no era nativo, lo recibían porque trataba de ser humilde y socializar con ellos. Era lo mismo en Singapura. No iba a desalentarse solo por el mal humor de un extraño.

 Sería feliz si no fuera por la constante necesidad de conservar el misterio de su situación a su madre, ni a las personas de aquí.

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