Salva al gato.
Aunque parezca un felino de pesadilla, con dedos en vez de garras y la piel metálica, sálvalo.
Sí, de acuerdo. Pero eso será luego.
Ahora acaba de llegar y todavía no sabe nada.
Las últimas imágenes de Madrid se desdibujan ante sus ojos entorpecidos por la droga. Una vegetación densa y oscura cubre sus pies. Parece humo. Y si no fuera porque la pipa de salvia ha desaparecido, juraría que ese humo brota de sus dedos dando forma a lo que le rodea.
Es así, en realidad. Aunque hablar de realidad en Oniria tenga poco de lúcido. Pero Diego Torres extiende los brazos, se observa las manos, todavía un poco brumosas, y es plenamente consciente de que está soñando.
Así que aquí estoy, piensa. En esta desolación verde. Y allí a lo lejos, ese resplandor escarlata. Bien. Volar, piensa. Eso es fácil. Su cuerpo pierde densidad y se eleva. Tan fácil como respirar. Apoya un pie sobre la corteza quemada de un árbol, y sale volando como Súperman hacia la antena que promete cumplir todos sus deseos.
Oniria, la nueva tierra de las oportunidades tras el deshielo, el caos, la miseria.
A sus pies se extiende la Esfera onírica como un planeta en miniatura flotando en un cosmos púrpura cuajado de bolas de luz. Son las otras esferas del Sueño, oscilantes, herméticas. Todas, menos una, aún por explorar. Y esa una, Tecnosol, le deslumbra por un instante, girando como un sol enloquecido contenido por anillos de acero líquido.
Abajo, la vegetación vibra como la pantalla de una televisión mal sintonizada. Un bosque calcinado en un fotograma, en el siguiente, una costa salvaje plagada de langostas, el Castillo Oscuro, gigantes de piedra, ciénagas, un cementerio con demasiadas dimensiones…
Pero nada de eso importa ahora. Porque es su primera noche lúcido en la Esfera donde sueñan los humanos: Palacio de los Deseos. Y ese nombre, que aún desconoce, encaja perfectamente con lo que siente. Un nombre que vibra en las neuronas de todos y cada uno de los seres que llegan hasta ella.
Así que se deja arrastrar por la «llamada escarlata», como resumirá más adelante lo que le llevó hasta La Ciudad, y vuela en línea recta hacia la torre. Ya la ve claramente.
Una descomunal construcción de paredes irregulares, curvas y ángulos incomprensibles. Muchas de sus secciones están al aire libre, otras carecen de techo o suelo. Hay cascadas, puentes, jardines. Emite un extraño brillo rojizo que la mayoría ni siquiera puede ver, un flujo constante de energía que resuena con la Esfera misma y se arremolina en torno a la Cúspide del Sueño, donde ondea un estandarte índigo con tres estrellas doradas.
Se oye un ruido de cristales rotos y Diego Torres empieza a caer.
Lástima, quedaba tan poco.
Estaba tan desesperado por llegar que no ha notado cómo su cuerpo se deshacía en hilos carmesíes, dejando una estela de granos de aerena onírica a su paso.
En Vigilia, la pipa de salvia se ha estrellado contra el suelo. Su consciencia pugna por despertar. Tal vez un chute más y todo arreglado. Pero se mira las manos, tira de los hilos que escapan de sus dedos, y sigue soñando.
Apenas es una sombra cayendo sobre los tejados de La Ciudad que se extiende alrededor de la gigantesca antena escarlata. Un callejón cualquiera de una ciudad cualquiera. Un vapor rojizo asciende hacia la noche arrastrándose por las paredes, y a nadie le importa lo que sucede en aquel callejón.
Risas. Un brillo metálico. Huele a miedo. El traqueteo de dos o tres bates de béisbol sobre los adoquines mojados. Un aullido largo. Podría ser Madrid. Otra ciudad ciega de ladrillos humedecidos por la soledad y las meadas de los borrachos. Pero en Madrid no puedes acorralar a una criatura como esa en los callejones. Un aullido desesperado. Tan hermosa y terrorífica. Que clava sus pupilas azules en ti. Demasiado humanas. Como si te viera, como si supiese que estás justo ahí, observando desde las sombras.
Así que, déjate de excusas y sálvalo.
OPINIONES Y COMENTARIOS